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(Segundo canto de Hipatia)
Observar el cielo es, aún en nuestros días, un oficio tan peligroso como el del soldado. Más tal vez, pues el astrónomo está solo, sin un ejército que le respalde. Solo ante los príncipes que, no contentos con reinar sobre la tierra, desearían convencer a todos de que su trono les ha sido entregado por los cielos; solo ante los sacerdotes y los oráculos, que temen que la explicación del movimiento de las estrellas o el anuncio de un eclipse desvelen los misterios sobre los que basan su poder; solo ante los terrores y las supersticiones del pueblo, que considerará al astrónomo culpable de los seísmos, inundaciones, hambrunas, sequías, pues se ha atrevido a aventurarse por los dominios de los dioses y los demonios…
Y, sin embargo, el astrónomo sigue explorando el cielo, recorriendo los astros, cabalgando los planetas, contemplando el Sol cara a cara. Allá arriba, olvida la mazmorra o el hacha del verdugo que le amenaza.
Aristarco de Samos era el más imprudente de todos ellos. Emulando a su maestro Euclides, estaba lleno de ardor e insolencia. Cuando lanzaba, ante sus colegas mucho más ponderados y prudentes, una de esas hipótesis revolucionarias tan propias de él, más de uno se estremecía de terror y miraba a su alrededor temiendo que les escuchara un espía de los sacerdotes.
En aquel tiempo, [2] como antaño ocurriera en el ámbito de las matemáticas, Alejandría había destronado a Atenas en el campo de la astronomía. Pues también allí, según había querido Euclides, observar el cielo no era ya cosa de filósofos y poetas, sino de geómetras. Observar, medir, calcular, ésas serían en adelante las palabras clave. Sólo un hecho estaba demostrado: la Tierra era redonda. Por lo demás, se aceptaba lo que era verdad oficial desde Platón y su alumno Eudoxo: esa bola en la que vivimos estaba inmóvil en el centro de todo, y el Universo giraba a su alrededor.
Aristarco quiso poner en tela de juicio este postulado. Creía que podía permitírselo todo: Tolomeo II Filadelfo ocultaba sus despropósitos, y el bastón de Euclides era para el sabio un excelente aval. El palo, levemente tallado ahora e incrustado con hilos de oro, le servía de herramienta de trabajo. Iba a clavarlo en pleno desierto, en distintos lugares según la hora y la estación, a modo de rústico reloj solar, y su sombra, que era también la del gran Euclides, le permitía medir mil y una distancias celestes.
Pero cierto día decidió publicar el conjunto de sus trabajos en un libro titulado: Las magnitudes y las distancias del Sol y de la Luna. La obra causó un gran escándalo. El sumo sacerdote de Serapis, el más importante personaje religioso de Alejandría, solicitó al rey una audiencia inmediata. Y éste, ante la gravedad de los hechos, convocó al punto a Aristarco ante un Consejo restringido. El rey, al igual que su padre, había asistido a ciertos cursos del astrónomo y se había mostrado bastante buen alumno en geometría. Pero cuando Aristarco compareció, Tolomeo dio la palabra a la acusación.
– He leído tu escrito -dijo el sumo sacerdote en tono insidioso-. No soy un especialista en este tipo de cosas y tal vez lo he comprendido mal. Sí, he debido de entenderlo mal. Un hombre tan sabio como tú…
– No he hecho más que calcular la distancia que separa el Sol de la Tierra, basándome en el poder del razonamiento geométrico, que…
– Sin duda, sin duda -interrumpió el sacerdote-. Pero esta distancia me parece inmensa.
– Entre dieciocho y veinte veces la que nos separa de la Luna.(3) Mi método, lamentablemente, no me permite aportar más…
– Entonces, si el Sol está tan lejos como dices, o como yo he creído comprender -le interrumpió de nuevo el sacerdote, molesto por las precisiones del astrónomo-, es mucho mayor de lo que parece.
– Lo has comprendido perfectamente. Temía no haber sido lo bastante claro para lograr esta hazaña.
El sumo sacerdote no captó el sarcasmo, pues estaba obnubilado por su cólera, que iba creciendo.
– Si he de creerte, el Sol es incluso mucho mayor que la Tierra. Decenas de veces mayor -remachó.
– Estás tan dotado para la astronomía como para la adivinación. Habría que unir siete tierras, una tras otra, para igualar el diámetro del Sol. O, si lo prefieres -añadió Aristarco no sin malicia-, el volumen de esta esfera radiante es trescientas cincuenta veces mayor que el de nuestro modesto habitáculo. (4)
– Rey, te pongo por testigo, este hombre es de un orgullo insensato y, con sus falaces razonamientos, juega con el dios Helios, dispensador de la luz, y con la diosa Hestia, nuestra sagrada Tierra, como si fueran vulgares canicas.
Tolomeo Filadelfo intentó contemporizar.
– Juzguemos primero antes de condenar. Veamos, Aristarco, ¿no había escalonado Pitágoras las altitudes de los astros según los intervalos musicales? ¿Y el gran Eudoxo, geómetra como tú, no había fijado definitivamente las dimensiones del mundo? ¿Con qué argumentos te atreves a contradecir a esos maestros?
– Con los mismos que condujeron a mi maestro Euclides a demostrar que el mundo se sometía a su geometría. Un maestro que confiaba en la razón humana, y al que tu padre Soter, permíteme que te lo recuerde, admiraba más que a cualquier otro sabio.
– ¿Afirmas, pues, que unos simples puntos, líneas o triángulos determinan la magnitud del Universo? Vamos, explícate. Sabes que he seguido el ejemplo de mi padre y no he desdeñado asistir a algunas de tus demostraciones.
– Oh rey, puesto que me haces el honor de intentar comprender, ¿me permites que te interrogue a mi vez, para conducirte por el camino de la verdad?
Tolomeo asintió con la cabeza, dispuesto a aceptar el desafío intelectual.
– A veces vienes a contemplar los astros en la terraza del observatorio -prosiguió Aristarco-. Sin duda has advertido que, una vez al mes, la Luna, durante su ciclo, presenta su disco rigurosamente dividido en dos partes iguales, una iluminada y la otra situada en la sombra…
– Es cierto, cuando la Luna está en su primer cuarto.
– Pues bien, traza con el pensamiento un vasto triángulo que tenga como vértices la Tierra, el Sol y la Luna en su cuarto creciente, y considera sus ángulos.
Creyéndose de nuevo en el aula, Aristarco se volvió hacia el sumo sacerdote con una sonrisa irónica.
– Podéis hacer lo mismo -le aconsejó-, y si la operación os parece difícil, dibujad la figura en un papiro para mejor percibir la verdad…
Un murmullo de reprobación se levantó entre los jueces. Aristarco no se preocupó y, dirigiéndose de nuevo al rey, prosiguió en tono docTorál:
– ¿Qué puedes decir del ángulo formado por la línea recta que une la Tierra a la Luna y la que une la Luna al Sol?
– Hum… Es un ángulo rigurosamente recto -aventuró Tolomeo tras cierta vacilación.
– ¡Rindo homenaje a tu perspicacia, soberano! Pues bien, admite que si el Sol no está a una distancia infinita (puesto que pretendo medir su alejamiento), el ángulo formado por las líneas que unen el Sol a la Tierra, y el Sol a la Luna, no es nulo…
– Sí, pero ¿cómo harás para medir este ángulo? -intervino el sumo sacerdote con una risa sarcástica-. ¿Tal vez irás personalmente al Sol?
– Ahí Euclides responde de nuevo por mí. El ángulo es sólo el complementario al que forman las líneas de la Luna y del Sol vistas desde la Tierra. Y he dicho, en efecto: vistas desde la Tierra. El ángulo puede, pues, medirse.
– ¿Y entonces?
– Entonces, ese ángulo, por simple resolución del triángulo recto formado por la Tierra, el Sol y la Luna en su primer cuarto, ese magnífico ángulo, decía, da la relación entre las distancias de la Tierra al Sol y de la Tierra a la Luna.(5)
– Astuto, en efecto -dijo el rey que levantó la mano para dar la orden de callarse al sumo sacerdote, que estaba a punto de atragantarse de rabia, pues no había entendido nada ni había podido seguir el proceso de la operación geométrica.
– De ese modo -concluyó Aristarco-, no te sorprenda en absoluto, rey, que seas capaz de demostrar, a costa de un modesto esfuerzo de pensamiento y de la universal geometría de Euclides, que ese disco que nos parece fuera de nuestro alcance y abrasa nuestras miradas, se halla a una distancia finita, y que puedas relacionar esa distancia con la Luna, el astro que ilumina nuestros sueños.
La explicación de Aristarco hubiera debido terminar ahí, con el evidente triunfo del sabio. Pero ya ves, Amr, aquéllos que mediante la ciencia alcanzan la cima del mundo, que mediante la inteligencia escrutan las profundidades de los cielos, ésos, de tanto echar la cabeza hacia atrás para ver la cúpula del firmamento, viven en su vértigo. Y muy a menudo caen en el precipicio. Aristarco de Samos era de esta raza. Por ello no pudo evitar proseguir, en un tono falsamente despreocupado:
– Puesto que me hacéis el honor de aceptar mi razonamiento, aceptaréis también su forzosa consecuencia. A decir verdad, mi tratado sobre Las magnitudes y las distancias era sólo una modesta introducción a la obra que acabo de terminar, La hipótesis.
– ¡Ah! ¿Y qué otra herejía profieres en tu «hipótesis»? -preguntó el sumo sacerdote con no disimulada alegría, esperando que esta vez el astrónomo se metería en un callejón sin salida.
– Deduzco primero que el universo tiene unas dimensiones mucho mayores que las que acabamos de mencionar. Al igual que la Tierra desempeña el papel de un punto con respecto a la esfera del Sol, el Sol desempeña también el papel de un punto con respecto a la esfera de las estrellas fijas. Y puesto que el Sol y el cielo de las estrellas fijas están tan lejanos, es irracional pensar que unos cuerpos tan grandes puedan girar en bloque, y en un solo día, alrededor de una Tierra tan pequeña.
– ¡Qué absurdo! ¡Nuestros ojos nos muestran que es la gran bóveda del cielo la que gira! ¡Se trata de una evidencia!
– Sumo sacerdote, si quisieras dar una vuelta completa sobre ti mismo, verías desfilar ante tus ojos las antorchas que adornan los muros de esta sala circular. ¿Acaso no te daría entonces la impresión de que es la sala la que gira mientras que tú permaneces inmóvil?
Estupefacta, la asamblea de los jueces guardó silencio durante unos segundos.
– Afirmo pues que las estrellas fijas y el Sol permanecen inmóviles -prosiguió Aristarco remachando sus palabras-. Afirmo que la Tierra gira alrededor del Sol trazando una circunferencia. Afirmo que el Sol ocupa el centro de esta trayectoria y que el ámbito de las estrellas fijas se extiende alrededor del mismo centro que el Sol.
Hubo otro silencio de estupefacción, que quebró el angustiado grito del sumo sacerdote:
– ¡Pero si es así, la Tierra no es ya el centro del Universo!
– No lo es, puesto que nunca lo ha sido.
– Y la bóveda celeste no gira ya armoniosamente sobre nuestras cabezas, porque según tu insensata pretensión somos nosotros los que giramos alrededor del Sol.
– Como la luciérnaga alrededor de la linterna del mundo -asintió Aristarco, imperturbable.
– ¡Como la luciérnaga! ¡Miserable! ¿Te crees pues un dios para permitirte, con un golpe de bastón y algunas cifras puestas en un papiro, destruir el orden del mundo, insultar la memoria de todos los sabios que ha habido desde la noche de los tiempos? Rey, este hombre ha ido demasiado lejos. Acaba de escupir a la santa faz de la divinidad. ¡Al verdugo, Aristarco!
Tolomeo frunció el ceño.
– En efecto, vas demasiado lejos, astrónomo. Abandonas el seguro sendero de la geometría para poner en cuestión el reconocido orden del mundo. Te ordeno que te expliques en un proceso público.
El sumo sacerdote se prosternó ante el rey y suplicó:
– ¡Por favor, divino monarca! Un proceso público sería la peor de las cosas y provocaría catástrofes inimaginables. Gracias a vuestro padre el gran Soter, las naciones sobre las que reináis se contentan todas ellas con el culto a Serapis. ¿Qué dirán los griegos cuando oigan decir que el Olimpo ya no es más que un montículo y que sólo Apolo reina como dueño del Universo? Me parece oír discutir interminablemente a los judíos sobre su Josué, que detuvo el curso del Sol, y sobre los siete días que su dios tardó en crear el mundo. Por naturaleza son tan proclives a la recriminación como a la conjura. Pero, sobre todo, señor, temed al populacho egipcio. Si los agitadores les hacen creer que el antiguo Ra llamea de nuevo sobre las tumbas de los faraones muertos, estallarán los motines. Pondrán en tela de juicio vuestra esencia divina; vuestro trono temblará; el templo de la diosa, el Serapión, será abandonado. Y todo por culpa de ese demente que habla de la Tierra como de una luciérnaga y del Sol como de una linterna. Demente… o traidor a su dios.
Este ultraje indignó a Aristarco de Samos. Su fortaleza física se había desarrollado durante sus largas marchas por el desierto, sus subidas a lo alto de las pirámides que le servían de observatorio y la práctica cotidiana de la gimnasia. Blandió el bastón de Euclides y se dirigió, amenazador, hacia el sacerdote. Los guardias le contuvieron a duras penas.
El mago de Serapis le lanzó con odio:
– Serás más útil a la ciencia cuando tu miserable esqueleto esté disecado en la mesa del maestro Herófilo.
El rey impuso silencio y decidió que se celebraría el proceso, aunque a puerta cerrada. Preguntó al astrónomo a quién elegía como defensor.
– A Arquímedes de Siracusa -respondió Aristarco-. Él sabrá convenceros.
La elección del genial inventor del tornillo sin fin como abogado fue un gesto muy hábil, pues hacía mucho tiempo que Tolomeo Filadelfo intentaba atraer a Arquímedes a Alejandría. Éste se negaba siempre pese a las más que favorables proposiciones que el Museo le hacía. Cierto que antaño había estado allí, pero sólo para seguir unos cursos y consultar las obras de Euclides, de quien era el evidente sucesor. Luego había regresado a Siracusa, y a partir de entonces no se movió de esta ciudad, limitándose a mantener una asidua correspondencia con sus colegas del Museo. Sus informaciones deslumbraban a los geómetras, matemáticos y astrónomos. Había inventado numerosas figuras nuevas, como los esferoides y los conoides rectos, estudiado provechosamente las leyes de los fluidos, de los cuerpos flotantes, de la palanca y muchas otras cosas que resultaría demasiado largo explicar.
Aunque Tolomeo Filadelfo se sentía, como todos los demás, impresionado por los descubrimientos del sabio siciliano, comenzaba a impacientarse. De modo que le escribió personalmente para suplicarle que si no acudía personalmente a Alejandría al menos le comunicara sus numerosos inventos de ingeniería. Arquímedes sólo accedió a revelarle dos de ellos: el mejor modo de confundir a un orfebre tramposo o a un falsificador sumergiendo los objetos preciosos en cierto líquido, y ese tornillo sin fin que sigue irrigando hoy día, Amr, los campos que has conquistado. Pero no dijo palabra sobre máquinas de guerra.
Con su espíritu lleno de fantasía, Arquímedes esquivaba las indagaciones enviando falsos teoremas a sus colegas alejandrinos o proponiéndoles problemas casi imposibles de resolver, como el de esos «bueyes del Sol» cuya solución estriba en una cifra tan enorme que resulta inaccesible. (6) Pues las matemáticas, Amr, son también fuente de risa, de juego y de música. ¿Acaso no se divierte la Luna, algunas noches, ocultando con su maliciosa sonrisa las estrellas a los astrónomos?
Aristarco tenía otra buena razón para tomar como defensor al sabio siciliano. Le sabía muy al tanto de las sutilezas de la política y del arte de complacer a los príncipes.
Nacido en una de las más antiguas familias de Sicilia, Arquímedes era también el primo del señor de la colonia, el tirano ilustrado Hierón, que le había nombrado su ingeniero en jefe. Su isla natal era la más antigua y floreciente de las colonias griegas de poniente. Como Alejandro no la había conquistado, Sicilia no tomó parte en los conflictos de sucesión que siguieron a la muerte del Conquistador. En aquel tiempo, empero, su capital, la fuerte Siracusa, era la presa que ambicionaban dos nuevas potencias rivales al oeste del Mediterráneo, Roma y Cartago. El sabio, apasionadamente enamorado de su país, se consagró en cuerpo y alma a la defensa de su ciudad amenazada por la guerra, dirigiendo los trabajos portuarios, navales y militares. Inventó así esas máquinas de destrucción que, hace un rato, te han hecho brillar los ojos, valeroso general. Absorto en esa tarea, olvidaba sus obras teóricas, con gran desesperación de sus colegas alejandrinos que le suplicaban que se dedicara otra vez a ellas.
Por consiguiente, cuando Aristarco le pidió que fuera a defenderle en su proceso tocante a la astronomía, decidió no complacerle, a pesar de la admiración que sentía por aquel que había sido su profesor muchos años antes. Pero tenía que consultar primero con el tirano Hierón.
– Te ordeno que vayas a Alejandría -le dijo éste-. Desde luego, el proceso no es cosa mía y actuarás en ese campo como te parezca. Pero te confío otra misión, la de embajador. En el conflicto que se avecina, carecemos lamentablemente de aliados. Recuérdale al rey Filadelfo que Alejandría es griega, al igual que Siracusa, mientras que romanos y cartagineses son sólo bárbaros. Para mejor convencerle, recurre a la historia de la ciudad púnica. ¿No es, a fin de cuentas, de origen fenicio? Egipto reina en Tiro, por lo tanto tiene también derecho a reivindicar a sus lejanos hijos de Cartago. Y si estos argumentos diplomáticos no bastan, entrégale algunos planos de tus inventos guerreros. Aunque… con prudencia, ya me entiendes.
– Haré como tú dices, Hierón -respondió Arquímedes-. Y me alegra poder, al mismo tiempo, trabajar por mi patria y defender a mi amigo Aristarco, sin temor a ser retenido por la fuerza en Alejandría, ya que estaré protegido por mi condición de embajador.
– ¿De qué acusan a tu amigo astrónomo?
El tirano escuchó con mucha atención las explicaciones de Arquímedes, pero a medida que iba captando de qué se trataba, su rostro iba ensombreciéndose. Por fin, dijo en tono seco:
– Háblame con franqueza. ¿Crees tú en esa monstruosidad? ¿Demuestra Aristarco que la Tierra gira alrededor del Sol?
– No ha hecho más que medir la distancia que los separa y sus tamaños respectivos. Por lo demás, se trata sólo de una hipótesis y no de un teorema, ni siquiera de un postulado, puesto que contradice el sentido común, lo directamente observable. Si fuera preciso confiar sólo en lo que el ojo ve, seguiríamos diciendo lo que Tales pensaba en sus inicios, e imaginaríamos la Tierra como un disco flotante, como un pedazo de madera sobre un océano. Pero la audaz hipótesis de Aristarco abre a los sabios y a los filósofos tantas nuevas rutas hacia perspectivas todavía inimaginables…
– A los sabios y a los filósofos tal vez -replicó el tirano-, pero ¿has pensado en el común de los mortales? Cómo reaccionarán los pueblos cuando sepan que dioses y humanos, poderosos y débiles, monarcas y súbditos, dueños y esclavos son sólo un hormiguero embarcado en un frágil esquife remolcado por el inmenso navío solar en el seno de la inmensidad aún mayor del océano celestial? Sería el final del equilibrio del mundo. E imagino muy bien las calamidades que seguirán, paisajes de desolación, motines, regicidios, ateísmo, destrucción de los templos, falta de respeto por la propiedad y otras consecuencias más funestas aún.
– No más funestas -replicó Arquímedes con amargura- que las armas de muerte que tú me obligas a inventar.
– Lo sé, amigo mío, y créeme si te digo que cuando la paz regrese… Entretanto, no olvides que la suerte de Siracusa depende de tu misión diplomática junto a Filadelfo. Y si percibes un solo instante que la defensa de Aristarco puede perjudicar esta misión, deberás elegir entre tu amigo y tu patria. Me ocuparé de que lo hagas.
La amenaza era clara. Arquímedes embarcó lleno de temor en un temible navío de guerra cuyos planos él había dibujado. Apenas llegado a Alejandría, fue conducido ante el rey. Tras haber leído la larga carta de Hierón, cuyo contenido el sabio ignoraba, Tolomeo dijo simplemente:
– Quédate con nosotros, Arquímedes. Te ofrezco la paz y la serenidad de nuestro Museo para que tu genio se desarrolle tanto como sea posible. Tu lugar no está en medio de las guerras, ni en los laberintos de la política y la diplomacia.
– Pero, rey, ¿acaso me pides que sea desleal? Mi lugar está en mi patria, junto a mi señor y mi pueblo cuando están en peligro.
– Tu señor es la ciencia, tu patria son los miles de libros que contiene la Biblioteca, tu pueblo son los sabios y los eruditos que aquí trabajan. Y el peligro se cierne hoy sobre la cabeza del mejor de todos ellos, Aristarco de Samos.
De hecho, Tolomeo Filadelfo se sentía muy incómodo. Había recibido de su padre Soter el principio absoluto de no intervenir nunca en los debates y las querellas que eran cosa cotidiana en el Museo. Pero, esta vez, el asunto era demasiado grave. La hipótesis de Aristarco había dividido el Museo en dos clanes ferozmente opuestos: los filósofos contra los científicos. Para los primeros, apoyados por los sacerdotes de todas las religiones, admitir o incluso tolerar la idea de que una pequeña Tierra girara en torno al Sol no era sino el anuncio de la muerte de los hombres y los dioses, pero sobre todo la destrucción de la Academia de Platón, del Liceo de Aristóteles, del Pórtico de Zenón y del Jardín de Epicuro. Esas cuatro escuelas estaban en Atenas, pues (y mi tío Filopon no va a contradecirme), a pesar de sus esfuerzos, los dos primeros Tolomeos sólo habían conseguido atraer a Alejandría filósofos de segunda clase, aplicados émulos de los difuntos maestros griegos. Conscientes de esa desventaja, los adversarios de Aristarco suplicaron al mayor pensador de la época que cruzara el mar para que representara el papel de acusador en el proceso. Se trataba de Cleantes de Aso, un anciano que cumpliría muy pronto un siglo, sucesor del ilustre Zenón.
A pesar de su edad muy avanzada, Cleantes representaba la más reciente escuela filosófica ateniense, la del Pórtico, el estoicismo. Y no por azar los enemigos de Aristarco habían recurrido a él. En efecto, contrariamente al pensamiento de Platón y Aristóteles -que preconizaban la libre búsqueda y la permanente puesta en cuestión-, para Zenón y luego para Cleantes, la filosofía era como un huevo cuya cáscara era la lógica; la clara, la moral; y la yema, la física. En resumen, un sistema que no podía tocarse sin destruirlo por completo. Se representaban el Universo del mismo modo: único, acabado, asimismo como un huevo, rodeado de un vacío ilimitado, un huevo viviente cuya yema fuera la Tierra. Esta representación, claro está, era una metáfora. La realidad material del mundo no les interesaba.
En el fondo, tu religión, la de Filopon y la de Rhazes hacen hoy lo mismo. Para los cristianos y los judíos, Jerusalén es el centro del mundo; para vosotros, lo es La Meca. Ahora bien, no hay centro en la superficie de una esfera, al menos según los geómetras. La geografía de los sacerdotes no es la de los agrimensores. En ninguna parte de la Biblia y, sin duda, de tu Corán, se habla de la forma física de la Tierra. ¿Redonda? ¿Plana? ¿Ovoide? ¿Piramidal? ¡Qué importa eso a las religiones! Lo mismo les ocurría a los estoicos. En cambio, cuando Aristarco intentaba demostrar que la Tierra giraba alrededor del Sol y, por lo tanto, que no estaba ya en el centro del Universo, entonces esa representación física chocaba de lleno con la representación simbólica del mundo, donde la divinidad está en todas partes y el hombre en el centro de todas partes.
Cleantes, Tolomeo y los sacerdotes, cualquiera que fuese la religión que profesaran, no podían tolerarlo, porque eso hubiera supuesto aceptar su propio fin, o al menos así lo creían. Durante la entrevista que mantuvo con el rey, Arquímedes intentó demostrarle que física y simbolismo podían cohabitar en paz; citando a Hesíodo, apoyándose en los exegetas de Hornero, explicó que la montaña del Olimpo, tal como se representaba bajo su eterna nube, no era forzosamente el lugar físico donde moraban los dioses.
¡Insigne torpeza la de tratar así a aquel monarca ilustrado, como si fuera un alumno ignorante! Pero nuestro sabio aún cometió otra torpeza: creyó oportuno referirse al difunto Demetrio de Palero. El infeliz Arquímedes, que era un torpe cortesano, había sencillamente olvidado que el fundador del Museo se había opuesto con todas sus fuerzas a la subida al trono de Filadelfo, y que había sido castigado con la muerte.
El rey enrojeció de cólera: que le tomaran por un ignorante, podía pasar; pero que se evocara a su enemigo Demetrio… Arquímedes, lleno de pánico, vio que su misión diplomática iba a fracasar y que su amigo Aristarco sería entregado al verdugo. Pero el rey se calmó por fin y dijo:
– No habrá proceso. El sumo sacerdote y Cleantes están demasiado empecinados en derrotar a Aristarco. Si lo logran éste será condenado a muerte. No podré impedirlo y sobre mí caerá el oprobio de haber asesinado a un hombre de ciencia. El rumor atribuye tantos crímenes a los monarcas… Ve a hablar con ese astrónomo más tozudo que una mula e intenta convencerle de que se retracte. Si lo consigues, la paz volverá al Museo. De lo contrario, lo llevarás discretamente contigo a tu isla. Encargarse de ese viejo extravagante será, para tu señor, el precio de la alianza que me propone.
Y el rey, satisfecho con la jugarreta que le iba a hacer a su colega Hierón, al que despreciaba, despidió a Arquímedes frotándose las manos. El siciliano salió de la audiencia con la cabeza gacha. Se sentía humillado. Aunque como ingeniero jefe de Siracusa había sufrido, en el pasado, mil y un desplantes por parte del tirano Hierón, eso formaba parte de su cargo. Pero esta vez era diferente: Tolomeo Filadelfo, el protector de las artes y las ciencias, le había pedido, nada menos, que traicionara a su país e incitara al sabio más osado que conocía a renegar de toda una vida de trabajo, para complacer la tranquilidad del reino y de sus súbditos.
– Pero, Arquímedes -arguyó Aristarco-, mis cálculos son exactos. ¿Por qué voy a decir que me he equivocado?
Con casi ochenta años, Aristarco, aquel Hércules de la ciencia, nada había perdido de su ardor y su candor. Y Arquímedes, que sólo tenía treinta y tres, se sentía el más viejo y el más prudente de los dos. Empleó toda su energía en explicarle que su retractación sería una pura formalidad que en nada cambiaría el fondo de su tesis, y afirmó que los hombres no estaban aún maduros para aceptar semejante noticia, pero sus razonamientos no hicieron mella en el sabio. Aristarco sólo comprendía una cosa: estaba seguro de su teoría. Cualquier otra contingencia, su propia vida, no contaba ante su descubrimiento.
Sin embargo, el viejo astrónomo aceptó el exilio. Estaba harto, dijo, de esos «sacerdotes rebuznadores», «de esos estoicos mugrientos», y -perdonadme, tío, pero el hombre conservaba su vigor juvenil-, «de esos gramáticos de verga floja». Algo avergonzado por el papel que desempeñaba, pero aliviado y feliz de que su viejo maestro le siguiese a Siracusa, Arquímedes fue a dar cuenta al rey de ese satisfactorio desenlace. A cambio de ello, Tolomeo aseguró al embajador siciliano que nada destruiría su alianza con Siracusa.
Al día siguiente, en la cubierta de la embarcación que iba a llevarle de vuelta a casa, Arquímedes aguardó en vano a Aristarco. Finalmente, un joven esclavo le entregó un paquete: era un largo y pesado bastón en el que se habían grabado, con cifras de oro, unas ecuaciones. El regalo estaba acompañado por un breve mensaje firmado por el astrónomo: «Que el bastón de Euclides te enseñe a mantenerte erguido ante los príncipes y los poderosos.»
Nadie supo nunca dónde se había ocultado Aristarco de Samos. Algunos pretenden que se refugió en pleno desierto egipcio, bajo el ardiente sol de la aldea de Siene. [3] Su manuscrito de La hipótesis nunca fue copiado, pero la Biblioteca conserva como un bien preciado el original, único ejemplar de este libro osado, considerado impío. Tolomeo Filadelfo, Cleantes y Calímaco murieron poco tiempo después. Lo primero que hizo Tolomeo III Evergetes fue llamar a Arquímedes para que ejerciera las funciones de preceptor de su hijo y bibliotecario. Éste se negó, pero recomendó para sustituirlo a Eratóstenes de Cirene, filósofo, poeta, historiador, astrónomo, músico y, sobre todo, inventor de la geografía. La elección era buena.
El nuevo bibliotecario mantuvo durante largos años una asidua correspondencia con el sabio de Siracusa. Cierto día, recibió un compendio titulado El método, donde Arquímedes le revelaba el secreto de sus descubrimientos. Acompañaba esta suerte de testamento un viejo bastón con incrustaciones de oro. El bastón de Euclides no podía caer en mejores manos que las de aquel hombre cuyo nombre significaba, literalmente, «la fuerza del amor».
Algún tiempo después, Eratóstenes supo cómo había muerto su amigo siciliano. Desde su regreso a Egipto, el sabio se había distanciado poco a poco de los asuntos políticos. Lleno de remordimientos por haberle fallado a Aristarco, no quiso acceder a las insistentes peticiones del señor de Siracusa que le apremiaba a abandonar las investigaciones puramente intelectuales para dedicarse a temas más materiales y a inventar cosas que tuvieran alguna utilidad. Utilidad bélica, claro está. Pero tanto las amenazas como las súplicas fueron inútiles.
Arquímedes hizo primero construir un planetario, maravilloso mecanismo que reproducía con exactitud los movimientos celestes según la hipótesis de Aristarco. Luego se le metió en la cabeza inventar un gran sistema de numeración que pudiera representar magnitudes tan ingentes que comparada con ellas la miríada fuera sólo un punto. Y él, que solía trazar sus demostraciones en la arena de las playas, eligió el grano de arena como elemento de su última demostración. ¿Cuántos granos hay en un puñado de arena? ¿Y en la playa de Siracusa? ¿Y en todas las playas, y en todos los desiertos del mundo? Nadie imaginaba que se pusiera a dar una medida a semejante desmesura. Sin embargo, en su tratado El arenario, su obra maestra, Arquímedes demostró que incluso la arena podía representarse con un número. Se comprometió a contar los granos de arena que llenaran el cosmos. Para obtener la mayor cantidad posible, atribuyó al cosmos las enloquecidas dimensiones que le prestaba la hipótesis de Aristarco. Y, por lo que se refiere al considerable número que obtuvo, demostró que sólo era, a pesar de todo, un punto comparado con números todavía mayores, números que sólo un espíritu singular como el suyo era capaz de concebir.
En el plano político, la embajada de Alejandría había sido un fracaso, pues, a pesar de sus vagas promesas, Filadelfo y luego Evergetes, como dignos émulos de Alejandro, se desinteresaron de todo lo que ocurría en el oeste del Mediterráneo. Solo y atrapado entre Roma y Cartago, Hierón tuvo que elegir. Lamentablemente, eligió Cartago. Durante tres años, Siracusa fue sitiada por los romanos. Y, a pesar de las máquinas de guerra inventadas por Arquímedes, el enemigo consiguió invadir la ciudad.
El decurión Bruto fue el primero que penetró en la población en llamas. Embriagado de sangre y del vino peleón que había bebido para darse valor, el soldado romano recorría las calles de la ciudad blandiendo su espada enrojecida en busca de nuevas víctimas. Pero los sitiados supervivientes se habían refugiado todos en el palacio donde Hierón aguardaba la llegada del general Marcelo para entregarle las llaves de la ciudad, confiando en su clemencia. A través de una poterna de la muralla, Bruto vio a un anciano que, sentado en una pequeña playa, trazaba misteriosos dibujos en la arena. ¡Lamentable presa para un guerrero! Algo serenado por el viento del mar, el soldado se dijo no obstante que aquel griego podía resultar un buen esclavo, tal vez un preceptor para los hijos que pensaba tener, cuando, enriquecido por el botín, regresara a Roma y fundara una familia. Se acercó.
– Levántate y sígueme, buen hombre -dijo en tono arrogante.
Arquímedes ni siquiera levantó la cabeza cuando respondió:
– Un momento, por favor. Creo que por fin lo he encontrado.
Loco de rabia ante la desobediencia del viejo, el decurión clavó su espada en la espalda de Arquímedes. El chorro de sangre que brotó de la herida inundó la arena, borrando las figuras y las cifras en ella inscritas. Tal vez fuesen la respuesta a la hipótesis de Aristarco de Samos.
<a l:href="#_ftnref2">[2]</a> Hacia 270 a. C.
<a l:href="#_ftnref3">[3]</a> Actual Asuán.