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Los atletas del saber

(Segundo panfleto de Rhazes)

Tienes razón, general, uno se pierde con todos esos Tolomeos. Y además, hasta ahora sólo hemos hablado de tres. Les llamaban la dinastía de los Lágidas, pues su antepasado era un tal Lagos, general de Filipo, padre de Alejandro, cuya mujer, según dicen, era muy complaciente. Olvidemos de momento al Tolomeo geógrafo, que apareció muchos siglos más tarde y no era de ningún modo su descendiente. Pronto te hablaremos de él, y el tal Tolomeo se mostrará capaz de apaciguar a tu califa.

Por lo que se refiere a los demás, los reyes de Egipto, los nuevos faraones, hubo trece. ¡Trece Tolomeos! Y como si no fuera ya bastante complicado, no se sucedieron de padre a hijo, sino entre hermanos. Se disputaban el trono, el menor expulsaba al primogénito, el benjamín envenenaba al segundo, el primogénito derribaba al benjamín y le asesinaba para recuperar su puesto. ¡Una verdadera jaula de fieras! Para embrollar más aún la cosa, era habitual, en aquella encantadora familia, casarse con la hermana. La cosa comenzó con Tolomeo II, de ahí su nombre de Filadelfo. Eso tenía la ventaja de resolver el problema de la dote, pero el médico que soy no está muy seguro de que esas uniones engendrasen los retoños más aptos para reinar.

Cuando Tolomeo I Soter casó a su hijo con su hija Arsinoe, esperaba amansar a sus nuevos súbditos egipcios. En efecto, su dios-rey fundador, Osiris, se había casado, según dice la leyenda, con su propia hermana Isis, de quien nació Horus, el dios Sol. «Vil superstición», dirás tú, y estoy de acuerdo. Pero, a fin de cuentas, si lo piensas bien, Amr, y de creer en el Libro que nos es común, ¿de dónde pudieron sacar sus esposas Caín y Abel, los dos hijos del primer hombre y de la primera mujer, salvo del seno de su propia familia? Te veo fruncir el ceño, Amr, ¡estoy bromeando! De todos modos, al humilde pueblo egipcio le importaban un pimiento los dioses y sus ancestros, y preferían hacer sacrificios a las piedras sagradas, al Nilo o a algún arbusto cualquiera, suplicándoles que les libraran de los invasores griegos.

Pero volvamos a la Biblioteca. Entonces, Alejandría no necesitaba ya requisar los navíos que entraban en su puerto para procurarse nuevas obras. Sabios, poetas y filósofos acudían del mundo entero con la esperanza de ser alojados, alimentados y pagados por el erario público. Una vez instalados en el Museo, los felices elegidos trabajaban, escribían, copiaban, anotaban y analizaban las antiguas obras. Algunos, y no los menos, incluso se atrevían a corregirlas, estimando por ejemplo, los muy patanes, que Homero había cometido, en ése o aquel pasaje de la Ilíada, una torpeza de estilo o una vulgaridad.

Muy difícil era elegir en esa multitud en la que los parásitos y los charlatanes se codeaban con los grandes poetas y los mejores ingenieros. Sólo el rey tomaba la decisión, con la ayuda del bibliotecario, sin duda el segundo personaje más importante de Egipto y que con frecuencia era también ministro. Los primeros bibliotecarios fueron naturalmente escogidos entre los gramáticos y los filósofos, pues la clasificación de las obras exigía otro método que el que se empleó antaño y que consistía en anotar la fecha de entrada en los anaqueles, tal como había instaurado con cierta tosquedad el primer bibliotecario, Zenodoto de Efeso, el mismo que reescribió a Homero a su modo.

Te hemos hablado ya del que le sucedió: Calímaco de Cirene, que gozaba de la confianza de la reina Berenice. Al igual que Arquímedes inventó el resorte, el engranaje y el tornillo que lleva su nombre, Calímaco inventó la poesía. No pongas esa cara de sorpresa, Amr. Me refiero sólo a la poesía griega, pues sé muy bien que tu pueblo y todos los que viven al este de Canaán practican ese arte divino desde el principio de los tiempos. Pero no así los griegos, tan preocupados por la razón y la lógica que Platón había incluso expulsado a los poetas de su República. En Grecia la poesía, como avergonzada de su propia existencia, se ocultaba, humilde como una matita de violetas, en el bosque de los otros géneros: la epopeya, el teatro, la filosofía, la música, las ciencias incluso. Calímaco tomó la poesía de la mano y la sacó a plena luz. El poema ya no necesitaba la sombra de todos esos árboles, y floreció por sí mismo.

Y para que resaltara todavía más esta emancipación, Calímaco redactó sus primeras obras en dialecto dórico, tomando como métrica el dístico elegiaco y no el hexámetro dactílico jónico, que hasta entonces era el ritmo de la epopeya, el género literario que siempre había ahogado a la poesía con su potencia. Escribió un libro, el primer poemario. Fue una revolución. Todos aquellos que no se atrevían, se atrevieron por fin: Teócrito, Herondas, Apolonio de Rodas, Aristófanes de Bizancio acudieron a Alejandría, en la que había surgido una bulliciosa pasión por la poesía, tan grande como la que sentía aún por la geometría. Calímaco fue el Euclides de la poesía.

Pero no se limitó a cantar a los dioses, al amor, a las bellezas de la naturaleza y los tormentos del alma. Tomó las riendas de la Biblioteca, y el viejo Zenodoto, cuyo espíritu se fatigaba un poco, le dejó hacer. El activo Calímaco asignó tareas muy precisas al numeroso personal que trabajaba en el establecimiento. Reorganizó el servicio de adquisiciones, de modo que a cada texto se le puso una etiqueta que especificaba su procedencia, su anterior propietario y su corrector. Los textos eran copiados a mano, a veces al dictado, por lo que era necesario corregirlos atentamente. La Biblioteca se convirtió así en un centro de trabajo filológico donde se preparaban nuevas ediciones de Homero, donde se anotaban y comentaban los clásicos.

Calímaco supervisó la confección del fichero. Leyó los aproximadamente ciento veinte mil rollos de la Biblioteca, los clasificó, los catalogó por temas, redactó su lista. Texto muy árido y que nada tenía de poético -aunque, al releerlo, podemos encontrar profundos encantos en esa letanía-, los Pinakes fue el primer catálogo en el mundo de los autores y sus obras. No me extenderé, Amr, sobre las mil y una maneras de clasificar una biblioteca. El venerable Filopon es, en esta materia, inagotable, pero temo que el asunto te aburra un poco.

Viendo hasta qué punto Calímaco, Hércules de la literatura, se había convertido en el corifeo de la Biblioteca, Tolomeo Filadelfo le pidió que se convirtiera oficialmente en su nuevo director. Pero el poeta se negó y propuso en su lugar al mejor de sus discípulos, Apolonio de Rodas, preceptor del hijo del rey. Fue el caso de Arquímedes el que empujó a Calímaco a retirarse de esta guisa. No quería poner su arte al servicio exclusivo del monarca, como el sabio de Siracusa había puesto el suyo al servicio de su tirano. Malgastar la inspiración cantando los méritos del príncipe, utilizar su energía en el Consejo, debatiendo sobre dinero y política, le parecía coartar seriamente su libertad para escribir.

Además de esas nobles razones, la idea de que fuese Apolonio quien le sucediera no le disgustaba, pues aquél que durante mucho tiempo había sido su discípulo comenzaba a convertirse en un muy serio rival. A partir de entonces su joven émulo tendría que encargarse de redactar las apologías y los ditirambos, de escribir los pomposos discursos que pronunciaría el rey, de llevar a cabo las ásperas negociaciones con los mercaderes de papiro y de arrancar al monarca el puñado de dracmas suplementarias para comprar un lote de rollos sin interés. Calímaco se dijo que durante ese tiempo perdido, al menos, Apolonio no podría ya componer una obra maestra tan sublime como sus Argonáuticas. Los espíritus más elevados tienen, a veces, sorprendentes bajezas.

Pero las cosas no se desarrollaron como Calímaco había previsto. Mientras seguía escribiendo, Apolonio se convirtió en el personaje más importante del reino, objeto de todas las atenciones. Acudían a él para mostrarle unos versos, pedirle consejo, solicitarle un empleo, una prebenda, mientras que el infeliz Calímaco era olvidado por todos. Nadie prestaba ya atención a aquel anciano retirado en un rincón de la Biblioteca tras el montón de sus catálogos. Erraba por el laberinto de los anaqueles en busca de curiosidades, palabras extrañas, mitos olvidados, con los brazos cargados de rollos, con la lentitud y la aplicación de un escarabajo que empujara el fardo del mundo.

Cierto día, cuando estaba en la Biblioteca rumiando su amargura al tiempo que intentaba devolver su forma original a una versión expurgada de la Teogonía de Hesíodo -una fechoría más de aquel chocho de Zenodoto-, vio pasar junto a su mesa a dos jóvenes arrogantes que hablaban en voz alta y fuerte sin prestar atención a su presencia, como si fuera un copista transparente como los demás.

– Desde luego -clamaba uno de ellos-, no hay modo de encontrar un libro de geometría en esta biblioteca. El maestro Apolonio tiene razón: al hacer las clasificaciones se han desdeñado las ciencias de la naturaleza.

El viejo poeta palideció. Así pues, su antiguo discípulo denigraba su trabajo ante aquellos petimetres. En sus Pinakes, sin embargo, se había preocupado de repartir las distintas ramas del saber entre las matemáticas, la medicina, la astronomía y la geometría, así como la filología. Esa crítica era demasiado injusta. Calímaco decidió vengarse y utilizó la mejor arma de que disponía: la escritura.

La aparición de su Ibis hizo mucho ruido o, más bien, provocó una inmensa carcajada, pues aquella sátira parodiaba el estilo de Apolonio mientras daba a entender que todo, en su obra, era sólo plagio de autores antiguos y de su propio maestro. Al llamarle «el ibis», Calímaco recordaba que el bibliotecario era de origen egipcio y no griego, y que, como el pájaro nacional, sólo con torpeza se levantaba del suelo y chapoteaba en el barro para encontrar su alimento.

Para un poeta no hay nada peor que el ridículo. Sobre todo porque el hijo del rey en persona se divirtió en pleno Consejo leyendo ante Apolonio un párrafo de los más malignos y divertidos. No todos los días un alumno, aunque sea un Tolomeo, puede burlarse de su preceptor. Con gran dignidad, Apolonio presentó su dimisión como bibliotecario y regresó a la isla de Rodas, donde enseñó retórica y gramática.

Los últimos años de Filadelfo fueron apagados y penosos, como parece habitual en los reinados muy largos. Aquél había durado cuarenta años. La partida de Apolonio y el truncado proceso de Aristarco de Samos fueron los más graves síntomas de aquel crepúsculo senil que se había apoderado de Alejandría. Por fin, el rey murió y Calímaco le siguió sin tardanza a la tumba.

Los veinticuatro años de reinado del tercer Tolomeo, nacido del incesto entre su padre y la reina Arsinoe, fueron sin duda los más apacibles y prósperos que conoció nunca Egipto. Bajo su sabio gobierno, la Biblioteca llegó a poseer casi medio millón de rollos. Incluso se consiguió tras muchas maniobras, arrancar a Atenas la colección de libros que había pertenecido a Aristóteles.

Uno de los primeros actos del nuevo rey, a quien sus cortesanos dieron el nombre de Evergetes, «el bienhechor», fue llamar de nuevo a Apolonio para que ocupara el puesto de bibliotecario. Tras haberse hecho rogar un poco por su antiguo alumno, el poeta exiliado regresó imponiendo sus condiciones. Compartiría el cargo con un hombre de ciencia: Eratóstenes de Cirene, el mismo que mantenía correspondencia con Arquímedes y que algún día poseería el bastón de Euclides. Sabia decisión, pues, cuando Calímaco gobernaba en la sombra los destinos de la Biblioteca, las obras de astronomía, de geometría o de arquitectura habían sido postergadas en beneficio de la literatura.

A Apolonio le habían herido en lo más hondo del alma los ataques de Calímaco, un poeta cuya obra, sin embargo, él admiraba por encima de todo. Durante su exilio en Rodas, Apolonio había revisado sin cesar su epopeya Las Argonáuticas hasta conseguir que alcanzara la perfección absoluta. Pero, desde entonces, su inspiración se había secado. No se atrevía ya a escribir, abrumado por la sombra de su difunto maestro. Temblaba ante la idea de que apareciese un nuevo Ibis humillándole más aún. Los libros le daban miedo. Por esta razón, cuando estuvo de regreso en Alejandría, dejó a Eratóstenes toda la responsabilidad de la Biblioteca, limitándose a ser el consejero íntimo del rey Evergetes. En lugar de escribir elegías, sólo pergeñaba los discursos y los decretos reales.

Era, después del rey, el hombre más poderoso del reino de Egipto, un reino que a la sazón dominaba todo el Mediterráneo levantino, y Apolonio no era ajeno a esa grandeza. Del otro lado estaba Roma. Pero ¿quién, por aquel entonces, habría prestado atención a aquellos bárbaros? La arrogante Alejandría sentía por esos soldados y campesinos del oeste del mundo el mismo desprecio que Bizancio siente hoy hacia los mercaderes nómadas que tú representas.

Sólo Eratóstenes, el verdadero bibliotecario, se inquietaba ante el creciente poderío de Roma. Cierto es que, en sus cartas, su amigo Arquímedes le informaba a menudo de las victorias de la ciudad italiana. Eratóstenes, intentó avisar al rey y a Apolonio, pero fue en vano, porque éstos le mandaron ocuparse de sus anaqueles. Pero él había comprendido, antes que todo el mundo, que el declive de Alejandría vendría de poniente.

Eratóstenes era un espíritu universal. Su saber abarcaba todos los temas, en un Museo donde la propensión de cada cual era aislarse en su especialidad. Después de haber sido alumno, en gramática y en poesía de Calímaco, había permanecido unos veinte años en Atenas, tratando con platónicos y estoicos. Luego había regresado a Alejandría, para seguir los cursos de astronomía y matemáticas de Aristarco de Samos, antes de trabar amistad con Arquímedes, durante una de las escasas estancias en Egipto del sabio siciliano. Esa amistad estuvo a punto de quebrarse por la actitud demasiado diplomática de Arquímedes durante el proceso de Aristarco. Para demostrar su desaprobación, Eratóstenes regresó a Atenas. «Aquí, al menos -le escribió al viejo rey Filadelfo-, los gobernantes dejan a los sabios en total libertad. Han comprendido la lección de la muerte de Sócrates. Pero tú, al expulsar a Aristarco del Museo, le administraste la peor de las cicutas.»

Cuando Tolomeo Evergetes subió al trono, al llamar a su lado a Apolonio y luego a Eratóstenes, el nuevo rey dio a entender con claridad que, por su parte, había comprendido la lección infligida al difunto Filadelfo por el valeroso exiliado voluntario. Y, durante los veinticuatro años de reinado del «bienhechor», la paz se instauró en el seno del Museo gracias al perfecto entendimiento entre Apolonio, el poeta que ya no escribía, y Eratóstenes, el hombre de saber universal.

Pues Eratóstenes cultivó con brillantez todos los campos de la cultura: filosofía, poética, historia, música, matemáticas y, claro está, astronomía. En ochenta y dos años, no llegó a agotar todos los recursos de su genio y murió a la edad que los griegos consideraban el límite postrero de la vida. A decir verdad, forzó un poco el destino cuando, al volverse ciego, se dejó morir de hambre porque no podía ya leer.

Pero ¡cuántos prodigios llevó a cabo antes! Dado que yo soy médico y en absoluto matemático, no sabría describirte detalladamente, Amr, el método que inventó para encontrar los números primos y que se designa con el nombre de «criba»,(8) como tampoco conozco los nombres de las setecientas treinta y seis estrellas que incluyó en su catálogo de Catasterismos. Pero sé que fue el primer hombre que calculó la circunferencia de la Tierra.

Para llevar a cabo esta hazaña, midió la diferencia de la sombra producida por los-rayos del Sol en su cenit estival en dos lugares alejados el uno del otro: Alejandría por una parte y la ciudad meridional de Siene, donde su maestro Aristarco había terminado su vida en un completo olvido. Le rendía así el más hermoso homenaje, pues fue gracias a los métodos de cálculo de aquel maestro astrónomo que Eratóstenes pudo medir la circunferencia de la Tierra. La incredulidad que leo en tu rostro, Amr, me incita a darte algunas explicaciones…

Eratóstenes había sabido por boca de los viajeros que, en Siene, el primer día del estío que nosotros llamamos solsticio, a mediodía en punto, los rayos del Sol caían verticalmente en un profundo pozo de más de cien codos. Durante ese breve instante, la maravillada multitud podía percibir el círculo espejeante del agua que, por lo general, se pudría a la sombra en el fondo del pozo. Ahora bien, nuestro sabio había muchas veces plantado el bastón de Euclides en distintos lugares, según la hora y la estación, y sabía muy bien que en Alejandría el Sol proyectaba siempre una sombra. Se hizo pues el ingenioso razonamiento de que, si medía la longitud de la sombra en Alejandría a la hora en que no la había en Siene, podría calcular la circunferencia de la Tierra. Llegados el día y la hora, llevó a cabo la operación y dedujo el ángulo con el que el Sol lanzaba sus rayos sobre Alejandría: una cincuentava parte de círculo, exactamente. Por medio de la más sencilla geometría, Eratóstenes concluyó que el perímetro de la Tierra era igual a cincuenta veces la distancia de Siene a Alejandría.(9) Pero ¿cómo evaluar esta distancia?

Una leyenda cuenta que, preguntando a los caravaneros, Eratóstenes supo que un camello necesitaba cincuenta días para hacer el viaje y que este animal recorría, por término medio, cien estadios al día. En realidad, Eratóstenes nunca se habría limitado a tan grosera aproximación. Muy al contrario, una valiosa obra de la Biblioteca cuenta cómo el sabio desplegó los recursos de su genio para conseguir su objetivo.

Comenzó a reunir todas las medidas de terrenos conocidas en su tiempo: relatos de caravaneros, pero también anotaciones de catastro, longitudes de los caminos de sirga, informes de los contadores de pasos profesionales. ¿Sabías, por ejemplo, Amr, que en el país que acabas de conquistar la inundación del Nilo altera cada año los mojones y las fronteras entre los campos cultivados? Para fijar los derechos de propiedad, los Tolomeos habían nombrado en cada capital de departamento a un director de finanzas y del catastro, encargado de inscribir las dimensiones de las «sfragidas», esas parcelas medidas por los agrimensores reales. Eratóstenes reunió esos datos y los anotó cuidadosamente en su cuaderno. Anotó también las medidas relativas a la longitud del Nilo, que fluye entre Siene y Alejandría siguiendo aproximadamente la dirección del norte. Las imponentes barcazas que bajaban por el río, cargadas de granos y paños preciosos del Sudán, debían ser arrastradas por sirgadores. Éstos hacían avanzar las embarcaciones por medio de grandes cuerdas, las «schenas», todas de la misma longitud, de modo que el número de «schenas» utilizadas daba fácilmente la distancia que separaba las postas de sirga. ¿Sabías además, Amr, que las rutas de Egipto, como las de todos los países helenizados, eran medidas por contadores de pasos profesionales? La jornada de marcha era una unidad de medida utilizada ya por Heródoto, hace de eso más de mil años. Y Eratóstenes pagó a caminadores que llevaran a cabo el trayecto de Siene a Alejandría.

Cuando hubo por fin reunido todos esos datos de orígenes muy diversos, estableció la media, para minimizar las numerosas causas de error. Y pudo anunciar triunfalmente el resultado al rey Evergetes: puesto que la distancia entre Siene y Alejandría era de cinco mil estadios, la circunferencia de la Tierra era de cincuenta veces más, es decir doscientos cincuenta mil estadios.(10)

Finalmente, esta Tierra que acababa de medir con la implacable cadena del razonamiento matemático, la dividió como una sandía, en trescientas sesenta partes iguales, de acuerdo con el modo de graduar de los babilonios. De ese modo, Eratóstenes, ese «atleta del saber» como en adelante se dio en llamarle, inventó también la geografía, casi tres siglos y medio antes de Tolomeo; me refiero naturalmente, al sabio Tolomeo, el que nunca fue rey salvo en sus dominios, las ciencias del Universo.