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– Todos esos Hércules del conocimiento, poetas, filósofos, hombres de ciencia de los que me habéis hablado -dijo Amr-, ¿por qué se empeñaban en mezclarse en los asuntos de la ciudad y la religión? Lo lógico es que los unos se satisfagan rimando, los otros pensando y los terceros inventando. Y que dejen a los reyes el cuidado de gobernar y a los sacerdotes el de orar.
– Y sería también necesario -replicó Rhazes- que éstos hicieran bien su oficio. Y que ellos mismos no se pusieran a hacer malas rimas o a legislar sobre la forma del Universo. ¿Acaso no decidirá tu califa cuáles son los buenos y malos descubrimientos de la ciencia, como esos sacerdotes que, sin conocer nada de ello, decretaron que la Tierra es plana? En cuanto a los príncipes y a los generales tentados por la literatura, sería necesario todo un anaquel para contener sus deleznables escritos.
– Cierto es que yo mismo… -dijo Amr acariciándose la barba y mirando por el rabillo del ojo a Hipatia-, cierto es que yo mismo, en la soledad del desierto, intento escribir algunos versos, que Alá me perdone, sobre la inmensidad de la Creación.
– Te felicito -le alabó muy seriamente Filopon-. Y no escuches a ese criticón de Rhazes. Príncipes y militares escribieron, a veces, obras honorables. Te hemos hablado de la obra de Tolomeo Soter sobre Alejandro, pero pienso en los escritos de César y en muchos otros. Por lo que a los sacerdotes se refiere, ¡ah!, tendrías que leer a Agustín de Hipona, que fue el más sublime escritor y pensador de la cristiandad.
– Según vosotros, tengo que leer muchas cosas -ironizó Amr-. Y no nos queda tiempo. Seguís sin haber contestado mi pregunta: ¿por qué diablos poetas y sabios se meten en las cosas del poder, cuando sólo debieran interesarse por las cosas del saber? Y ese Calímaco al que tanto has denigrado, Rhazes, me parece más valeroso que Arquímedes, al haber sido capaz de rechazar los honores que el rey le ofrecía.
– ¿No crees más bien -metió baza Hipatia- que al rehusarlos se comportó como un egoísta y un celoso, pensando sólo en su arte y en el de su rival Apolonio, en vez de actuar en su común interés, el de la Biblioteca? Considera, por el contrario, el ejemplo de mi tío Filopon, que ha sacrificado lo que habría podido ser una obra inmensa para defender estos lugares contra los ultrajes del tiempo y, ahora, de tus guerreros.
– Dejemos eso, sobrina, te lo ruego -protestó el anciano-. Para responderte, general, te diré que no son los escritores o los sabios quienes se ocupan de política, sino más bien la política la que se ocupa de ellos. Y los reyes tienen más necesidad de poetas que los poetas de reyes. Éstos prescindirían muy bien de las pensiones que el monarca les paga y de las coronas que les trenza. En cuanto a los reyes, no necesitan tanto textos loando su gloria como las visiones de los poetas, cuya vista llega a traspasar la realidad inmediata de las cosas. No son profetas, pues sus palabras no han sido dictadas por Dios. Y ¡ay del poeta que se tomara por tal! Pero ellos ven lo que ningún otro mortal puede ver. Lamentablemente, los príncipes raras veces escuchan esa excelsa verdad. Y si los sucesores de los tres primeros Tolomeos hubieran leído estos versos de Calímaco, tal vez Alejandría no estaría donde está hoy: «De la Divinidad procede el poder de los reyes, pero son sólo guardianes de la ciudad. Sólo la Divinidad puede destruirla, y sólo la Divinidad puede derrocarlos a ellos.» Y Eratóstenes, en El sitio de Siracusa, dice: «El Sol al atardecer baña el mar con su sangre. Tened cuidado, príncipes, de que no se extienda hasta la aurora y ahogue así a las musas.» Predecía con ello las conquistas romanas, su alianza con Pérgamo y la guerra de las bibliotecas.
– ¿La guerra de las bibliotecas? ¿Se combatió pues por los libros? Y sin embargo me decíais que sólo aportaban paz.
– Era sólo una guerra de palabras -respondió Filopon-, pero anunciaba conflictos muy reales, y mucho más mortíferos. Si me lo permites, te lo contaré mañana. Rhazes hablaría de ello con demasiada ligereza e Hipatia desdeña ese tipo de historias.
Bien está, se dijo Amr; si Omar comprende que los libros pueden ser también armas, tal vez se deje convencer.