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(Segundo curso de Filopon)
Hace unos ochocientos años, había un sinfín de pequeños reinos y ciudades. Gobernados por griegos que presumían de ser descendientes de Alejandro o de sus generales, los diadocos, prestaban más o menos vasallaje a unos imperios demasiado grandes para estar bien controlados.
Entre esos pequeños Estados se levantaba, en un espolón rocoso de Mysia, la ciudad de Pérgamo, enclavada en la potencia persa, la de los reyes seléucidas. Un diadoco había construido esa fortaleza para ocultar allí el botín de sus conquistas. Había confiado su custodia a uno de sus oficiales, pero éste le traicionó y fue a vender sus servicios al seléucida Antíoco. Como recompensa, el traidor recibió el botín de guerra del vencido y la población de Pérgamo. Poco a poco, la fortaleza fue extendiendo su territorio, que pronto se convirtió en reino y creció en poderío.
No contenta con haberse apoderado de algunos hermosos puertos en el mar Egeo, Pérgamo codiciaba el interior del país, perteneciente sin embargo al reino al que debía su existencia: el del monarca Antíoco. Pérgamo solicitó la ayuda de Roma. De Istros a Cirene y de Atenas a Susa, la indignación fue general. Macedonios y espartanos, alejandrinos y jónicos, todos se repetían que el rey de Pérgamo, Átalo, era como su abuelo: un traidor. Pérgamo fue expulsada de las ciudades y los reinos helénicos.
Roma atacó a Antíoco, y cuando le hubo vencido ofreció como recompensa a Pérgamo, su circunstancial aliado, Lidia, Frigia y el control del Helesponto. Contra lo esperado, los soldados romanos regresaron hacia sus guerras púnicas, satisfechos por haber dado a esos griegos, demasiado refinados e indisciplinados, una lección de valor, de orden y de seriedad. Pérgamo, por su parte, no fue la última en burlarse de aquellos campesinos latinos que sólo sabían combatir, que ni siquiera se aprovechaban de sus victorias y no conocían el teatro.
Sin embargo, el nuevo señor de Pérgamo, Eumenes II, sintió que por esa alianza con Roma su reino había perdido la consideración de sus vecinos. Además, procedía de una ascendencia humilde, tal vez ni siquiera era griego o macedonio, sino que a buen seguro sería hijo de un renegado que había vendido a su señor por un puñado de oro y de joyas. Mientras que los Tolomeos o los seléucidas tenían, por lo menos, un antepasado que había cabalgado junto a Alejandro.
Así pues, el rey Eumenes II de Pérgamo, gracias a la complacencia de Roma, pasó a ser dueño de un poderoso Estado. Y, como suele hacer la gente de humilde extracción que se encuentra de pronto disfrutando de una gran fortuna, exhibió la suya de un modo ostentoso. Quiso convertir su ciudad en la más hermosa y grande del mundo griego. En su espolón rocoso, hizo levantar templos gigantescos, termas desmesuradas, teatros monumentales… Imitaba en todo a Atenas, pero dos veces más alto, dos veces más grande. Nadie conoce el nombre de ninguno de los arquitectos que participaron en los trabajos. El rey quería que fuese su obra, sólo suya, y que la posteridad sólo le recordara a él, Eumenes II el Atalida. Proclamaba bien alto su ambición de ser para Pérgamo lo que Tolomeo Soter fue para Alejandría.
Aunque no me precio de conocer el corazón de los hombres, creo que en el fondo Eumenes intentaba hacerse perdonar su alianza con los romanos y demostrar que su reino (que, sin embargo, sólo debía su prosperidad a sus traiciones) se había convertido en el mejor defensor del pensamiento y el arte helenos. Por eso Eumenes se atrevió a fundar, también él, su biblioteca, que sería, claro está, más rica y más completa que la de Alejandría. Pero, obsesionado con la idea de ser reconocido como un igual por sus pares, sólo admitió en sus anaqueles libros griegos, y en sus aulas sólo sabios y escritores griegos.
Mientras tanto, Alejandría vivía días apacibles manteniéndose en una neutralidad altiva ante los acontecimientos del mundo, sin preocuparse de las tempestades que se acumulaban sobre nuestro mar, como hace el nudoso olivo que sabe que ninguna tormenta podrá arrancarlo.
El Museo era entonces dirigido con férrea mano por Aristófanes de Bizancio, un gramático de extraordinaria erudición. Había publicado las versiones definitivas de Homero, Hesíodo, Alceo, Píndaro, Eurípides, Anacreonte y de su homónimo Aristófanes. Gracias a él el teatro hizo una entrada masiva en los anaqueles.
Puede decirse también que Aristófanes de Bizancio inventó el diccionario, componiendo listas de términos arcaicos, técnicos o poco usados, y de proverbios. Pero, sobre todo (y eso es lo primero que debieras leer si deseas aproximarte a las bellezas de la literatura griega), seleccionó los textos que consideraba como ejemplos de perfección en cada género y los publicó con el título de Los cánones de Alejandría.
Cada año se celebraba, bajo la égida del rey, un concurso para quienes solicitaban entrar en el Museo. Cada uno de ellos debía componer un poema y leerlo en alta voz. A veces, cuando un candidato recitaba un texto especialmente bello, el jurado, incapaz de contenerse, le aclamaba. Sólo Aristófanes, impasible, no aplaudía. Cuando volvía la calma, se levantaba y desaparecía unos minutos en la Biblioteca. Regresaba llevando en la mano un viejo papiro, que leía en voz alta. Era el mismo texto, o casi, que el que había declamado aquel brillante candidato. Nunca Aristófanes se equivocó al destapar el engaño, y el plagiario era expulsado de la ciudad. Por lo general, iba a refugiarse junto a Eumenes II, mucho menos puntilloso en lo referente a la calidad de la gente que reclutaba.
Sin embargo, la biblioteca de Pérgamo seguía creciendo. Tras seis años de existencia, poseía ya un fondo de cuarenta mil libros. Para ello se emplearon los mismos métodos que Alejandría puso en práctica en sus comienzos, pero con muchos menos escrúpulos. Se requisaban los rollos transportados por los barcos, pero se omitía entregar una copia de las obras a cambio de los originales. Y sobre todo, cada vez que el aliado romano obtenía una victoria en Grecia o en Iliria, Pérgamo reclamaba su parte del botín: los fondos de las bibliotecas públicas y privadas de las ciudades vencidas. Los zafios soldados romanos los entregaban sin rechistar, pues todavía no advertían, Amr, el poder que pueden dar los libros a los conquistadores. Sólo valoraban el espíritu viril, que sólo necesita una reja para fecundar la tierra y una espada para matar al enemigo. Las artes, las letras, únicamente eran, para ellos, lascivas distracciones de pueblos decadentes. ¿Acaso las Musas no son hembras?
En Alejandría, el bibliotecario Aristófanes fue el primero en comprender que Pérgamo le disputaba peligrosamente la hegemonía al Museo. A Egipto cada vez llegaban menos libros. En cambio, aumentaba el número de falsarios, plagiarios y estafadores que intentaban venderle casi cualquier cosa que se pareciera más o menos a un manuscrito antiguo. Naturalmente, al viejo erudito no le costaba nada descubrir las supercherías, pero sus fuerzas se debilitaban y no estaba en absoluto seguro de que su sucesor designado, Apolodoro de Atenas, tuviera los hombros bastante anchos para soportar la carga.
Alertó de ello al rey Tolomeo V Epífanes, que se encogió de hombros. Otras eran sus preocupaciones: habiendo subido al trono a la edad de cuatro años, Epífanes iniciaba su segundo decenio de reinado en un estado de languidez que le hacía pensar que intentaban envenenarle. De hecho, la raza de los Tolomeos degeneraba, con el cuerpo podrido por excesivos matrimonios consanguíneos. Y aunque Epífanes había roto con la nefasta tradición de casarse con su hermana uniéndose con la del rey vecino, ésta aún no había podido darle un sucesor.
Cierto día, en Pérgamo, el rey Eumenes II declaró, triunfante, que su biblioteca había adquirido la colección completa de los discursos de Demóstenes, el mayor orador de todos los tiempos, que dos siglos atrás había luchado hasta agotar sus fuerzas contra la invasión de Grecia por Filipo de Macedonia, el padre de Alejandro. Y, sobre todo, Pérgamo afirmaba que poseía el último de esos discursos, de esas Filípicas, que todos creían perdido. Acudió a Pérgamo una avalancha de gente que quería consultar aquella obra inédita. Aristófanes mandó a uno de sus espías, que la copió. Cuando aquél la tuvo en sus manos, hizo lo que hacía en los concursos de poesía y encontró fácilmente, en los anaqueles, Las historias filípicas de un tal Anaxímenes de Lampsaca que se había permitido, unos decenios antes, redactar con desfachatez esa imitación de Demóstenes. Se trataba, pues, de una falsificación, un apócrifo.
Creyendo que iba a triunfar, Aristófanes redactó panfleto tras panfleto contra los falsificadores de Pérgamo, pero todo fue inútil. Para la opinión pública, el competidor asiático había adquirido ya, con aquel falso Demóstenes, la reputación de ser la mejor biblioteca del mundo. Como suele ocurrir en las épocas turbulentas, la gente acogía con alborozo las novedades y se burlaba de la vejez y la experiencia. El Museo era viejo, Pérgamo era joven.
Por añadidura, Pérgamo no permaneció inactiva ante los ataques del viejo gramático. Hizo difundir una sátira de un filósofo escéptico del pasado, Timón de Flionte, que hablaba del Museo de Alejandría como de una jaula llena de pájaros mantenidos y cebados a semejanza de valiosas aves de corral, pájaros desplumados y escritorzuelos cuya única actividad era pelearse sin fin con sus embotados picos. Aquella pajarera llena de charlatanes ya sólo era, a su entender, una torre de marfil donde los protegidos de la familia real se dedicaban a los juegos de ingenio, al margen de la vida real. Un reproche que, a menudo, hacían a los sabios los envidiosos, los ignorantes y los argüidores.
Aristófanes tuvo que reconocer su derrota en la guerra de las bibliotecas. Murió de pesadumbre. El rey Tolomeo V Epífanes le siguió a la tumba poco después, con la satisfacción, empero, de saber que tenía sucesor. Su esposa Cleopatra le había dado, tardíamente, dos hijos. Pero el primogénito tenía sólo cuatro años cuando subió al trono con el nombre de Tolomeo VI Filométor, «el amigo de su madre». En efecto, Cleopatra I asumió la regencia. Su primer decreto fue prohibir la exportación de papiro. Sin esa planta, cuyo secreto sólo conocía Egipto, no había libros. ¡Pérgamo estaba perdida!
Quien eso afirmaba desconocía la infinita capacidad humana para sacar riquezas de la privación, y para convertir un mal en un bien. Viendo que ni una sola copia podía salir ya de sus talleres, el rey Eumenes prometió una fortuna a quien inventara una materia capaz de sustituir el papiro. Todos los charlatanes, todos los locos del país desfilaron ante él. Le propusieron escribir sobre corteza machacada, sobre fibra de madera, sobre viejos trapos hervidos y sobre seda, amén de toda clase de procedimientos que eran demasiado caros o demasiado complicados o, con más frecuencia, absurdos.
Cierto día, sin embargo, consiguió entrar en el flamante palacio un pastor harapiento que hedía a chivo. Se prosternó ante Eumenes y desplegó en el suelo una lámina rectangular y muy fina de un blanco inmaculado con imperceptibles reflejos rosados. El rey le pidió que escribiera algo encima, pero el pastor, con una gran sonrisa desdentada, le hizo comprender en su jerga que no sabía hacer esa clase de cosas. Un escribiente lo intentó. Era perfecto. La tinta se fijaba en aquella hoja hecha de una fibra flexible y resistente sin el menor churrete. El pastor explicó que su padre ya sabía fabricar aquel material, pero que a él únicamente le servía para quemarlo cada año, durante el solsticio de invierno, sobre la tumba de sus antepasados. Solía elaborarlo con la piel de sus cabras o sus corderos, pero afirmó que ese trozo en particular era de un becerro muy joven, por lo que le había salido mucho más caro.
¿Cómo le arrancó el rey su secreto, cuál era el nombre de ese pastor, cuál fue su destino? Nadie lo sabe. La Historia sólo retiene el nombre de los reyes. El de la gente pobre parece un grano de arena, que sólo brilla cuando una gota de lluvia lo toca. Luego, todo se evapora. En todo caso, había nacido el pergamino. [4]
Los alejandrinos se escandalizaron. ¡Atreverse a plasmar el pensamiento de Aristóteles o de Platón sobre el pellejo de unas reses muertas, qué ignominia! Doctos médicos del Museo afirmaron que escribir sobre pergamino provocaría terribles enfermedades de la piel, y que leer lo escrito causaría ceguera. Los sacerdotes metieron su cuchara y afirmaron que utilizar así la piel de un becerro joven era tan grave ofensa al Olimpo como comer la parte reservada a los dioses para el sacrificio. Mientras, en las montañas de Frigia, los rebaños de cabras, vacas y corderos iban mermando de un modo singular. Poco a poco, el uso del pergamino fue extendiéndose, pero sólo mucho tiempo después sustituyó al papiro, ya bajo la dominación romana.
La victoria de la biblioteca de Pérgamo parecía definitiva. Sin embargo, a pesar de la riqueza de sus fondos y de la preeminencia ya aceptada del pergamino sobre el papiro, los sabios seguían prefiriendo ir a estudiar al Museo fundado por Tolomeo Soter, donde se sentían protegidos por las grandes sombras del pasado: Euclides, Eratóstenes o Calímaco. De modo que en aquella época llegó a Alejandría un astrónomo y geógrafo llamado Hiparco de Nicea, y también el filólogo Aristarco de Samotracia, y ambos trabajaron bajo la benevolente protección del bibliotecario Apolodoro de Atenas.
El bastón de Euclides le correspondió a Hiparco. Continuando con gran respeto los trabajos de sus maestros, inventó la esfera armilar, que le permitía medir las coordenadas eclípticas, inventó el cálculo trigonométrico, estableció el catálogo de las estrellas y descubrió la precesión de los equinoccios. Hipatia te explicará mejor que yo todo eso. Gracias a Hiparco, se pudo creer en el renacimiento de la gran escuela de astronomía alejandrina.
Por su lado, los sabios de Pérgamo, mucho más atraídos por los considerables salarios que el rey les ofrecía que por la pura investigación, tenían la consigna de denigrar todo lo que había sido descubierto por la biblioteca rival. Así, un tal Posidonio de Rodas dedicó toda su vida a tratar de reducir la circunferencia de la Tierra calculada por Eratóstenes, mientras que los gramáticos volvían a escribir, sin escrúpulo alguno, las grandes obras antiguas cuya versión más próxima al original había sido lograda, con mucho tiempo y aplicación, por los eruditos de Alejandría. Pero los buenos tiempos del Museo no duraron, fue un poco como la euforia que se apodera de los moribundos. Toda institución tiene la tendencia natural a dejarse gobernar por los incompetentes y los mediocres. Y, como si el destino de los Tolomeos y el del Museo estuvieran indisolublemente unidos, en Alejandría todo zozobró al mismo tiempo. Estallaron disturbios en las fronteras: el campesinado egipcio amenazaba con sublevarse para intentar librarse de la dominación griega que lo oprimía desde que Alejandro había fundado la ciudad, ciento sesenta años antes.
En realidad, la revuelta estaba instigada por el hermano menor del rey, un joven enérgico y sin escrúpulos que sólo tenía una idea en la cabeza, destronar a su hermano mayor Filométor. Sus agentes excitaban al populacho contra los sabios del Museo y los judíos que, según decían, engordaban a costa de la miseria de los pobres. Y, hablando de gorduras, el hermano menor estaba aquejado de una panza tan enorme que el pueblo de Alejandría, siempre dispuesto a burlarse, le había dado el apodo de Tolomeo Fiscon «Bola de sebo».
Para apaciguar las tensiones, Filométor aceptó compartir el trono con su hermano Bola de sebo, al tiempo que se casaba con su hermana, la prudente Cleopatra II. La pareja real tuvo un hijo, Neo Filopátor, y una hija, Cleopatra III, que prometía ser una belleza. El reinado de Filométor duró quince años, tiempo durante el cual el hermano menor, Bola de sebo, se mantuvo aguardando en la sombra. Cierto día, Filométor se puso a la cabeza de las tropas que iban a aplastar una nueva revuelta surgida en los confines de Palestina. En la batalla, ganada sin embargo por los alejandrinos, el monarca murió al recibir en su espalda una flecha que no procedía de las filas enemigas…
Desde entonces, Bola de sebo tuvo el campo libre para entregarse a todas las bajezas y multiplicar los más odiosos crímenes. Hizo envenenar primero a su joven sobrino, Tolomeo VII Neo Filopátor, que sólo reinó así siete días. Se casó luego con la viuda de su hermano -su cuñada y su hermana al mismo tiempo- y tuvo la audacia de subir al trono atribuyéndose el sobrenombre de su antepasado, Evergetes, el «bienhechor». Tuvo un hijo con su hermana pero, en un acceso de rabia, estranguló al cabo de unos meses al infeliz lactante. Entonces, la reina Cleopatra II, inconsolable tras los sucesivos asesinatos de sus dos hijos, se volvió contra él, apoyada por la facción del Museo y por los judíos. La rebeldía de la reina fue también causada por el hecho de que su esposo le impusiera la presencia de una nueva favorita, Irene, y porque una noche de embriaguez, Bola de sebo, cuya lujuria era insaciable, violó a la hermosa Cleopatra III, su sobrina. Entonces, satisfecho con ese cambio, el rey repudió a la madre para casarse con la hija. De modo que Tolomeo Fiscon reinó junto a una reina-hermana, Cleopatra II, y una reina-sobrina, Cleopatra III, siendo ésta hija de la primera. ¿Me sigues, Amr?
En todo caso, te será fácil imaginar que el ambiente en palacio no fuese una balsa de aceite. En realidad fue el inicio de una larga guerra civil que duró más de veinte años. El rey criminal y vicioso no se preocupó por ello. Murió en su lecho a los sesenta y nueve años, después de llevar el título durante cincuenta y tres. ¿Habrá por ventura una justicia divina que castigue, aquí en la tierra, a los malos gobernantes? A veces es posible dudarlo. Pero al menos la descendencia de ese monstruo se convirtió en maldita. Sus vástagos siguieron destrozándose entre sí mucho después de la muerte de los protagonistas, Bola de sebo y Cleopatra. Hubo tantos fratricidios, asesinatos de hijos, hermanas y madres, que por fin no quedó un solo Tolomeo legítimo: el que ascendería al trono, sesenta y cinco años después del crimen de Fiscon, sería llamado el Bastardo.
Por vergüenza no me atrevo, Amr, a contarte todas las atroces peripecias de esta guerra civil. Eso os convencería, a ti y a tu califa, de que la Biblioteca debe ser destruida, como lo fue Cartago. Pero no olvides que esos tristes acontecimientos sucedieron hace ya siglos y entre paganos. Sabe solamente que las primeras víctimas de esos disturbios fueron los sabios y los judíos. Estos últimos fueron masacrados por el populacho; y en cuanto a los eruditos, o bien fueron expulsados por el rey del momento en cuanto no se mostraban del todo sumisos, o bien prefirieron ir a buscar en otras tierras la tranquilidad para desarrollar su arte. Por ejemplo, el sabio Aristófanes, ya muy anciano, eligió ir a morir a Pérgamo. Y muchos otros nombres gloriosos de la ciencia y la literatura le siguieron. De todos modos, en medio de tantos crímenes, tantos motines, tantas conjuras, se produjo una especie de milagro: nadie se atrevió a tocar el menor rollo de la Biblioteca. ¿Qué te parece eso, Amr?
Pérgamo habría podido beneficiarse del naufragio de Egipto. Se había convertido en la mayor potencia griega, bien protegida bajo el vientre de la loba romana. Sin embargo, de pronto, por una de esas cosas raras de la Historia, la antigua fortaleza perdió por sí sola la guerra de las bibliotecas y desapareció, pues el rey de Pérgamo, Átalo III, legó al morir su trono a Roma. Fue la postrera traición de esta dinastía nacida de la traición. Pérgamo se convirtió en provincia romana de Asia. Pero en vez de saquear, rechazar o destruir -como suelen hacer los conquistadores bárbaros- los tesoros de arte, saber y civilización que heredaba de ese modo, Roma recibió con devoción aquellos centenares de miles de rollos que contenían todo el pensamiento y la ciencia helénica. El libro hizo su entrada en la ciudad latina. Algunos han dicho que Grecia había triunfado sobre su vencedor. No estoy muy seguro de ello, pero creo que sin los libros, Roma no hubiera nunca sido durante medio milenio el mayor imperio que el mundo haya conocido.
<a l:href="#_ftnref4">[4]</a> La palabra pergamino procede del griego pergamênê, «piel de Pérgamo».