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El soldado y la diosa

(Tercer curso de Filopon)

Alejandría inspiró durante mucho tiempo a los romanos la misma pasión temerosa y colérica que la del humilde pastor por la hermosa princesa… O la del más inculto de los soldados por la más refinada de las mujeres.

Julio César estaba muy lejos de ser un humilde pastor. Presumía incluso de descender de una de las más antiguas familias romanas. Tampoco era un inculto guerrero, y el relato que hacía de sus conquistas estaba compuesto en un latín muy puro, al modo ateniense: de joven, había terminado sus estudios en la ciudad ática. Por lo que se refiere a si tenía temple de soldado, no soy lo bastante entendido en el arte militar para afirmar eso ante un general tan brillante como tú. Pero sé que sus enemigos vencidos alababan su clemencia.

César vino a Alejandría para arbitrar un nuevo conflicto dinástico entre dos hermanos, que se llamaban ambos Tolomeo, evidentemente. El mayor, claro está, se había casado con su hermana, que, como habrás comprendido, se llamaba Cleopatra; era la séptima en llevar este nombre. Se desposaron siendo aún muy niños: Tolomeo XIII, al que dieron el absurdo título de Dioniso, dios del vino y de los placeres, sólo tenía diez años.

Los verdaderos dueños de Egipto eran los tutores del joven rey: un general, Achillas, que ambicionaba el trono, y un eunuco llamado Potino. Éste, al menos, no corría el riesgo de fundar su propia dinastía. Para él, el único modo de pasar a la posteridad era ser tan inmortal como un libro. Compró pues, a precio de oro, el prestigioso cargo de bibliotecario. Las intrigas, la corrupción, los motines y las revueltas eran cosa cotidiana en el reino. Expulsada por las maniobras de Potino y Achillas, Cleopatra tuvo incluso que refugiarse por algún tiempo en Siria.

Mientras, la República romana seguía acumulando conquistas. No necesitaba ya presentarse como intercesora en los conflictos locales para ocupar las naciones que reclamaban su ayuda. Se las anexionaba, pura y simplemente, permitiendo a veces que reinara, sin gobernar, un rey de paja o un gobierno fantoche. Aquí y allá estallaban revueltas contra el ocupante, pero esas revueltas eran brutalmente reprimidas, y acto seguido los botines, los rescates y los esclavos eran despachados hacia Roma, como vertidos en un gran embudo. Muy pronto sólo quedaron fuera de la tutela de la República, Alejandría y Egipto. ¿Fue un confuso respeto hacia el glorioso pasado del país de las pirámides, del Faro y de la Biblioteca lo que mantuvo a las legiones lejos de nuestra nación? ¿No sería más bien que los estrategas del Senado consideraron que el fruto no estaba aún lo bastante maduro y que iba a caer por sí solo? Pero el Senado ya sólo era la sombra de sí mismo. El ideal republicano de la espada y el arado se había olvidado. Aquella casta patricia agarrada a sus privilegios veía con inquietud que el prestigio de sus tres principales generales crecía ante el pueblo y el ejército. Así, para alejar a los tres ilustres soldados, les entregaron a cada uno -Craso, César y Pompeyo- la tercera parte de los países conquistados.

Pero nuestros tres generales se pusieron de acuerdo y se coaligaron contra el Senado. Con la esperanza de llegar a ser los dueños de Roma, se repartieron los puestos y los poderes. El Senado, sin el apoyo del pueblo y la fuerza de las legiones, no era nada frente a ellos. Pero Craso murió mientras trataba de reprimir un levantamiento de los partos. Aquejado de una avidez sin límites, había arruinado a las provincias que estaban a su cargo. Murió por donde había pecado: los partos le vertieron en el gaznate oro fundido. A partir de entonces, el enfrenta-miento entre los dos supervivientes, César y Pompeyo, se hizo inevitable. El primero tenía orgullo y ardor; el segundo, paciencia y habilidad. César poseía la salvaje Galia, que había conquistado él solo; Pompeyo tenía en su lote todo lo demás, es decir Grecia, Asia y África, a excepción de Alejandría, claro está. Entre ambos se hallaba Roma. César fue el primero que se atrevió a entrar en la capital, a la cabeza de su ejército. El Senado se inclinó ante él. Pompeyo, por su parte, huyó hacia Grecia. Derrotado por los helenos rebeldes, tuvo que huir de nuevo. Ya sólo le quedaba Alejandría. Corrió a refugiarse allí, esperando que César no le persiguiera. ¡Fatal error! Al hacerlo, abandonaba el imperio y traicionaba a Roma. Pompeyo perdió a sus últimos partidarios. La flota de César puso entonces rumbo hacia la antigua ciudad de los Tolomeos. Lleno de pánico, el joven rey o, mejor dicho, sus tutores asesinaron a Pompeyo.

Dos días después del crimen, cuando César desembarcó, le presentaron la cabeza de su rival. Con lágrimas en los ojos, César la hizo enterrar al pie de las murallas. Luego, contra todo lo esperado, se quedó en Alejandría, mientras en Roma le ofrecían el Capitolio. Afirmó que deseaba primero hacer de árbitro en las disputas entre la facción del rey Tolomeo y la de su hermano menor. Nadie le creyó. Estaba claro que quería volver a la Ciudad como dueño y señor de la única pieza que le faltaba al Imperio, la más hermosa y más rica también: Egipto. Si lo lograba, nadie en el Senado se atrevería ya a discutirle nada.

El general sospechaba que en el barrio de los palacios, verdadera ciudadela donde había instalado su acantonamiento, intentaban asesinarle, como hicieron con Pompeyo. A la cabeza de la conspiración estaba Achillas, señor omnipotente del ejército egipcio, y también de los destinos del joven rey. Durante un banquete, el barbero de César, que merodeaba con cierta inquietud por los pasillos, sorprendió a Potino dándole a un sirviente la orden de servir una copa de veneno al general romano. El barbero corrió a avisar a su amo que, de inmediato, hizo rodear el ala del palacio. Acabaron con Potino, pero Achillas y Tolomeo pudieron huir y provocar una insurrección general contra las tropas de César.

Pese a la importancia de su ejército, al que se habían añadido los soldados de Pompeyo, Achillas prefirió atacar por mar. Su flota penetró en la rada y echó el ancla bajo las murallas que se levantaban junto al agua. De inmediato, César hizo lanzar sobre los navíos enemigos antorchas untadas de pez inflamada. Muy pronto, la rada y el puerto sólo fueron un enorme brasero…

Los cuatro elementos son también los cuatro enemigos de los libros. El aire los corroe si nadie se preocupa de ponerlos a salvo en los armarios, el agua les borra las letras si no les toca a menudo el sol, el polvo los cubre si se los deja arrumbados demasiado tiempo. Pero el fuego es el peor de sus enemigos, pues el hombre nada puede hacer para protegerlos de las llamas. Y es el propio hombre el que provoca los incendios, producidos por la guerra, el odio al saber, el miedo a la verdad o, más frecuentemente, por la simple negligencia. Es incontable el número de bibliotecas destruidas por un fuego cuyo origen nunca se ha llegado a conocer. Pero siempre se ha señalado a un culpable sin que importara la verosimilitud de tal acusación. Y aunque el denunciado resultara ser inocente, nunca ha quedado libre de sospecha, porque sobre él recae el oprobio universal: quemar los libros es quemar a los antepasados, quemar a tu padre y tu madre, quemar tu alma, quemar con ella a toda la humanidad.

César tenía numerosos enemigos, tanto en Roma como en el resto del Imperio. Su ambición de hacerse él solo con el poder, ya fuese como dictador o como rey, era demasiado flagrante, aunque su ejército le era fiel en cuerpo y alma y el pueblo humilde de la ciudad latina le amaba. Así pues, desde el otro lado del mar, los dirigentes romanos le acusaron de haber saqueado Alejandría e incendiado la Biblioteca.

Pues el incendio que supuestamente él había provocado, se había extendido por el puerto. Allí había almacenes que no sólo contenían trigo sino también unos cuarenta mil rollos de pergamino, copias destinadas a ser enviadas y vendidas en las cuatro esquinas del Mediterráneo y especialmente en Roma. Únicamente estas copias quedaron destruidas, pero esto bastó para que a César le haya perseguido la fama de incendiario de libros hasta la época presente, tanto tiempo después de su muerte.

César había vencido en Egipto: Achillas se había suicidado, Tolomeo había perecido ahogado en el Nilo, pues a los trece años el rey no había aprendido a nadar. Pero, derrotada por la guerra, Alejandría triunfó por el amor. Cierto día, poco después de esta victoria, en el palacio real de Alejandría se presentó un esclavo con un regalo para César, una alfombra que, al ser desenrollada, descubrió a una muchacha de gran belleza. Era Cleopatra, la hermana y esposa del rey ahogado, que había regresado de su exilio en Siria. «Oh, César, te ruego que respetes la Biblioteca.» Ésas fueron sus primeras palabras, antes incluso de solicitar ser restablecida en el trono. César, un hombre maduro -tal vez tu misma edad, Amr-, se sintió turbado. Ella tenía treinta años menos que él. Pero más que su deseo viril, la joven despertó su ambición de conquistador. Se le ofrecía la ocasión de desposarla y convertirse en rey de Egipto; luego, a la cabeza de sus ejércitos, podría regresar a Roma y triunfar sin dificultad sobre sus adversarios.

Al fin y al cabo, el pueblo estaba con él. Aristócratas, senadores y caballeros no pensaban más que en enriquecerse a expensas de sus conquistas. La probidad de los soldados-campesinos de antaño había quedado olvidada durante la República. De modo que, de haberse atrevido, César hubiera tenido el apoyo no sólo de la plebe de Roma y todo el ejército, sino también el de los países que había conquistado y que había sabido administrar con prudencia y magnanimidad.

Su mejor aliada, sin duda, habría sido Cleopatra. A pesar de su corta edad, tenía un sentido muy fuerte de sus deberes como reina de Egipto. Y era venerada por los dos principales pueblos que componían su patria: los griegos de Alejandría la admiraban por su belleza y sus conocimientos; el pueblo de los arrabales y la campiña la quería por su sencillez. En efecto, desde Tolomeo Soter, ella era la única de todos los soberanos que hablaba egipcio. Esta veneración se convirtió en culto. Cleopatra era adorada por los griegos como la reencarnación de Afrodita, y por los egipcios, como la diosa Isis.

El idilio entre César y Cleopatra causó escándalo en Roma. Se acusó al general de querer convertirse en rey de Egipto. La reina y él no pudieron desmentir ese rumor, ni siquiera cuando ella se casó con su joven hermano, de once años, que adoptó el título de Tolomeo XIV. Por lo que a César se refiere, tuvo que regresar a Roma para justificarse. Pero esa iniciativa le perdió: cayó bajo los golpes de los conjurados que temían verle coronado rey. De hecho, César murió, sobre todo, por no haber sabido elegir a tiempo entre la fidelidad a su patria y el trono de los Tolomeos que Cleopatra le ofrecía.

Quienes habían matado a César esperaban que los ciudadanos romanos volvieran a estar unidos, como antaño, por los principios de igualdad, fraternidad y libertad. ¡Ilusoria esperanza!

Por otra parte, ¿fue alguna vez la antigua Roma tal como ellos la imaginaban? El pasado aparece siempre muy hermoso cuando el presente está hecho de conflictos. Tú mismo, Amr, ¿acaso no añoras la época en que tu Profeta reinaba en tu país? En realidad, tú conociste esa época, pues de ella hace apenas veinte años. ¿No será, más bien, que añoras tu juventud?

En Roma, las mismas causas produjeron los mismos efectos. Quien se postuló de inmediato como sucesor de César era su más fiel soldado, Marco Antonio. Había participado en todas las guerras de su jefe y, mientras César estuvo en Alejandría, él fue el verdadero amo de Roma. Sin embargo, qué contraste entre César, el aristócrata refinado y culto, agudo político, brillante estratega, y Antonio, tosco guerrero, amante del buen comer, del vino, de las mujeres, pendenciero y alegre compañero.

La popularidad de Marco Antonio era inmensa, pero los dignos senadores le despreciaban. Le opusieron muy pronto a uno de los suyos, un diplomático hábil y prudente, Lépido. Enseguida apareció un tercer candidato. Un joven, casi un niño, frío, reservado, lleno de silenciosa energía: Octavio, el sobrino de César. Durante algún tiempo, nadie creyó que tuviera alguna posibilidad. Por lo que se refiere a los conjurados que habían matado a César, no tardaron en ser aplastados. No eran tiempos propicios para los idealistas, y la República murió con ellos. De nuevo tres hombres dirigían el imperio, de nuevo era inevitable el enfrentamiento.

La primera víctima no fue uno de ellos, fue el libro. O, más bien, un hacedor de libros, sin duda el más ilustre filósofo romano: Cicerón. Este abogado había estudiado a fondo el pensamiento socrático. Había viajado por todo el Mare Nostrum y había pasado largos años estudiando en Alejandría. Habría podido limitarse a ser un brillante adaptador de las grandes escuelas filosóficas griegas a la realidad romana. Lo fue. Pero eso no le bastaba.

Cicerón quería que sus actos estuvieran de acuerdo con sus escritos. Y lo consiguió por medio de la palabra. ¡Y qué elocuencia la suya! Desde lo alto de la tribuna, defendió al débil contra el fuerte, la equidad contra la injusticia, la república contra la dictadura, el poder civil contra la fuerza militar, la tolerancia contra la brutalidad. Su verbo inquietó a nuestros tres generales, pues les impedía combatir entre sí. Por consiguiente, Antonio, Octavio y Lépido se pusieron de acuerdo en una sola cosa: suprimir a Cicerón. Éste recibió el golpe que acabó con él del mismo modo como había vivido: de pie. Con él murieron las libertades romanas.

Entonces estalló la rivalidad de los triunviros. Octavio ocupó Roma y se hizo elegir cónsul. Lépido, prudente, eligió España y África. Marco Antonio reinó sobre Oriente; así llamaban los romanos a todos los territorios situados al este de Italia. Sin embargo, sabían que la Tierra era redonda y que siempre somos el Oriente para otros. Tal vez Marco Antonio lo ignorase. En cualquier caso, se dejó embriagar por la riqueza y la vida muelle en nuestro país y, sobre todo, conoció a Cleopatra.

Desde la muerte de César, la reina de Egipto gobernaba sola. Su pueblo, por fin unido, la había divinizado. Ella había hecho envenenar a su hermano menor y marido, Tolomeo XIV, y había puesto en el trono al hijo que había tenido de César, Tolomeo XV, al que las malas lenguas, dudando de sus orígenes paternos, llamaban irónicamente «Cesarión»: corría, en efecto, el rumor de que César, por el hecho de ser epiléptico, no podía procrear y que además prefería la compañía de los muchachos.

Tras la muerte de su amante, Cleopatra se ocupó de tutelar al pequeño Cesarión y de satisfacer su única ambición: devolver a Alejandría su pasado esplendor, convertirla en la nueva Roma. Cuando vio prosternarse ante ella, lleno de timidez, al poco refinado Marco Antonio, comprendió todo el partido que podía sacar de aquel joven rústico. No le costó en absoluto despertar en él la más loca pasión. La unión de Cleopatra y César había sido la unión de dos ambiciones: el general quería Roma, la reina, Alejandría. Marco Antonio, en cambio, sólo quería a Cleopatra. La tuvo, o al menos eso creyó, pues sólo fue su esclavo, ya que accedía a sus menores deseos, y de vez en cuando recibía como recompensa una noche de amor, lo mismo que a un perro se le premia con un hueso. Cierto día, él le regaló los restos de la biblioteca de Pérgamo. Trescientos mil rollos, una partida que compensaba ampliamente los que se habían quemado unos años antes en el incendio de los almacenes. Con esa donación, el Museo recuperó un poco de su grandeza pasada.

Esa historia hizo reír mucho en Roma, más incluso que el nacimiento de Cesarión. Antonio, que sin duda no había leído ni un verso en toda su vida, regalaba a su amante las más prestigiosas obras de la ciencia y la filosofía. Sólo Octavio no se rió. Por lo demás, nunca se reía. Había casado a su hermana Octavia con Marco Antonio. Éste, al ofender así a su esposa, había insultado a Roma y traicionado a su patria. Su acción era, sobre todo un flagrante casus belli, el mejor de los pretextos para iniciar las hostilidades. Octavio contaba ahora con el respaldo del pueblo y el Senado. El pueblo veía cómo uno de los suyos se dejaba deslumbrar por los espejismos de Oriente y debilitaba su carácter en el estupro y el desenfreno. Los miembros del Senado preferían con creces un aristócrata como ellos a un mercenario imprevisible. Entregado a su pasión, Marco Antonio, que llevaba la vida fastuosa y perezosa de un potentado oriental, no captó ese cambio de la situación. ¡Qué le importaba Roma si tenía a Cleopatra! Sin embargo, para intentar complacer a su reina, organizó la flota más poderosa de todos los tiempos.

Pero sus soldados, romanos en su mayoría, no querían luchar contra sus compatriotas por los bellos ojos de una extranjera; enfrente tal vez tuvieran a un hermano, un amigo, un hijo. No hay peor guerra que la guerra civil, «la guerra que hace llorar a las madres», como decía Esquilo.

Para Cleopatra, el inminente conflicto entre Octavio y Marco Antonio no era más que una fachada. La verdadera guerra tendría lugar entre Roma y Alejandría, entre Oriente y Occidente. Intentó negociar con el amo y señor de la ciudad latina. La respuesta fue brutal: que entregase a Marco Antonio; después, Octavio y el Senado decidirían. Ella se negó, sabiendo que aquello significaría la rendición de los ejércitos de su amante. Egipto, entonces, quedaría inerme ante Roma.

Octavio decidió terminar de una vez. Invadió Grecia, que formaba parte de los dominios de su rival. A Marco Antonio no le quedó ya otro remedio que combatir. Acompañado por sus reblandecidas legiones y la flota de Cleopatra, atravesó el mar para enfrentarse con su enemigo ante Actium, un espolón rocoso. Era el escenario de batalla elegido por Octavio, y allí Marco Antonio quedó muy pronto rodeado por las naves enemigas. Pero incluso entonces habría podido evitar la derrota de no ser porque vio que el navío de la reina de Egipto atravesaba el cerco y emprendía la huida. Cleopatra había comprendido que su lugar no estaba entre aquellos romanos, sino en su reino, junto a su hijo. Loco de desesperación amorosa, Marco Antonio, el feroz guerrero que nunca había retrocedido ante el peligro, desertó y, separándose de su ejército y su escuadra, la siguió como un perro sigue a una perra, dejando desamparado su rebaño ante el lobo.

Los suyos se rindieron sin combatir y se sumaron a la persecución. Muy pronto el ejército romano estuvo ante los muros de Alejandría. Marco Antonio se suicidó sin haber visto de nuevo a la mujer por la que lo había abandonado todo, y sin haber comprendido que no había amado a una mujer sino a una reina.

Octavio envió a la ciudadela sitiada a uno de sus emisarios, que le hizo a Cleopatra mil y una promesas de clemencia. Ella sólo creyó una: su hijo Cesarión sería respetado y subiría al trono de los Lágidas con el nombre de Tolomeo XV, y gozaría de la protección de Roma. Cuando el emisario romano se hubo marchado, la reina sacó de su cesto la venenosa serpiente sagrada de Amón-Ra y la oprimió contra su seno. Con este gesto se convirtió en diosa e inmortal.