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La mujer y el obispo

(Ultimo canto de Hipatia)

Cuatro siglos habían transcurrido desde que Filón partiera hacia Roma para defender su causa. El Templo de Jerusalén había sido destruido, el pueblo judío dispersado, los bárbaros del norte habían invadido el extremo de Occidente, y Bizancio, convertida en Constantinopla, prevalecía sobre Roma. El emperador Constantino se había declarado cristiano y con él todos sus notables, que fueron imitados por sus familias, clanes y servidores hasta el último de sus esclavos. Siempre es más fácil bajar que subir.

No obstante, en ningún lado aparecía la sencillez de las palabras de Cristo, si es que fueron tan sencillas a fin de cuentas. En Alejandría, en Atenas, en Pérgamo nacieron escuelas filosóficas, o más bien teológicas. Decididamente, la historia no hace más que repetirse, es de suponer que en algunos lugares sopla siempre el espíritu, ya esté limpio el cielo o esté cubierto de negras nubes. El tema religioso suscitaba acerbos debates. El individuo que emitiera una idea nueva o no conforme con el canon se arriesgaba, en el mejor de los casos, al exilio; en el peor, a la muerte. Olvidando su pasado de mártires, los cristianos hacían sufrir a otros, que sin embargo nunca habían sido sus verdugos, lo que ellos habían sufrido. Ahora los mártires eran los judíos y los espíritus libres, sabios y filósofos. Así ocurre con todas las religiones y me temo que los hijos de Israel, perseguidos durante tanto tiempo, vayan a actuar del mismo modo cuando en el futuro hayan recuperado su poder. Perseguirán a su vez a sus antiguos verdugos, su afán de venganza se extenderá a pueblos apacibles que sólo piden vivir en sus tierras y compartir sus beneficios.

Pero volvamos a la historia, pues ya veo que Rhazes está a punto de enfadarse. Durante la expansión cristiana, Alejandría seguía siendo un remanso de tolerancia, al menos en el barrio de los palacios. No se destruyen así como así siglos de mezcla, de intercambio, de saber cosmopolita. Y además el mar protegía Egipto de las invasiones bárbaras que habían ocupado Occidente y rompían como olas a los pies de Constantinopla. En el Museo, la filosofía era la materia más importante. Es cierto que las ciencias habían gozado de un renovado esplendor cuando el cristianismo no dominaba aún la ciudad. Tolomeo y Galeno habían sabido satisfacer a los poderosos, a los filósofos y sacerdotes de todas las confesiones. Como al primero no le preocupaba en absoluto la religión y el segundo creía en una muy vaga divinidad universal, la Iglesia cristiana adoptó la considerable obra de ambos sabios desaparecidos; lo mismo había hecho con Filón en materia de filosofía. En realidad, a la Iglesia cristiana no le interesaba estudiar la naturaleza ni su funcionamiento, ni tampoco intentaba desvelar sus misterios a fin de poder mitigar el sufrimiento humano. ¿Para qué? El fin de los tiempos está cerca, decía la Iglesia. Las teorías de Galeno y Tolomeo le convenían. A su entender, habían descrito el mundo y la naturaleza humana de un modo definitivo, como los Evangelios habían hecho con Dios.

Por consiguiente no se investigaba, no se inventaba ya; se recopilaba. He ahí el signo del final de un mundo.

Los estudiosos procedían a resumir los descubrimientos del pasado universalmente admitidos, mejorándolos un poco, adornándolos a menudo, sin nunca intentar discutirlos ni ponerlos en duda y mucho menos superarlos. Eso es lo que hicieron Herón, Diofanto y Papo con la mecánica, las matemáticas y la astronomía. Eso hizo Teón, nombrado director del Museo por el emperador Teodosio, pues ya había periclitado el título de sumo sacerdote. Bajo su férula, la gran escuela alejandrina de Euclides, Aristarco y Apolonio recobró algo de su lustre. Pero Teón pasará a la posteridad por haber sido el padre de la mujer más sabia de la historia: Hipatia de Alejandría. Hablo, en efecto, de mi homónima, pues nació hace ahora doscientos cincuenta años. [8] Por lo demás, vio la luz bajo armoniosos auspicios, puesto que su padre, ferviente adepto de los sistemas que mezclan astronomía y música, le dio el nombre del sonido más grave que, a su entender, emite la Tierra en el centro del Universo, en el melodioso coro de la música de las esferas.(14)

Cierto día, cuando Hipatia sólo tenía catorce años, las cosas cambiaron en Alejandría. Fue nombrado un nuevo obispo: Teófilo. Hasta entonces, todas las creencias coexistían sin demasiadas fricciones. Pero aquel eclesiástico brutal decidió extirpar por la fuerza el paganismo. Por orden suya, todos los templos fueron incendiados, comenzando por el Serapión, construido seiscientos años antes por Tolomeo Soter. Los fanáticos se encarnizan siempre con los más hermosos edificios, las más bellas estatuas, porque estas memorias de piedra son testimonio de una grandeza pasada que ellos anhelan borrar. Los alejandrinos, de índole mordaz, llamaron en secreto a su nuevo obispo «el Faraón», al ver que se consideraba dueño absoluto de la ciudad. Teófilo habría causado también perjuicios a la Biblioteca, de no haber sido porque Bizancio puso freno a su ardor. El nuevo obispo se limitó a romper las estatuas, expulsar a los sabios de ideas poco tranquilizadoras y meter en la cárcel a su director, Teón, para nombrar en su lugar a un sacerdote que era su adjunto.

Era la primera vez que un hombre de Iglesia accedía a ese puesto. Este recibió el encargo de destruir todos los libros que no se adecuaran al dogma. ¡Y Dios sabe que los había! O tal vez no lo sepa.

Por fortuna, los alejandrinos, desde los tiempos de Cleopatra, tenían la vieja costumbre de embaucar poco a poco a sus amos extranjeros, que embriagados por la gloria de suceder a tantos personajes de prestigio se abandonaban a la agradable indolencia de estas tierras acunadas por el rumor del mar, a su recogimiento, a su lujo también. ¿Tuvo algo que ver en ello la graciosa silueta de Hipatia, que paseaba bajo los peristilos del Museo transformado en basílica? En cualquier caso, el abate bibliotecario jamás cumplió su misión destrucTorá. Por lo demás, tenía poco que temer de Teófilo: éste estaba más a menudo en Constantinopla que en su obispado. Creía, en efecto, haber erradicado definitivamente el paganismo de la ciudad a costa de sangre y destrucción, y la emprendió a continuación con quienes consideraba sus verdaderos enemigos, cristianos como él, pero heréticos que no tenían la suerte de pensar por completo según sus normas.

Por entonces, en el desierto egipcio vivía en la mayor austeridad una comunidad de monjes que seguía los principios del sacerdote Juan Boca de Oro. Teófilo sentía por ese verdadero santo un odio feroz. A la cabeza de sus soldados, se dirigió al apacible retiro de los eremitas y los obligó a huir, no sin haber matado a alguno.

Pasaron diez años. Teón murió de vejez y pesadumbre. Entonces estalló, como estalla un escándalo, el genio de Hipatia. Tenía veinticinco años y estaba en lo más lucido de su edad. Alta y esbelta, parecía sin embargo incómoda con su cuerpo. Sus andares, como dificultados por su alta talla, tenían la gracia torpe y enérgica de un niño que ha crecido demasiado. De su rostro, fino y pálido, brotaba una luz extraña que deslumbraba a los hombres, les fascinaba y atemorizaba.

Hipatia lo tenía todo para atraer las iras de la Iglesia cristiana: mujer, hermosa, sabia y libre. Si hubiera sido reina o cortesana, aquello habría sido perdonable. Pero no, para colmo era virtuosa. De modo que los hombres, desconcertados, la decretaron virgen. Eso les tranquilizaba. Ella, para protegerse de sus ataques, se había casado con el oscuro filósofo Isidoro, que la seguía a todas partes. Pero esta unión no engañaba a nadie, pues Isidoro no ocultaba que llevaba su veneración por Sócrates hasta el extremo de imitar su inclinación por los muchachos jóvenes.

Al principio, la hermosa Hipatia se había limitado a permanecer a la sombra de su padre, ayudándole en sus trabajos de astronomía y de música. Sin embargo, se comenzó a murmurar que había superado a león desde hacía mucho tiempo y que era la verdadera auTorá de las obras paternas. Pronto no cupo duda alguna de su talento personal para las matemáticas, cuando publicó, uno tras otro, el Canon astronómico, un Comentario sobre la aritmética de Diofanto y otro sobre el Tratado de los cónicos de Apolonio de Pérgamo. Eso acabó de convencer a sus colegas de que Hipatia no era ya una mujer, sino un puro espíritu consagrado por entero a la especulación abstracta. Pero ella les demostró que estaban equivocados al fabricar con sus propias manos astrolabios e hidroscopios de una perfección nunca igualada. Luego aún hizo más. Para confirmar de una vez por todas que era hija de sus propias obras, escribió una respuesta muy polémica a una edición póstuma de un comentario de su padre sobre la Composición matemática de Tolomeo. Para hacerlo, se atrevió a apoyarse en el Tratado de las distancias del Sol y de la Luna de Aristarco de Samos, que ella había encontrado en los polvorientos fondos de la Biblioteca. Naturalmente, sus colegas lanzaron gritos de indignación y obligaron al sacerdote encargado del Museo a exhumar un viejo decreto olvidado del fundador Demetrio de Palero que prohibía entrar en el Museo a las mujeres, a excepción de las cortesanas destinadas al solaz de sus sapientes pensionistas.

Desde entonces, Hipatia impartió en la calle sus lecciones, al modo de Sócrates, dirigiéndose a los viandantes, viviendo en la más completa indigencia y, a veces, en una casi desnudez, como el filósofo cínico Diógenes. Se desplazaba en un carro tirado por sus dos mejores discípulos e iba así, de plaza en plaza, a impartir sus enseñanzas. Sabía encontrar palabras sencillas para llegar al corazón del pueblo. La muchedumbre la escuchaba y la admiraba. Los egipcios creían ver en ella a la reencarnación de la gran Cleopatra o de la antigua diosa Isis. Por lo que a los griegos se refiere, descubrían la antigua grandeza de la filosofía ateniense, si bien depurada por las recientes exégesis de Plotino y de Porfirio, que habían sabido extraer su sustancia esencial, al modo de Filón con el Pentateuco. Hipatia añadía a su docencia la de la libertad: libertad para creer, libertad para buscar la propia verdad, libertad para elegir el propio gobierno. Y recomendaba a su auditorio de la Ciudad que actuara sin desdeñar nunca la propia vida interior.

Naturalmente, despertó entre sus discípulos pasiones que no todas eran de orden espiritual. Pero, flanqueada siempre por su «marido» Isidoro, permanecía inaccesible.

Uno de esos adoradores se enamoró mucho más que los otros. Sinesio era un estudiante nacido en una rica familia de Cirene a quien nunca se le había negado nada, ni fortuna, ni inteligencia, ni conquistas femeninas. No satisfecho con ser el más asiduo en las clases de Hipatia, le escribía insensatos poemas que nunca recibían respuesta. En las tabernas e incluso en el recogimiento de la Biblioteca, sólo pensaba en ella, sólo hablaba de ella.

Cierto día, plantado ante la puerta de la pequeña casa de la erudita, aguardaba su salida para escuchar la lección; o si no para escuchar, para contemplar a aquella que la impartía.

Hipatia apareció, pero en vez de subir, como de costumbre, en el carro que la había de transportar, se dirigió hacia Sinesio y blandió ante sus narices un paquetito de paños mancillados con su sangre menstrual.

– Esto es lo que amas, Sinesio, y no es algo hermoso.

Rojo de confusión, Sinesio huyó corriendo. No se le volvió a ver en mucho tiempo. Había regresado a Cirenaica. Ella le escribió para decirle que la vergüenza que le había impulsado a huir era tan excesiva como el indiscreto amor que sentía por ella. Ella le había rechazado de aquel modo sólo para aparecer irreprochable ante sus numerosos enemigos, que le habrían acusado de pervertir a la juventud. «Sólo puedo amar en secreto -confesó-, ¿y hay secreto más hermoso que el encerrado en una carta?»

Desde entonces, ambos iniciaron una correspondencia que duró años. Pero no tocaron el tema del amor. Les unían el movimiento de los astros y la trigonometría, la exégesis de Platón y los números musicales. Y resultó evidente que Sinesio no sólo había contemplado a Hipatia, sino que también la había escuchado y recordaba sus lecciones. Siguiendo los consejos de su amada, él empezó a comprometerse en la vida de su ciudad. Partió así hacia Constantinopla como embajador de Cirenaica. Allí, ante el joven emperador Arcadio, pronunció su discurso Sobre la realeza, en el que exponía las concepciones filosóficas de Hipatia sobre el príncipe ideal y denunciaba las costumbres decadentes de la corte. Hubiérase dicho que la hermosa sabia hablaba por su boca. Una vez terminada su embajada, Sinesio volvió a pasar por Alejandría. Nadie sabe si Hipatia se le entregó por fin, pero le obligó a casarse con una muchacha de la aristocracia cristiana del barrio de los palacios, único medio, según ella, de escalar los peldaños del poder. Sinesio regresó a su país, donde alcanzó la gloria venciendo a los bandidos del desierto.

Mientras proseguía su correspondencia con Hipatia, Sinesio llevó en Cirenaica una vida de gran señor dividida entre la caza y los placeres. Publicaba también poemas, himnos y homilías, tratados sobre los sueños y sobre la Providencia. He estudiado estas obras con mucha atención y creo poder afirmar que su auTorá fue Hipatia, que no quería figurar como poetisa, pues sus enemigos también la habrían censurado por dedicarse a esta actividad.

Cierto día, Sinesio recibió una carta de Hipatia que parecía una petición de socorro. Habían encontrado el cuerpo de Juan Boca de Oro al borde de un camino, asesinado por los matones de Teófilo. Éste, liberado de su peor enemigo, amenazaba con regresar a Alejandría. Sinesio comprendió lo que tenía que hacer. Se dirigió a Constantinopla y, ante el emperador, se hizo bautizar. Esta conversión era una ganga para la Iglesia, pues siguiendo el ejemplo del hombre más influyente de su país toda Cirenaica podría convertirse al cristianismo. Ante esta perspectiva, el patriarca le propuso elevarlo enseguida al episcopado. Sinesio puso condiciones: no renunciaría al estado matrimonial, ni a la doctrina platónica de la preexistencia del alma y la eternidad del mundo. Contra lo esperado, el patriarca aceptó: la adhesión de Cirenaica bien valía tales concesiones. Por su lado, Teófilo le pidió que acudiera de inmediato a Alejandría para resolver el contencioso que él mantenía con el prefecto de Egipto, Orestes, considerado demasiado tibio en la represión de las herejías.

Durante el obispado interino de Sinesio y la prefectura de Orestes, Alejandría conoció de nuevo una gran efervescencia intelectual. Cristianos, heréticos o no, judíos y platónicos confrontaban sus ideas, no ya por medio de la violencia sino por el verbo. Y, en el terreno de las palabras, Hipatia no tenía rival. Aunque se le permitió de nuevo acceder al Museo, sólo acudía para consultar algunas obras en la Biblioteca. Su enseñanza la daba sólo en la calle. Un auditorio entusiasta y nutrido la seguía. Entre la multitud de oyentes solía verse a Sinesio acompañado por su amigo el prefecto.

La Ciudad conoció un día la muerte del terrible Teófilo «el Faraón», que sin embargo no había regresado a su diócesis. La gente esperó por un momento que Sinesio le sucediera, pero su esperanza se vio defraudada. Si a la sede episcopal de Cirenaica se le sumaba la de Egipto, el enamorado de Hipatia se habría convertido en el hombre más importante del Imperio, después del emperador y el patriarca.

Otro personaje salió entonces de las sombras, flaco y enfebrecido: Cirilo, el sobrino de Teófilo. Algunos murmuraban que era su bastardo, pues el difunto obispo no se aplicaba a sí mismo el precepto de castidad que exigía a sus ovejas.

Cirilo empezó por apartar suavemente del obispado al buen Sinesio, prometiéndole que permitiría a Hipatia proseguir su enseñanza. A fin de cuentas tenía que tratar con miramientos a un personaje tan poderoso como el obispo de Cirenaica. Y además, meterse con la hermosa sabia podía provocar motines entre sus adoradores, ya fueran éstos griegos o egipcios, platónicos o cristianos.

Sin embargo, el clima de tolerancia que reinaba en la Ciudad enojaba a aquel hombre, lleno de odio hacia todos los que no pensaban como él. La emprendió primero con los judíos. Sabía que nadie se opondría a ello, ni entre los cristianos ni entre los platónicos. Y tendría consigo al populacho, que veía en los hijos de Israel la causa de todos sus males. Sin embargo, los judíos alejandrinos no formaban ya aquella comunidad que había sido tan floreciente en tiempos de Filón. Los cristianos se habían mostrado con ellos mucho más duros que los paganos y mucho más ávidos, haciéndoles pagar impuestos y tasas enormes antes de autorizarles a practicar su culto. Por esa circunstancia el «faraón» Teófilo les había dejado más o menos en paz, ya que gracias a ellos el obispado de Alejandría era el más próspero de todo el imperio.

Pero a su sobrino Cirilo no le preocupaban esas vulgares contingencias. Sin consultárselo a nadie, lanzó contra ellos un decreto de expulsión. El ejército invadió el barrio judío y empujó a sus habitantes, como si fueran un rebaño, fuera de los muros de Alejandría. El éxodo recomenzaba. Pero ¿adonde irían? No había ya tierra prometida, el Templo estaba destruido, Canaán ya no existía. Y no tenían ningún Moisés que les guiara.

Hipatia no podía permanecer al margen. Con redoblada elocuencia, denunció que la propia alma de Alejandría, encrucijada de todas las razas, todas las religiones y todos los saberes, estaba amenazada. Más de siete siglos y medio de cosmopolitismo tolerante iban a desaparecer por culpa de un fanático.

Mientras, Sinesio estaba en Constantinopla para asistir a un nuevo concilio. Un mensajero fue a avisarle de que en Alejandría el obispo Cirilo fomentaba una conjura para asesinar a Hipatia. Sinesio partió de inmediato.

El antiguo palacio de los Tolomeos estaba vacío. En los aposentos del prefecto le dijeron que Orestes estaría de cacería durante toda la semana. En cuanto a Cirilo, había abandonado el obispado para un piadoso retiro en el desierto.

Sin tomarse el tiempo de cambiar sus ropas de viajero por un atavío algo más digno de su estado eclesiástico, Sinesio fue a recorrer la ciudad donde transcurrió su juventud de estudiante enamorado. Casi a su pesar, se encaminó, por unas calles extrañamente vacías, hacia la casa de Hipatia. Al acercarse, oyó unos gritos que resonaban en las rectilíneas vías de la ciudad cuadriculada.

«¡Muerte a la bruja! ¡Revienta, puta del ágora! ¡Sobornadora del obispo! ¡Buscona de todos los judíos!»

Sinesio desenvainó su endeble puñal de gala y echó a correr. Sobre el carro detenido a la puerta de su casa, Hipatia se erguía, pálida y sonriente con su larga túnica blanca y desprovista de adornos, lo que la hacía más hermosa aún que antaño.

Con ánimo de defenderla, Sinesio intentó abrirse paso entre la muchedumbre que en nada se parecía al habitual auditorio de la filósofa. Unos parecían salidos directamente de los barrios bajos del pequeño puerto del este; pero muchos llevaban capuchones de monje y eran los primeros en lanzar invectivas. Sinesio no pudo dar un paso, porque le apresaron unos brazos vigorosos. De pronto, una piedra golpeó a Hipatia en la frente. Ella no se movió, semejante a una estatua de mármol. Luego le alcanzó un diluvio de guijarros, pedazos de madera, basura recogida de la calzada… Se derrumbó por fin, como un gran lirio aplastado por el paso de una fiera. Unos monjes subieron al carro. En aquel momento, Sinesio recibió un golpe en la cabeza y cayó sin sentido.

Cuando volvió en sí, la calle estaba desierta. Sinesio estuvo largo rato errando tambaleante por las calles cuyos adoquines estaban manchados de sangre. Sin darse cuenta, volvió sobre sus pasos y se encontró junto al carro que durante tres decenios había servido de humilde cátedra a la filósofa. Un borracho que pasaba le detuvo, y echando su hediondo aliento al rostro de Sinesio le dijo con un eructo:

– ¡Eh, obispo! Han troceado el cuerpo de tu puta, con conchas de ostra, cuando estaba todavía con vida…

– ¿Qué estás diciendo? -balbuceó Sinesio, incrédulo.

– Pues sí, y han quemado sus restos, incluso los han arrojado a los perros.

Y el hombre se marchó gesticulando, sin que se supiese si era la alegría o el miedo lo que le hacía agitarse así. Sinesio se derrumbó en el suelo, apoyó la frente contra una rueda del carro y se echó a llorar. Sólo mucho más tarde vio el objeto, que sin duda durante el asalto había caído bajo el carro y había rodado hasta una grieta del suelo, donde había pasado desapercibido. Era el pesado y viejo bastón incrustado de oro que Hipatia había recibido de su padre y que solía servirle para subrayar su discurso con ágiles movimientos, hendiendo el aire como si dirigiese el curso y la música de los astros.


  1. <a l:href="#_ftnref8">[8]</a> Hacia 370 d. C.