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– ¿Era esta Hipatia la antecesora de tu tribu? -preguntó Amr bastante conmovido.
– ¿Quién sabe? -respondió la joven, sonriente ante las palabras «antecesora» y «tribu», leves sombras de paganismo-. En tal caso, de ser cierta la leyenda, yo habría nacido de una virgen. Conozco, al menos, un muy ilustre precedente.
– No bromees. En el Corán se dice que María tuvo a su hijo, el profeta Jesús, sin que un solo hombre la hubiera tocado nunca, como le había anunciado un ángel.
– ¿Ah? ¿Conocéis el dogma de la Concepción Virginal? -exclamó Filopon muy interesado-. ¿Pensáis que la naturaleza de Cristo es doble, mitad hombre mitad Dios, o que es exclusivamente de esencia divina?
– No hay más Dios que Alá. Dios es eterno, no puede nacer del vientre de una mujer, por muy virgen que sea.
– ¿Pretendes entonces que tu Mahoma fue concebido del mismo modo?
– Nada en el Corán lo dice. Su padre, el rico Abd Allah, de la tribu de los Quraych, murió antes de su nacimiento, y su madre Amina entró en los Jardines de Alá cuando él era aún muy niño.
– Interesante dialéctica -murmuró Filopon pensativo-: Mahoma era rico, huérfano, casado y propagaba su doctrina por medio de la guerra. Jesús era pobre, Dios le había dado unos padres, era casto y sólo hablaba de paz. Stricto sensu, tu profeta es el Anticristo.
– Filopon, Amr, os lo suplico -intervino Rhazes-. Dejad esos estériles debates para las autoridades conciliares. No tenemos tiempo. Si el emir quiere que su mensajero parta mañana al amanecer, será hora de extraer la moraleja de la historia de Hipatia. ¿Creéis que la figura de semejante mujer podrá hacer reflexionar al califa, Amr?
– Habría que presentársela de un modo distinto -respondió el emir-. Voy a ataviar a la filósofa con algunos rasgos de la primera mujer del Profeta, Jadija, a la que Mahoma repitió en primer lugar las palabras de Dios, y con otros de su hija Fátima, la esposa de Alí, la más santa de las mujeres. La historia de los paños mancillados por la sangre menstrual tiene posibilidades de gustarle. Omar trata a sus esposas como trata a los animales domésticos. Por mi parte, si os interesa mi opinión, el tonto de Sinesio me parece un enamorado muy tibio. Si yo sintiese semejante pasión por otra Hipatia, sus períodos no me repugnarían. Muy al contrario, fortalecerían mi amor.
– Me gustas más como mercader erudito y curioso que como soldado de dudosas bromas -comentó Hipatia.
– Ejem -farfulló Amr, algo cohibido por haberse extralimitado un tanto-, tendríais que explicarme algo mejor las obras de Galeno, y también las de ese mecánico llamado Herón. Una medicina que sea concluyente tranquilizará a Omar y las máquinas hidráulicas le interesarán para sus proyectos de irrigación. Pienso también hablarle del sistema de conversión cristiano, que empieza por lo más alto. Los reinos que esperamos someter ya no son aquéllos que hemos conocido en el pasado, dirigidos por jefes paganos e incultos, dispuestos a dejarse convencer si ello favorecía sus intereses. Por lo que se refiere a vosotros, judíos y cristianos, si queréis seguir practicando vuestra religión, a fe mía, tendréis que pagar.
– ¡Encantadora perspectiva! -ironizó Rhazes-. Nosotros estamos acostumbrados a hacerlo desde hace ya mucho tiempo. Pero me complace imaginar que nuestros perseguidores de ayer tendrán que echar, a su vez, mano a la bolsa. En lo tocante a Galeno, te haré luego un resumen por escrito. En cuanto a Herón, Hipatia podrá encargarse de hacer lo mismo.
– Por mi parte, voy a escribir todas estas historias que me habéis contado. Mandaré también copias a otras personas importantes de Medina. Tal vez ellas consigan doblegar a Omar. Y repito: «Tal vez.» Pero al califa le añadiré algo: «Lee, en nombre de tu Señor que ha creado. ¡Lee!» Son las primeras palabras que dijo al Profeta el arcángel Gabriel, el mensajero de Alá, en la caverna del monte Hira donde Mahoma conoció la Revelación.
– Espléndida orden -aprobó Filopon-. Creo que voy a estudiar tu Corán con algo más de atención.
– No está mal, en efecto -aceptó Rhazes-. Percibo en ello algunos ecos del libro de Baruch.
Leer, sin duda, pensó Hipatia. Pero ¿qué leer y cómo? ¿Leer sólo el Corán o tener la curiosidad de inclinarse sobre otras obras? Leer sin comprender no es grave. Leer sin dudar es temible. Leer sin placer, no es leer. Pero es inútil señalárselo a ese viril beduino: él disfruta por encima de todo con un único placer, y tal vez me vea forzada a proporcionárselo.