37978.fb2 El Incendio De Alejandria - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

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ALEJANDRÍA, AÑO 6421

Bajo el delgado creciente lunar, se recortaba la silueta de dos altas torres gemelas, que enmarcaban el portal de la ciudad amurallada. El emir Amr ibn al-As observó con aire pensativo las pesadas puertas claveteadas del barrio de los palacios, que brillaban débilmente a la luz de las hogueras de los vivaques y al resplandor intermitente del Faro. Allá en Medina, el califa Omar, príncipe de los creyentes, le había ordenado hacer desaparecer todo rastro de paganismo en la orgullosa Alejandría. Destruiría, pues, esas torres. Mil años de civilización tenían que perecer mediante el fuego y la espada.

A Amr eso no le gustaba. Por muy guerrero que fuera, prefería convencer con la palabra que vencer por la fuerza. E imaginar que su nombre pasaría a la posteridad como el de un destructor no le complacía en absoluto. Alzó entonces los ojos al cielo nocturno, como si pretendiera descifrar un mensaje en los clavos de oro que brillaban en lo alto. Era un cielo menos puro que el del gran desierto, pues lo enturbiaba la cercanía del mar. Al día siguiente, Amr entraría en Alejandría. No como antaño, en calidad de un comerciante que conducía sus camellos cargados de seda y especias, sino como un guerrero, como el conquistador de Egipto a la cabeza de sus beduinos.

En la toma de los arrabales se había mostrado magnánimo. Ni un templo pagano saqueado, ni una casa de cristiano o de judío desvalijada, ni una mujer violada. Sus beduinos se habían comportado como liberadores, así se lo había ordenado. Pero mañana sería otra cosa. El barrio de los palacios era rico y sus soldados no comprenderían que se les prohibiera aprovecharse de ello. Y, además, sería preciso derribar esas estatuas de divinidades paganas que los griegos conservaban con la excusa de que eran arte, y esos idólatras retratos de la faz de Dios y de sus profetas. Por otro lado, habría que quemar todos aquellos libros de los tiempos antiguos, que propalaban supersticiones y mentiras.

Como sentía curiosidad por las cosas foráneas, Amr no iba a disfrutar destrozando todo aquello. La poesía sobre todo le parecía, pagana o no, respetable y vinculada siempre a lo sagrado. Cuando todavía era un simple comerciante, Amr había viajado mucho. Sus caravanas le habían llevado hasta Antioquía, al norte, a Isfahán hacia levante y, naturalmente, a Alejandría, a poniente. Poco seguro aún de su fe en la palabra del Profeta, una vez que había ya colocado sus mercancías en esas ciudades extranjeras, se reunía con magos, sacerdotes, rabinos, y les hacía mil y una preguntas sobre sus cultos, sus leyendas, la concepción que tenían de la Tierra y del Universo. Había aprendido así a conocer al otro, a comprender al extranjero. Se interesaba por todo, incluso por su comida, de modo que había adquirido un halagador bagaje de conocimientos que le había convertido, en Medina y en La Meca, en un letrado escuchado por los ancianos y los poetas. Pero ya no había lugar para los intercambios ni las preguntas. La guerra santa no se prestaba a ello. Como la ola vuelve a la arena, Amr había regresado, junto con sus hordas de guerreros del desierto, para sumergir Alejandría.