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Filopon se dijo, con una amarga sonrisa, que el jinete del Apocalipsis era muy impaciente: si hubiera aguardado aún veintitrés años, Alejandría habría festejado su milenario entre llamas y sangre, proclamando el reino del Anticristo.
Por otra parte, ¿no había llegado ya el fin de los tiempos? ¿Acaso el Museo rodeado de peristilos no estaba sufriendo una muerte lenta, con sus losas de mármol agrietadas por las saxífragas, sus pilares mancillados por inscripciones obscenas, mientras en las salas de la Biblioteca de rotas ventanas y dentro de los armarios corroídos por los insectos, el calor y la humedad hinchaban, amarilleaban y agrietaban los rollos de papiro y los pergaminos encuadernados, a los que ni siquiera protegía ya su irrisoria cubierta de polvo?
Y él, Juan Filopon, ¿no estaba cubierto también por el polvo de los años? Toda una vida -un siglo casi- intentando salvar mil años de labor y de sapiencia humanas en busca de la verdad del Universo se vería, mañana, reducida a la nada. Esos mil años se amontonaban ahí, en un desorden que no dejaba de crecer. No había ya pacientes copistas que transcribieran los manuscritos llegados desde los cuatro puntos cardinales, ni eruditos traductores que trasladaran al griego las leyendas, los mitos y la ciencia de los imperios de levante. Ni tampoco sabios para clasificar, examinar, redescubrir y glosar las obras de los antiguos. Sólo quedaba él, Juan Filopon, filósofo cristiano, venerable gramático y, sobre todo, el último bibliotecario al que la muerte iba a llevarse muy pronto. Él, pero también Rhazes, sabio médico, su abnegado ayudante, que velaba por la Biblioteca como si fuera el más frágil de sus pacientes. Lamentablemente, aquel hombre, joven aún, era judío y mostraba un escepticismo irónico ante las polémicas que desgarraban la Iglesia cristiana. Un judío, bibliotecario del Museo de Alejandría, ¿cómo pensarlo siquiera? ¿Cómo pensar, también, en poner al frente de la mayor biblioteca del mundo a la bella Hipatia, la sobrina nieta del viejo gramático, a quien el estudio de Euclides y Tolomeo hacía olvidar en exceso la lectura de Pablo y de Agustín? Además, era sólo una mujer.
Desde hacía mucho tiempo, del mar ya no llegaban barcos cargados de lana, de vino, de aceite, de especias, de metales preciosos y de libros. Roma estaba en manos de los bárbaros, Atenas era un lejano arrabal de Constantinopla, Pérgamo un nido de águilas ya vacío y Jerusalén una aldea miserable cuya propiedad los camelleros disputaban a los perros.
Sin embargo, a veces, atracaba en el puerto un mercader famélico que venía a vender a Filopon algunos volúmenes desportillados que el anciano hojeaba con hastío para encontrar en ellos, con sus ojos fatigados, la misma glosa remachada, la misma coja exégesis de truncadas citas de Orígenes, Basilio o Agustín.
Algunos años antes, Filopon había tenido ocasión de hablar con uno de esos mercaderes árabes que habían intentado venderle su libro sagrado. Era obra de uno de esos innumerables y falsos profetas que proliferaban entre Jerusalén y la Arabia Feliz, medio locos y charlatanes pues, para ser convincentes, esos energúmenos tenían que creer, ellos mismos, en sus fábulas.
Como Filopon no descifraba esa escritura ideográfica de caracteres bastante hermosos pese a estar grabados en omoplatos de dromedarios o en piel de cabra, rústica prima del pergamino, le pidió al mercader en cuestión que le leyera el texto.
Era una ingenua visión del Antiguo y del Nuevo Testamento, en la que un profeta nómada, el tal Mahoma, contaba la historia de Moisés, María y Jesús a los paganos como se hace con los niños. Todo aquello era ignominiosamente blasfemo; Mahoma llegaba incluso a decir que los cristianos eran politeístas v el Salvador un profeta como muchos otros. Pero ese simple modo de hablar podía seducir a campesinos y pastores. Prueba fehaciente de ello era ese ejército de beduinos contra el que la humilde gente egipcia, pagana sin embargo, no había resistido ni en Heliópolis ni en los arrabales de Alejandría. Y, ahora, el invasor aguardaba la aurora para romper las puertas de la ciudadela griega, última muralla de la civilización, y destruir lo que quedaba por destruir, quemar lo que quedaba por quemar.
Filopon habría podido guardar el libro en cuestión e intentar aprender la lengua árabe, pero debía ser prudente, incluso en Alejandría. A los doctores en teología de Bizancio, sus enemigos, les habría sido fácil acusarle de simpatizar con la secta de esos bárbaros. Había dejado, pues, que el mercader se fuera, pero se quedó amargado al no poder proseguir la obra de sus ilustres predecesores, cuya ambición era recolectar todos los libros del mundo. El mercader le había asegurado que las palabras de Mahoma que se recitaban en público sólo estaban anotadas en este libro de modo muy parcial. El supuesto profeta, que era analfabeto, no las había consignado por escrito, pero sus compañeros conocían de memoria los seis mil doscientos treinta y seis versículos directamente inspirados, según creían, por Dios.
Rhazes, el ayudante del viejo gramático, había tenido menos escrúpulos: había aceptado guardar en su casa ese Corán para estudiarlo. De hecho, lo hacía para enriquecer su colección de objetos curiosos y divertidos que le gustaba enseñar a sus amigos: piedras o maderos de formas extrañas arrastrados por el mar, fragmentos o copias de estatuillas del antiguo Egipto de los faraones, ingenuas figuras garabateadas sobre nácar por pescadores o mendigos. De todos modos, como buen médico, a Rhazes sólo le interesaban los misterios del cuerpo; siendo judío, se negaba a tomar parte en los debates teológicos que, sin embargo, conmovían la tierra entera. A la sazón, Filopon lamentaba no haber adquirido los escritos en cuestión. Tal vez habría podido volverlos, como un arma, contra los bárbaros. Unos bárbaros que, mañana, tomarían la ciudad. ¿Qué destino reservaban a los millones de retazos de pensamiento humano amontonados allí? Era ya un milagro que Filopon hubiese logrado salvarlos durante los sombríos decenios que acababan de transcurrir. Ni los persas, ni los obispos de Bizancio se habían atrevido a destruir la Biblioteca o a saquearla. Pero, esta vez, estaba en efecto en peligro de muerte. De modo que Juan Filopon aguardaba la liberación, en las largas salas silenciosas del Museo abandonado.