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– ¡Esta es la obra de Dhu al-Qarnain, el que tenía dos cuernos!
Amr dijo esas extrañas palabras en un griego casi perfecto en el que sólo afloraba un leve acento gutural. Filopon levantó la cabeza y le contempló con aire asombrado. Cuando, de madrugada, había oído el ruido de los pasos y el tintinear de las armas de los soldados que penetraban en el Museo, el viejo filósofo había decidido morir imitando a Arquímedes. Había abierto en la mesa de mármol una antigua copia del Hippias Mayor y anotado, al margen de la fórmula de Sócrates: «Digo que, a nuestro entender, lo bello es lo útil», el inicio de un comentario: «Sin duda, pero…», dejando voluntariamente su frase en suspenso. Al cabo de un instante, la espada le atravesaría y, durante siglos, la posteridad repetiría que, una vez más, el pensamiento había perecido, inconcluso y ahogado en sangre. Era una impostura irrisoria, pero una sublime advertencia para las generaciones futuras.
– ¿El que tenía dos cuernos? -preguntó-. Ignoro de quién hablas, general. ¿Es acaso uno de vuestros sanguinarios ídolos, Baal o Moloch, para quienes degolláis mujeres y niños en vuestras regiones salvajes?
Filopon esperaba que el conquistador árabe, enfurecido por esa insolente réplica, acabaría deprisa con él. Pero, por el contrario, Amr soltó una enorme y franca carcajada:
– Si hubieras aceptado el libro que antaño te ofrecí sabrías, noble anciano, que hablo de aquel a quien vosotros llamáis «Alejandro», y a quien el Profeta denominaba Dhu al-Qarnain, o Iskandar.
¡De modo que era él! El mercader vivaracho que había intentado venderle aquellos omoplatos grabados había regresado, revestido con la arrogante coraza del guerrero. Y no tendía a Filopon unos torpes versículos, sino una espada. El viejo filósofo, desconcertado por un instante, se dijo que a fin de cuentas el general quizá fuera menos temible de lo que parecía. No pudo evitar una sonrisa. ¡De modo que las fábulas referentes a Alejandro Magno habían llegado a los confines del mundo! El propio Alejandro, en su afán por ser divinizado en vida, pretendió que le había entronizado el dios egipcio Amón, al que representaban con cabeza de carnero, en el oasis de Siwa. Luego, había ordenado que a partir de entonces todas las efigies suyas que se fabricaran en Alejandría llevasen en la frente los cuernos del ídolo.
Sin embargo, Amr había percibido la escéptica sonrisa del anciano. Con gesto autoritario, despidió a su escolta, tomó un taburete y se sentó familiarmente al otro lado de la mesa.
– El ignorante beduino que soy, oh sabio Filopon, ha comprendido muy bien que ésa era una parábola que el Omnipotente dictó a su Profeta para indicar que, al igual que Alejandro edificó esas murallas de bronce, Alá había construido el infierno como morada para los infieles.
Filopon se sintió incómodo. El, que se había preparado toda la noche para una muerte gloriosa a manos de un bruto, se encontraba charlando con un hombre de unos cuarenta años, afable y encantador, de gestos suaves y sensuales, ojos de un negro profundo y brillante, elegante en su larga túnica de seda blanca con adornos de oro.
Recuperó la esperanza. No todo estaba perdido. ¿Acaso el sabio Casiodoro no había, en su tiempo, salvado Roma al convertirse en consejero del godo Teodorico? Amr nada tenía de bruto. Además, acababa de revelar una de sus debilidades: como todo militar, soñaba con alcanzar la gloria de Alejandro. No había que alarmarle. Filopon decidió cambiar de actitud trocando el tono sarcástico que había adoptado hasta entonces por el del viejo sabio, paternal y resignado.
– Tienes razón, general. De la voluntad de Alejandro nació esta ciudad. El mayor soldado del universo descansa en ella, pues su cuerpo fue enviado aquí desde Babilonia en un ataúd de oro. Lamentablemente, su mausoleo fue pillado por no sabemos qué invasores.
Era una flagrante mentira histórica, pero el árabe comprendería la alusión y desvelaría sus intenciones.
– Ignoraba el hecho -replicó Amr con un poco de ironía-. Cuando, como mercader llegado de mi desierto, preguntaba yo a mis clientes por la tumba de Alejandro, me contaban que un antiguo rey de tu gran ciudad había cometido el sacrilegio de apoderarse de los tesoros que albergaba el mausoleo, para pagar su ejército y lanzarse a la guerra contra su propio hermano, que le disputaba el trono. Sin duda era una de esas fábulas que corren de feria en feria y que el crédulo beduino que soy se tragó ingenuamente…
Filopon se mordió los labios. De nuevo había infravalorado los conocimientos de su interlocutor. Amr fingió no ver esa turbación y prosiguió:
– Nuestras tumbas, las de los discípulos del Profeta, no corren el riesgo de ser profanadas. Ponemos a nuestros muertos en la tierra para que lleguen desnudos a los jardines de Alá, donde todo les será proporcionado, Y desnudos seguirán hasta el día de la Resurrección y del Juicio.
– No estaremos desnudos el día del Juicio, sino que cargaremos con nuestros pecados y nuestros crímenes. Y los que roban, desvalijan, matan, destruyen la obra del Creador que ha dado al hombre, al revés que al animal, el poder de comprender el mundo para mejor adorarle, arderán en el infierno por toda la eternidad. ¿Lo sabes, general Amr?
– Lo sé, y sé también por qué el Creador aniquiló Sodoma y Gomorra.
– No eres el ángel de la muerte -replicó con dulzura Filopon-. Y Alejandría no es la nueva Babilonia.
Se miraron con fijeza, en silencio, unos instantes. Un viento frío procedente del mar silbaba bajo el peristilo y hacía temblar el pergamino de Platón puesto sobre la mesa. Amr inspiró profundamente y dijo por fin:
– Cierto es que soy sólo un mercader que se hizo soldado de Dios. Cierto es también que eres un hombre virtuoso y sabio, Filopon, pero es cierto asimismo que los sumos sacerdotes de tu religión son ricos, a pesar de la ejemplar pobreza de ese profeta al que llamáis dios, Jesús. Ya te lo he dicho: soy soldado. Obedezco las órdenes de mi califa, el comendador de los creyentes, Omar Abú Hafsa ibn al-Jattab. Si decide que tu ciudad debe ser castigada, castigaré. Si hace un acto de clemencia, obedeceré con alegría.
Filopon había imaginado a Amr y su ejército como una de esas hordas que desde las llanuras del norte se precipitaban sobre la Cristiandad, comandadas por jefes de guerra que se atribuían, cada uno de ellos, el título de rey y tenían como único dios, como único ideal, el oro y la riqueza que pensaban hallar tras los muros de Roma o de Constantinopla. Pero esta vez tenía frente a él a un verdadero general, que obedecía las órdenes de ese Omar, rey o papa de Arabia, y que conocía el Antiguo y el Nuevo Testamento, aunque esos heréticos hubieran creído conveniente añadir un tercero, el Corán, que no resistiría el más bobo de los debates teológicos. Pero, al menos, Filopon se había tranquilizado: éstas eran gentes del Libro. Así pues, tal vez respetaran los demás libros, los que contenía la Biblioteca. Además, por el tono que había empleado Amr para hablar de su «califa», como él decía, el viejo filósofo había notado que el general no sentía por su monarca toda la veneración que le debía. Éste era un asunto que también valía la pena investigar.
– Ignoro -dijo por fin- por qué crimen quiere tu señor castigar a esta ciudad, que fue la mayor del mundo y a la que llamaron la nueva Atenas. ¿Es acaso un crimen resistirse a un invasor? ¿Y quién se os resistió en este último asalto? Los navíos y los soldados de Bizancio. Pero han huido. La ciudad es tuya y sólo tienes ante ti, como vencido, a un viejo cuya sola esperanza es ya únicamente la de consagrar sus últimos días a la preservación de todo el saber que le rodea y que es el único ejército que puede presentarte resistencia.
El semblante de Amr se encendió. Al minimizar así su victoria, Filopon ofendía al estratega.
– ¿Qué fuerza tienen esos libros, qué poder tienen contra los soldados de Dios, contra la palabra de los profetas, contra el último de ellos, el postrero, el más grande? ¿Cuentan acaso algo distinto a lo que dijeron Moisés, Jesús y Mahoma, y que les dictó el Altísimo? Pues todo está ya dicho, anciano, en la Biblia y el Corán. Quienes escribieran de un modo distinto irían contra la verdad emitida por la propia voz de Dios. Y eso sería la voz del demonio.
Amr profirió esta afirmación con una tranquila certeza. Ni la menor sombra de duda había rozado su ancha frente marcada por la arena y el sol. Y Filopon pensó que, a su modo, el guerrero del desierto reproducía las mismas ideas que los doctores de la Iglesia, a quienes durante tanto tiempo se había enfrentado. Pero, esta vez, no se trataría de navegar hábilmente por las caprichosas aguas de la dialéctica. El viejo filósofo tenía frente a él una roca de certidumbre, una fe sencilla y sin florituras, tal vez algo tosca. Pero para agrietar esa roca necesitaría más fuerza que las finas agujas de la erudición con las que Filopon tan bien sabía, por lo común, pinchar al adversario. Si Amr hubiera sido el más estúpido de sus alumnos, el filósofo habría podido al menos verter en ese vacío algo de saber. Pero Amr no estaba vacío y no era su alumno.
– El demonio está en todos nosotros, general, y tal vez se haya introducido también en estos anaqueles. Pero Dios distribuyó entre nosotros el amor a lo hermoso, el amor a lo útil, ¿y qué es más hermoso, más útil que el Universo que Él creó para nosotros? Esta belleza, esta utilidad es lo que intentan celebrar, desde la noche de los tiempos, los escritos que nos rodean.
– ¿Y dicen algo más que el Corán?
– No lo sé, pues no he leído tu Corán. Y créeme que hoy lo lamento.
– Si no valen para nada, ¿de qué sirve amontonarlos así en el polvo?
– Antes de condenar, antes de quemar, Amr, aprende a conocer, por lo menos, lo que contienen.
– Que así sea, habla. E intenta convencerme.
– Soy viejo, hijo mío, y conozco demasiadas cosas. No sabría por dónde empezar. ¿Me autorizas a pedir ayuda? Allí donde la vejez, en exceso llena de saber, no sabría que decirte, la juventud podrá hacerlo.
– ¿Y quiénes son esos jóvenes?
– Un judío y una mujer.