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Con paso presuroso, Hipatia y Rhazes atravesaron los dos peristilos y el peripato antes de penetrar en la Biblioteca. Al ver aparecer a la joven, Amr se levantó, pero Hipatia no le dio tiempo para hablar. Le tendió una rama de olivo cargada de frutos y dijo, acompañando su gesto con una graciosa genuflexión:
– Si quieres convertirte, Amr, en dueño de nuestros parajes, aprende primero a acariciar el rugoso tronco del olivo bienhechor, rogándole que te ofrezca sus frutos henchidos de un aceite dorado. Aprende también a besar el racimo de uva como a una mujer, para que te inunde algún día con su vinosa voluptuosidad. Aprende además a hablarles a los trigales como les hablas a tus soldados. De sus espigas llegará el pan como la más hermosa de tus conquistas. Del trigo, de la viña y del olivo nace la paz, nace el Libro.
Subyugado, Amr unió las manos y se inclinó diciendo:
– ¿Cómo pueden ocultarse tanta gracia y poesía entre tanta sombra y polvo? Una joven dama como tú está hecha para tener un buen marido y hermosos hijos. Perdida así entre libros, acabarás desecándote como un viejo papiro.
Hipatia hizo un coqueto gesto de enfado:
– Si estás presentándome una demanda de matrimonio, general, me parece muy brutal. Mi tío me había hablado de ti como un hombre cortés y pausado.
– Perdóname. Soy sólo un soldado del desierto y nunca he conocido, en mi árida vida, una mujer que aliara tanta belleza con tanta ciencia.
– Desconfía de las griegas, Amr -bromeó Filopon-. Queman como el hielo, pero no se funden.
– ¿Todos sois griegos en este palacio, pues? Creía hallarme en tierra de Egipto.
– Hace ahora mil años -intervino Rhazes- que el macedonio Alejandro fundó esta ciudad. Y podemos decir que todo alejandrino depende, a la vez, del Faraón y de él.
– ¿Y tú, judío, de quién dependes?
– De Abraham, general, como tú. Los hijos de Israel son hermanos de los de Ismael. Tú y yo somos hijos del Libro.
Amr señaló con un gesto amplio los anaqueles que le rodeaban.
– ¿Y esos libros, qué añaden a las palabras que el Omnipotente dictó a sus profetas?
Filopon lanzó una mirada desesperada a su sobrina y al médico. Para abrir el espíritu de ese hombre, para salvar la Biblioteca, sería necesario todo el ardor y el entusiasmo de su juventud. Él ya no podía hacerlo. Pero ¿qué estaba diciendo Rhazes?
– Todos los libros son de inspiración divina, pues todos loan la belleza de la Creación.
¡Infeliz! Repetía lo mismo que había dicho Filopon unas horas antes, lo que había provocado una ociosa discusión en la que Amr, aferrado a su Corán, negaba en nombre de su dios cualquier valor a los escritos de los Antiguos.
Por fortuna, Hipatia comprendió que la conversación iba a empantanarse en un terreno que le era por completo ajeno. Conocía la reputación de esos hombres del desierto inclinados a la ensoñación, a la poesía, a lo maravilloso. Por ahí era preciso arrastrar a Amr. El halago tampoco sería inútil. Ni la seducción, lo que en cierto modo era lo mismo.
– Se dice que eres el más valeroso pero también el más clemente de los guerreros. Tu reputación ha cruzado los desiertos y los mares. Hasta en Bizancio te temen y te respetan. Al propio Alejandro, sin duda, le hubiera gustado tenerte a su lado. Me parece legítimo que te conviertas en dueño de la ciudad que él fundó.
Amr hizo una pequeña mueca, indicando que el cumplido no le engañaba. Hipatia prosiguió:
– Una de mis siervas, que mantiene una relación demasiado estrecha, para mi gusto y en detrimento de su trabajo, con uno de tus lugartenientes, me ha dicho que tu valor te pertenece sólo a ti, pero que recibiste la sabiduría de tu abuelo, jefe de tu tribu, un hombre santo muy erudito y que vivió sus últimos años retirado, dedicado tan sólo a la contemplación de los astros y la meditación. ¿Es cierto que pasaste tu infancia a su lado?
– Mi lugarteniente no mintió a tu esclava, bella señora. Lamentablemente, mi venerable abuelo murió antes de haber conocido la palabra del Profeta.
– Tampoco Aristóteles la conoció. Sin embargo, por su sapiencia merece, al igual que tu abuelo, el paraíso.
– Si está escrito… Pero no me fastidies cantando las alabanzas del tal Aristóteles, como hace tu tío. Diríase que este lugar sólo contiene las obras de ese pesado.
Filopon, tras su larga barba, farfulló unas palabras de descontento, mientras su sobrina y Rhazes se miraban casi riendo. Al verlos, Amr se relajó.
– Vamos, radiante juventud -les reprendió-, un poco de respeto por los ancianos… Y por sus manías. Por lo que a mí se refiere, estoy entre vuestras dos edades.
Hipatia percibió en esta última frase una pizca de celos hacia el joven médico. Cierto es que Rhazes, no sin fatuidad, se mantenía muy cerca de la muchacha, como si hubiera entre ambos algo más que amistad. Ella se apartó ligeramente.
– Ignoro si tu abuelo se hubiera enorgullecido de tu conquista guerrera -dijo-, pero estoy segura de que si te hubiera visto en posesión de estas setecientas mil obras, te habría pedido que lo pensaras dos veces antes de destruirlas.
La expresión del general se ensombreció. ¿Cómo hacer comprender a esa gente que la decisión no dependía de él sino del califa Omar? Sólo pudo repetir el argumento al que se agarraba y que le parecía cada vez más especioso.
– ¿Qué hay en estos libros que el Profeta no nos haya enseñado?
Hipatia puso una cara de niña irritada. Eso la hacía más encantadora aún.
– Dejémoslo, te lo ruego -sugirió-. Y dime, más bien, si a tu abuelo le hubiera gustado responder a estas cinco preguntas. ¿Dónde está el centro del Universo? ¿Cuántos movimientos pueden describir los planetas? ¿Cuál es la forma y la dimensión de la Tierra en la que tú y yo vivimos? ¿De dónde recibe su luz la Luna? ¿Cuántas estrellas hay en el cielo?
– ¡Qué extraño es eso, Hipatia! Cuando mi abuelo y yo, tendidos de espaldas, en la noche del desierto, contemplábamos la bóveda celestial, él se hacía en voz alta estas mismas preguntas. Y me arrastraba en su vértigo. ¿Están las respuestas entre estos muros?
– Tal vez sí. Tal vez no. Sólo sé que puedo curar tu vértigo. Pero, antes, ¿te gustaría saber, al menos, cómo, desde hace mil años, los hombres han ido amontonando aquí todos esos libros, por qué prodigio? Cuando sepas «cómo», tal vez entonces puedas responder a la pregunta «por qué».
– Eso sí es prudente, hermosa y joven dama, aunque creo adivinar que vas a contarme la historia de una nueva torre de Babel.
– Eres en efecto como todos los hombres, Amr, si juzgas y condenas antes de saber. Por eso hacéis la guerra. Ahora bien, lo que voy a contarte es una historia de paz y no de guerra, una historia de saber y no de poder.
– Una historia de mujer, en suma.
– ¿Por qué no? La Biblioteca es sin duda una mujer cuyos secretos nadie puede agotar.
Lo había dicho casi en un susurro, con una voz cálida y levemente velada. Amr quedó profundamente conmovido. Tosiendo para ocultar su turbación, dijo en un tono en exceso marcial:
– Cuenta pues, comenzando por el principio. Si me convences, intentaré a mi vez persuadir al califa Omar de que no destruya nada de esto. -«Convencerme o hechizarme, hermosísima bruja», pensó el soldado que se creía ya bajo el influjo de un maléfico hechizo. Luego prosiguió-: Cuéntame primero quiénes fueron los locos que quisieron, tan tonta como orgullosamente, reconstruir en mil años, sobre cueros de becerros u hojas de plantas, lo que Dios había tardado siete días en crear.
– Para contarte la invención de la Biblioteca -replicó Hipada-, tendrás que escuchar a mi tío. Él conoce su historia mucho mejor que nadie en el mundo. Podría creerse, incluso, que conoció a sus fundadores -añadió riendo.
Amr no pudo ocultar su despecho. La voz de Hipada era como una música encantadora. Pero el árabe se resignó a escuchar la del anciano, algo vacilante. A fin de cuentas, ¿no se parecía esa voz a la de su abuelo, el eremita que antaño intentaba desvelar con él el misterio de las estrellas?