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MILENIO

El Universo en rollos

(Primer curso de Filopon)

Antes de la Biblioteca, hubo la ciudad. Y, ¿sabes, Amr?, el nacimiento de una ciudad se asemeja a la aparición de un ser nuevo que va a crecer, a desarrollarse, a morir a veces, lo mismo que una criatura humana.

Alejandro sólo tenía veintitrés años cuando trazó el contorno de la ciudad el veinticinco del mes egipcio de Tybi, hace de eso un milenio. [1] Tras haberse adueñado de Egipto, aquel al que llamaban «el rey de las cuatro partes del mundo» decidió fundar allí una ciudad griega que fuera grande y llevara su nombre. Por consejo de su arquitecto, Deinokrates, estaba a punto de medir y cercar cierto emplazamiento cuando, mientras dormía, tuvo una maravillosa visión. Un hombre de aspecto venerable apareció junto a él y recitó estos versos: «En la mar tempestuosa existe un islote. Está delante de Egipto y lo llaman Faros.»

Alejandro se levantó de inmediato y acudió a Faros, que en aquel tiempo era aún una isla, pero que ahora está unida al continente por una calzada. El arquitecto vio que la ubicación era favorable y Alejandro le ordenó trazar el plano de la ciudad adaptándolo a la configuración del terreno. Puesto que Deinokrates no tenía tiza, tomó harina y trazó en el suelo negruzco un círculo en cuyo interior dibujó mediante líneas rectas la figura de una clámide, aquel manto corto y hendido que el Conquistador solía ponerse en los hombros. El plano encantó al rey. Pero entonces, una multitud de pájaros de todas las especies acudieron del río para posarse como enjambres en el paraje, y no dejaron la menor mota de harina. Alarmado por el presagio, Alejandro fue a consultar a los adivinos, pero éstos le exhortaron a mantener la confianza.

El Conquistador ordenó, pues, construir la ciudad. Cuando hubieron edificado la mayor parte de los cimientos y fueron visibles los límites de la población, Alejandro la dividió en cinco partes, en las que hizo grabar cinco inmensas letras: A, B, G, D, E. La A de Alejandro, la B de basileus, que significa rey, la G de genos, la raza, la D de Dios, la E de edificación. De hecho, son las cinco primeras letras del alfabeto y servían para designar cada uno de los barrios de aquella ciudad incomparable, para cuya construcción Alejandro siguió fielmente las lecciones de Aristóteles, su antiguo preceptor. Te bastará leer, Amr, la Política del Filósofo, para hallar allí todas las consideraciones que justifican la instalación de una ciudad en esta región hostil, pantanosa e insalubre.

Alejandro Magno, que se lanzó muy pronto a la conquista de otras partes del mundo, no vivió lo suficiente para ver terminada su ciudad. Tampoco Aristóteles vino jamás a la ciudad ideal que había soñado y que su glorioso alumno había fundado. Él Filósofo murió, por lo demás, en el exilio, un año después de Alejandro. También fue expulsado de Atenas uno de sus más eximios discípulos, Demetrio de Falero, que había gobernado con puño de hierro la ciudad ática durante diez años.

Otro alumno de Aristóteles, y no de los menores, Tolomeo, fue el primero que reinó aquí. Había sido el mejor general de Alejandro. Se decía incluso que era su hermanastro y que el Filósofo los había educado juntos. Tras la muerte del Conquistador, y después de librar interminables guerras contra los demás generales que se disputaban los restos del imperio, Tolomeo I, llamado Soter, el Salvador, estableció su propio reino en Egipto, la vieja y rica tierra de los faraones, y tuvo la sabiduría de aportarle paz y prosperidad.

En la época en que Tolomeo se convirtió en el primer rey, Alejandría estaba todavía a medio urbanizar, aunque ya se hallaba repleta de templos, almacenes, tabernas y burdeles. El asfalto, el aceite, el barro, los excrementos y el sudor mezclaban sus efluvios con los del incienso y la mirra. Tolomeo recurrió a los antiguos saberes de los constructores de pirámides, y al combinarlos con la razón y la lógica, que los griegos debían a Aristóteles, hizo de la ciudad esa perfecta geometría de la que tan bien te has aprovechado, Amr, para invadir con tus jinetes sus amplias avenidas. Tendió un puente sobre el mar para llegar a la isla de Faros, donde mandó erigir esa torre que, desde hace casi un milenio, ha salvado a tantas tripulaciones guiándolas con su llama en la noche o la tempestad. ¿Cómo crees, Amr, que se construyó esta maravilla, si no gracias a los libros que nos rodean, libros que redactaron o consultaron los arquitectos, los ingenieros y geómetras? Estos volúmenes edificaron la torre de Faros, estos tratados libraron a tantos marinos de la horrenda suerte de morir ahogados.

Tolomeo fundó la Biblioteca por otras muchas razones. Deseaba en primer lugar aprender a reinar bien. Quiso pues leer todo lo que se había escrito sobre las leyes, la política y la historia. El material era abundante, porque los griegos no han dejado de ocuparse de estos temas desde que Solón redactó la primera constitución que se conoce en el mundo. Pero, en opinión del rey, a partir de la muerte de Aristóteles sólo quedaba un hombre capaz de conocer la lista de todos los pergaminos que hablaban de la realeza y del mejor modo de gobernar: Demetrio, su antiguo condiscípulo. La cosa resultaba sorprendente, ya que éste había sido en el ínterin gobernador de Atenas, mantenido en el poder por Casandro, el sucesor de Alejandro. Los atenienses afirmaban que había sido un tirano, y sobre todo le reprochaban a Demetrio que durante su decenio de reinado absoluto hubiera patrocinado la institución del Liceo, fundado por Aristóteles según el modelo de la Academia de Platón, y del que los atenienses decían con desprecio que era sólo un hatajo de intrusos.

Cierto día, ante la amenaza de un levantamiento provocado por un epígono de Alejandro, Demetrio tuvo que huir de Atenas y refugiarse en Tebas, donde conoció la amargura del exilio. De modo que, cuando Tolomeo le llamó a Alejandría, Demetrio no tardó en desembarcar allí, llevando como único equipaje la ciencia de su maestro, su talento de orador y su experiencia del poder.

El rey le recibió con grandes fastos, yendo él mismo a buscarle al puerto, que estaba bien protegido por los diques que unían entre sí las islas formando un semicírculo abierto sólo por un canal. Penetraron en el Brucheion, el barrio de los palacios, verdadera ciudad cerrada en plena urbe. Sus murallas protegían más la tumba de Alejandro que las suntuosas moradas con estatuas de mármol y los templos dedicados tanto a los dioses griegos como a las divinidades egipcias. El mayor de estos templos estaba consagrado a las Musas, o, más bien, a las artes y las ciencias que esas diosas del ritmo y de los números representaban. Pero las hornacinas, los anaqueles y los armarios de este «Museo» no contenían otros documentos escritos que los que Tolomeo había traído de sus campañas.

– He aquí tu nuevo reino -dijo el monarca de Egipto al tirano expulsado de Atenas-. Tus súbditos todavía no están aquí. Tendrás que hacerlos venir de las cuatro esquinas del universo. He enviado ya un mensaje en este sentido a todos los países del mundo, pidiendo a sus soberanos y gobernantes que me remitan los libros que tengan disponibles. Las riquezas de Egipto son inagotables; les daré parte de ellas a cambio de esos textos. Este será tu reino, éstos serán tus súbditos. En calidad de ministros, generales y sumos sacerdotes podrás llamar a tu lado a filósofos, gramáticos, matemáticos, astrónomos, geómetras, ingenieros, traductores y copistas. Serán bien pagados, permanecerán alojados entre estas paredes y nada les faltará, ni para su trabajo ni para su reposo.

Demetrio aceptó la oferta con fervor. Se maldijo por haber perdido, antaño, tanto tiempo dedicado a la intriga y el poder; por fin podía vivir de acuerdo con su pensamiento, el de Aristóteles, y no según lo que las circunstancias y su afición al mando demasiadas veces le habían impulsado a hacer.

En Atenas, Demetrio había colaborado en la organización del Liceo, prototipo del Museo. Había proporcionado los fondos necesarios para la compra de un jardín rodeado de pórticos y paseos, donde había una sala de clase y celdas destinadas a alojar a profesores y alumnos. Y allí podía consultarse la biblioteca de Aristóteles, la mayor jamás reunida hasta entonces. ¿Por qué, se dijo Demetrio, no trasplantar a Alejandría la idea de esa escuela, dotándola de las riquezas de su señor, Tolomeo, el más generoso príncipe del mundo?

Por aquel entonces, las bibliotecas griegas se reducían a colecciones de manuscritos en manos de particulares. Los templos de Egipto albergaban en sus estanterías un surtido de textos religiosos y oficiales, al igual que ciertos panteones del mundo griego. Tolomeo Soter tuvo la ambición de reunir todas estas colecciones dispersas en una verdadera Biblioteca central, que poseyera toda la literatura mundial conocida.

El lugar y las circunstancias eran perfectos para que semejante empresa prosperase. Alejandría era la ciudad ideal imaginada por el Filósofo: un puerto inmenso, abierto a todos los intercambios comerciales y culturales, una ciudad de mercaderes y guerreros, como tú, Amr.

Sin embargo, los reyes, príncipes, tiranos, generales, sátrapas, diadocos y oligarcas del despedazado imperio de Alejandro no respondieron en absoluto a la llamada de Tolomeo Soter. Sin duda eso era debido al poder creciente del dueño de Alejandría. Además de Egipto, era señor de Cirenaica, de Coelesiria, de Palestina, que formaban una media luna fértil al borde del Mediterráneo, custodiada por dos centinelas que eran Chipre y Creta. Los soberanos del mundo veían en él a un nuevo faraón y temían que los libros que reclamaba fueran un arma tan misteriosa como temible contra la que sus espadas podrían quebrarse. No les faltaba razón…

Entonces, el antiguo dueño de Atenas utilizó medios draconianos para engrosar la Biblioteca. Cuando Atenas aceptó por fin prestar los textos de Eurípides, Esquilo y Sófocles, Demetrio los hizo copiar, devolvió las copias y se quedó con los originales. Dio la orden de requisar los libros de todos los navíos que hacían escala en el puerto de Alejandría, y les aplicaba el mismo tratamiento: confiscación de los originales y restitución de las copias. Así, en poco tiempo, se constituyó la «biblioteca de los bajeles», la primera colección del Museo, alimentada por los fondos de los navíos.

Paralelamente, Demetrio elaboró un sistema por el que tanto los mercaderes como los vendedores salían beneficiados. Los mercaderes vieron en ello un maná. Llevar libros a Alejandría era el mejor de los pasaportes para que se les abrieran los graneros de trigo, las minas de esmeraldas, los almacenes de tejidos de Egipto. Hurgaron en todas las ciudades, los palacios y las ricas moradas donde estaba de moda amontonar ostensiblemente en su estuche de seda manuscritos que nadie leía, pero que se mostraban como objetos de prestigio o de opulencia. Y aquello nada costaba, o muy poco, a los mercaderes. Depositaban una garantía puramente simbólica, prometiendo a los donantes que les devolverían la totalidad de sus bienes en forma de copia, pero siempre en la misma y hermosa envoltura. ¿Qué le importaba, a la mayoría de esa gente poseer una copia en vez del original? Su biblioteca seguiría siendo un objeto de admiración, al que se añadiría la gloria de tener su nombre inscrito para toda la eternidad en los registros del nuevo faraón, como les decían los mercaderes para engolosinarlos.

Afortunadamente, hay otros amantes de los libros distintos a esa gente ávida de vanagloria: todos aquellos para quienes leer es un gozo profundo, una búsqueda de la sabiduría o una herramienta de trabajo. Pero que éstos cediesen su biblioteca era harina de otro costal. Entonces, como Tolomeo le había pedido, Demetrio llamó a Alejandría a todos aquellos sabios y eruditos, para que vivieran y estudiaran en el seno del templo de las Musas. Nada trabaría su libertad de investigación, ni la religión ni la política. Sólo ponía una única condición: que no vinieran solos, sino con sus libros. Y no sólo dispondrían de sus propios volúmenes sino que podrían utilizar a su guisa todos los demás.

Los eruditos afluyeron en masa, sus discípulos les siguieron, y también lo hicieron todos los que estaban ávidos de aprender o de descubrir por sí mismos las maravillas del mundo. Así se constituyó la mayor Biblioteca del mundo.

Cada vez que los asuntos de la guerra y del gobierno le dejaban algún tiempo libre, Tolomeo Soter acudía a la Biblioteca, tomaba familiarmente a Demetrio del brazo y lo llevaba hacia el peripato, por donde caminaban charlando largo tiempo, a imitación del maestro de ambos, Aristóteles… Y lo mismo te invito yo a hacer ahora, Amr, al igual que a nuestros jóvenes amigos. El ejercicio de andar suelta la lengua y las ideas, mientras que la posición sentada es la de un hombre encogido sobre sí mismo, como para guardar con egoísmo lo que tiene en su interior.

Tolomeo y Demetrio caminaban así, con frecuencia acompañados de uno de los sabios cuya presencia el rey había solicitado. La primera pregunta del monarca era siempre la misma:

– ¿Cuántos libros tenemos ahora, amigo Demetrio?

Tras dos años de colecta, el bibliotecario le respondió:

– Cincuenta y cinco mil muy pronto, señor, pero he oído decir que quedan todavía muchos entre los etíopes, los indios, los persas, los elamitas, los babilonios, los asirios, los caldeos, los fenicios y los sirios.

– ¿Y cuántos crees tú que habrá en el mundo?

– A fe que no lo sé en absoluto. Pregúntaselo más bien a Euclides.

Y al decirlo se volvió hacia el joven que les acompañaba en silencio. Euclides no debía de tener más de veinticinco años. Además de ser joven y apuesto, era el mayor matemático que el mundo había conocido nunca.

No te extrañe, Amr. Es una idea común imaginar que los sabios son todos como yo. Un anciano tembloroso y caduco, calvo, con la barba gris, la mirada turbia y enrojecida por excesivas penas, la espalda encorvada por tener que cargar con un exceso de saber, un hombre que nunca ha amado, nunca ha reído, nunca ha cantado. Contempla, sin embargo, la belleza de mi sobrina. Inventar, comprender, arriesgarse a exponer proposiciones, hipótesis y axiomas sobre la disposición del mundo, con una mirada nueva y cierta inconsciencia es cosa de la juventud. Después… Pero Hipatia te hablará de Euclides mucho mejor que yo, cuando llegue el momento.

Así pues, el joven y apuesto Euclides soltó la carcajada y dijo:

– ¿Cómo quieres que te lo diga? Sería preciso primero que yo supiese cuántas lenguas hay en el mundo, y cuántas escrituras para transmitirlas. Y eso me preocupa menos que la virginidad de Atenea…

– Dame al menos una cantidad aproximada.

– En estos momentos, a orillas del Indo, un poeta escribe la última palabra de su epopeya, mientras en Siracusa un geómetra inicia un tratado de arquitectura. Hay sin duda tantos libros en el mundo como astros en el cielo. Cada noche se descubre uno nuevo.

– ¿Y cuántas estrellas hay en el cielo? Algo molesto, aunque negándose a reconocer su ignorancia, Euclides replicó:

– Los discípulos de Pitágoras se reconocían entre sí gracias a una estrella de cinco puntas, pues el cinco es el número nupcial, el de la armonía. Así pues…

– Así pues -le interrumpió el rey-, fijaremos en quinientos mil el número de libros que deben adquirirse. ¿Te parece razonable este objetivo, Demetrio?

– Añadiré el que hará quinientos mil y un volúmenes, señor, tu Historia de Alejandro, que, según me has dicho, está casi terminada.

No vayas a creer, Amr, que Tolomeo era uno de esos ricos vanidosos de los que te he hablado hace un rato y que amontonaban los libros sólo por prestigio. A su modo, era un conquistador. Pero, al contrario que Alejandro, no quería apoderarse de las naciones en su propio beneficio, sino que al adueñarse del universo del pensamiento, quería mostrarse su digno heredero. Todo el saber del mundo que iba recogiendo, según esperaba, estaría al alcance de quienes desearan conocerlo. A diferencia de Alejandro, que quería ir a buscar el sol cuando se levantaba, Tolomeo aguardaba en su ciudad al astro del día en su cenit. Sus hijos y sus sucesores se verían arrastrados por el movimiento que él había iniciado. Su dinastía tendría que proseguir la tradición que él había instaurado. Algo que parece el efímero capricho de un déspota se convirtió así en un gran designio: Soter logró que su ciudad brillara con una claridad intensa, la luz benéfica de la ciencia, que es la luz divina.

Donde Amr se ejercita en la filosofía

– Hablabas de la ciudad ideal que Aristóteles soñaba -dijo Amr contemplando la seca alberca en el centro del peripato-. Sin embargo, Mahoma hizo de La Meca nuestra ciudad sagrada. Alejada del mar y de sus tentaciones mercantiles, viviendo de sus propias riquezas, La Meca es lo contrario de lo que tu filósofo imaginó. ¿Qué podría pues enseñarnos Aristóteles a nosotros, los musulmanes?

– Aristóteles afirmaba que el buen gobernante debía siempre sopesar la medida, lo posible y lo conveniente.

– ¿Y en qué se adecuaba la Biblioteca de Tolomeo al pensamiento de su maestro?

– Reunir los libros de todos los pueblos del mundo permitía comprender mejor a esos pueblos, y de ese modo mantener con ellos relaciones comerciales muy lucrativas.

– ¡Pero poseer tantos libros como estrellas hay en el cielo! Nada conozco más desmesurado, imposible e inconveniente a los ojos del Eterno.

– Los libros sirven, ante todo, para la instrucción. Aristóteles decía que la mejor de las ciudades era aquella que, por medio de la educación, inculcaba la virtud a los ciudadanos.

– Eso supone que los propios gobernantes sean virtuosos.

– Acabas de pronunciar, casi textualmente, las palabras del Filósofo. Tolomeo Soter era tan virtuoso y sabio como los reyes del Libro, David y Salomón.

– Blasfemas, anciano. David y Salomón escuchaban la palabra divina. Obedecían las órdenes del Todopoderoso.

– ¿Sabes -intervino Rhazes al ver que la conversación tomaba un peligroso giro-, sabes que Tolomeo Soter había leído el Libro sagrado común a nuestras tres religiones, aquel que nuestros amigos llaman el Antiguo Testamento y nosotros dos, la Torá? Tolomeo lo hizo incluso traducir al griego, lo que provocó un milagro.

– No te creo, judío, pues formas parte de ese pueblo del que el Profeta dijo que había alterado aposta la palabra de Dios tras haberla escuchado.

– Rhazes dice la pura verdad -exclamaron a coro Filopon e Hipada con tal acento de sinceridad que Amr quedó sorprendido.

– Tal vez mi juicio sea algo brutal -admitió-. Pero ¿por qué vosotros, los hebreos, consideráis tan a menudo la fe de los musulmanes (que creemos en el mismo Dios que vosotros) una ingenuidad o, peor aún, una tontería? ¿Acaso porque somos sólo un pueblo de pastores y de nómadas, gente pobre e ignorante que tiene como único templo las arenas del desierto?

– No te sabía tan pobretón, maese mercader -intervino irónicamente Hipatia-. Cuando venías aquí, antaño, tus ciento veinte camellos no llevaban espada ni Corán, sino hermosas piezas de seda y suaves bastoncillos de incienso. Por lo que a tu ignorancia se refiere, ¿no acabas de probarnos, durante toda esta disputa, que es muy relativa?

– ¡Pérfida mujer! -exclamó Amr riendo-. Ora burlona, ora halagadora… ¿Piensas vencerme con semejantes argumentos?

– No intentamos vencerte -repuso la muchacha con gravedad-, sino convencerte. Convencerte de que quien destruyera estos lugares sería el peor de los criminales, ante Dios y ante los hombres. A Tolomeo le apodaban «Soter», el Salvador, pues más de una vez sacó a Alejandro de algún mal paso. Pero yo digo que merecía ese calificativo, sobre todo, porque salvó todo el saber del mundo en una época en la que reinaban las guerras y las devastaciones.

– ¿Crees, pues, que el porvenir de los pueblos se construye sobre las adquisiciones del pasado?

– Es cierto, y al respetar la Biblioteca tú también podrías llevar merecidamente ese hermoso sobrenombre: Amr el Salvador.

– El antiguo mercader que soy prefiere construir que destruir. Pero, lo repito, vuestra Biblioteca me hace pensar en la torre de Babel. Reunir todos los escritos del mundo es un crimen tan grande como querer llegar al cielo. ¿No se dice en vuestra Biblia que, para castigar a los hombres por esa pretensión, el Altísimo los dispersó por la superficie de la tierra y embrolló su lengua común para que no se entendieran ya unos a otros?

– El Libro se divierte a veces con las palabras -intervino Rhazes-. En hebreo, el nombre «Babel» y el verbo «embrollar» se dicen del mismo modo.

– ¿Me estás hablando de juegos de palabras? Si el Libro es la palabra de Dios, dice una sola verdad.

– Eso es, precisamente, lo que quería demostrar cuando te he hablado de la traducción de la Torá al griego. Permite que te cuente el milagro de la Biblia de los Setenta.

– Sea, pero mañana. Y tendrás que ser elocuente, pues no estoy seguro de que tu relato sepa convencerme.

Que pueda, sobre todo, convencer a Omar, pensó el emir mientras los tres alejandrinos se retiraban inclinándose ceremoniosamente. ¿Se atrevería entonces Omar a reiterar el crimen que le atribuyen, quemar los últimos escritos del Profeta?


  1. <a l:href="#_ftnref1">[1]</a> 20 de enero de 331 a. C.