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La Biblia de los Setenta

(Primer panfleto de Rhazes)

Cada vez más, los textos afluían a Alejandría, escritos en numerosas lenguas: siriaco, persa, egipcio, sánscrito y muchas más. Sólo el hebreo faltaba. Los encargados de la Biblioteca ignoraban incluso la existencia de tal idioma, convencidos de que la lengua de los judíos era el arameo. En efecto, el hebreo, una lengua escrita, es también una lengua sagrada. Además, inspiraba gran desconfianza ese pueblo que adoraba a un dios único y rechazaba cualquier concesión a las religiones idólatras.

Por aquel entonces, pues, Tolomeo quería extender por su reino el culto greco-egipcio de Serapis, deseando unir en una misma creencia las dos comunidades sobre las que reinaba. Aprecia, Amr, esa lección de civilización, cuyo principal componente era la tolerancia religiosa. Nunca el rey pretendió extirpar por el fuego y la espada la singular idolatría que los egipcios sentían por los animales. Naturalmente, dar pan con miel a un cocodrilo o adorar a una vaca les parecía pasmoso a los griegos. Pero, a fin de cuentas, Zeus, el señor del Olimpo, había tomado una apariencia animal para seducir a Io. Se decidió pues que los dioses griegos y egipcios cohabitaran sin combatirse. En vez de oponerse, estarían yuxtapuestos. Alejandro, por lo demás, había dado el ejemplo: se había proclamado hijo de Zeus y Amón, dios egipcio con cabeza de carnero. Su sucesor, Tolomeo, decretó hábilmente otros matrimonios, como el de Dioniso y Osiris, dioses masculinos refundidos en una sublime diosa: Serapis.

El rey no impuso a nadie este nuevo culto, pero muchos individuos halagadores y ambiciosos lo adoptaron con fervor. Entre ellos, el fundador del Museo, Demetrio. Se convirtió de inmediato y ofició en las ceremonias.

Cierto día, el rey deambulaba por los corredores de la Biblioteca. En ausencia de Demetrio, iba acompañado por Aristeo, un oficial judío encargado de la vigilancia del edificio. Como de costumbre, Tolomeo preguntó el número de libros que se habían adquirido.

– Oh rey, casi cien mil. Pero hay libros sagrados que no poseemos, que hablan de un Dios único y universal, en Jerusalén y en Judea.

Tolomeo ordenó de inmediato que aquella Torá fuese traducida al griego, como todos los demás libros, por los mejores doctores y rabinos.

Ahora bien, Demetrio no lo tuvo en cuenta. Por primera vez, no cumplió la misión que le había confiado el rey: reunir, traducir y analizar todos los libros del mundo, porque temía que la difusión de esta religión monoteísta resquebrajara seriamente el culto oficial de Serapis, en uno de cuyos sumos sacerdotes se había convertido. Sabía también que el populacho egipcio odiaba a los judíos, muy numerosos en Alejandría, con un viejo rencor que databa sin duda del Éxodo. Le parecía pues inútil provocar, por un favor demasiado evidente hecho a la religión judía, uno de esos motines que sacudían periódicamente los arrabales y las campiñas.

Pero, sobre todo, el dueño del Museo no podía confesar la verdadera razón de su desobediencia: a pesar del juramento que había hecho al huir de Grecia, la tentación de la política había vuelto a apoderarse de él. En vez de consagrar toda su vida a su misión, empezó otra vez a intrigar, entrometiéndose especialmente en la sucesión de un Tolomeo que envejecía.

La primera esposa de éste era Eurídice, hija de un general que guerreó a las órdenes de Alejandro y que se había convertido en regente, en Macedonia, de los tarados retoños del Conquistador. Del matrimonio de Eurídice y Tolomeo habían nacido cuatro hijos, pero eso no impidió que yerno y suegro batallaran entre sí hasta la muerte de este último. Cuando Tolomeo conquistó Cirenaica, para sellar la unión de Egipto con esta nación se casó con Berenice, hija de un señor del lugar.

Berenice adquirió muy pronto gran influencia en Alejandría, mientras que Eurídice, mujer apagada, se vio reducida poco a poco a un papel secundario. Tenía, claro está, sus partidarios, y Demetrio era uno de ellos. Sin embargo, Berenice dio a luz a un varón al que el rey llamó Tolomeo, designando así, de un modo evidente, a su sucesor.

Demetrio intentó disuadir de ello al rey y demostró su preferencia por el mayor de los hijos de Eurídice; en su arrogancia de griego, no podía imaginar que algún día reinara en Alejandría un bárbaro, un advenedizo de piel oscura. Tolomeo reaccionó con excesiva sequedad y ordenó a su viejo amigo que se ocupara solamente de sus papiros. Desde entonces, el bibliotecario comenzó a esperar la muerte del rey a fin de convertirse él mismo en regente, eliminar a Berenice y a su hijo, y luego poner en el trono al primogénito de la primera reina, un verdadero griego. Entretanto, rechazó la proposición de Aristeo, creyendo, con razón o sin ella, que Berenice profesaba la religión del Libro.

Aristeo pertenecía al círculo íntimo de la segunda reina. Había llegado con ella de Cirenaica, como el poeta Calímaco, y era uno de esos judíos exiliados, profundamente impregnados de cultura helena, detestados por los doctores fariseos de Jerusalén y a quienes sermonearon a veces, con cierta injusticia, algunos de nuestros profetas. Sin embargo, no renegaba de su religión y no era de aquéllos que se ponían un falso prepucio cuando iban a las termas. Muy al contrario, deseaba con todas sus fuerzas propagar la palabra divina entre los gentiles. En el fondo, era un poco como tú, Amr.

La injusta negativa de Demetrio enfureció a Aristeo. Él, que odiaba las intrigas de palacio, corrió a ver a Berenice y se quejó. Ésta, a su vez, habló de ello al rey, que reprendió largamente a su bibliotecario. Eso señaló el final de la amistad entre los dos camaradas de juventud. El antiguo consejero cayó en desgracia y fue recluido para siempre en la Biblioteca. Se había convertido en prisionero de su obra. Por su lado, el rey, para dejar bien clara su decisión, asoció a su trono al hijo que había tenido con Berenice. En adelante, iba al Museo acompañado del muchacho. Demetrio había perdido.

Aristeo se convirtió en un personaje poderoso en el seno de la Biblioteca. El joven oficial nada tenía de soldado: no había guerreado jamás. Había vivido la mayor parte de su juventud en la corte de Berenice, cuando ella era sólo una princesa de Cirene rodeada de poetas y literatos. Los conocimientos de Aristeo en el campo de la fabricación de papiro y de tinta lo convirtieron, con toda naturalidad, en el maestro de los copistas. Pero esta función, al principio, fue puramente honorífica. Tenía que consagrarse por entero a dar entrada a la Biblia en el Museo y a hacerla traducir.

No era cosa baladí. Ciertamente, no tenía ya oposición por parte de Alejandría. Muy al contrario, el rey le pedía que apresurara las cosas porque deseaba conocer la Ley mosaica antes de morir. De hecho, a Aristeo no le costó mucho encontrar los rollos sagrados: donó los suyos propios al Museo. Ya sólo le quedaba encontrar traductores. Y eso era lo más difícil.

La vieja colonia judía de Egipto había ido a instalarse en Alejandría en cuanto se fundó la ciudad, en un barrio contiguo al de los palacios. Nada o casi nada les distinguía de los griegos. Por consiguiente, no había que buscar allí a los escribas traductores. Tampoco entre aquéllos que habían sido capturados como esclavos durante las guerras libradas por Alejandro y Tolomeo en Palestina, y que eran sobre todo antiguos soldados que con sus familias formaban parte del botín.

Era preciso ir a Jerusalén para encontrar allí escribas y doctores que aceptaran desplazarse hasta Alejandría y poner manos a la obra. Desde hacía casi cuarenta años -los que Palestina llevaba en manos de los griegos-, eran numerosos los judíos que se dejaban tentar por las novedades aportadas por el ocupante. Descubrían a los filósofos y los poetas, iban a las termas y al estadio, viajaban a Atenas y contraían bodas con los invasores. Los sacerdotes y los doctores fariseos lanzaban vituperios al ver cómo sus fieles se apartaban de ellos, atraídos por lo que denunciaban como un segundo becerro de oro. Así ocurre en todas las religiones del mundo. Quienes las dirigen detestan todo lo que viene de fuera, sobre todo si es bueno y hermoso, ya que otra verdad debilita su poder temporal, aunque no contradiga la suya. ¿No es cierto, Amr? Pero perdona mi tendencia a preguntar demasiado y volvamos a Aristeo. Seguro de ser rechazado si se presentaba en Jerusalén con las manos vacías, fue a ver al rey antes de partir y le pidió que prometiera liberar a todos los judíos reducidos a la esclavitud a cambio de que algunos doctores hebreos aceptaran venir a trabajar en el Museo. Tolomeo se lo prometió. Al contrario que su lejano predecesor el faraón, había comprobado que el pueblo de Moisés era mucho más útil para el país estando libre que aherrojado.

Armado de esta promesa, Aristeo zarpó hacia Jerusalén. Sólo había visto la ciudad en los tiempos de su infancia. Como el buen alejandrino en el que se había convertido, le decepcionó un poco que fuese tan pequeña. El Templo y la colina de Sión habrían cabido por entero en la isla de Faros.

Al revés de lo que esperaba, el Sanedrín -el Consejo de sacerdotes judíos- accedió sin dificultad a la petición de Tolomeo. Los setenta y un miembros de este tribunal religioso, al igual que su sumo sacerdote, habrían partido de buena gana, pero la mayoría de ellos no entendía el griego. Designaron, pues, cuidadosamente a quienes iban a enviar: doce grupos de seis ancianos cada uno, para representar a las doce tribus de Israel. La tradición les llamó más tarde «Los Setenta», error de cálculo del que sin duda fue responsable un copista perezoso. No creo, por otra parte, que sea necesario imaginar a esos setenta y dos hombres como una temblequeante pandilla de vejestorios canosos. «Anciano» significa exactamente «jefe de familia» o «jefe de clan». No es una cuestión de edad. Aquellos hombres, que eran muy sabios, conocían perfectamente el griego; debían pues estar abiertos al mundo de los gentiles y tomarse ciertas libertades con la tradición. Y, además, para llevar a cabo tan largo viaje y tan pesada tarea sólo veo a hombres en plena madurez.

La crónica cuenta que, en cuanto llegaron, Tolomeo les recibió en la gran sala de audiencias de su palacio. Cuenta también que, durante los siete días que duró el banquete, el rey les interrogó sobre todas las cosas de la naturaleza, del cielo, del hombre, de la mujer, del buen gobierno, y que los setenta y dos rabinos supieron responderle perfectamente y convencerle de la omnisciencia de la Torá.

Sin duda habrás comprendido que la crónica de la que te hablo fue escrita por un judío. Este tipo de literatura apologética no es propia de mi religión. Puebla los anaqueles, siempre con esa obligada situación del sabio de lengua ágil que conduce al monarca por el camino de la Verdad. Quiero decir: de las innumerables verdades, tan numerosas como los sabios. Y como los monarcas. Si quieres conocer esa crónica, está guardada en un armario que te mostraré. Se titula La carta de Aristeo, pero es muy probable que su autor no fuera nuestro oficial. En ese libro, en todo caso, se dice que nunca alguno de los Setenta intentó mostrar al rey la inanidad de la Biblioteca. Ciertamente afirmaban que todo estaba ya dicho en el Libro – ¿quién no lo habría afirmado?-, pero nunca, Amr, óyelo bien, nunca se habrían permitido decir que en adelante los demás libros serían inútiles. Al final de ese banquete que imitaba el de Platón, los Setenta -y dos, pues yo no soy perezoso- dijeron a Tolomeo que querían poner manos a la obra. Sólo tenían una exigencia: no estar instalados en el Museo, al que consideraban un templo idólatra, sino en setenta y dos celdas aisladas de las que no podrían salir mientras no hubieran acabado su traducción. Durante todo ese tiempo, no se comunicarían entre sí. El rey aceptó de buena gana y le pareció que la isla de Faros, cuya torre no estaba terminada aún, sería el lugar más propicio y más tranquilo, tanto más cuanto que, unida únicamente a la ciudad por un puente, no exigiría demasiados soldados para custodiarla. En aquellos tiempos de guerra, una economía como ésa no era cosa superflua. Ordenó también suspender las obras de la torre hasta que la traducción de la Torá hubiera llegado a su fin. Se construyeron pues en la isla las celdas solicitadas.

Ignoro lo que hicieron nuestros setenta y dos durante esos preparativos. En cualquier caso, Alejandría les ofrecía muchas distracciones, comenzando por aquellos teatros judíos donde se representaba el Pentateuco al modo de Esquilo o de Sófocles. Sin mencionar otras distracciones mucho más terrenales que, sin duda alguna, ellos rechazaron. ¿No eran acaso cabezas de familia?

Llegada la hora, se recluyeron en la isla. Más tarde se les reprochó haber detenido con sus dilaciones los trabajos de la torre y no haber permitido a Tolomeo Soter contemplar su segunda obra, el Faro, la séptima maravilla del mundo, que se terminó después de su fallecimiento. Pero ¿qué no se reprocha a los judíos? Puedo afirmar que esta acusación, entre tantas otras, está hecha con mala fe. Pues los sabios sólo trabajaron dos lunas y media.

En efecto, al cabo de setenta y dos días, los setenta y dos traductores salieron al unísono de sus celdas con el trabajo acabado. Tal vez cada uno de ellos había traducido siete mil doscientos rollos y bebido setecientos frascos de vino de Chipre para lograr sus fines, eso lo ignoro. Hipatia, que conoce las cifras mucho mejor que yo, te lo dirá. Pero la crónica afirma que, cuando se compararon las setenta y dos traducciones, se advirtió con estupor que eran rigurosamente iguales, sin cambiar una coma… ¿No era un milagro?