37978.fb2 El Incendio De Alejandria - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

El Incendio De Alejandria - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

Donde Amr se reconoce traductor

– Hablas de la Torá en un tono muy desenvuelto -comentó Amr-. Se trata sin embargo de la Ley de los hijos de Israel y de los de Ismael. Es tu ley, Rhazes, y la mía, y también la de los cristianos. Tomarla a broma es un sacrilegio.

– Y tú defiendes este libro con mucho ardor. El mismo ardor, sin duda, con el que lo destruirás.

– Deja de jugar con las palabras. ¿Acaso, para ti, todo es objeto de broma?

– No te fíes de esta máscara de ironía -terció Hipatia-. Una máscara o, más bien, una coraza. El tiempo que Rhazes no consagra a la Biblioteca, lo pasa en los barrios más pobres de la ciudad intentando curar los males de la miseria, sin temor a la epidemia o las agresiones, y ve muchas desgracias: una llaga abierta en el vientre de un niño, cubierta de cientos de moscas, una madre agonizando en el parto, un soldado con el brazo arrancado, acaso por tu sable… ¿Qué valor pueden tener para él nuestros debates ante tantas abominaciones? Su alegría, su aparente ligereza le permiten olvidar, de vez en cuando, la obsesión de tan horrendas imágenes.

– No te necesito, Hipatia, para justificar mi conducta-protestó Rhazes, de cuya faz había desaparecido toda malicia.

– Te ruego que no hables a esta mujer en ese tono -gruñó Amr.

– Creo que la comida está servida -intervino Filopon, que no deseaba que el debate degenerase en pelea de gallos-. ¿Comprendes, Amr, por qué no me canso de oír la historia de los Setenta? Es para mí el encuentro entre la Filosofía y la Revelación. Y toda mi vida ha sido sólo una lucha para lograr esta unión.

– Sin embargo, no veo dónde está el milagro en esas setenta y dos traducciones rigurosamente auténticas -masculló Amr-. ¿Acaso toda palabra hebrea no tiene en griego su equivalente, que significa exactamente lo mismo?

– Cuando te hablé de la asonancia entre «Babel» y el verbo «embrollar» -dijo Rhazes-, no lo hice para hacer un vano alarde de erudición, y menos aún para ironizar. Quería decir que el sentido no lo es todo. De lo contrario, los Setenta habrían elegido escribir «la torre del embrollo», por ejemplo, y eso hubiera sido una traición. Traición que cometió el pseudo-Aristeo en su Carta, cuando tradujo «ancianos» por «viejos», cuando la edad nada tenía que ver en la historia. ¿Qué sientes tú, hombre del ardiente desierto, cuando yo evoco «la nieve»? Sin duda no lo mismo que un hiperbóreo. Si algún día decides hacer traducir tu Corán al griego o al latín, comprobarás que cada palabra es un obstáculo que, a veces, es forzoso rodear. A menos, claro está, que se renueve el milagro de los Setenta para el libro de Mahoma.

– He pensado en ello. Incluso le propuse al califa ocuparme yo mismo de ello, para llevar la palabra divina a los pueblos de los territorios que yo conquistara. Se negó arguyendo que sería un sacrilegio, pues el Señor se dirigió al Profeta en lengua árabe y no en otra alguna.

– ¡Un dios que sólo habla una lengua! Extraña manera de concebir su universalidad -bromeó Rhazes.

– ¡No importa! -suspiró el general-. Voy a confesarte que empiezo a admirar esta biblioteca y al que la fundó, Tolomeo el Salvador. Y si sólo dependiera de mí, me inclinaría a convertir a Alejandría en el joyel del islam. Pero soy sólo un soldado y tendré que obedecer, sea cual sea la orden que me dé el califa Omar. Ayudadme a convencerle de que es preciso preservar toda esta grandeza pasada. Contadme otras historias profundas como la de la Biblia de los Setenta. Ésta le conmoverá como me ha conmovido a mí. Ayudadme a probarle que todos estos libros no contradicen al Corán sino que, por el contrario, lo confirman, pues le confieren aún mayor grandeza. Tal vez entonces ceda. Uno de vosotros ha evocado a un muchacho cuyo genio le hacía ser insolente y que contaba las estrellas. ¿Será útil hablarle de él a Omar? ¿No creerá el califa que es un discípulo del demonio dispuesto a desafiar a Dios intentando catalogar Su Obra?

– Euclides no contaba las estrellas -corrigió Hipatia con dulzura-. Pero la geometría, de la que fue inventor, lleva forzosamente a la observación de los astros. En el fondo, Amr, eres sin saberlo un discípulo de Euclides. ¿No es cierto que si has podido conducir hasta aquí a tu ejército ha sido porque te has guiado por la ruta del sol, durante el día, y por la posición de las estrellas, durante la noche?

– Mañana me contarás la historia del tal Euclides. Entretanto, retiraos en paz y repasad vuestros argumentos.

De modo que no eres tú el enemigo, Amr, sino tu monarca, pensó aliviada la bella intelectual. Partamos pues del siguiente axioma: todo general vencedor acaba deseando el trono de aquel por quien ha combatido. Ten cuidado, César del desierto. Como Cleopatra, voy a extender ante ti una alfombra de saber. Acabarás deseando Medina, y también el poder de su sumo pontífice, el llamado Omar.