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Cuando conocí a don Juan, yo era un estudiante de antropología bastante dedicado, y quería dar principio a mi carrera como antropólogo profesional publicando lo más posible. Estaba decidido a ascender los grados académicos, y según mis cálculos, había determinado que el primer paso era coleccionar material sobre los usos de las plantas medicinales de los indios del suroeste de los Estados Unidos.
Primero, le pedí consejos sobre mi proyecto a un profesor de antropología que había trabajado en ese campo. Era un etnólogo de fama que había publicado extensamente durante los años treinta y cuarenta sobre los indios de California, del suroeste y de Sonora, México. Escuchó con paciencia mi exposición. Mi idea era escribir un trabajo, «Datos Etnobotánicos», y publicarlo en una revista que se enfocaba exclusivamente en temas antropológicos del suroeste de los Estados Unidos.
Me proponía coleccionar plantas medicinales, llevar los especímenes al jardín Botánico de UCLA para que fueran identificados y luego describir por qué y cómo los utilizaban los indios del suroeste. Me veía coleccionando miles de especímenes. Hasta me vi publicando una pequeña enciclopedia sobre el tema.
El profesor se sonrió y me miró con una expresión de perdón.
– No quiero disminuir tu entusiasmo -me dijo en una voz cansada-. Pero no puedo más que hacer un comentario negativo acerca de tu anhelo. El anhelo es bienvenido en el campo de la antropología, pero tiene que estar correctamente canalizado. Estamos todavía en la edad de oro de la antropología. Fue mi suerte estudiar con Alfred Króber y Robert Lowie, dos gigantes de las ciencias sociales. No he traicionado su confianza. La antropología es todavía la disciplina madre. Todas las otras disciplinas deben brotar de la antropología. El campo entero de la historia, por ejemplo debería llamarse «Antropología Histórica», y el campo de la filosofía debería ser «Antropología Filosófica». El hombre debe ser la medida de todo. Como consecuencia, la antropología, el estudio del hombre, debe ser el corazón de cada una de las otras disciplinas. Algún día lo será.
Lo miré, confuso. Él era, pensé, un viejo profesor benévolo, totalmente pasivo, que recientemente había sufrido un ataque cardíaco. Parecía que había yo tocado una fibra de pasión en él.
– ¿No cree que debe prestarle mayor atención a sus estudios formales? -continuó-. En vez de hacer trabajo de campo, ¿no sería mejor que estudiara lingüística? Tenemos en el departamento a uno de los lingüistas más conocidos del mundo. Si yo fuera usted, estaría a sus pies, absorbiendo cualquier cosa que pudiera de él.
– También tenemos una autoridad de primera en religiones comparativas. Y hay unos antropólogos aquí que han hecho trabajo estupendo sobre sistemas de parentesco en las culturas del mundo, desde el punto de vista de la lingüística y desde el punto de vista de la cognición. Necesita usted mucha preparación. Pensar en hacer trabajo de campo a estas alturas es un insulto. ¡A los libros, joven! Eso es lo que aconsejo.
Tercamente, llevé mi propuesta a otro profesor, uno más joven. Pero no me dio más ayuda que el primero. Se rió de mí abiertamente. Me dijo que el trabajo que quería escribir era un trabajo del nivel del Ratón Mickey y que de ninguna manera era antropología.
– Hoy día -dijo afectando un aire profesorial-, los antropólogos se ocupan de asuntos que son vigentes. Los médicos y farmacéuticos han investigado interminablemente todas las plantas medicinales del mundo. Ya no hay nada que hacer allí. La colección de datos que sugieres pertenece a principios del siglo pasado. Ya van doscientos años. ¿Te das cuenta de que existe algo que se llama progreso?
Continuó, dándome una definición y justificación para el progreso y la perfectibilidad como dos temas de discurso filosófico, que según él, eran muy vigentes en la antropología.
– La antropología es la única disciplina que existe -continuó-, que claramente puede dar sustancia al concepto del progreso y de la perfectibilidad. A Dios gracias, existe todavía un rayo de esperanza a pesar del cinismo de nuestro tiempo. Sólo la antropología puede demostrar el verdadero desarrollo de la cultura y de la organización social. Sólo los antropólogos pueden demostrar a la humanidad, sin dejar duda alguna, el progreso del conocimiento humano. La cultura sufre cambios y sólo los antropólogos pueden presentar muestras de sociedades que caben dentro de claros cuchitriles en la línea del progreso y la perfectibilidad. ¡Eso es antropología! No una babosada de trabajo de campo, que no viene siendo trabajo de campo, sino sencillamente, una masturbación.
Eso fue un golpe a la cabeza para mí. Como último recurso, me fui a Arizona para hablar con antropólogos que estaban realmente haciendo trabajo de campo allí. Para entonces, estaba ya listo a abandonar la idea. Comprendía lo que los dos profesores querían decirme. Y no podría haber estado yo más de acuerdo. Mis intentos de hacer trabajo de campo eran de lo más burdos. Pero yo quería hacer algo, no simplemente ser rata de biblioteca.
En Arizona, conocí a un antropólogo muy experimentado en el trabajo de campo, que había escrito muchísimo, tanto sobre los yaquis de Arizona como también los de Sonora, México. Era extremadamente simpático. No se burló de mí ni me dio consejos. Sólo hizo el comentario de que las sociedades indígenas del suroeste eran muy aisladas y que aquellos indios desconfiaban de los extranjeros y hasta los aborrecían, sobre todo aquellos de origen hispano.
Uno de sus colegas de menos edad fue más abierto. Dijo que me valdría más leer los libros de los herbalistas. Era una autoridad en este tema y, según él, lo que había que explorar sobre las plantas medicinales del suroeste ya se había clasificado y presentado en varias publicaciones. Hasta llegó a decir que las fuentes de los curanderos indígenas del momento eran precisamente esas publicaciones, porque había desaparecido el conocimiento tradicional. Terminó por decir que si por casualidad existían aún prácticas tradicionales de curación, los indios no se las iban a divulgar a un extranjero.
– Dedícate a algo que valga la pena -me aconsejó-. Investiga la antropología urbana. Hay mucho dinero en los estudios sobre el alcoholismo entre los indios en las grandes ciudades, por ejemplo. Vaya, eso es algo a lo que se puede dedicar cualquier antropólogo con facilidad. Ve y emborráchate con algunos indios en un bar. Entonces haces estadísticas de lo que te digan. Convierte todo en números. Eso, la antropología urbana, ésa sí es una disciplina que vale la pena.
No me quedaba otra opción que aceptar los consejos de estos experimentados y conocidos científicos sociales. Decidí volar de nuevo a Los Ángeles, pero otro antropólogo amigo mío me comentó que iba a viajar en coche por Arizona y Nuevo México, visitando todos los lugares donde había trabajado anteriormente, y así renovando sus relaciones con las personas que le habían servido de informantes antropológicos.
– Eres más que bienvenido, si quieres acompañarme -dijo-. No voy a trabajar. Voy a visitarlos, tomar unas copas con ellos, hablar barbaridades. Les compré regalos: mantas, bebidas, chaquetas, munición para sus rifles de calibre veintidós. Mi coche está repleto de maravillas. Por lo general manejo sola cuando voy a verlos, pero siempre corro el riesgo de dormirme. Tú puedes hacerme compañía, mantenerme despierto, y manejar un poco si me emborracho.
Me sentía tan desdichado que le dije que no.
– Lo siento, Bill-dije-. Este viaje no tiene sentido para mí. No veo la razón para seguir con la idea de hacer trabajo de campo.
– No te rindas tan fácilmente -me dijo Bill en tono paternal-. Entrégate a la lucha y, si te vence, entonces déjalo, pero no así tan apaciguadamente. Ven conmigo a ver si te gusta el suroeste.
Rodeó mis hombros con su brazo. No pude menos que notar cuán inmenso y pesado era su brazo. Era alto y fornido, pero en los últimos años su cuerpo se había vuelto rígido. Había perdido su aire de niño grande. Su cara redonda ya no estaba llena, joven como lo había estado. Ahora parecía preocupado. Creía que se preocupaba porque estaba perdiendo el cabello, pero por momentos me parecía algo más. Y no era que estuviera más gordo; su cuerpo tenía una pesadez que era imposible explicar. Lo noté en su manera de andar, de levantarse, de sentarse. Parecía que Bill luchaba contra la gravedad con cada fibra de su ser, en todo lo que hacía.
Sin prestar atención a mis sentimientos de derrota, emprendí el viaje con él. Visitamos cada lugar donde había indios en Arizona y Nuevo México. Uno de los resultados finales de este viaje fue que descubrí que mi amigo antropólogo poseía dos facetas definidas. Me explicó que sus opiniones como antropólogo profesional eran muy mesuradas y congruentes con el pensamiento antropológico del momento, pero en lo personal, su trabajo de campo antropológico le había presentado experiencias de gran riqueza de las que nunca hablaba. Estas experiencias no eran congruentes con el pensamiento antropológico del momento porque eran sucesos imposibles de catalogar.
Durante el curso de nuestro viaje, invariablemente iba a tomar unos tragos con sus exinformantes, luego de lo cual se sentía muy relajado. Entonces yo tomaba el volante y manejaba, mientras él iba de pasajero sorbiendo de su botella de un Ballantine's añejo de treinta años. Era entonces cuando Bill hablaba de los sucesos que eran imposibles de catalogar.
– Nunca creí en los fantasmas -dijo un día abruptameme-. Nunca me metí en eso de apariciones y esencias flotantes, voces en la oscuridad, ya sabes. Mi crianza fue muy pragmática, muy seria. La ciencia siempre ha sido mi brújula. Pero, trabajando en el campo, toda clase de mierda rara empezó a filtrarse hacia mí. Por ejemplo, una noche acompañé a unos indios en una búsqueda visionaria. Hasta iban a iniciarme penetrando los músculos de mi pecho, algo así de doloroso. Estaban preparando un temascal en el bosque. Me había resignado a someterme al dolor. Hasta me eché unos tragos para fortalecerme. Y entonces, el hombre que iba a servirme de intercesor con la gente que en realidad estaba encargada del rito, dio un grito de horror y señaló con el dedo a una oscura figura misteriosa que venía hacia nosotros.
»Cuando esta figura misteriosa se me acercó -siguió Bill-, vi que era un indio anciano vestido de la manera más estrafalaria que te puedas imaginar. Traía las vestimentas de los chamanes. El hombre que me acompañaba esa noche se desmayó desvergonzadamente al ver al anciano. El viejo se me acercó y me apuntó al pecho con el dedo. El dedo no era más que pellejo y hueso. Me balbuceó algo incomprensible. Ya a estas alturas, los demás habían visto al anciano y comenzaron a acercarse. Él se volvió hacia ellos y se quedaron paralizados, estupefactos. Los regañó por un momento. Su voz era inolvidable. Era como si hablara desde un tubo, o como si tuviera algo atado a la boca que le sacaba las palabras. Te juro que vi a aquel hombre hablando desde adentro de su cuerpo, y la boca emitía las palabras como si fuera un aparato mecánico. Después de regañar a los hombres, el anciano continuó caminando delante de mí, delante de ellos y desapareció en una oscuridad que se lo tragó.
Bill explicó que el plan de hacer el rito de iniciación se deshizo, nunca se realizó; y los hombres, incluyendo el chamán que era el líder, se sacudían de terror. Dijo que estaban tan aterrados que el grupo se deshizo y todos se fueron.
– Gente que llevaba años de amistad -siguió-, nunca se volvió a hablar. Juraban que lo que habían visto era la aparición de un chamán increíblemente anciano y que les traería mala suerte si lo comentaban entre sí. De hecho, dijeron que el mero acto de mirarse uno al otro les traería mala suerte. La mayoría se fue del lugar.
– ¿Por qué sentían que el hablarse o verse les iba a traer mala suerte? -le pregunté.
– Ésas son sus creencias -contestó-. Una visión de esa naturaleza la interpretan como si la aparición les hubiera hablado a cada uno individualmente. Tener tal visión es para ellos la suerte de toda una vida.
– ¿Y qué es la cosa individual que les dijo la visión? -pregunté.
– Ni idea -contestó-. Nunca me explicaron nada. Cada vez que les preguntaba se quedaban profundamente entumecidos. No habían visto nada, no habían escuchado nada. Años después de lo ocurrido, el hombre que se desmayó junto a mí, me juró haber fingido el desmayo porque estaba tan asustado que no quería enfrentarse al anciano, y que lo que le había dicho se comprendía a un nivel distinto al del lenguaje.
Bill dijo que, en su caso, lo que la aparición le había pronunciado él lo entendió como algo que tenía que ver con su salud y sus expectativas en la vida.
– ¿Qué quieres decir con eso? -le pregunté.
– Las cosas no me van del todo bien -confesó-; mi cuerpo no se siente bien.
– ¿Pero sabes lo que realmente tienes? -le pregunté.
– Oh, claro -dijo con indiferencia-. Me lo han dicho los médicos. Pero no me voy a preocupar ni voy a pensar en ello.
Las revelaciones de Bill me dejaron muy inquieto. Ésta era una faceta de su persona que no conocía. Siempre lo había considerado fuerte como un roble. Nunca lo había concebido como alguien vulnerable. No me cayó bien la conversación. Era, sin embargo, demasiado tarde para arrepentirme. Nuestro viaje continuó.
En otra ocasión, me dijo en confianza que los chamanes del suroeste eran capaces de transformarse en distintas entidades y que los esquemas categóricos de «chamán oso» o «chamán gato montés» no debían ser interpretados como eufemismos o metáforas porque no lo eran.
– ¿Puedes creer -me dijo en tono de gran admiración- que de veras hay algunos chamanes que se vuelven osos, o gatos monteses o águilas? No exagero y no estoy inventando nada, cuando digo que una vez fui testigo de la transformación de un chamán que se llamaba «Hombre del río» o «Chamán del río» o «Procede del río, Regresa al río». Andaba por las montañas de Nuevo México con este chamán. Le iba yo haciendo de chofer; él me tenía confianza y me dijo que iba en busca de su origen. Caminábamos por la ribera de un río cuando de pronto se agitó. Me dijo que me fuera a unas rocas altas y que me escondiera allí; que me cubriera la cabeza y la espalda con una manta, y que me asomara para no perderme lo que iba a hacer.
– ¿Qué iba a hacer? -pregunté, incapaz de contenerme.
– Yo no sabía -me dijo-. Tus conjeturas hubieran sido tan buenas como las mías. No tenía manera de concebir lo que iba a hacer. Se metió al agua completamente vestido. Cuando el agua le llegó a media pantorrilla, porque era un río ancho pero poco profundo, el chamán desapareció, se desvaneció. Antes de entrar en el agua, me dijo al oído que debería irme corriente abajo y esperarlo allí. Me señaló el lugar exacto. Claro que yo no le creí ni una palabra, así es que al principio ni me acordaba dónde debía esperarlo, pero encontré el lugar y lo vi salir del agua. Qué ridículo decir «salir del agua». Vi al chamán volverse agua y luego re-hacerse del agua. ¿Puedes creerlo?
No tenía ningún comentario. Era imposible creerle, pero tampoco podía desconfiar de él. Era un hombre muy serio. La única explicación posible era que al continuar con nuestro viaje, bebía más y más. Tenía en la cajuela del coche veinticuatro botellas de whisky escocés para él solo. Bebía como una esponja.
– Siempre he sido parcial a las mutaciones esotéricas de los chamanes -me dijo en otra ocasión-. No es que pueda explicar las mutaciones, o ni siquiera creer que ocurren, pero como ejercicio intelectual, estoy muy interesado en considerar que las mutaciones en culebra o gatos monteses no son tan difíciles como lo que hizo el chamán del agua. Es durante tales momentos cuando uso mi intelecto de manera tal que dejo de ser antropólogo, y empiezo a reaccionar como resultado de algo visceral. Mi sensación visceral es que esos chamanes hacen algo que no puede ser medido de manera científica ni discutido inteligentemente.
– Hay, por ejemplo, chamanes de nubes que se vuelven nubes, vapor. Nunca he visto que esto ocurra, pero conocí a un chamán de nube. Nunca lo vi desaparecer o volverse vapor delante de mis ojos como vi al otro chamán volverse agua. Pero una vez, corrí detrás del chamán de nube, y simplemente se desvaneció en un lugar en el que no había dónde esconderse. No podía explicar dónde se había ido. No había ni rocas ni vegetación donde pudiera haber ido. Llegué menos de un minuto después que él, y ya no estaba.
»Anduve tras él por todas partes pidiéndole información -continuó Bill-. Ni una palabra. Era muy amable, pero nada más.
Bill me contó otras historias acerca de los conflictos y las divisiones políticas entre los indios en las distintas reservas, o historias de vendettas personales, enemistades, amistades, etc., etc., que no me interesaron para nada. En cambio, sus historias acerca de las mutaciones y apariciones de los chamanes me habían, en verdad, conmovido mucho. Estaba a la vez fascinado y consternado. Pero al tratar de pensar por qué estaba fascinado o consternado, no podía explicarlo. Todo lo que hubiera dicho era que sus historias acerca de los chamanes me dieron un golpe a un nivel desconocido y visceral.
Otra realización que pude verificar durante este viaje fue que el mundo social indígena del suroeste estaba verdaderamente vedado a los de afuera. Pude aceptar finalmente que necesitaba mucha preparación en la ciencia de la antropología y que eso era más factible que hacer trabajo de campo en un área en que no tenía ni conocimiento ni entrada.
Al terminar el viaje, Bill me llevó a la estación de autobuses Greyhound en Nogales, Arizona, para mi viaje de regreso a Los Ángeles. Mientras estábamos sentados en la sala de espera antes de que llegara el autobús, me consoló de manera paternal, recordándome que las derrotas eran de esperarse en el campo de la antropología y que nos daban mayor propósito o madurez como antropólogos.
De pronto se inclinó y con un ligero gesto de la barbilla me indicó que mirara hacia el otro lado de la sala.
– Creo que ese viejo sentado en la banca junto al rincón es el mismo del que te hablé -me dijo al oído-. No estoy del todo seguro, porque sólo lo vi frente a frente una vez. Cuando te hablaba de los chamanes y de sus transformaciones, te dije que una vez había conocido a un chamán de nube.
– Sí, sí, claro que me acuerdo -le dije-. ¿Es ese hombre el chamán de nube?
– No -dijo enfáticamente-. Pero creo que es compañero o maestro suyo. Los vi a los dos a la distancia hace muchos años.
Sí recordaba que Bill había mencionado muy de paso, pero no en relación al chamán de nube, que sabía de la existencia de un anciano misterioso que era chamán jubilado, un indio viejo misántropo de Yuma, que una vez había sido un chamán aterrador. La relación entre el chamán de nube y el anciano nunca había sido expresada por mi amigo, pero evidentemente, estaba fresca en la mente de Bill a tal extremo, que creía habérmela relatado.
Una ansiedad extrema me sobrevino y salté de mi asiento. Como si no tuviera voluntad propia, me acerqué al anciano, y le solté una perorata sobre mi conocimiento de las plantas medicinales y del chamanismo entre los indios americanos del llano y sus antepasados siberianos. Como tema secundario, le comenté al anciano que sabía que era chamán. Terminé asegurándole que sería muy beneficioso para él si hablaba largamente conmigo.
– Aunque sólo sea -dije con petulancia-, podríamos hacer intercambios de historias. Usted me cuenta las suyas y yo correspondo con las mías.
El anciano mantuvo la vista baja hasta el último momento. Entonces me escudriñó.
– Yo soy Juan Matus -me dijo mirándome directamente a los ojos.
Mi perorata no debería haber terminado allí de ninguna manera, pero por ninguna razón en la que pudiera pensar, sentí que ya no había nada más que decir. Quería decirle mi nombre. Levantó la mano a la altura de mis labios, como para prevenírmelo.
En ese instante llegó un autobús a la parada. El anciano murmuró que era el autobús que esperaba y, muy sinceramente, me dijo que lo buscara para conversar con mayor libertad e intercambiar historias. Había una pequeña sonrisa irónica en su boca al decir esto. Con una agilidad increíble para un hombre de su edad (le hacía unos ochenta años), cubrió en unos cuantos pasos los cuarenta metros que había entre la banca donde había estado sentado y la puerta del autobús. Como si el autobús hubiera parado sólo para recogerlo, partió en cuanto él saltó al interior y la puerta se había cerrado.
Después de que se fue, regresé a la banca donde Bill permanecía sentado.
– ¿Qué te dijo, qué te dijo?-me preguntó muy agitado.
– Me sugirió que lo buscara y que fuera a visitarlo a su casa -contesté-. Hasta me dijo que allí podíamos conversar.
– Pero, ¿qué le dijiste para conseguir que te invitara a su casa? -me exigió.
Le dije a Bill que había utilizado mi mejor arte de vendedor y que le había prometido revelarle todo lo que sabía yo desde el punto de vista de mis lecturas, sobre las plantas medicinales.
Bill, evidentemente, no me creyó. Me acusó de mentirle.
– Conozco a la gente del lugar -dijo agresivamente-, y ese viejo es un pedo muy estrafalario. No habla con nadie, ni siquiera con los indios. ¿Por qué se dispone a hablar contigo, un total desconocido? ¡Ni siquiera tienes gracia!
Era muy evidente que Bill se había enfadado conmigo. Yo no entendía por qué. No me atrevía a pedirle una explicación. Me daba la impresión de que estaba un poco celoso. Quizá pensaba que yo había logrado lo que él no había podido. Sin embargo, mi éxito había pasado tan inadvertido para mí que no tenía ningún significado. Aparte de lo que me había dicho Bill, yo no tenía ningún concepto de lo difícil que era acercarse al anciano, y no me importaba un pío. En aquel momento, no le vi nada extraordinario a nuestro intercambio de palabras. Me asombraba que Bill se hubiera enfadado tanto.
– ¿Sabes dónde vive? -le pregunté.
– No tengo la menor idea -respondió en tono cortante-. He oído decir que no vive en ninguna parte, que simplemente aparece aquí y allá inesperadamente, cagadas de esa índole. Lo más probable es que viva en una choza por Nogales, México.
– ¿Por qué es el viejo tan importante? -le pregunté-. Mi pregunta me dio el valor para añadir-: Pareces estar enfadado porque me habló. ¿Por qué?
Sin más ni más, me admitió que estaba disgustado porque sabía lo inútil que era tratar de hablar con el viejo.
– Ese viejo es un malcriado sin par -añadió-. Lo mejor que puedes esperar es que se te quede mirando sin decirte una palabra cuando le hablas. Otras veces, ni te mira; es como si no existieras. La única vez que intenté hablar con él, me dejó con la palabra en la boca. ¿Sabes lo que me dijo? «Si yo fuera usted, no gastaría mi energía abriendo la boca. Consérvela. La necesita». Si no fuera un pedo tan viejo, le hubiera dado una en la nariz.
Le indiqué a Bill que eso de «viejo» era más bien una figura retórica que una descripción real. En realidad, no parecía ser tan viejo, aunque definitivamente lo era. Tenía tremendo vigor y agilidad. Sentí que le habría ido muy mal a Bill si hubiera intentado darle un moquete en la nariz. El viejo indio estaba muy poderoso. De hecho, daba miedo.
No le di voz a mis pensamientos. Dejé que Bill siguiera relatándome su disgusto con las groserías del viejo, y cómo lo hubiera tratado si no fuera que el viejo estaba tan débil.
– ¿Quién crees que puede informarme dónde vive? -le pregunté.
– A lo mejor alguien en Yuma -respondió ya más tranquilo-. Quizá la gente que te presenté al principio del viaje. No pierdes nada en preguntarles. Diles que te mandé yo.
En seguida cambié mis planes y en vez de regresar a Los Ángeles, me fui directamente a Yuma, Arizona. Busqué a las personas que me había presentado Bill. No sabían dónde vivía el anciano, pero los comentarios que hicieron sobre él me despertaron aún más mi curiosidad. Dijeron que no era de Yuma, sino de Sonora, México, y que en su juventud había sido un chamán temible que hacía magia y hechizaba a la gente, pero que la edad lo había templado y que se había vuelto un ermitaño asceta. Comentaron que aunque era yaqui, en un momento andaba con un grupo de mexicanos que según se decía, sabían mucho acerca de la práctica del hechizo. Estaban todos de acuerdo en que no habían visto a ese hombre durante muchos años.
Uno de ellos añadió que aunque el viejo era contemporáneo de su abuelo, mientras que su abuelo estaba senil y guardaba cama, el brujo parecía tener más vigor que nunca. El mismo hombre me refirió con una gente de Hermosillo, la capital de Sonora, que podía conocer al viejo y contarme más acerca de él. La idea de ir a México no me agradaba nada. Sonora estaba demasiado lejos de la región que me interesaba. Además, razoné que sería mejor dedicarme a la antropología urbana, y regresé a Los Ángeles. Pero antes de partir, escudriñé todos los contornos de Yuma, buscando información sobre el viejo. Nadie sabía nada de él.
Ya en camino en el autobús, sentí algo extraño. Por un lado, me sentí curado del todo de mi obsesión con la idea del trabajo de campo o mi interés en el viejo. Por otro lado, sentía una rara nostalgia. Era, con toda sinceridad, algo que nunca había experimentado. Su novedad me conmovió profundamente. Era una mezcla de ansiedad y anhelo, como si me estuviera perdiendo algo de tremenda importancia. Tuve la clara sensación al acercarme a Los Ángeles, de que lo que había actuado sobre mí en Yuma empezaba a desvanecerse con la distancia; pero ese desvanecimiento sólo incrementaba mi injustificado anhelo.
– Quiero que pienses muy deliberadamente acerca de cada detalle de lo sucedido entre tú y esos dos hombres, Jorge Campos y Lucas Coronado -me dijo don Juan-, los que en verdad te entregaron a mí, y que luego me cuentes todo.
Encontré su pedido muy difícil de cumplir, y sin embargo disfrutaba recordando todo lo que esos dos me habían dicho. Él quería todos los detalles posibles, algo que me forzaba a ejercitar mi memoria hasta el límite.
La historia que don Juan quería que recordara empezó en la ciudad de Guaymas, en Sonora, México. En Yuma, Arizona, me habían sido facilitados los nombres y las direcciones de algunas personas que, según me habían dicho, podrían aclarar algo del misterio que rodeaba al viejo que había conocido en la estación de autobuses. La gente que fui a ver no solamente no conocía a ningún chamán jubilado, sino dudaba de que tal hombre existiera. Estaban hasta los topes de cuentos aterradores de los chamanes yaquis y del ánimo agresivo de los yaquis. Insinuaron que en Vicam, un pueblo de estación de ferrocarril entre las ciudades de Guaymas y Ciudad Obregón, posiblemente encontraría alguien que pudiera señalarme la dirección correcta.
– ¿Hay alguien en particular que debo buscar? -pregunté.
– Lo mejor sería hablar con un inspector de campo del banco oficial del gobierno -sugirió uno de los hombres-. El banco tiene muchos. Conocen bien a todos los indios de estos contornos porque el banco es la institución del gobierno que les compra las cosechas, y todos los yaquis son granjeros, propietarios de una parcela de tierra que pueden reclamar como suya con tal de que la cultiven.
– ¿Conoce a alguno de los inspectores? -pregunté.
Se miraron uno al otro y me dieron una sonrisa de disculpa. No conocían a nadie, pero aconsejaban que me acercara a uno de ellos y le explicara lo que andaba buscando.
En la estación de Vicam, mi tentativa de establecer contacto con uno de los inspectores de campo del gobierno fue un desastre total. Conocí a tres y cuando les dije lo que quería, cada uno de ellos me miró con un aire de desconfianza. De inmediato, sospecharon que era yo un espía enviado por los yanquis para causarles problemas que no podían claramente definir, pero acerca de los cuales hicieron alocadas especulaciones, desde la agitación política hasta el espionaje industrial. Era la creencia de todos, sin base ninguna desde luego, que había depósitos de cobre en las tierras de los yaquis y que los yanquis querían apoderarse de ellos.
Después de esta resonante derrota, me refugié en la ciudad de Guaymas, llegando a un hotel muy cerca de un fabuloso restaurante. Iba allí tres veces al día. La comida era estupenda. Me encantó tanto que me quedé en Guaymas por más de una semana. Casi vivía en el restaurante, y de esa manera llegué a tener mucho trato con el dueño, el señor Reyes.
Una tarde, mientras almorzaba, vino el señor Reyes a mi mesa con otro hombre a quien me presentó como Jorge Campos, yaqui de raza pura, un empresario-intermediario que había vivido en Arizona de joven; me dijo que hablaba inglés perfectamente y que era más americano que cualquier americano. El señor Reyes lo elogió como un hombre excepcional, un verdadero ejemplo de lo que el trabajo y la dedicación pueden lograr.
El señor Reyes se retiró y Jorge Campos se sentó a mi lado, inmediatamente haciéndose cargo de todo. Fingió ser modesto, negando cualquier alabanza, pero era evidente que estaba en el cielo con lo que el señor Reyes había dicho de él.
A primera vista tuve la clara impresión de que Jorge Campos era un hombre de empresa de esos que uno encuentra en un bar o en las esquinas concurridas de las calles mayores, tratando de vender una idea o simplemente tratando de encontrar el medio de convencer a alguien de que le dé sus ahorros.
El señor Campos era muy bien parecido, medía alrededor de un metro ochenta de estatura y era delgado pero con una barriga alta, como la de un bebedor habitual de alcohol. Era muy moreno, un tanto verduzco, y llevaba blue jeans caros y botas de vaquero muy brillosas, puntiagudas y con talones de ángulo, como si necesitara enterrarlos en el suelo para no ser arrastrado por un buey enlazado.
Llevaba una camisa de cuadritos, gris e impecablemente planchada; en el bolsillo derecho tenía un protector de plástico en el que guardaba una fila de bolígrafos. Había visto el mismo protector entre trabajadores de oficina que no querían mancharse la bolsa de la camisa de tinta. Su traje también incluía una chaqueta de gamuza, color rojizo y de flecos, que parecía ser cara, y un sombrero de vaquero. Su cara redonda era inexpresiva. No tenía arrugas aunque parecía tener unos cincuenta años. Por alguna razón desconocida, sentía que era peligroso.
– Encantado de conocerlo, señor Campos -le dije en español, dándole la mano.
– Dejémonos de formalidades -me respondió también en español, apretándome la mano vigorosamente-. Me gusta tratar a la gente joven como iguales, a pesar de la diferencia en edad. Llámeme Jorge.
Se calló por un momento, indudablemente midiendo mi reacción. Yo no sabía qué decir. Ciertamente no quería llevarle la corriente, pero tampoco quería tomarlo en serio.
– Tengo curiosidad de saber qué hace en Guaymas -me dijo como al descuido-. No parece ser turista, y no creo que le interese la pesca de alta mar.
– Soy estudiante de antropología -le dije-. Y quiero establecer mis credenciales con los indios locales para poder hacer una investigación de campo.
– Y yo soy hombre de negocios -me dijo-. Mi negocio es facilitar información, ser el intermediario. Usted necesita algo, yo se lo consigo. Cobro por mis servicios. Sin embargo, están garantizados. Si no está satisfecho, no tiene que pagarme.
– Si su negocio es facilitar información -le dije-, con gusto le pagaré lo que pida.
– Ah -exclamó-, seguramente necesita un guía, alguien con más educación que la mayoría de los indios de por aquí. ¿Tiene una beca del gobierno norteamericano o de alguna otra institución?
– Sí -mentí-. Tengo una beca de la Fundación Eso térica de Los Ángeles.
Al decir eso, de veras le vi una ráfaga de codicia en los ojos.
– ¡Ah! -volvió a exclamar-. ¿Qué tan grande es esa institución?
– Bastante grande -dije.
– ¡Bueno! ¿De veras? -dijo como si mis palabras fueran la explicación que deseaba oír-. Y si me permite, ¿de cuánto es su beca? ¿Cuánto dinero le otorgaron?
– Unos cuantos miles de dólares para hacer el trabajo de campo preliminar -mentí de nuevo, para ver lo que decía.
– ¡Ah! Me gusta la gente directa -dijo saboreando sus palabras-. Estoy seguro de que usted y yo vamos a llegar a un acuerdo. Yo le ofrezco mis servicios como guía y como llave que va a abrir muchas puertas secretas entre los yaquis. Como puede ver por mi apariencia, soy un hombre de gusto y de medios.
– Oh sí, por supuesto, se ve que es usted un hombre de gusto -le aseguré.
– Lo que le estoy diciendo -me dijo-, es que por un precio modesto, que va a encontrar muy razonable, yo voy a llevarlo con la gente debida a quien podrá hacer las preguntas que quiera. Y por un poquito más, le voy a traducir lo que le digan, palabra por palabra, al español o al inglés. También hablo francés y alemán, pero no creo que esas lenguas le interesen.
– Tiene mucha razón, muchísima razón -dije-. Esas lenguas no me interesan en lo más mínimo. ¿Pero cuáles son sus honorarios?
– ¡Ah! Mis honorarios -dijo, y sacó un cuaderno cubierto de piel del bolsillo del pantalón y lo abrió delante de mi cara; hizo unos garabatos rápidos, lo cerró nuevamente y lo volvió a meter al bolsillo con precisión y rapidez. Estaba seguro de que quería darme la impresión de ser eficaz y rápido en la cálculo de cifras-. Le voy a cobrar cincuenta dólares al día -dijo-, con transporte incluido, pero le cobro mis comidas aparte. Lo que quiero decir es que cuando usted come también como yo. ¿Qué dice?
En ese momento, se inclinó sobre mí y casi susurrando, dijo que debiéramos cambiar al inglés porque no quería que otros se enteraran de nuestros tratos. Empezó a hablarme en algo que para nada era inglés. Yo estaba perdido. No sabía cómo responder. Empecé a sentirme nervioso mientras él farfullaba de la manera más natural. No estaba nada perturbado. Gesticulaba, moviendo la manos de manera muy animada y haciendo señas con el dedo como si estuviera dándome instrucciones. No tenía la impresión de que me hablaba en lenguas desconocidas; más bien pensé que estaba hablando en yaqui.
Cuando pasaron algunas personas por la mesa y nos miraron, yo asentí con la cabeza y le dije a Jorge Campos: «Sí, sí, claro». En un momento le dije: «Dígalo de nuevo», y me pareció tan ocurrente que me eché una carcajada. Él también se rió como si hubiera dicho lo más ocurrente posible.
Debe de haber notado que yo estaba casi perdiendo los estribos, y antes de que me levantara para decirle que se hiciera humo, empezó de nuevo a hablar en español.
– No quiero cansarlo con mis ridículas observaciones -dijo-. Pero si voy a servirle de guía, vamos a pasar largas horas charlando. Le estaba haciendo una prueba hace un momento, para tener idea de que tan buen conversador es usted. Si voy a andar con usted en coche, necesito alguien que sea buen iniciador y buen receptor. Veo que usted es ambas cosas.
Entonces se levantó, me dio la mano y se fue. Como por seña convenida, el dueño se acercó a mi mesa, sonriendo y moviendo la cabeza de lado a lado como un pequeño oso.
– ¿Verdad que es un tipo fabuloso? -me preguntó.
No quise comprometerme con una opinión, y el señor Reyes espontáneamente dijo que Jorge Campos andaba en aquel momento como intermediario en unos trámites muy delicados y de gran provecho. Dijo que unas empresas mineras de los Estados Unidos estaban interesadas en los depósitos de hierro y cobre que pertenecían a los yaquis, y que Jorge Campos estaba involucrado y en espera de recibir un pago de cinco millones de dólares. Supe entonces que Jorge Campos era un estafador. No existían depósitos de cobre o hierro en las tierras yaquis. Si hubiera habido algo, las empresas privadas ya les hubieran quitado las tierras a los yaquis y los hubieran movido a otra parte.
– Fabuloso -dije-. El tipo más maravilloso que jamás he conocido. ¿Cómo puedo contactarlo de nuevo?
– No se preocupe -dijo el señor Reyes-. Jorge quería saber todo acerca de usted. Lo ha estado observando desde que llegó. Lo más probable es que le venga a tocar a la puerta hoy más tarde, o mañana.
El señor Reyes tenía razón. Unas dos horas después, alguien me despertó de mi siesta. Era Jorge Campos. Yo tenía proyectado salir de Guaymas al oscurecer y manejar toda la noche hasta California. Le expliqué que me iba y que regresaba dentro de un mes.
– ¡Ah! Pero tiene que quedarse porque he decidido ser su guía -me dijo.
– Lo siento, pero tendremos que esperar porque mi tiempo es muy limitado -le repliqué.
Sabía que Jorge Campos era un embustero, pero a la vez decidí revelarle que ya tenía un informante que estaba esperando trabajar conmigo, y que lo había conocido en Arizona. Describí al anciano y dije que se llamaba Juan Matus, y que otras personas lo habían caracterizado como chamán. Jorge Campos me miró con una gran sonrisa. Le pregunté si conocía al viejo.
– Ah, claro que lo conozco -dijo jovialmente-. Se pudiera decir que somos buenos amigos. Sin esperar a que lo invitara, Jorge Campos entró en mi habitación y se sentó a la mesa justo en frente del balcón.
– ¿Vive el viejo por aquí? -pregunté.
– Claro que sí -me afirmó.
– ¿Me puede llevar con él?
– No veo por qué no -dijo-. Necesitaría un par de días para hacer mis indagaciones, es decir, para asegurar que anda por aquí, y luego iremos a verlo.
Sabía que me estaba mintiendo, y a la vez no lo quería creer. Hasta llegué a pensar que mi desconfianza inicial no tenía base. Tan convincente se mostraba.
– Sin embargo -continuó-, para poder ir a ver este hombre voy a tener que cobrarle un anticipo. Mi honorario va a ser de doscientos dólares.
Era más de lo que tenía a la mano. Le rehusé la oferta cortésmente y le dije que no llevaba bastante dinero.
– No quiero que piense que mi interés es puramente material -dijo con su sonrisa ganadora-, ¿pero cuánto puede gastar? Tiene que tomar en consideración qué voy a tener que pagar algunas mordidas. Los yaquis son muy guardados, pero siempre hay maneras; hay puertas que siempre se abren con una llave mágica: el dinero.
A pesar de mi recelo, estaba convencido de que Jorge Campos era no sólo mi vía de entrada al mundo yaqui, sino el medio de encontrar al viejo que me tenía tan intrigado. No quería regatear. Hasta me dio pena ofrecerle los cincuenta dólares que llevaba en el bolsillo.
– Estoy al final de mi estancia -le dije como disculpa-, así es que casi se me ha acabado el dinero. Sólo traigo cincuenta dólares.
Jorge Campos extendió sus largas piernas debajo de la mesa y cruzó los brazos detrás de la cabeza, inclinando el sombrero sobre la cara.
– Le acepto los cincuenta dólares y su reloj -me dijo desvergonzadamente-. Pero por ese dinero, lo llevo a conocer a un chamán menor. No se impaciente -me advirtió como si fuera yo a protestar-. Tenemos que subir grados por la escalera desde los de menor rango hasta el hombre mismo, que le aseguro está en la mera cima.
– ¿Y cuándo podré conocer a este chamán menor? -pregunté, dándole el dinero y mi reloj.
– ¡Ahora mismo! -contestó, sentándose y ávidamente tomando el dinero y el reloj-. ¡Vámonos, no hay tiempo que perder!
Nos subimos a mi coche y me dijo que me fuera hacia el pueblo de Potam, uno de los pueblos tradicionales yaquis que quedan por el Río Yaqui. En el camino, me reveló que íbamos a conocer a Lucas Coronado, un hombre conocido por sus hazañas chamánicas, sus trances chamanes y por las magníficas máscaras que hacía para los festivales de Pascua Florida yaqui.
Luego desvió la conversación al viejo y lo que dijo contradecía del todo lo que los otros me habían dicho. Mientras otros lo habían descrito como ermitaño y chamán jubilado, Jorge Campos lo describió como el curandero y brujo más famoso de la región, un hombre cuya fama lo había vuelto casi inaccesible. Hizo una pausa como un actor, y luego lanzó su golpe: me dijo que hablarle a este hombre en forma continua como lo desean los antropólogos iba a costarme por lo menos dos mil dólares.
Iba a protestar el enorme aumento de precio, pero se me adelantó.
– Por doscientos dólares, lo puedo llevar con él -dijo-. De esos doscientos dólares, gano yo unos treinta. Lo demás se va en mordidas. Pero le va a costar más hablar con él largamente. Usted mismo haga la cuenta. Tiene guardaespaldas, gente que lo protege. Tengo que ganármelos, y aparecer con el dinero necesario para ellos.
»Al terminar -continuó-, le entregaré un total con recibos y todo para sus impuestos. Y verá usted que la comisión que cobro para hacer los arreglos es mínima.
Sentí profunda admiración por él. Tenía conciencia de todo, hasta de los recibos para los impuestos. Se quedó callado por un rato como si estuviera haciendo cálculos de su ganancia mínima. Yo no tenía nada que decir. Estaba haciendo mis propios cálculos, tratando de pensar de dónde iba a sacar dos mil dólares. Hasta pensé en solicitar una beca.
– ¿Pero está seguro de que este anciano me va a recibir? -pregunté.
– Claro -me aseguró-. No sólo lo va a recibir, va a practicar brujería para usted por lo que le está pagando. Entonces, usted mismo hará sus arreglos con él sobre el costo de futuras lecciones.
Jorge Campos se calló de nuevo durante un rato, escudriñándome.
– ¿Cree que me pueda pagar los dos mil dólares? -me dijo con un tono de indiferencia tan marcado que de inmediato supe que era un embuste.
– Oh, claro, eso está dentro de mis posibilidades -le mentí para apaciguarlo.
No podía disimular su alegría.
– ¡Vaya, qué chavo! -aclamó-. ¡Vamos a divertirnos de lo lindo!
Traté de inquirir más acerca del viejo; me paró abruptamente.
– Guarda las preguntas para el viejo mismo. Va a estar en tus manos -me dijo sonriendo.
Empezó a contarme de su vida en los Estados Unidos y de sus ambiciones de hacer negocios y para mi total asombro, ya que lo había clasificado como un farsante que no hablaba ni gota de inglés, cambió al inglés.
– ¡Pero si habla inglés! -exclamé, sin pensar en disimular mi asombro.
– Claro, joven -dijo, afectando un acento tejano que mantuvo durante toda la conversación-. Le dije que lo estaba poniendo a prueba, para ver si era listo. Lo es. De hecho, es bastante listo, a mi parecer.
Su dominio del inglés era magnífico y estaba yo encantado con sus chistes y cuentos. En un abrir y cerrar de ojos, estábamos en Potam. Me dirigió a una casa en las afueras del pueblo. Nos bajamos del coche. Él caminó delante, llamando a Lucas Coronado en voz alta, en español.
Oímos una voz que venía desde el fondo de la casa, que decía, también en español: «Vengan por acá”.
Había un hombre detrás de una choza, sentado en el suelo sobre la piel de una cabra. Tenía entre los pies un pedazo de madera que estaba labrando con cincel y mazo. Al sostener el pedazo de madera rígido con la presión de los pies, había creado, por así decir, un estupendo torno de alfarero. Con los pies daba vueltas a la pieza mientras que con las manos trabajaba el cincel. Nunca había visto algo parecido. Estaba haciendo una máscara, ahuecándola con un cincel curvado. El dominio de sus pies al sostener la madera y dar la vuelta era notable.
El hombre era muy delgado; tenía una cara angular, con pómulos altos y una tez morena color cobre. La piel de la cara y del cuello parecían haberse estirado al máximo. Su bigote lacio le daba a esa cara angular una mirada malévola. Tenía una nariz aguileña de puente muy fino y unos ojos negros feroces. Sus cejas negrísimas parecían pintadas, como también su pelo negro peinado desde la frente hacia atrás. Nunca había visto una cara más hostil. La imagen que me vino a la mente al mirarlo era la de un envenenador italiano de la edad de los Médicis. Las palabras «truculento» y «saturnino» parecían ser las descripciones más acertadas al enfocar mi atención sobre la cara de Lucas Coronado.
Noté que al estar sentado sobre el suelo sosteniendo el pedazo de madera entre los pies, los huesos de sus piernas eran tan largos que las rodillas estaban a la par con los hombros. Cuando nos acercamos, dejó de trabajar y se puso de pie. Era más alto que Jorge Campos y flaquísimo. Como gesto de consideración a nosotros, supongo, se puso los guaraches.
– Pasen, pasen -dijo sin sonreír.
Tuve el pensamiento de que Lucas Coronado no sabía sonreír.
– ¿A qué debo el placer de esta visita? -le preguntó a Jorge Campos.
– Traigo a este joven porque quiere hacerle preguntas acerca de su arte -dijo Jorge Campos en un tono bastante condescendiente-. Le aseguré que le contestaría usted verídicamente a todas sus preguntas.
– Oh, eso no es ningún problema, ningún problema -afirmó Lucas Coronado, mirándome de arriba abajo con su mirada fría.
Cambió de idioma a lo que supuse era yaqui. Los dos, él y Jorge Campos se lanzaron a conversar animadamente por un rato. Los dos me ignoraron por completo. Luego Jorge Campos se volvió hacia mí.
– Tenemos un pequeño problema -me dijo-. Lucas acaba de informarme que está bastante ocupado porque se le vienen encima las fiestas, así es que no va a poder responder a todas sus preguntas, pero lo hará en otro momento.
– Desde luego, claro -me dijo Lucas Coronado en español-. En otro momento, por supuesto; en otro momento.
– Tenemos que acortar la visita -dijo Jorge Campos-, pero lo vuelvo a traer.
Al salir, me sentí con ganas de expresarle a Lucas Coronado mi admiración por su estupenda técnica de utilizar las manos y los pies. Me miró como si estuviera loco, abriendo los ojos con sorpresa.
– ¿Nunca ha visto a alguien hacer una máscara? -me siseó entre dientes-. ¿De dónde viene? ¿De Marte?
Me sentí un imbécil. Traté de explicarle que su técnica de trabajo me era nueva. Parecía a punto de darme un golpe en la cabeza. Jorge Campos me dijo en inglés que había ofendido a Lucas Coronado con mis comentarios. Había entendido mi adulación como una burla velada a su pobreza; mis palabras eran para él un pronunciamiento irónico sobre su pobreza y su desamparo.
– ¡Pero es lo opuesto! -dije-. Me parece magnífico.
– No intente decirle nada parecido -me contestó bruscamente Jorge Campos-. Esta gente está preparada a recibir y dar insultos de la manera más velada. A él le parece extraño que usted lo desprecie sin conocerlo y que se burle del hecho de que no tiene dinero para comprar un tornillo de banco para sostener su escultura.
Me sentía totalmente perdido. Lo menos que quería hacer era fastidiar mi único contacto posible. Jorge Campos parecía ser perfectamente consciente de mi confusión.
– Cómprele una de sus máscaras -me aconsejó.
Le dije que pensaba irme a Los Ángeles sin parar y que tenía justo el dinero para comprar gasolina y comida.
– Bueno, déle su chaqueta de piel -me dijo como si nada, y a la vez en tono confidencial, de ayuda-. De otra manera lo va a enojar, y todo lo que va a recordar de usted son sus insultos. Pero no le diga que sus máscaras son hermosas. Simplemente compre una.
Cuando le dije a Lucas Coronado que quería cambiarle una chaqueta de piel por una de sus máscaras, me correspondió con una sonrisa de satisfacción. Tomó la chaqueta y se la puso. Caminó hacia su casa, pero antes de entrar hizo unos giros extraños. Se arrodilló ante algo así como un altar religioso y movió sus brazos, como estrechándolos, y frotó sus manos sobre los lados de la chaqueta.
Entró en la casa, y volvió con un bulto envuelto en periódicos, que me entregó. Quise hacerle unas preguntas. Se disculpó, diciendo que tenía que trabajar, pero añadió que podía regresar cuando quisiera.
De vuelta hacia la ciudad de Guaymas, Jorge Campos me pidió que abriera el bulto. Quería asegurarse de que Lucas Coronado no me hubiera estafado. No me interesaba abrirlo, lo que me importaba era la posibilidad de regresar por mi cuenta para hablar con Lucas Coronado. Estaba feliz.
– Tengo que ver lo que tiene -insistió Jorge Campos-. Deténgase por favor. Bajo ninguna condición ni por razón alguna, quiero poner en peligro a mis clientes. Usted me pagó para que le rindiera servicios. Este hombre es un chamán genuino, y como resultado, peligroso. Como lo ofendió, puede haberle dado un bulto de hechizo. Si ése es el caso, tenemos que enterrarlo cuanto antes en esta región.
Sentí una ola de náusea y paré el coche. Con muchísimo cuidado, saqué el bulto. Jorge Campos me lo arrebató de las manos y lo abrió. Contenía tres máscaras tradicionales yaquis de hermosísima hechura. Jorge Campos mencionó de paso, desinteresadamente, que sería justo que le diera una. Yo pensé que, como todavía no me había llevado con el viejo, debía mantener mi contacto con él. Le regalé una de las máscaras con gusto.
– Si me deja escoger, preferiría esa otra -me dijo, señalando.
Le dije que cómo no. Las máscaras no tenían ninguna importancia para mí; ya había conseguido lo que quería.
Hasta le hubiera regalado las otras dos, pero quería mostrárselas a mis amigos antropólogos.
– Estas máscaras no son nada extraordinario -declaró Jorge Campos-. Se pueden comprar en cualquier tienda del pueblo. Se las venden a los turistas.
Yo había visto las máscaras yaquis que se vendían en el pueblo. Eran muy rudimentarias en comparación con las que tenía, y Jorge Campos había en verdad escogido la mejor.
Lo dejé en la ciudad y me dirigí hacia Los Ángeles. Antes de despedirme, me recordó que casi le debía dos mil dólares porque iba a empezar con sus mordidas y con el plan de llevarme a conocer al gran hombre.
– ¿Cree que puede darme mis dos mil dólares a su regreso? -me preguntó atrevidamente.
La pregunta me puso en una situación terrible. Creía que si le decía la verdad, que lo dudaba, él me volvería la espalda. Estaba convencido de que, a pesar de su patente codicia, él era mi acomodador.
– Haré lo posible para traerle el dinero -dije en un tono evasivo.
– Eso no es suficiente, muchacho -me contestó enérgicamente, casi enfadado-. Voy a andar gastando mi propio dinero, haciendo arreglos para el encuentro, y necesito seguridad de su parte. Yo sé que es un joven serio. ¿Qué valor tiene su coche? ¿Tiene en sus manos los documentos de propiedad?
Le dije el valor de mi coche y que sí poseía los documentos de propiedad, pero solamente pareció estar satisfecho cuando le di mi palabra de que le iba a traer el dinero en efectivo en mi próxima visita.
Cinco meses después regresé a Guaymas para ver a Jorge Campos. En aquel tiempo, dos mil dólares era muchísimo dinero, sobre todo para un estudiante. Pensé que quizá podría aceptar el pago en plazos, en cuyo caso yo estaría más que dispuesto a pagar.
No lo encontré por ninguna parte. Le pregunté al dueño del restaurante. Estaba tan desconcertado como yo por su desaparición.
– Simplemente se desvaneció -dijo-. Seguramente regresó a Arizona o a Texas donde tiene negocios.
Me tomé el atrevimiento de ir a ver a Lucas Coronado yo mismo. Llegué a su casa como al mediodía. Tampoco lo encontré. Les pregunté a sus vecinos si sabían dónde pudiera estar. Me miraron hostilmente y ni siquiera me contestaron. Me fui, pero regresé a su casa otra vez ya entrada la tarde. No esperaba nada. De hecho, estaba preparado para regresarme inmediatamente a Los Ángeles. Para mi gran sorpresa, Lucas Coronado no sólo estaba allí, sino que me recibió muy amablemente. De manera franca, me expresó su aprobación al ver que había venido sin Jorge Campos, quien según él era un verdadero culo. Se quejó de que Jorge Campos, a quien se refirió como un yaqui renegado que gozaba de explotar a sus compañeros yaqui.
Le entregué a Lucas Coronado unos regalos que le había traído y le compré tres máscaras, un bastón exquisitamente labrado, y un par de polainas de cascabel hechas de los capullos de unos insectos del desierto, polainas que utilizaban los yaquis en sus danzas tradicionales. Luego lo llevé a Guaymas a cenar.
Lo vi todos los días durante los cinco días que permanecí en el área, y me facilitó infinita información sobre los yaquis: su historia, su organización social y el sentido y la naturaleza de sus festividades. Estaba gozando tanto haciendo mi trabajo de campo que hasta me sentí cohibido de preguntarle sobre el viejo chamán. Sobreponiéndome a mis dudas, finalmente le pregunté a Lucas Coronado si conocía al viejo que Jorge Campos me había asegurado era un conocido chamán. Lucas Coronado parecía estar perplejo. Me afirmó que hasta donde él sabía tal hombre no existía en esa región, y que Jorge Campos era un estafador que sólo quería robarme mi dinero.
Al oír a Lucas Coronado negar la existencia de ese viejo, se me vino encima algo terrible. En un instante, se me hizo evidente que no me importaba un pepino el trabajo de campo. Lo único que me importaba era encontrar a ese viejo. Supe entonces que el conocer al viejo chamán había sido indudablemente la culminación de algo que nada tenía que ver con mis deseos, mis ambiciones o hasta mis pensamientos como antropólogo.
Me inquietaba más que nunca saber quién diablos era ese viejo. Sin ninguna inhibición, empecé a desvariar y a gritar de frustración. Di de patadas sobre el piso. Lucas Coronado se asombró al verme. Primero me miró, confuso, y luego empezó a reír. Me disculpé con él por mi arranque de enojo y frustración. No podía explicar por qué estaba tan enfadado. Lucas Coronado aparentemente comprendía mi situación.
– Pasan cosas así por acá -dijo.
No tenía idea a qué se refería, ni le quería preguntar. Estaba mortalmente aterrado de la facilidad con que se ofendía. Una peculiaridad de los yaqui era la facilidad que poseían para sentirse ofendidos. Parecían siempre estar alertas, buscando insultos que fueran demasiado sutiles para ser percibidos por otros.
– Hay seres mágicos que viven en las montañas en los alrededores -continuó-, y actúan sobre la gente. Hacen que se vuelvan verdaderamente locos. Desvarían y divagan bajo su influencia, y cuando finalmente se tranquilizan, ya exhaustos, ni tienen idea de por qué se alocaron.
– ¿Cree usted que eso es lo que me pasó? -pregunté.
– Claro -me dijo totalmente convencido-. Usted está predispuesto a alocarse de lo que fuera, pero también es usted muy contenido. Hoy se le fue la cuerda. Se alocó por nada.
– No es por nada -le afirmé-. No lo supe hasta ahora, pero para mí ese viejo es el impulso de todos mis esfuerzos.
Lucas Coronado se quedó callado, como si pensara profundamente. Entonces empezó a caminar de un lado a otro.
– ¿Sabe de algún viejo que vive por aquí, pero que no es en realidad de aquí? -le pregunté.
No entendió mi pregunta. Tuve que explicarle que el viejo que había conocido era posiblemente, como Jorge Campos, un yaqui que vivía en otra parte. Lucas Coronado me explicó que el apellido «Matus» era bastante común en la región, pero que no conocía a ningún Matus con nombre de pila «Juan». Parecía desanimado. De pronto, le vino un momento de iluminación y dijo que al ser un hombre viejo, podría tener otro nombre, y que era muy probable que me hubiera dado un nombre de trabajo y no su verdadero nombre.
– El único viejo que conozco -siguió- es el padre de Ignacio Flores. Viene a ver a su hijo de cuando en cuando, pero viene de la Ciudad de México. Y se me ocurre que aunque es el padre de Ignacio, no parece estar tan viejo. Pero es viejo. Ignacio también es viejo. Pero el padre parece más joven.
Se rió al percatarse de lo que había dicho. Aparentemente, nunca había pensado que el viejo era joven hasta ese momento. Seguía moviendo la cabeza como si no lo creyera. Yo, por otra parte, estaba eufórico.
– ¡Es él! -grité, sin saber por qué.
Lucas Coronado no sabía dónde vivía Ignacio Flores, pero muy amablemente me dirigió a que manejara hasta un pueblo yaqui cercano, donde encontró al hombre.
Ignacio Flores era un hombre grande, corpulento, de unos sesenta y tantos años. Lucas Coronado me advirtió que el hombrazo había hecho la carrera de soldado durante su juventud, y aún tenía el porte de un militar. Ignacio Flores tenía un enorme bigote; eso y la ferocidad de sus ojos lo transformaba, para mí, en la personificación de un soldado feroz. Era de tez oscura. El pelo todavía lo tenía negro azabache a pesar de sus años. Su voz ronca y fuerte parecía haber sido entrenada exclusivamente para dar órdenes. Tuve la impresión de que había sido soldado de caballería. Caminaba como si todavía trajera espuelas, y por alguna razón, imposible de comprender, oía espuelas cuando caminaba.
Lucas Coronado me presentó y le dijo que había venido de Arizona a ver a su padre, a quien yo había conocido en Nogales. Ignacio Flores no se sorprendió para nada.
– Oh, sí -dijo-. Mi padre viaja muchísimo. Sin mayores preliminares, nos explicó dónde podríamos encontrar a su padre. No nos acompañó, yo pensé que por cortesía. Se disculpó y se alejó, marchando como si estuviera en un desfile.
Me preparé para ir a la casa del viejo con Lucas Coronado, pero declinó la invitación; quería que lo llevara de vuelta a su casa.
– Creo que usted ya encontró al hombre que buscaba, y siento que debe usted estar solo -dijo.
Me maravillé de lo extraordinariamente correctos que eran estos yaquis y a la vez, tan feroces. Me habían contado que los yaquis eran salvajes, que no tenían ningún escrúpulo en matar a alguien; pero en lo que a mí concernía, sus características más notables eran su cortesía y su consideración.
Manejé hasta la casa del padre de Ignacio Flores, y allí encontré al hombre que buscaba.
– Me pregunto por qué mintió Jorge Campos, diciéndome que lo conocía -dije al final de mi relato.
– No te mintió -dijo don Juan con la firmeza de alguien que aprobaba la conducta de Jorge Campos-. Ni siquiera falseó sus palabras. Te consideró un tonto y te iba a estafar. Sin embargo, no pudo llevar a cabo su plan porque el infinito lo venció. ¿Sabes que desapareció poco después de conocerte, y que nunca lo encontraron? Jorge Campos fue un personaje de mucho significado para ti -continuó-. Encontrarás en lo que sucedió entre ustedes una especie de esquema que te servirá de guía, porque él es la representación de tu vida.
– ¿Porqué? ¡Yo no soy un estafador! -protesté.
Se rió como si supiera algo que yo no sabía. Al instante, me encontré en medio de una extensa explicación acerca de mis acciones, mis ideales, mis expectativas. Sin embargo, un extraño pensamiento me exhortó a considerar, con el mismo fervor con el que me estaba justificando, el hecho de que bajo ciertas circunstancias yo podría llegar a ser como Jorge Campos. Encontré ese pensamiento inadmisible, y utilicé toda mi energía disponible para refutarlo. Sin embargo, en lo profundo de mí, no me interesaba disculparme si era como Jorge Campos.
Cuando di voz a mi dilema, don Juan se rió con tantas ganas que casi se ahogó varias veces.
– Si yo fuera tú -me comentó-, escucharía lo que me dice esa voz interior. ¡Qué importaría si fueras, como Jorge Campos, un estafador barato! Sí, era un estafador barato. Tú eres más complicado. Ése es el poder del recuento. Por eso lo utilizan los chamanes. Te pone en contacto con algo que ni siquiera sospechabas que existía en ti.
Quería marcharme al momento. Don Juan sabía exactamente lo que estaba sintiendo.
– No escuches a esa voz superficial que te hace sentir rabia -me dijo con voz imponente-. Escucha a esa voz más profunda que desde ahora en adelante te va a guiar, la voz qué se está riendo. ¡Escúchala! ¡Ríete! ¡Ríete!
Sus palabras fueron como una orden hipnótica para mí. Contra mi voluntad, empecé a reír. Nunca había estado tan feliz. Me sentí libre, desenmascarado.
– Cuéntate la historia de Jorge Campos una y otra vez -dijo don Juan-. Vas a encontrar incontables riquezas en ella. Cada detalle es parte de un mapa. Es parte de la naturaleza del infinito, una vez que cruzamos cierto umbral, el poner delante de nosotros un esquema.
Me escudriñó un largo rato. No sólo me miró, sino que fijó la vista intensamente en mí.
– Un hecho que Jorge Campos no pudo evitar -dijo finalmente-, fue el ponerte en contacto con el otro hombre, Lucas Coronado, que es tan significativo para ti como el mismo Jorge Campos, quizás aún más.
En el curso de recontar la historia de esos dos hombres, me había dado cuenta de que había pasado más tiempo con Lucas Coronado que con Jorge Campos; sin embargo, nuestros intercambios no habían sido tan intensos y habían estado marcados por enormes lagunas de silencio. Lucas Coronado no era por naturaleza un hombre locuaz y, por alguna extraña maniobra, cuando estaba silencioso lograba arrastrarme con él a ese estado.
– Lucas Coronado es la otra parte de tu mapa-dijo don Juan-. ¿No encuentras raro que sea escultor, como tú, un artista super-sensible que, como tú en cierto momento, buscaba alguien que patrocinara su arte? Buscaba un benefactor, tal como tú buscabas una mujer amante de las artes que patrocinara tu creatividad.
Entré en otro estado de lucha aterradora. Esta vez mi lucha era entre la absoluta certeza de que nunca le había hablado de ese aspecto de mi vida, el hecho de que era verdad, y el hecho de que no podía dar con la explicación de cómo había obtenido esa información. Otra vez quise marcharme. Pero nuevamente el impulso fue vencido por una voz que venía de un lugar profundo. Sin ninguna ayuda de don Juan, empecé a reírme. A una parte de mí, a un nivel muy profundo, le importaba un pepino saber cómo don Juan había conseguido esa información. El hecho que la poseía, y que la había utilizado de manera tan delicada y a la vez tan confabulante, era una maniobra que daba gusto ver. No era de ninguna consecuencia que la parte superficial en mí se enojara y quisiera marcharse.
– Muy bien -dijo don Juan dándome una palmadita fuerte en la espalda-, muy bien.
Se quedó pensativo por un momento como si acaso estuviera viendo cosas invisibles al ojo ordinario.
– Jorge Campos y Lucas Coronado son los dos extremos de un eje -dijo-. Ese eje eres tú: en un extremo, un mercenario despiadado, desvergonzado y burdo que se encarga sólo de sí mismo; horrendo pero indestructible. En el otro extremo, un artista super-sensible, atormentado, débil y vulnerable. Éste debería haber sido el mapa de tu vida, si no fuera por la aparición de otra posibilidad, la que se abrió cuando cruzaste el umbral del infinito. Me buscaste y me encontraste; y entonces, cruzaste el umbral. El intento del infinito me dijo que buscara a alguien como tú. Te encontré, cruzando también así el umbral.
Con eso terminó la conversación. Don Juan entró entonces en uno de sus largos períodos de silencio total que eran su costumbre. Fue sólo al final del día, cuando habíamos regresado a su casa y mientras estábamos sentados bajo la ramada, refrescándonos de la larga caminata que habíamos hecho, que rompió el silencio.
– Al contar lo que pasó entre tú y Jorge Campos, y tú y Lucas Coronado -siguió don Juan- hallé, y espero que tú también, un factor muy perturbador. Para mí es un augurio. Señala el final de una era, lo que significa que lo que está allí no puede quedarse. Elementos muy frágiles te trajeron hasta mí. Ninguno de ellos podría mantenerse por sí mismo. Eso es lo que saqué de tu cuento.
Recordé que don Juan me había revelado un día que Lucas Coronado estaba mortalmente enfermo. Tenía un estado de salud que lentamente lo consumía.
– Le he mandado a decir a través de mi hijo, Ignacio, lo que tiene que hacer para curarse -siguió don Juan-, pero él cree que es una tontería y no quiere saber nada. No es culpa de Lucas. La raza humana entera no quiere saber nada. Oyen solamente lo que quieren oír.
Me acordé que le había insistido a don Juan que me dijera qué podía decirle a Lucas Coronado para ayudarlo a aliviar el dolor y la angustia mental. No sólo don Juan me lo dijo, sino que me advirtió que si Lucas Coronado lo quería, fácilmente podría sanarse él mismo. Sin embargo, cuando fui con el recado de don Juan, Lucas Coronado me miró como si estuviera loco. Luego pasó a hacer una brillante (y si hubiera sido yo yaqui horriblemente ofensiva) descripción de un hombre aburridísimo por la infundada insistencia de alguien. Pensé que sólo un yaqui podía ser tan sutil.
– Esas cosas no me ayudan -dijo finalmente en tono desafiante, enojado por mi falta de sensatez-. En verdad, no importa. Todos tenemos que morir. Pero no vayas a creer que he perdido toda esperanza. Voy a conseguir dinero del banco del gobierno. Me van a dar dinero por avanzado sobre mi cosecha y voy a conseguir suficiente para comprar algo que me va a sanar, ipso facto. Se llama Vi-ta-mi-nol.
– ¿Qué es Vitaminol? -le había preguntado.
– Es algo que anuncian por la radio -dijo con la inocencia de un niño-. Cura todo. Se recomienda para personas que no comen diariamente carne, pescado o carne de ave. Se recomienda para personas como yo, que apenas podemos mantener juntos el cuerpo y el alma.
En mi avidez por ayudar a Lucas Coronado, cometí uno de los errores más graves imaginables en una sociedad de gente tan hipersensible como los yaquis. Ofrecí darle el dinero para comprar su Vitaminol. Su fría mirada me reveló a qué grado lo había herido. Mi error fue imperdonable. Muy calladamente, Lucas Coronado me dijo que tenía los recursos económicos para comprarse su propio Vitaminol.
Regresé a la casa de don Juan. Quería llorar. Mi avidez me había traicionado.
– No gastes tu energía preocupándote por tales cosas -dijo don Juan fríamente-. Lucas Coronado está preso dentro de un ciclo vicioso, pero también lo estás tú. Y lo están todos. Él tiene su Vitaminol, que confianzudamente cree que le va a sanar todo y resolver todos sus problemas. En este momento, no tiene con qué comprarlo, pero con el tiempo, tiene grandes esperanzas de poder hacerlo. -Don Juan me escudriñó con sus ojos brillantes-. Te dije que los actos de Lucas Coronado eran el mapa de tu vida -dijo- Créemelo que lo son. Lucas Coronado te señaló el Vitaminol y lo hizo tan poderosa y dolorosamente, que te hirió y te hizo llorar.
Don Juan dejó de hablar. Fue una larga y muy eficaz pausa.
– Y no me digas que no entiendes lo que te estoy diciendo -me dijo-. De una manera u otra, todos tenemos nuestra propia versión de Vitaminol.
El segmento de la historia de mi encuentro con don Juan que él no quería oír, tenía que ver con los sentimientos e impresiones que sentí al entrar, ese día fatal, a su casa; el contradictorio choque entre mis expectativas y la realidad de la situación, y el efecto que un racimo de las ideas más extravagantes que jamás he tenido causó en mí.
– Eso es más bien una confesión que una narración de sucesos -me dijo una vez, cuando intenté contárselo.
– No puede estar más errado, don Juan -empecé, pero me detuve. Algo en su mirada me dijo que él tenía razón. Lo que yo dijera parecería halago, adulación. Lo que pasó durante nuestro primer verdadero encuentro, sin embargo, fue de una importancia trascendental para mí, un suceso de consecuencias finales.
Durante mi primer encuentro con don Juan, en la estación de autobuses de Nogales, Arizona, algo de una naturaleza extraordinaria me sucedió, pero estaba camuflado por mis preocupaciones con la presentación del yo. Quería causarle una fuerte impresión a don Juan, y al intentarlo, había enfocado toda mi atención en el acto de venderme, por decirlo así. Sólo después de meses sucedió que un residuo extraño de sucesos olvidados empezó a aparecer.
Un día, de la nada y sin que yo lo provocara o lo dirigiera, me acordé de algo con una claridad extraordinaria, algo que me había pasado completamente por alto durante mi encuentro mismo entre don Juan y yo. Cuando me frenó al querer decirle mi nombre, me había escudriñado y su mirada había penetrado en mis ojos, dejándome paralizado. Había infinitamente más que yo le podía decir acerca de mí. Podría haber expuesto durante horas y con gran detalle mi conocimiento y valor, si no hubiera sido que su mirada me dejó seco.
En vista de esta nueva realización, me puse a considerar de nuevo todo lo que me había ocurrido en aquella ocasión. Mi conclusión inevitable fue que había experimentado la interrupción de cierto flujo misterioso que me mantenía, un flujo que jamás antes había sido interrumpido, por lo menos no en la manera en que lo hizo don Juan. Cuando intenté describir a mis amigos lo que había experimentado físicamente, un extraño sudor empezó a cubrirme el cuerpo entero; el mismo sudor que había sentido cuando don Juan me dio esa mirada; en ese momento, no solamente había sido incapaz de pronunciar una sola palabra, sino también de tener un solo pensamiento.
Por algún tiempo después, me quedé enfocado sobre la sensación física de la interrupción, para la cual no encontraba yo ninguna explicación racional. Argumenté, durante un tiempo, que don Juan me había hipnotizado, pero mi memoria me decía que él no me había dado ninguna orden hipnótica ni había hecho ningún movimiento que pudiera haber atrapado mi atención. De hecho, simplemente me había mirado. Era la intensidad de aquella mirada lo que la hizo aparecer como si me hubiera escudriñado durante largo rato. Su mirada me había obsesionado y me había dejado descompuesto físicamente a un nivel profundo.
Cuando finalmente tuve a don Juan de nuevo delante de mí, lo primero que percibí era que no se parecía para nada a lo que me había imaginado durante todo el tiempo que traté de encontrarlo. Había fabricado una imagen del hombre que había conocido en la estación de autobuses, imagen que perfeccionaba todos los días al aparentemente recordar más y más detalles. En mi mente, era un viejo todavía fuerte y ágil, pero casi delicado. El hombre delante de mí era muscular y decisivo. Caminaba con agilidad, pero no era de paso fino. Sus pasos era firmes aunque ligeros. Irradiaba vitalidad y propósito. El recuerdo que compuse no estaba en armonía con la cosa real. Creí que tenía pelo corto y blanco y una tez bastante morena. El pelo lo tenía más largo y no tan blanco como me lo imaginaba. La tez tampoco la tenía tan oscura. Podría haber jurado que sus facciones eran agudas como las de un ave, a causa de su edad. Pero no era así. Tenía la cara llena, casi redonda. De un vistazo, la característica más sobresaliente del hombre que me estaba mirando eran sus ojos oscuros, que brillaban con una luz peculiar, danzante.
Algo se me había pasado completamente por alto en mi primera evaluación de él, y era que su apariencia entera era la de un atleta. Tenía espaldas anchas, el estómago plano; su postura estaba firmemente plantada sobre el suelo. No había debilidad en sus rodillas ni temblores en sus brazos. Había imaginado un ligero temblor en la cabeza y los brazos, como si estuviera nervioso o inestable. También imaginé que medía alrededor de un metro setenta, diez centímetros menos que su estatura real.
Don Juan no manifestó ninguna sorpresa al verme. Quería decirle cuán difícil había sido encontrarlo. Quería que me felicitara por mis esfuerzos titánicos, pero simplemente se rió de mí en tono de broma.
– Tus esfuerzos no me importan -dijo-. Lo que me importa es que encontraste dónde vivo. Siéntate, siéntate -dijo atrayéndome, señalando una de las cajas de carga que estaban bajo su ramada y dándome una palmada en la espalda; pero no era una palmada amistosa.
Era como si me hubiera golpeado en la espalda, aunque nunca me tocó. Su cuasi-palmada creó una sensación extraña e inestable que apareció de pronto y desapareció antes de que pudiera captar lo que era. Lo que quedó en mí fue un extraña tranquilidad. Sentí bienestar. Mi mente estaba clara. No tenía ni expectativas ni deseos. Mi acostumbrada nerviosidad y mis manos sudadas, las señales de mi existencia, desaparecieron de pronto.
– Ahora vas a comprender todo lo que te voy a decir -me dijo don Juan mirándome a los ojos como lo había hecho en la estación de autobuses.
Usualmente hubiera hallado su pronunciamiento superficial, quizá retórico, pero cuando lo dijo no pude sino asegurarle repetida y sinceramente que iba a comprender todo lo que me dijera. Me miró de nuevo a los ojos con una intensidad feroz.
– Soy Juan Matus -dijo, sentándose en otra caja a unos metros de mí-. Ése es mi nombre y lo articulo porque con él estoy haciendo un puente para que cruces adonde yo estoy.
Se me quedó mirando un instante antes de volver a hablar.
– Soy chamán -siguió-. Pertenezco a un linaje de chamanes que ha durado veintisiete generaciones. Soy el nagual de mi generación.
Me explicó que el líder de un grupo de chamanes como él se llamaba «nagual», y que éste era un término genérico que se aplicaba a un chamán de cada generación que tenía una configuración energética específica que lo apartaba de los demás. No en términos de superioridad o inferioridad, o nada por el estilo, sino en términos de la capacidad de ser responsable.
– Sólo el nagual -dijo- tiene la capacidad energética de ser responsable del destino de sus cohortes. Cada uno de sus cohortes sabe esto y accede. El nagual puede ser hombre o mujer. En el tiempo de los chamanes que fueron los fundadores de mi linaje, las mujeres eran, por regla, las naguales. Su pragmatismo natural, producto de su feminidad, condujo a mi linaje hacia pozos de practicalidades de los que casi no pudieron salir. Entonces, los hombres asumieron la dirección y condujeron a mi linaje hacia pozos de imbecilidades de los cuales apenas estamos saliendo ahora.
»Desde el tiempo del nagual Luján, que vivió hace unos doscientos años -siguió-, ha habido un nexo conjunto de esfuerzo, compartido por un hombre y una mujer. El hombre nagual trae sobriedad; la mujer nagual trae innovación.
Quería preguntarle en ese momento si había una mujer en su vida que fuera la mujer nagual, pero la profundidad de mi concentración no me permitió formular la pregunta. En cambio, él la formuló por mí.
– ¿Hay una mujer nagual en mi vida? -preguntó-. No, no la hay. Soy un brujo solitario. Sin embargo, tengo mis cohortes. En este momento, no andan por aquí.
Un pensamiento emergió en mi mente con un vigor incontenible. En aquel instante me acordé de lo que algunas personas en Yuma me habían dicho, que don Juan andaba con un grupo de mexicanos que parecían estar muy bien entrenados en maniobras de brujería.
– Ser chamán -continuó don Juan- no significa practicar hechizos, o tratar de afectar a la gente, o ser poseído por los demonios. El ser chamán significa alcanzar un nivel de consciencia que da acceso a cosas inconcebibles. El término «brujería» no tiene la capacidad de expresar lo que hacen los chamanes, ni tampoco el término «chamanismo». Las acciones de los chamanes existen exclusivamente en el reino de lo abstracto, de lo impersonal. Los chamanes luchan para alcanzar una meta que nada tiene que ver con la búsqueda del hombre común. Los chamanes aspiran a llegar al infinito, y a ser conscientes de ello.
Don Juan continuó, diciendo que la tarea de los chamanes era enfrentarse al infinito, y que se sumergen en él diariamente, tal como un pescador se sumerge en el mar. Era una tarea tan enorme que los chamanes tenían que pronunciar sus nombres antes de entrar en ello. Me recordó que en Nogales había pronunciado su nombre antes de que se llevara a cabo interacción alguna entre nosotros. Había afirmado, de esa manera, su individualidad ante el infinito.
Comprendí con una claridad sin igual lo que me explicaba. Ni siquiera tenía que pedir aclaraciones. La agudeza de pensamiento debería haberme sorprendido, pero no fue así. Supe en aquel momento que siempre había sido claro de pensamiento, que sólo me hacía el tonto para el beneficio de otro.
– Sin que supieras nada -continuó-, te inicié en una búsqueda tradicional. Tú eres el hombre a quien buscaba. Mi búsqueda terminó cuando te encontré, y la tuya cuando me encontraste ahora.
Don Juan me explicó que como nagual de su generación estaba buscando a un individuo que tuviera una configuración energética específica, adecuada para asegurar la continuidad de su linaje. Dijo que, en cierto momento, el nagual de cada generación durante veintisiete generaciones sucesivas, había entrado en la experiencia más desgarradora de su vida; la búsqueda de sucesión.
Mirándome directamente a los ojos, dijo que lo que hacía que seres humanos se convirtieran en chamanes era su capacidad de percibir la energía tal como fluye en el universo, y que cuando los chamanes perciben a un ser humano de esta manera, ven una bola luminosa, o una figura luminosa en forma de huevo. Su postura era que los seres humanos no sólo son capaces de ver energía directamente como fluye en el universo, sino que en verdad la ven, pero no están deliberadamente concientes de verla.
Hizo inmediatamente la distinción más crucial para los chamanes, la que hay entre el estado general de ser consciente y el estado particular de ser deliberadamente consciente de algo. Categorizó a todos los seres humanos como poseedores de conciencia de manera general, que les permite ver energía directamente, y categorizó a los chamanes como los únicos seres humanos que son deliberadamente conscientes de ver energía directamente. En seguida, definió «conciencia» como energía y «energía» como un flujo constante, una vibración luminosa que nunca está quieta sino siempre en movimiento por impulso propio. Afirmó que cuando se ve a un ser humano se percibe como una aglomeración de campos energéticos unidos por la fuerza más misteriosa del universo: una fuerza vibratoria aglutinante y unificadora que mantiene juntos a los campos energéticos en una unidad cohesiva. Explicó además que el nagual era un chamán específico de cada generación, a quien los otros chamanes podían ver, no como una sola bola luminosa, sino como una unidad de dos esferas de luminosidad fundidas la una sobre la otra.
– Esta característica de ser doble -continuó-, le permite al nagual llevar a cabo maniobras que son bastante difíciles para un chamán ordinario. Por ejemplo, el nagual es conocedor de la fuerza que nos mantiene como una unidad cohesiva. El nagual puede fijar su atención total por una fracción de un segundo sobre esa fuerza y paralizar a otra persona. Te hice eso en la estación de autobuses porque quería detener tu bombardeo de yo, yo, yo, yo, yo, yo, yo. Quería que me encontraras y te dejaras de mierdas.
»Mantenían los chamanes de mi linaje -continuó don Juan-, que la presencia de un ser doble, un nagual, basta para aclararnos las cosas. Lo que es raro es que la presencia del nagual aclara las cosas de manera velada. Me ocurrió a mí cuando conocí al nagual Julián, mi maestro. Su presencia me confundió durante años, porque cada vez que estaba cerca de él pensaba claramente, pero cuando él se alejaba, volvía yo a ser el mismo idiota que siempre había sido.
»Tuve el privilegio -siguió don Juan- de conocer y tratar con dos naguales. Por seis años, a pedido del nagual Elías, el maestro del nagual Julián, fui a vivir con él. Él es el que me crió, por decirlo así. Un privilegio de lo más inusual. Tenía un lugar en la primera fila para observar lo que es realmente un nagual. El nagual Elías y el nagual Julián eran dos hombres de temperamentos tremendamente diferentes. El nagual Elías era más callado y estaba perdido en la oscuridad de su silencio. El nagual Julián era rimbombante, un hablador compulsivo. Parecía que vivía para apantallar a las mujeres. Había más mujeres en su vida que lo que uno quisiera pensar. A la vez, los dos se parecían asombrosamente en que no tenían nada adentro. Estaban vacíos. El nagual Elías era una colección de asombrosos cuentos hechizantes de regiones desconocidas. El nagual Julián era una colección de historias que tenía a todos muertos de carcajadas. Cuando trataba de dar con el hombre en ellos, el verdadero hombre, como podía con mi padre; con el hombre en toda la gente que conocía, no encontraba nada. En vez de tener a una persona real dentro de ellos, había un montón de cuentos acerca de gentes desconocidas. Cada hombre tenía su gracia, pero el resultado final era igual: el vacío, un vacío que no reflejaba el mundo, sino el infinito.
Don Juan siguió explicando que en el momento en que uno cruza el peculiar umbral del infinito, sea deliberadamente o como en mi caso, inconscientemente, todo lo que le pasa a uno desde ese momento, ya no está exclusivamente en el dominio de uno, sino que entra en el reino del infinito.
– Cuando nos conocimos en Arizona, los dos cruzamos un peculiar umbral -continuó-. Y ese umbral no fue decidido ni por ti ni por mí; sino por el infinito mismo. El infinito es todo lo que nos rodea. -Dijo esto haciendo un gesto amplio con los brazos-. Los chamanes de mi linaje lo llaman el infinito, el espíritu, el oscuro mar de la conciencia, y dicen que es algo que existe allí afuera y que rige sobre nuestras vidas.
Podía realmente comprender todo lo que me estaba diciendo, y sin embargo, no sabía de qué demonios estaba hablando. Le pregunté si cruzar el umbral había sido un suceso accidental, resultado de circunstancias impredecibles regidas por el azar. Contestó que sus pasos y los míos fueron guiados por el infinito, y que circunstancias que parecían ser regidas por el azar fueron en esencia guiadas por el lado activo del infinito. Lo llamó intento.
– Lo que nos reunió a ti y a mí -siguió-, fue el intento del infinito. Es imposible determinar lo que es este intento del infinito, sin embargo está allí, tan palpable como tú y yo. Los chamanes dicen que es un temblor en el aire. La ventaja de los chamanes es el saber que existe el temblor en el aire y asentir a él sin más. Para los chamanes no hay cavilaciones, preguntas, especulaciones. Saben que todo lo que tienen es la posibilidad de unirse con el intento del infinito, y lo hacen.
Nada podría haber sido más claro que esos pronunciamientos. En cuanto a mí, la verdad de lo que me decía era tan auto-evidente que no me permitía pensar cómo tales aseveraciones absurdas podían parecer tan racionales. Sabía que todo lo que decía don Juan no sólo era una perogrullada, sino que podía comprobarlo al referirme a mi propio ser. Yo sabía acerca de todo lo que hablaba. Tenía la sensación de haber vivido cada vuelta de su descripción.
Allí terminó nuestra conversación. Algo pareció desinflarse dentro de mí. Fue en aquel instante cuando se me ocurrió que estaba perdiendo la cabeza. Había sido cegado por pronunciamientos estrafalarios y había perdido todo sentido concebible de la objetividad. A consecuencia, me fui de la casa de don Juan muy apresuradamente, sintiéndome amenazado hasta el corazón por un enemigo invisible. Don Juan me acompañó a mi coche, totalmente a sabiendas de lo que pasaba dentro de mí.
– No te preocupes -me dijo, poniéndome la mano sobre el hombro-. No te estás volviendo loco. Lo que sentiste fue un ligero toque del infinito.
Con el paso del tiempo, pude comprobar lo que don Juan había dicho de sus dos maestros. Don Juan Matus era exactamente como esos dos hombres a los que había descrito. Hasta diría que era una unión extraordinaria de los dos; por un lado, extremadamente callado e introspectivo; por otro, extremadamente abierto y ocurrente. El pronunciamiento más acertado de lo que es un nagual, y que articuló ese día en que lo encontré, es que el nagual está vacío, y que ese vacío no refleja el mundo sino que refleja el infinito.
Nada puede haber sido más acertado que esto con referencia a don Juan Matus. Su vacío reflejaba el infinito. No existía alboroto en él, ni aseveraciones sobre el yo. No había ni una pizca de necesidad de enojos o remordimientos. Era suyo el vacío del guerrero-viajero, avezado al punto que no da nada por supuesto. Un guerrero-viajero que nunca subestima o sobreestima nada. Un luchador callado y disciplinado, cuya elegancia es tan extrema que nadie, no importa cuánto se esfuerce por ver, encontrará la costura donde se une toda esa complejidad.