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El Lado Activo Del Infinito - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

EL FINAL DE UNA ERA

LAS PROFUNDAS PREOCUPACIONES DE LA VIDA COTIDIANA

Fui a Sonora a ver a don Juan. Tenía que hablar con él acerca de un acontecimiento de enorme gravedad que me acosaba en aquel momento. Necesitaba su consejo. Cuando llegué a su casa, apenas lo saludé. Me senté y comencé a decirle de buenas a primeras lo que me pasaba.

– Cálmate, cálmate -dijo don Juan-. Nada puede ser tan grave.

– ¿Qué es lo que me está pasando, don Juan? -le pregunté. Era una pregunta retórica de mi parte.

– Son los efectos del infinito -contestó-. Algo le pasó a la forma en que percibes, el día que me conociste. Tu sensación de nerviosismo se debe a la realización subliminal de que se te ha acabado el tiempo. Tienes conciencia de ello, pero no estás deliberadamente consciente. Sientes la ausencia de tiempo y es lo que te hace impaciente. Lo sé porque me pasó a mí y a todos los chamanes de mi linaje. En un momento dado, una era entera de mi vida, o de sus vidas, terminó. Ahora te toca a ti. Simplemente se te ha acabado el tiempo.

Exigió entonces un recuento total de todo lo que me había pasado. Me dijo que tenía que ser completo, sin omisión de ningún detalle. No buscaba bosquejos. Quería que le presentara el impacto total de lo que me estaba molestando.

– Vamos a hacer esta conversación, como dicen en tu mundo, al pie de la letra -me dijo-. Vamos a entrar en el reino de las conversaciones formales.

Don Juan explicó que los chamanes del México antiguo habían concebido la idea de conversaciones formales versus conversaciones informales, y utilizaban ambas como medios para enseñar y guiar a sus discípulos. Las conversaciones formales consistían para ellos, en resúmenes que hacían de vez en cuando de todo lo que les habían enseñado o dicho a sus discípulos. Las conversaciones informales eran elucidaciones diarias en las cuales las cosas se explicaban con referencia sólo al fenómeno que se examinaba en ese momento.

– Los chamanes no se guardan nada para sí -continuó-. El vaciarse de esta manera es una maniobra chamanística. Los conduce a abandonar la fortaleza del yo.

Empecé mi recuento, diciéndole a don Juan que las circunstancias de mi vida jamás me habían permitido ser introspectivo. Cuanto más me remontaba en mi pasado, más recordaba que mi vida cotidiana había estado llena de problemas pragmáticos que exigían una resolución inmediata. Recuerdo que mi tío predilecto me dijo que estaba horrorizado de darse cuenta de que nunca había yo recibido un regalo de Navidad o de cumpleaños. Yo había ido a vivir a casa de la familia de mi padre poco antes de que mi tío me dijera eso. Me habló en tono compasivo de lo injusto de mi situación. Hasta se disculpó, aunque él no tenía nada que ver con el asunto.

– Es horripilante, chico -dijo moviendo la cabeza-. Quiero que sepas que te apoyo cien por ciento cuando llegue el momento de las reparaciones.

Insistió una y otra vez que tenía que perdonar a los que me habían hecho esos desagravios. Por lo que él me decía, supuse que quería que me enfrentara a mi padre con el hallazgo, y que lo acusara de indolencia y descuido, y luego, claro, que lo perdonara. Lo que él no había notado era que yo no me sentía para nada agraviado. Lo que él me pedía exigía una naturaleza introspectiva que me hiciera responder a los malestares provenientes del abuso psicológico, una vez que me los hubieran señalado. Le aseguré a mi tío que iba a pensarlo, pero no en ese momento, porque en ese instante mi novia estaba en la sala esperándome y haciéndome señas desesperadas de que me apresurara.

Nunca tuve oportunidad de pensarlo, pero mi tío debe de haber hablado con mi padre, porque recibí un regalo de él, un paquete bien envuelto, con listón y todo, y una tarjetita que decía: «Lo siento”. Con gran curiosidad, rompí ávidamente la envoltura. Había una caja de cartón, y adentro un juguete precioso, un barquecito con una llave de cuerda atada al tubo de vapor. Era un juguete para jugar en la tina a la hora del baño. Mi padre había olvidado por completo que yo ya tenía quince años y que era un hombre hecho y derecho.

Como había llegado a la edad de la madurez todavía incapaz de verdadera introspección, me era novedoso, años después, encontrarme en medio de una agitación emotiva muy extraña que parecía incrementar con el paso del tiempo. Lo dejé a un lado, atribuyéndolo a los procesos naturales de la mente o del cuerpo, que entran en acción de vez en cuando sin ninguna razón aparente, o quizá como resultado de los procesos bioquímicos del cuerpo mismo. No le di importancia. Sin embargo, la agitación seguía creciendo y la presión fue tal que me forzó a creer que había llegado a un momento de mi vida en la que necesitaba un cambio drástico. Había algo en mí que exigía un nuevo arreglo. Esta urgencia de hacer cambios era conocida. La había experimentado antes, pero había estado pasiva durante mucho tiempo.

Estaba comprometido con el estudio de la antropología, y este compromiso era tan fuerte que la idea de no estudiar antropología nunca formó parte de los cambios drásticos que me proponía. Lo primero que me vino a la cabeza era que necesitaba cambiar de universidades, irme lejos de Los Ángeles.

Antes de hacer un cambio de esa magnitud, quería ponerlo a prueba. Me inscribí en un programa de verano de una universidad en otra ciudad. El curso de mayor importancia para mí, era uno de antropología dictado por la máxima autoridad sobre los indios de la región andina. Estaba yo con la idea de que si enfocaba mis estudios sobre un área que me fuera accesible emocionalmente, tendría mejor oportunidad de hacer mi trabajo de campo antropológico al momento debido. Concebí que mi conocimiento de la América del Sur iba a otorgarme mayor acceso a cualquier sociedad indígena de esas regiones.

Al inscribirme, conseguí simultáneamente un trabajo como asistente de investigación con un psiquiatra, el hermano mayor de uno de mis amigos. Él quería hacer un análisis de contenido basado en extractos de algunas grabaciones inocuas con jóvenes, preguntas y respuestas sobre problemas de exceso de estudio, expectativas no logradas, falta de comprensión en el ambiente del hogar, amores frustrados, etc. Las grabaciones tenían más de cinco años y se iban a destruir, pero antes, se les asignaron a cada carrete de cintas cifras al azar, y siguiendo una tabla, el psiquiatra y sus asistentes recogían carretes y examinaban los extractos que podían ser analizados.

Durante el primer día de clase en la nueva universidad, el profesor de antropología habló sobre sus credenciales y preparación académica, y deslumbró a los estudiantes con el ámbito de su conocimiento y sus publicaciones. Era un hombre alto, delgado, de unos cuarenta años de edad, de furtivos ojos azules. Lo que más me llamó la atención de su apariencia era que sus ojos se veían enormes detrás de los lentes de aumento para el astigmatismo, y que cada uno de sus ojos daba la impresión de ir en dirección opuesta del otro al mover la cabeza y al hablar. Sabía que no podía ser verdad; sin embargo, era una visión bastante desconcertante. Iba muy bien vestido, sobre todo para un antropólogo, que en aquel tiempo eran conocidos por su forma de vestir informal. Los estudiantes describían a los arqueólogos, por ejemplo, como criaturas perdidas en fechado de carbono-14 que nunca se bañaban.

Sin embargo, por razones que ignoraba, lo que en verdad lo hacía diferente no era su apariencia física ni su erudición, sino su modo de hablar. Pronunciaba cada palabra con una claridad sin par, haciendo énfasis en ciertas palabras al alargarlas. Tenía una entonación marcadamente extranjera, pero sabía yo que era una afectación. Pronunciaba ciertas frases como un inglés, y otras como un predicador fundamentalista.

A pesar de su tremenda pomposidad, me fascinó desde un principio. Su importancia personal era tan obvia, que dejaba de ser problema pasados los primeros cinco minutos de clase, las cuales siempre eran muestras rimbombantes de conocimiento, basadas en las aserciones más descaradas de sí mismo. Su dominio sobre el foro era estupendo. Todos los estudiantes con los que hablé le tenían la más grande admiración a este extraordinario hombre. Sinceramente, pensé que todo iba muy bien y que el cambio a otra universidad y a otra ciudad iba ser fácil e inocuo, pero totalmente positivo. Me gustó mi nuevo ambiente.

En el trabajo, me entregué totalmente a escuchar las grabaciones; a tal extremo, que me metía a escondidas en la oficina para escuchar, no los extractos, sino las grabaciones enteras. Lo que al principio me fascinó sin medida, era el hecho de que me oía a mí mismo en cada grabación. Al correr de las semanas y al haber escuchado más grabaciones, mi fascinación se convirtió en horror. Cada oración que se decía, incluso las preguntas del psiquiatra, era mía. Esas personas hablaban desde mis entrañas. La repugnancia que experimentaba era algo nuevo para mí. Nunca había imaginado que yo podía ser repetido interminablemente en cada hombre o mujer que oía hablar en esas grabaciones. El sentido de individualidad que se me había inculcado desde el momento de nacer, se desmoronó sin esperanza alguna bajo el impacto de este descubrimiento colosal.

Empecé entonces el proceso odioso de tratar de restaurarme a mí mismo. Inconscientemente, hice un torpe intento de introspección; traté de salir de mi estado hablando a solas interminablemente. Repasé mentalmente todas las racionalizaciones posibles que apoyaran mi sentimiento de unicidad, y luego me hablé en voz alta acerca de ellas. Hasta experimenté algo bastante revolucionario; me despertaba a mí mismo hablando en voz alta en mis sueños, discutiendo mi valor y mi unicidad. Luego, un día horripilante, sufrí otro golpe mortal. Durante la madrugada, me despertó un insistente golpe en la puerta. No era un toque tímido, gentil, sino lo que mis amigos llamaban un «golpe Gestapo». La puerta estaba por caerse. Salté de la cama y espié por la ranura. La persona que tocaba era mi jefe, el psiquiatra. Como yo era amigo de su hermano menor, se había creado una vía de comunicación con él. Se había vuelto mi amigo sin más ni más, y allí estaba, en mi umbral. Encendí las luces y abrí la puerta.

– Por favor, pase -dije-. ¿Qué pasó?

Eran las tres de la mañana y, por su aspecto lívido y sus ojos hundidos, sabía que algo andaba mal. Entró y se sentó. Su orgullo y deleite, la cabellera de largo pelo negro, le caía sobre la cara. No hizo ningún esfuerzo por peinarse, como siempre lo hacía. Me gustaba mucho porque era la versión mayor de mi amigo en Los Ángeles, con sus cejas negras y gruesas, sus ojos penetrantes color castaño, su mandíbula cuadrada y sus labios gruesos. Su labio superior parecía tener un pliegue doble por dentro y a veces, cuando sonreía, parecía tener un doble labio superior. Siempre hablaba de la forma de su nariz, que describía como nariz impertinente y agresiva. Yo lo veía como alguien que tenía muchísima confianza en sí mismo. Según él, esas cualidades eran lo importante en su profesión.

– ¡Qué pasó! -repitió en tono de burla, el doble labio superior temblándole incontrolablemente-. Cualquiera puede ver que esta noche me pasó todo.

Se sentó en una silla. Parecía estar mareado, desorientado, buscando palabras. Se levantó y se fue al sofá, casi cayendo sobre él.

– No sólo me cargo la responsabilidad de mis pacientes -siguió-, la de mi beca de investigación, la de mi mujer y mis hijos, sino que ahora se me viene encima otro maldito problema, y lo que me jode es que es por mi propia culpa, por mi estupidez en poner mi confianza en una puta de mierda.

»Escúchame bien, Carlos -continuó-, no hay nada más horrendo, repugnante, asqueroso, carajo, que la insensibilidad de las mujeres. ¡Yo no odio a las mujeres, tú bien lo sabes! Pero en este momento, me parece que todos los coños son eso, simplemente coños. Hipócritas y viles.

No sabía qué decir. Lo que me estaba diciendo no se podía ni afirmar ni contradecir. De cualquier manera, no me hubiera atrevido a contradecirlo. No tenía las armas. Estaba muy cansado. Quería volverme a dormir, pero él seguía hablando como si de ello le dependiera la vida.

– Conoces a Teresa Manning, ¿no? -me preguntó de una manera agresiva y acusatoria.

Por un instante, creí que me acusaba de andar en líos con su hermosa y joven estudiante-secretaria. Sin darme tiempo para responder, siguió hablando.

– Teresa Manning es un culo. ¡Es una babosa! Una idiota desconsiderada que no tiene otra meta en la vida que cogerse a alguien que tenga un poco de fama o notoriedad. Yo la creía inteligente y sensible. Yo creía que tenía algo, alguna comprensión, alguna empatía, algo que uno quisiera compartir o mantener como algo precioso sólo para sí. No sé, pero ésa es la imagen que ella creó para mí, cuando en realidad es obscena y degenerada, y hasta pudiera añadir, irremediablemente grosera.

Mientras continuaba hablando, una extraña visión empezó a formarse. Evidentemente el psiquiatra acababa de sufrir una mala experiencia con su secretaria.

– Desde el día que vino a trabajar conmigo -siguió-, sabía que tenía una fuerte atracción sexual por mí, pero nunca se atrevió a decir nada. Se quedaba todo en insinuaciones y miradas. ¡Pero carajo! Esta tarde me cansé de todas las indirectas y las insinuaciones y me fui al grano. Me acerqué a su escritorio y le dije: «Yo sé lo que quieres y tú sabes lo que quiero”.

Se enredó en un recuento elaborado de cuán agresivamente le había dicho que lo esperara en su apartamento frente a la universidad a las 11.30 p.m., y que él no cambiaba sus rutinas para nadie, que leía y trabajaba y bebía su vino hasta la una, y a esa hora se retiraba a su alcoba. Tenía un apartamento en la ciudad además de su casa en las afueras, en la cual vivía con su mujer y sus hijos.

– Tenía yo tal confianza en que este asunto iba a salir de maravilla, ser algo verdaderamente memorable -dijo con un hondo suspiro. Su voz adquirió el tono de alguien que está relatando algo íntimo-. Hasta le di la llave del apartamento -siguió y se le quebró la voz.

»Muy sumisamente, llegó a las once y media -continuó-. Entró sola, con su propia llave, y como sombrita se metió a la alcoba. Eso me excitó terriblemente. Sabía que no me iba a dar nada de lata. Ella sabía el papel que le correspondía. A lo mejor se durmió sobre la cama. O se quedó mirando la tele. Yo me metí en mi trabajo y no me importó un pedo lo que hacía. Sabía que la tenía presa.

»Pero al momento que entré en la alcoba -continuó, la voz tensa y contraída como si estuviera mortalmente ofendido-, Teresa saltó sobre mí como un animal y trató de agarrarme el pincho. Ni me dio tiempo de dejar a un lado la botella y las dos copas que llevaba.

Tuve suficiente cordura de dejar mis dos copas de cristal Baccarat sobre el piso sin romperlas. La botella saltó por el cuarto al agarrarme ella los cojones como si fueran piedras. Quería golpearla. Hasta lancé un grito de dolor, pero eso no la detuvo. Empezó a reír insensatamente porque creyó que yo me hacía el sexy y el gracioso. Lo dijo como para calmarme.

Moviendo la cabeza con rabia contenida, dijo que la mujer estaba tan endemoniadamente ávida y era tan egoísta que ni siquiera tomó en cuenta que un hombre necesita un momento de reposo, necesita sentirse a gusto, en casa, en un ambiente agradable. En vez de demostrar la consideración y comprensión que su papel exigía, Teresa Manning le sacó los órganos sexuales del pantalón con la mano experta de alguien que lo ha hecho cientos de veces.

– El resultado de toda esta mierda -dijo- fue que mi sensualidad huyó horrorizada. Me castró emotivamente. Mi cuerpo aborreció a esa puta mujer instantáneamente. Sin embargo, mi lujuria impidió que la echara a la calle.

Dijo que entonces decidió que en vez de perder la partida a causa de su impotencia miserablemente, como sabía que le iba a pasar, tendría sexo oral con ella y la haría tener un orgasmo, estaría a su merced; pero su cuerpo había rechazado a esa vieja tan completamente que no pudo hacerlo.

– Esa mujer para mí ya no tiene nada de hermosa -dijo-, es más bien fea. Cuando está vestida, la ropa le esconde la gordura de las caderas. Hasta se ve bien. Pero cuando está desnuda es un costal de carne fláccida blanca. Lo esbelto que presenta cuando está vestida es una mentira. No existe.

El veneno le salía al psiquiatra de formas que nunca me hubiera imaginado. Temblaba de rabia. Quería desesperadamente aparentar que tenía dominio sobre sí, pero fumaba un cigarrillo tras otro.

Dijo que el sexo oral fue aún más horrendo y repugnante, y que estaba a punto de vomitar, cuando la puta mujer le dio una patada en la panza, lo echó de su propia cama, y luego lo llamó puto impotente.

A estas alturas de la narración, los ojos del psiquiatra ardían de odio. Le temblaba la boca. Estaba pálido.

– Tengo que usar tu baño -dijo-. Quiero bañarme. Estoy pestífero. Créeme, traigo sabor a puta.

Estaba hecho un mar de llanto y yo hubiera dado todo por no estar allí. Quizás por mi fatiga, o por el tono mesmérico de su voz, o por la insensatez de la situación, pero todo creaba la ilusión de que lo que escuchaba no era la voz del psiquiatra, sino la de uno de los machos suplicantes de sus grabaciones, quejándose de problemas menores que se vuelven asuntos gigantescos al hablar obsesivamente de ellos. Mi martirio terminó como a las nueve de la mañana. Era hora de que me fuera a mi clase y hora para que él se fuera a ver a su propio psiquiatra.

Me fui a clase lleno de una ardiente ansiedad y una enorme sensación de inutilidad e incomodidad. Allí, me dieron el golpe final, el golpe que causó el desmoronamiento de mi intento de llevar a cabo un cambio drástico. Ninguna parte de mi volición tuvo que ver con el desmoronamiento, que ocurrió no sólo como si hubiera sido proyectado, sino como si su progresión hubiera sido acelerada por una mano desconocida.

El profesor de antropología empezó su discurso sobre un grupo de indios de la altiplanicie del Perú y de Bolivia, los aymará. Los llamaba los «ey-MEH-ra», alargando el nombre como si su pronunciación fuera la única acertada que existiera. Dijo que la elaboración de la chicha, que él pronunciaba «CHAI-cha», una bebida alcohólica elaborada de maíz fermentado, ocurría en el reino de una secta de sacerdotizas que eran consideradas semidiosas por los aymará. Dijo en tono de revelación, que aquellas mujeres tenían a su cargo el transformar el maíz cocinado en una pasta lista para la fermentación masticando y escupiéndolo, añadiendo de esta manera una enzima que se encuentra en la saliva humana. La clase entera gritó de horror contenido al oír la referencia a la saliva humana.

El profesor parecía estar encantado. Daba risitas de alegría. Era la risa de un niño malicioso. Continuó diciendo que las mujeres eran masticadoras expertas y se refirió a ellas como las «masticadoras de chai-cha». Miró a la primera fila del aula donde se encontraba la mayoría de las jóvenes, y dio su golpe de gracia.

– Tuve el pr-r-r-r-rivilegio -dijo con esa entonación extraña, casi extranjera- de que me invitaran a dormir con una de las masticadoras de chai-cha. El arte de masticar la pasta de chai-cha les desarrolla los músculos de la garganta y de las mejillas a tal extremo que pueden hacer maravillas.

Miró al asombrado foro, haciendo una larga pausa, con interjecciones de risitas.

– Estoy seguro de que comprenden a lo que me refiero -dijo-, y se puso histérico de risa.

La clase se enloqueció con las insinuaciones del profesor. La charla fue interrumpida por no menos de cinco minutos de risa y un bombardeo de preguntas que el profesor se negó a contestar, causando más risas.

Me sentí tan comprimido por la presión de las grabaciones, el relato del psiquiatra y las masticadoras de chai-cha del profesor, que de un solo arrebato dejé mi trabajo, dejé la universidad y me regresé a Los Ángeles.

– Lo que me pasó con el psiquiatra y con el profesor de antropología -le dije a don Juan-, me ha hundido en un estado emotivo desconocido. Lo único que se me ocurre es llamarlo introspección. Me he estado hablando a mí mismo sin parar.

– Tu enfermedad es de algo muy sencillo -dijo don Juan sacudiéndose de risa.

Aparentemente, mi situación le encantaba. Era un gusto que yo no compartía, porque no le veía la gracia.

– Tu mundo se termina -dijo-. Es el final de una era para ti. ¿Crees que el mundo que has conocido toda tu vida te va a dejar, pacíficamente, sin más? ¡No! Va a estar revolcándose debajo de ti y dándote de golpazos con la cola.

LA VISTA QUE NO PUDE SOPORTAR

Los Ángeles siempre había sido mi hogar. Mi elección de Los Ángeles no había sido cuestión de mi voluntad. Para mí, el quedarme en Los Ángeles ha sido el equivalente de haber nacido allí, quizás aún algo más profundo. Mi vínculo de afecto siempre ha sido total. Mi cariño por la ciudad de Los Ángeles siempre ha sido tan intenso, a tal grado una parte de mi ser, que nunca he tenido que darle voz. Nunca he tenido que revisarlo o renovarlo, nunca.

Tenía en Los Ángeles mi familia de amigos. Eran para mí parte de mi medio inmediato, es decir, los había aceptado totalmente tal como había aceptado la ciudad misma. Uno de mis amigos hizo la declaración una vez, un poco bromeando, de que todos nos odiábamos cordialmente. Indudablemente podían darse el lujo de tales sentimientos porque tenían otros arreglos emotivos a su disposición, como padres y esposas y maridos. Yo sólo tenía mis amigos en Los Ángeles.

Por la razón que fuera, yo era el confidente de cada uno. Cada uno de ellos me contaba todos sus problemas y vicisitudes. Mis amigos eran de una intimidad tal que nunca reconocí sus problemas o tribulaciones como algo menos que normal. Podía hablar con ellos durante horas de las mismas cosas que me habían horrorizado de las grabaciones y del psiquiatra.

Además, no me daba cuenta de que cada uno de mis amigos era increíblemente parecido al psiquiatra y al profesor de antropología. Nunca me fijé en lo tensos que estaban. Todos fumaban de manera compulsiva tal como el psiquiatra, pero nunca me había sido obvio, porque yo fumaba igual y estaba igual de tenso. La afectación de su habla era otra cosa que nunca había notado, aunque existía. Siempre afectaban el gangueo del oeste de los Estados Unidos, pero estaban muy conscientes de lo que hacían. Ni me había fijado en sus directas insinuaciones acerca de una sensualidad que eran incapaces de sentir, que conocían sólo a nivel intelectual.

La verdadera confrontación conmigo mismo empezó al enfrentarme con el dilema de Pete. Vino a verme, todo golpeado. Tenía la boca hinchada y un ojo rojizo e inflamado que evidentemente había sufrido un golpe y ya se estaban poniendo morado. Antes de que pudiera preguntarle lo que le había pasado, soltó de buenas a primeras que su mujer, Patricia, había ido durante el fin de semana a un encuentro de agentes de bienes raíces relacionado con su empleo, y que algo terrible le había sucedido. Al ver el aspecto de Pete, pensé que Patricia había estado en un accidente, estaba herida o hasta muerta.

– Pero, ¿se encuentra bien? -le pregunté, sinceramente afligido.

– Claro que está bien -ladró-. Es una puta y una bestia y nada les pasa a las putas-bestias más que se las cogen y les gusta.

Pete estaba lleno de rabia. Temblaba casi convulsivamente. Su abundante cabello rizado se le paraba por todas partes. Por lo general se lo peinaba con esmero, alisándose los rizos naturales. Ahora tenía un aspecto más loco que un demonio de tasmania.

– Todo estaba normal hasta hoy -continuó mi amigo-. Entonces, esta mañana, al salir de la ducha, me chasqueó el culo con una toalla y eso es lo que me hizo ver que andaba cogiendo con alguien.

Su razonamiento me tenía desconcertado. Lo interrogué un poco más. Le pregunté cómo el acto de chasquearlo con una toalla podía revelar tal cosa.

– Si eres un culo, no te revela nada -dijo con veneno en la voz-. Pero yo conozco a Patricia, y el jueves antes de que fuera al encuentro de agentes, ¡no podía chasquear una toalla! De hecho, nunca ha podido chasquear una toalla durante todo el tiempo que llevamos de casados. ¡Alguien tiene que habérselo enseñado cuando andaban desnudos! ¡Así es que la agarré del cuello y la ahorqué para que me dijera la verdad! ¡Sí! ¡Se está cogiendo a su jefe!

Pete dijo que había ido a la oficina de Patricia para agarrarse con su jefe, pero que el hombre estaba bien protegido por sus guardaespaldas. Lo echaron al estacionamiento. Quería romper las ventanas, tirarles piedras, pero las guardaespaldas le dijeron que si lo hacía terminaría en la cárcel, o aún peor, con una bala en la cabeza.

– ¿Son los que te golpearon, Pete? -le pregunté.

– No -dijo, abatido-. Anduve por la calle y entré en la oficina de ventas de una agencia de coches usados. Le di un golpazo al primer vendedor que vino a hablarme. El hombre estaba aturdido, pero no se enojó. Me dijo: «¡Cálmese, señor, cálmese! Aún se puede negociar”.

Cuando lo volví a golpear en la boca, se puso fúrico. Era un tipo grande y me dio en la boca y en el ojo y me dejó tirado en el suelo. Cuando desperté -continuó Pete-, estaba acostado en el sofá de su oficina. Oí que llegaba una ambulancia, así es que me levanté y salí corriendo. Entonces vine a verte.

Empezó a sollozar sin contenerse. Vomitó. Estaba hecho un desperdicio. Llamé a su mujer y en menos de diez minutos llegó al apartamento. Se puso de rodillas delante de Pete y le juró que lo amaba sólo a él, que todo lo demás que ella hacía eran imbecilidades y que el de ellos era un amor de vida o muerte. Los otros no eran nada. Ni siquiera los recordaba. Los dos se desahogaron en llantos, y desde luego se perdonaron. Patricia llevaba gafas oscuras para esconder el hematoma del ojo derecho que le había puesto Pete (Pete era zurdo). Los dos ni sabían ya que estaba yo allí, y se marcharon. Salieron abrazados, dejando la puerta abierta.

La vida parecía continuar como siempre. Mis amigos se portaban conmigo como siempre lo habían hecho. Estábamos como de costumbre, involucrados en ir a fiestas, al cine o simplemente a chismear; o buscando restaurantes donde ofrecieran «todo lo que puedas comer» por el precio de una comida. Sin embargo, a pesar de este estado seudo-normal, un extraño y nuevo factor parecía haber penetrado en mi vida. Como el sujeto que lo experimentaba, se me hizo aparente que de pronto yo me había vuelto muy intolerante. Había empezado a juzgar a mis amigos de la misma manera en que había juzgado al psiquiatra y al profesor de antropología. ¿Quién era yo para ponerme a juzgar a los demás?

Me sentí inmensamente culpable. Juzgar a mis amigos había creado un estado de ánimo desconocido. Pero lo que consideraba peor, era que no sólo los juzgaba, sino que encontraba sus problemas y tribulaciones asombrosamente banales. Yo era el mismo; ellos eran mis mismos amigos. Había escuchado sus quejas y relatos de sus situaciones cientos de veces, y nunca había sentido nada más que un profundo sentido de identificación con lo que oía. Mi horror al descubrir este nuevo ánimo me abrumaba.

El aforismo de que las desgracias nunca vienen solas, no podría haber sido más cierto en aquel momento de mi vida. La desintegración total de mi vida vino cuando mi amigo, Rodrigo Cummings, me pidió que lo llevara al aeropuerto de Burbank; de allí saldría para Nueva York. Era una maniobra de gran drama y desesperación por su parte. Consideraba su maldición estar atrapado en Los Ángeles. Para el resto de sus amigos, era una gran broma el hecho de que había intentado varias veces atravesar en coche todo el país para ir a Nueva York, y cada vez que lo hacía, el coche se le descomponía. Una vez había llegado hasta Salt Lake City antes de que le fallara; necesitaba un motor nuevo. Tuvo que dejarlo allí. La mayoría de las veces le sucedía en las afueras de Los Ángeles.

– ¿Qué le pasa a tus coches, Rodrigo? -le pregunté una vez, con sincera curiosidad.

– No sé -respondió con un velado sentido de culpabilidad. Y entonces con una voz igual a la del profesor de antropología en su papel de predicador fundamentalista, dijo-: Quizás es que cuando salgo a la carretera acelero el coche a toda velocidad porque me siento libre. Usualmente abro todas las ventanillas. Quiero sentir el viento en la cara. Me siento como chico en busca de algo nuevo.

Me resultaba obvio que sus coches, que siempre eran carcachas, ya no tenían la capacidad de viajar a toda velocidad, y que sencillamente les quemaba el motor.

De Salt Lake City, Rodrigo había regresado a Los Ángeles haciendo autostop. Claro que podría haber hecho autostop hasta Nueva York, pero nunca se le ocurrió. Rodrigo parecía padecer de la misma condición que también me afectaba: una pasión inconsciente por Los Ángeles que él quería rechazar a toda costa.

En otra ocasión, su coche estaba en excelente condición mecánica. Podría haber hecho el viaje fácilmente, pero Rodrigo aparentemente no estaba en condiciones de dejar Los Ángeles. Llegó hasta San Bernardino, donde se metió a un cine a ver una película: Los Diez Mandamientos. Esa película, por razones que sólo Rodrigo conocía, le produjo una nostalgia insuperable por Los Ángeles. Regresó y lloró, diciéndome que la pinche ciudad de Los Ángeles le había construido una barrera a su alrededor y no lo dejaba salir. Su esposa estaba feliz de que no se hubiera ido, y su novia, Melissa, estaba aún más contenta, aunque un poco desilusionada porque tuvo que devolverle los diccionarios que él le había regalado.

Su último intento desesperado de llegar a Nueva York por avión, fue aún más dramático, porque sus amigos le prestaron el dinero para el boleto. Dijo que de este modo, como no tenía la menor intención de devolverles el préstamo, se estaba asegurando de que no regresaría. Metí sus maletas en la cajuela de mi coche y salimos para el aeropuerto de Burbank. Comentó que el avión no salía hasta las siete. Era temprano por la tarde y teníamos tiempo suficiente para meternos a un cine. Además, él quería darle un último vistazo a Hollywood Boulevard, el centro de nuestras vidas y actividades.

Fuimos a ver una película épica en technicolor y cinerama. Era una de esas películas insoportables y largas que parecía atraer toda la atención de Rodrigo. Cuando salimos del cine, ya estaba oscureciendo. Me fui a toda velocidad a Burbank en medio de un tránsito pesadísimo. Me exigió que tomáramos las calles en vez de la autopista, que a esas horas estaba congestionada. El avión despegó al llegar nosotros al aeropuerto. Fue la última gota. Sumiso y derrotado, Rodrigo fue a la caja y presentó su boleto para que se lo rembolsaran. La cajera escribió su nombre, le dio un recibo y le dijo que el dinero le llegaría dentro de seis a doce semanas desde Tennessee, donde se encontraban las oficinas de contaduría de la aerolínea.

Regresamos al edificio donde los dos vivíamos. Como no se había despedido de nadie esta vez, por temor a la vergüenza, nadie ni siquiera se había dado cuenta de que había intentado irse una vez más. El único inconveniente era que había vendido su coche. Me pidió que lo llevara a la casa de sus padres, porque su papá iba a darle el dinero que había gastado en su boleto. Su padre siempre había sido, durante todo el tiempo que yo lo había conocido, el hombre que sacaba de apuros a Rodrigo en cada situación problemática que se metía. El eslogan del padre era: «¡No temas, Rodrigo padre te espera!» Después de oír la petición de Rodrigo de un préstamo para pagar su otro préstamo, el padre miró a mi amigo con la expresión más triste que jamás había visto yo. Él mismo estaba con terribles problemas económicos.

Abrazándolo, le dijo: «No puedo ayudarte esta vez, muchacho. Ahora sí tienes que temer, porque Rodrigo padre ya se fue”.

Quise desesperadamente sentirme uno con mi amigo, sentir su drama como siempre lo había hecho, pero no pude. Sólo me enfoqué en la declaración del padre. Parecía de una finalidad que me galvanizó.

Busqué ávidamente la compañía de don Juan. Dejé todo pendiente en Los Ángeles para hacer el viaje a Sonora. Le conté del humor extraño en que me encontraba con mis amigos. Llorando de remordimiento, le dije que había empezado a juzgarlos.

– No te aloques por nada -me dijo don Juan calmadamente-. Ya sabes que una era entera de tu vida está por terminar, pero la era no termina hasta que muera el rey.

– ¿Qué quiere decir con eso, don Juan?

– Tú eres el rey y tú eres exactamente como tus amigos. Ésa es la verdad que te tiene sacudiéndote en tus pantalones. Una cosa que puedes hacer es aceptar las cosas como son, que claro, no lo puedes hacer. La otra, es decir: «Yo no soy así, yo no soy así», y repetir que tú no eres así. Pero te prometo que va a llegar el momento en que te vas a dar cuenta de que sí eres así.

LA CITA INEVITABLE

Había algo que me molestaba en lo más recóndito del pensamiento: tenía que contestar una carta importantísima que me había llegado y tenía que hacerlo a toda costa. Lo que me frenaba era una mezcla de indolencia y un deseo profundo de complacer. Mi amigo antropólogo, el responsable de que conociera a don Juan Matus, me había escrito una carta hacía dos meses. Quería saber cómo me iba en mis estudios antropológicos, y me animaba a que lo visitara. Compuse tres largas cartas. Al volver a leer cada una las rompí, pues me parecieron obsequiosas y triviales. No podía expresar en ellas la profundidad de mi agradecimiento, la profundidad del sentimiento que tenía para él. Racionalicé mi tardanza en contestar con la resolución genuina de ir a verlo y decirle personalmente lo que estaba haciendo con don Juan Matus, pero seguí atrasando mi inminente viaje porque no estaba seguro de qué estaba haciendo con don Juan. Quería mostrarle algún día a mi amigo verdaderos resultados. Tal como iban las cosas, tenía apenas vagos bosquejos de posibilidades, que a sus ojos exigentes no hubieran podido considerarse de todas maneras trabajo de campo antropológico.

Un día me enteré de que había muerto. Su muerte me trajo uno de esas peligrosas depresiones silenciosas. No había manera de expresar lo que sentía porque lo que sentía no estaba del todo formulado en mi mente. Era una mezcla de abatimiento, desaliento y odio por mí mismo por no haberle contestado la carta, por no haberlo visitado.

Al poco tiempo de lo sucedido, le hice una visita a don Juan. Al llegar a su casa, me senté sobre una de las cajas bajo su ramada, buscando palabras que no sonaran banales para expresar mi sentimiento de abatimiento por la muerte de mi amigo. Por razones incomprensibles para mí, don Juan sabía el origen de mi confusión y la velada razón de mi visita.

– Sí -dijo don Juan secamente-. Sé que tu amigo, el antropólogo que te sirvió de guía para que me conocieras, ha muerto. Por la razón que fuera, supe exactamente el momento en que murió. Lo vi.

Sus declaraciones me sacudieron hasta los cimientos.

– Lo veía venir desde hacía mucho tiempo. Hasta te lo dije. Pero tú no prestaste atención. Estoy seguro de que ni siquiera te acuerdas.

Me acordaba de cada palabra que me había dicho, pero no tenía ninguna importancia para mí en el momento en que las había dicho. Don Juan había declarado que un suceso profundamente relacionado con nuestro encuentro, pero que no formaba parte de ello, era el hecho de que había visto a mi amigo antropólogo moribundo.

– Vi la muerte como fuerza externa ya abriendo a tu amigo -me había dicho-. Cada uno de nosotros tiene una apertura energética, una grieta energética debajo del ombligo. Esa grieta que los chamanes llaman el boquete, está cerrada cuando un hombre está en perfecto estado.

Dijo que normalmente, lo único discernible al ojo del chamán es un descolorido tenue en el brillo blancuzco de la esfera luminosa. Pero cuando un hombre está por morirse, el boquete está totalmente abierto.

– ¿Qué significa todo esto, don Juan? -le había preguntado mecánicamente.

– La significancia es mortal -había contestado-. El espíritu me estaba dando un augurio de que algo llegaba a su fin. Pensé que era mi vida la que llegaba a su fin y lo acepté tan elegantemente como pude. Me di cuenta, mucho, mucho más tarde, que no era mi vida la que terminaba, sino mi linaje entero.

No sabía de lo que hablaba. ¿Pero cómo hubiera podido tomarlo en serio? En cuanto a mí, en el momento en que lo dijo era, como todo lo demás en mi vida, pura palabrería.

– Tu amigo mismo te dijo, en cierto modo, que se estaba muriendo -dijo don Juan-. Tú reconociste lo que te dijo lo mismo que reconociste lo que te decía yo, pero en ambos casos, elegiste pasarlo por alto.

No podía hacer ningún comentario. Estaba agobiado por lo que me decía. Quería hundirme en la caja donde estaba sentado, desaparecer, que me tragara la tierra.

– No es tu culpa que pases ciertas cosas por alto -siguió-. Es la juventud. Tienes tanto que hacer, tanta gente a tus alrededores. No estás alerta. De todos modos, nunca has aprendido a estar alerta.

En la vena de defender el último baluarte de mi ser, mi idea de que sí era vigilante, le hice notar a don Juan que había estado en situaciones de vida o muerte en que se requerían mi ingenio y vigilancia. No es que no tuviera la capacidad de ser vigilante, sino que me faltaba la orientación para crear la lista apropiada de prioridades; en consecuencia, todo me era o importante o no importante.

– Estar alerta no significa ser vigilante -dijo don Juan-. Para los chamanes, el estar alerta es estar consciente de la tela del mundo cotidiano que parece extraña a la interacción del momento. En el viaje que hiciste con tu amigo antes de conocerme, te fijaste solamente en los detalles que eran obvios. No te fijaste cómo su muerte lo absorbía, y a la vez, algo en ti lo sabía.

Empecé a protestar, a decirle que eso no era verdad.

– No te escondas detrás de banalidades -dijo en tono acusador-. Levántate. Aunque sea sólo durante el momento en que estás conmigo, asume responsabilidad por lo que sabes. No te pierdas en la tela externa del mundo que te rodea, extraño a lo que pasa. Si no hubieras andado tan preocupado contigo y tus problemas, hubieras sabido que era su último viaje. Hubieras notado que estaba cerrando sus cuentas, viendo a la gente que lo había ayudado, despidiéndose de ellos.

»Tu amigo antropólogo me habló una vez -siguió don Juan-. Lo recordaba tan claramente que no me sorprendió para nada cuando te trajo a mí en la estación de autobuses. No pude ayudarlo cuando me habló. No era el hombre que buscaba. Pero le deseé lo mejor desde mi vacío de chamán, desde mi silencio de chamán. Por esa razón, supe que en ese último viaje estaba expresando su agradecimiento a todos aquellos que habían tenido relevancia en su vida.

Le admití a don Juan que tenía toda la razón, que habían tantos detalles de que estaba consciente, pero que no tenían ningún significado para mí en aquel momento, como por ejemplo el éxtasis de mi amigo en contemplar el paisaje alrededor de nosotros. Detenía el coche para contemplar durante horas las montañas a la distancia, o el cauce del río, o el desierto. Descarté esto como la sentimentalidad idiota de un hombre de mediana edad. Hasta le hice vagas insinuaciones de que bebía demasiado. Me dijo que en casos extremos una copa le permitía a un hombre un momento de paz y de desapego, un momento para saborear algo irrepetible.

– Era, de hecho, un viaje para sus ojos solamente -dijo don Juan-. Los chamanes hacen tales viajes, y en ellos nada importa, excepto lo que puedan absorber sus ojos. Tu amigo estaba desprendiéndose de todo lo superfluo.

Le confesé a don Juan que había pasado por alto lo que me había dicho de mi amigo moribundo, porque a un nivel desconocido había sabido que era verdad.

– Los chamanes nunca dicen las cosas por decirlas -dijo-. Tengo muchísimo cuidado de lo que te digo a ti o a cualquier otra persona. La diferencia entre tú y yo, es que yo no tengo nada de tiempo, y me comporto conforme a eso. Tú, por otro lado, crees que tienes todo el tiempo del mundo y también te comportas conforme a eso. El resultado final de nuestras dos formas de comportamiento es que yo mido todo lo que digo y hago, y tú no.

Tuve que admitir que tenía razón, pero le aseguré que lo que me decía no me aliviaba mi confusión o mi tristeza. Solté entonces, sin dominio alguno, cada matiz de mis confusos sentimientos. Le dije que no venía en busca de consejos. Quería que me recetara una manera chamanística para terminar con mi angustia. Creí estar verdaderamente interesado en obtener de él algún relajante natural, un Valium orgánico, y se lo dije. Don Juan movió la cabeza, desconcertado.

– Eres demasiado -dijo-. En seguida me vas a pedir un medicamento chamanístico para quitarte todo lo que molesta, sin esfuerzo ninguno por tu parte; sólo el esfuerzo de tragar lo que se te dé. Entre peor el sabor, mejor el resultado. Ése es tu lema, el del hombre occidental. Quieres resultados: una pócima y te curas.

»Los chamanes se enfrentan a las cosas de manera distinta -continuó don Juan-. Como no tienen tiempo que perder, se entregan totalmente a lo que está enfrente de ellos. Tu confusión es el resultado de tu falta de sobriedad. No tuviste la sobriedad de agradecerle debidamente a tu amigo. Eso nos pasa a todos. Nunca expresamos lo que sentimos, y cuando queremos hacerlo es demasiado tarde porque se nos ha acabado el tiempo. No es sólo a tu amigo al que se le acabó el tiempo. A ti también se te acabó. Le deberías haber dado las gracias profusamente en Arizona. El se tomó la molestia de llevarte a todas partes, y lo comprendas o no, en la estación de autobuses te dio lo mejor que tenía. Pero en el momento en que deberías haberle dado las gracias, estabas enojado con él, lo estabas juzgando, se había portado mal contigo, lo que fuera. Y entonces aplazaste verlo. En realidad, lo que aplazaste fue el darle las gracias. Ahora estás atorado con un fantasma en la cola. Nunca vas a poder pagarle lo que le debes.

Comprendí la inmensidad de lo que me decía. Nunca me había enfrentado a mis acciones de tal manera. De hecho, jamás le había dado las gracias a nadie, nunca. Don Juan metió su dardo aún más adentro.

– Tu amigo sabía que se moría -dijo-. Te escribió una última carta para saber qué hacías. Quizás, sin que lo supiera él o tú, fuiste su último pensamiento.

El peso de las palabras de don Juan fue demasiado para mis hombros. Me derrumbé. Sentía que necesitaba acostarme. Me daba vueltas la cabeza. Quizás era el ambiente. Había cometido el terrible error de llegar a la casa de don Juan ya entrada la tarde. El poniente parecía asombrosamente dorado, y los reflejos en las montañas peladas al este de la casa de don Juan eran de oro y púrpura. En el cielo no había ni pizca de nube. Nada parecía moverse. Era como si el mundo entero estuviera escondiéndose, pero su presencia era abrumadora. La quietud del desierto de Sonora era como una daga. Me penetró hasta la médula. Quería irme, subir a mi coche y fugarme. Quería estar en la ciudad, perderme en su ruido.

– Estás saboreando algo del infinito -dijo don Juan en un tono de grave finalidad-. Lo sé porque he estado en tu lugar. Quieres irte, meterte en algo humano, cálido, contradictorio, estúpido, no importa. Quieres olvidar la muerte de tu amigo. Pero el infinito no te dejará. -Su voz se suavizó-. Te tiene metidas las garras despiadadamente.

– ¿Qué puedo hacer ahora, don Juan? -le pregunté.

– Lo único que puedes hacer es guardar fresca la memoria de tu amigo, mantenerla viva por el resto de tu vida y, quizás, más allá. Los chamanes expresan de esa manera el agradecimiento al que ya no pueden dar voz. Puedes creer que es una tontería, pero es lo mejor que los chamanes pueden hacer.

Era indudablemente mi propia tristeza, la que me hizo creer que el exuberante don Juan estaba tan triste como yo. En seguida abandoné la idea. No podría haber sido posible.

– La tristeza para los chamanes no es personal -dijo don Juan, de nuevo entrando en mis pensamientos-. No es en realidad tristeza. Es una ola de energía que llega desde lo profundo del cosmos y golpea a los chamanes cuando están receptivos, cuando son como radios, capaces de atraer las ondas.

»Los chamanes de tiempos antiguos, los que nos dieron el formato entero del chamanismo, creían que hay tristeza en el universo, como una fuerza, una condición como la luz, como el intento, y que esa fuerza perenne actúa, sobre todo en los chamanes porque ya no tienen escudos de defensa. Ya no pueden esconderse detrás de sus amigos o de sus estudios. Ya no pueden esconderse detrás del amor o del odio, o la felicidad, o la desgracia. No pueden esconderse detrás de nada.

»La condición de los chamanes -siguió don Juan-, es que la tristeza para ellos es abstracta. No viene de codiciar o de necesitar algo o de la importancia personal. No viene del yo. Viene del infinito. La tristeza que sientes por no haberle dado las gracias a tu amigo ya tiende hacia esa dirección.

»Mi maestro, el nagual Julián -siguió-, era un actor fabuloso. Había trabajado profesionalmente en el teatro. Tenía un cuento predilecto que le gustaba contar en sus sesiones de teatro. Me empujaba a estados de terrible angustia con él. Decía que era un cuento para aquellos guerreros que lo tenían todo, y que sin embargo sentían el dardo de la tristeza universal. Yo siempre creía que me lo estaba contando a mí, personalmente.

Don Juan entonces hizo paráfrasis de su maestro, diciéndome que el cuento se refería a un hombre que sufría de una profunda melancolía. Acudió a los mejores médicos de su tiempo y cada uno de ellos fracasó al querer aliviarlo. Al fin llegó al despacho de un médico prominente, un curandero del alma. Le sugirió a su paciente, que a lo mejor encontraba consuelo y un fin a su melancolía, en el amor. El hombre respondió que el amor no era ningún problema para él, era amado como nadie más en el mundo. A continuación, el médico sugirió que quizás el paciente debería emprender un viaje y ver otras partes del mundo. El hombre respondió que, sin exagerar, había estado en todos los rincones del mundo. El médico recomendó pasatiempos como las artes, los deportes, etc. El hombre respondió a cada una de sus recomendaciones de igual manera: había hecho eso y no encontraba alivio. El médico sospechó que el hombre era, posiblemente, un mentiroso sin remedio. No podría haber hecho todas estas cosas, como mantenía. Pero como buen curandero, el médico tuvo una última inspiración.

– ¡Ah! -exclamó-. Le tengo la perfecta solución. Tiene usted que asistir a la función del mejor cómico de la época. Le va a encantar a tal extremo, que se va a olvidar de todos los vericuetos de su melancolía. ¡Tiene que asistir a la función del Gran Garrick!

Don Juan dijo que el hombre contempló al médico con la mirada más triste imaginable y dijo:

– Doctor, si eso es lo que me recomienda, estoy perdido. No tengo remedio. Yo soy el Gran Garrick.

EL PUNTO DE RUPTURA

Don Juan definió el silencio interno como un estado peculiar de ser en que los pensamientos se cancelan y uno puede funcionar a un nivel distinto al de la conciencia cotidiana. Hizo hincapié en que el silencio interno consistía en suspender el diálogo interno -el compañero perenne del pensamiento- y debido a eso, era un estado de profunda quietud.

– Los antiguos chamanes -dijo don Juan- le llamaron silencio interno porque es un estado en el cual la percepción no depende de los sentidos. Lo que funciona durante el silencio interno es otra facultad que posee el hombre, una facultad que hace de él un ser mágico, la misma facultad que ha sido restringida, no por el hombre mismo, sino por una influencia extranjera.

– ¿Cuál es esa influencia extranjera que restringe la facultad mágica del hombre? -pregunté.

– Ése es tema para una próxima explicación -contestó don Juan-, no el tema de discusión actual, aunque es, indudablemente, el aspecto más serio de la brujería de los chamanes del México antiguo.

»El silencio interno -continuó- es la postura de donde proviene todo en el chamanismo. En otras palabras, todo lo que hacemos conduce a esa postura, que como todo lo demás en el mundo de los chamanes no se revela hasta que algo gigantesco nos sacude.

Don Juan dijo que los chamanes del México antiguo concibieron interminables modos de sacudirse a ellos mismos, o a otros practicantes del chamanismo, hasta los cimientos para llegar a ese estado codiciado del silencio interno. Consideraban los actos más estrafalarios, que parecen estar de lo más aislados de la búsqueda del silencio interno, como el saltar a una caída de agua, o pasar la noche colgado cabeza abajo de una rama de un árbol, como factores claves que lo hacían aparecer.

Siguiendo los racionalismos de los chamanes del México antiguo, don Juan declaró categóricamente que el silencio interno se amontonaba, se acumulaba. En mi caso, luchaba para guiarme a construir un núcleo de silencio interno dentro de mí, y luego añadir a él, segundo a segundo, cada vez que lo practicara. Me explicó que los chamanes del México antiguo descubrieron que cada individuo tenía un umbral diferente de silencio interno en cuanto a tiempo, es decir, que el silencio interno debe ser mantenido por cada uno de nosotros durante el período de tiempo de nuestro umbral específico antes de que funcione.

– ¿Qué consideraban los chamanes, como la señal de que el silencio interno estaba funcionando, don Juan? -pregunté.

– El silencio interno funciona desde el momento en que empiezas a acumularlo -contestó-. Los chamanes andaban detrás del dramático resultado final, el de alcanzar ese umbral individual de silencio. Algunos practicantes muy talentosos necesitan sólo unos cuantos minutos de silencio para llegar a esa codiciada meta. Otros, menos talentosos, necesitan largos períodos de silencio, quizás más de una hora de quietud completa, antes de llegar al resultado tan deseado. El resultado deseado es lo que los antiguos chamanes llamaban detener el mundo, el momento en que todo lo que nos rodea cesa de ser lo que siempre ha sido.

»Ése es el momento en que los chamanes regresan a la verdadera naturaleza del hombre -siguió don Juan-. Los antiguos chamanes también le llamaban libertad total. Es el momento en que el hombre esclavo se convierte en el hombre, el ser libre, capaz de proezas de percepción que son un desafío a nuestra imaginación linear.

Don Juan me aseguró que el silencio interno es una avenida que conduce a la verdadera suspensión del juicio, a un momento en que los datos sensoriales que emanan del universo dejan de ser interpretados por los sentidos; el momento en que la cognición deja de ser la fuerza que, a través de uso y repetición, decide la naturaleza del mundo.

– Los chamanes necesitan un punto de ruptura para que el funcionamiento del silencio interno empiece -dijo don Juan-. El punto de ruptura es como el mortero que mete el albañil entre los ladrillos. Es sólo cuando se endurece el mortero que los ladrillos sueltos se vuelven una estructura.

Desde el principio de nuestra asociación, don Juan me había inculcado el valor, la necesidad, de acumular el silencio interno segundo a segundo. Yo no tenía los medios para medir el efecto de esta acumulación, ni tampoco tenía ningún medio de juzgar si había llegado a algún umbral. Aspiraba obstinadamente a acumularlo, no simplemente para complacer a don Juan, sino porque el acto de acumularlo se había convertido en sí en un desafío.

Un día, don Juan y yo nos estábamos paseando en la plaza mayor de Hermosillo. Era temprano por la tarde de un día nublado. Hacía un calor seco y cómodo. Había mucha gente. Había tiendas alrededor de la plaza. A pesar de las muchísimas veces que había estado en Hermosillo, nunca me había fijado en aquellas tiendas. Sabía que estaban allí, pero su presencia no era algo de lo cual estaba consciente. No hubiera podido hacer un plano de esa plaza aunque de ello dependiera mi vida. Ese día, al pasear con don Juan, traté de identificar y localizar las tiendas. Buscaba algo que podría utilizar como medio mnemónico que suscitara luego mi recuerdo.

– Como te he dicho anteriormente y repetidas veces -dijo don Juan sacudiéndome de mi concentración-, cada chamán que conozco, hombre o mujer, en un momento u otro llega al punto de ruptura de su vida.

– ¿Quiere usted decir que sufren algo así como una crisis mental? -pregunté.

– No, no -dijo, riéndose-. Las crisis mentales son para aquellas personas que se entregan a sí mismas. Los chamanes no son personas. Lo que quiero decir es que, en un momento dado, la continuidad de sus vidas tiene que romperse para que se establezca el silencio interno y se haga una parte activa de sus estructuras.

»Es muy, muy, importante -siguió don Juan-, que tú mismo deliberadamente llegues a ese punto de ruptura, o que lo crees, artificiosamente, inteligentemente.

– ¿Qué quiere decir con eso, don Juan? -le pregunté, atrapado por su intrigante razonamiento.

– Tu punto de ruptura -dijo-, es descontinuar tu vida tal como la conoces. Has hecho todo lo que te he dicho, acertada y obedientemente. Si tienes talento, nunca lo demuestras. Ése parece ser tu estilo. No eres lento, pero te comportas como si lo fueras. Estás muy seguro de ti mismo, pero te comportas como si fueras inseguro. No eres tímido y sin embargo, te comportas como si le tuvieras miedo a la gente. Todo apunta a un solo lugar: tu necesidad de romper con todo eso, despiadadamente.

– Pero, ¿cómo, don Juan? ¿Qué propone usted? -pregunté genuinamente frenético.

– Creo que todo se reduce a un acto -dijo-. Tienes que dejar a tus amigos. Tienes que despedirte de ellos para siempre. No es posible que continúes en el camino del guerrero, cargando contigo tu historia personal, y a menos que descontinúes tu manera de vida, no voy a poder seguir con mi instrucción.

– Momento, momento, momento, don Juan -dije-. Tengo que frenarlo. Me pide usted que haga algo demasiado difícil. Para serle muy sincero, no creo que pueda hacerlo. Mis amigos son mi familia, mis puntos de referencia.

– Precisamente, precisamente -comentó-. Son tus puntos de referencia. Por consecuencia, tienen que irse. Los chamanes tienen un solo punto de referencia; el infinito.

– ¿Pero cómo quiere que proceda, don Juan? -pregunté en voz plañidera. Su petición me estaba volviendo loco.

– Simplemente tienes que marcharte-dijo, como si nada-. Márchate de la manera que puedas.

– Pero, ¿adónde me voy? -pregunté.

– Mi recomendación es que alquiles una habitación en uno de esos hoteles baratos que conoces -dijo-. Cuanto más feo el lugar, mejor. Si tiene alfombras pardas verduscas con cortinas del mismo color, y paredes de un verde pardo tanto mejor: un hotel comparable al que te mostré aquella vez en Los Ángeles.

Me reí nerviosamente al recordar la vez que iba en coche con don Juan por el barrio industrial de Los Ángeles, donde sólo había bodegas y hoteles desvencijados para transeúntes. Uno sobre todo atrajo la atención de don Juan por su nombre rimbombante, «Eduardo Séptimo». Nos detuvimos en frente para verlo un momento.

– Ese hotel -dijo don Juan, señalándolo con el dedo-, es para mí la verdadera representación de la vida en esta tierra para la persona común y corriente. Si tienes suerte o eres despiadado, conseguirás un cuarto con vista a la calle, donde podrás ver este desfile interminable de la miseria humana. Si no tienes tanta suerte o no eres tan despiadado, tendrás un cuarto adentro, con ventanas que dan a la muralla del edificio contiguo. Piensa en pasar toda una vida entre esas dos vistas, envidiando la vista a la calle si estás adentro, y envidiando la vista a la muralla si estás afuera, cansado de mirar la calle.

La metáfora de don Juan me molestó terriblemente, porque la comprendía perfectamente.

Ahora, enfrentando la posibilidad de tener que alquilar un cuarto en un hotel comparable al «Eduardo Séptimo», no sabía qué decir o por dónde continuar.

– ¿Qué quiere que haga allí, don Juan?-pregunté.

– Un chamán utiliza un lugar de ésos para morir -me dijo, mirándome sin pestañear.

»Nunca has estado solo en tu vida. Éste es el momento de hacerlo. Te quedarás en ese cuarto hasta que te mueras.

Su petición me asustó, pero a la vez me hizo reír.

– No es que lo vaya a hacer, don Juan -dijo-, pero ¿cuál sería el criterio para saber que estoy muerto (a menos que quiera que me muera físicamente)?

– No -dijo-, no quiero que tu cuerpo muera físicamente. Quiero que muera tu persona. Son dos asuntos muy distintos. En esencia, tu persona tiene muy poco que ver con tu cuerpo. Tu persona es tu mente, y créeme, tu mente no es tuya.

– ¿Qué tontería es esta, don Juan, de que mi mente no es mía? -oí que decía con un gangueo nervioso en la voz.

– Algún día te lo diré -dijo-, pero no mientras estés protegido por tus amigos.

– El criterio que indica que un chamán ha muerto -siguió- es cuando no le importa si tiene compañía o si está solo. El día que ya no busques la compañía de tus amigos que usas como escudo, ése es el día en que tu persona ha muerto. ¿Qué dices? ¿Juegas o no juegas?

– No puedo hacerlo, don Juan -dije-. Es inútil que le mienta. No puedo dejar a mis amigos.

– Está bien, no te preocupes -dijo sin perturbarse. Mi declaración parecía no haberle afectado en lo mínimo-. Ya no podré hablarte, pero no podemos negar que durante nuestro tiempo juntos has aprendido muchísimo. Has aprendido cosas que te van a fortalecer, no importa si regresas o si te vas para siempre.

Me dio una palmadita en la espalda y se despidió. Dio la vuelta y simplemente desapareció entre la gente de la plaza como si se hubiera convertido en uno con ellos. Por un instante tuve la extraña sensación de que la gente de la plaza era como un telón que él había abierto para desaparecer detrás. El final había llegado como todo lo demás en el mundo de don Juan: imprevisible y velozmente. De pronto estaba sobre mí, yo estaba en medio de él, y ni siquiera sabía cómo había llegado allí.

Debería haber estado deshecho. Pero no. No sé por qué, pero estaba feliz. Me maravillé de la facilidad con que todo había terminado. Don Juan era en verdad un ser elegante. No hubo enojos ni reproches ni nada por el estilo. Me subí a mi coche y conduje, más alegre que unas pascuas. Estaba exuberante. Qué extraordinario que todo terminó tan velozmente, pensé, sin angustias.

Mi viaje de regreso fue sin novedad. En Los Ángeles, ya en mi ambiente familiar, me fijé en que había derivado una enorme cantidad de energía de mi último encuentro con don Juan. Estaba muy contento, muy relajado, y retomé lo que consideraba mi vida normal con mayor ánimo. Todas mis tribulaciones con mis amigos y mis comprensiones acerca de ellos, todo lo que le había dicho a don Juan con referencia a esto, había sido olvidado por completo. Era como si algo hubiera borrado todo eso de mi mente. Me maravillé unas cuantas veces de la facilidad con que había olvidado algo tan significativo, y de haberlo olvidado tan completamente.

Todo era como se esperaba. Había un sola inconsistencia en lo que era por lo demás un ordenado paradigma de mi nueva vieja vida: recordaba claramente que don Juan me había dicho que mi partida del mundo de los chamanes era puramente académica y que regresaría. Había recordado y había escrito cada palabra de ese intercambio. Según mi razonamiento y memoria lineal normal, don Juan nunca había hecho esa declaración.

¿Cómo era posible que recordara algo que nunca había sucedido? Cavilé inútilmente. Mi seudo-recuerdo era lo suficientemente extraño como para moverme a hacer algo, pero luego decidí que no tenía caso. En lo que a mí concernía, estaba fuera del ambiente de don Juan.

Siguiendo las sugerencias de don Juan en relación a mi comportamiento con aquellos que me habían hecho favores, había llegado a una decisión de proporciones gigantescas para mí: la de honrar y dar gracias a mis amigos antes de que fuera demasiado tarde. Un caso era el de mi amigo Rodrigo Cummings. Un acontecimiento con mi amigo Rodrigo, sin embargo, tumbó mi nuevo paradigma, conduciéndolo a su destrucción total.

Mi actitud hacia él sufrió un cambio radical al vencer mi competitividad con él. Encontré que era lo más fácil del mundo proyectarme cien por ciento en lo que hiciera Rodrigo. De hecho, yo era exactamente como él, pero no lo supe hasta que dejé de hacerle competencia. Fue cuando surgió la verdad con una intensidad horrenda. Uno de los mayores deseos de Rodrigo era terminar la carrera universitaria. Cada semestre, se inscribía y tomaba cuantos cursos podía. Luego, al progresar el semestre los iba dejando. A veces dejaba por completo la universidad. En otras ocasiones, seguía en un solo curso de tres unidades hasta el final.

Durante su último semestre, se mantuvo en un curso de sociología porque le gustaba. Se acercaba el examen final. Me dijo que tenía tres semanas para estudiar, para leer el texto del curso. Pensaba que era una cantidad de tiempo exorbitante para leer solamente seiscientas páginas. Se consideraba un lector veloz, con un alto nivel de retención; a su parecer, tenía una memoria fotográfica de casi cien por ciento.

Pensaba que tenía muchísimo tiempo antes del examen, así es que me pidió que le ayudara a arreglar su coche que usaba para su trabajo de entregar periódicos. Quería quitarle la puerta de la derecha para poder tirar el periódico directamente sin hacer la maniobra de tirarlo sobre el techo desde la ventanilla izquierda. Le hice notar que era zurdo, y me respondió que entre sus muchas dotes, de las cuales sus amigos no se daban cuenta, estaba la de ser ambidiestro. Tenía razón; nunca lo había yo notado. Después de que lo ayudé a quitar la puerta, decidió quitarle el forro al techo, ya que estaba muy roto. Dijo que su coche estaba en óptimas condiciones mecánicas y que lo llevaría a Tijuana, México (que como buen Angelino de aquel tiempo llamaba TJ), para que le volvieran a poner el forro por unos cuantos pesos.

– Podríamos disfrutar un buen viaje -dijo con gusto. Hasta eligió los amigos que iban a acompañarlo-. En TJ, ya sé que vas a andar buscando libros de segunda porque eres un culo. Los demás vamos a ir a un burdel. Conozco unos cuantos.

Nos tomó una semana para quitar el forro y lijar la superficie de metal para prepararla para el nuevo forro. A Rodrigo le quedaban dos semanas más para estudiar, y todavía lo consideraba demasiado tiempo. Me involucró en ayudarle a pintar su apartamento y barnizar los pisos. Nos tomó más de una semana para pintarlo y lijar los pisos de madera. No quería cubrir el papel tapiz con pintura en una habitación. Tuvimos que alquilar una máquina de vapor para quitar el papel tapiz. Claro que ni Rodrigo ni yo sabíamos cómo usar la máquina, así es que terminamos haciendo una macana de trabajo. Terminamos usando Topping, una mezcla finísima de yeso y otros materiales que le dan una superficie plana a una pared.

Después de todas estas faenas, Rodrigo tenía solamente dos días para empollar seiscientas páginas en su cabeza. Se metió en un maratón de lectura de día y noche, con la ayuda de anfetaminas. Rodrigo sí fue a la universidad el día del examen y sí se sentó en su pupitre y sí recibió la hoja para el examen de respuestas múltiples.

Lo que no hizo fue mantenerse despierto para tomar el examen. Su cuerpo cayó hacia delante y se dio contra la tapa del pupitre con la cabeza, con un fuerte golpe. Se tuvo que suspender el examen durante un rato. El maestro de sociología se puso histérico como también los alumnos que rodeaban a Rodrigo. Tenía el cuerpo tieso y helado. La clase entera sospechaba lo peor; creían que se había muerto de un ataque cardíaco. Vinieron los paramédicos a llevárselo. Después de un examen preliminar, declararon que Rodrigo estaba profundamente dormido y se lo llevaron al hospital para que se le pasaran los efectos de las anfetaminas.

Mi proyección dentro de Rodrigo Cummings fue tan total que me espantó. Yo era exactamente igual. La semejanza se volvió insostenible para mí. En un acto que yo consideré como total, nihilista y suicida, me alquilé un cuarto en un hotel desvencijado en Hollywood.

Las alfombras era verdes y tenían horrendas quemaduras de cigarros que evidentemente se habían apagado antes de volverse incendios. Tenía cortinas verdes y pardas paredes verdes. La luz intermitente del anuncio del hotel brillaba toda la noche por la ventana.

Terminé haciendo exactamente lo que me había pedido don Juan, pero de manera indirecta. No lo hice por cumplir con los requisitos de don Juan o con la intención de hacer las paces. Sí me quedé en ese cuarto de hotel durante meses, hasta que mi persona, como don Juan me había propuesto, murió, hasta que no me importaba si estaba solo o acompañado.

Después de dejar el hotel me fui a vivir solo, más cerca a la universidad. Continué con mis estudios antropológicos, los que nunca había interrumpido, y empecé un negocio muy provechoso con una socia. Todo estaba en orden hasta un día cuando me llegó la realización de que iba a pasar el resto de mi vida preocupado por mi negocio, o preocupado por la fantasmagórica opción entre ser académico o negociante, o preocupado por las excentricidades y andanzas de mi socia; y esa realización fue como una patada a la cabeza. Una verdadera desesperación atravesó las profundidades de mi ser. Por primera vez en mi vida, a pesar de lo que había hecho y visto, no tenía salida. Estaba totalmente perdido. Empecé seriamente a jugar con la idea de buscar la forma menos dolorosa y más pragmática para acabar conmigo mismo.

Una mañana, unos golpes fuertes e insistentes a la puerta me despertaron. Creí que era la propietaria, y estaba seguro de que si no contestaba entraría con la llave maestra. Abrí la puerta y ¡allí estaba don Juan! Me sorprendí tanto que me quedé yerto. Tartamudeé, balbuceé sin poder decir palabra. Quería besarle la mano, ponerme de rodillas delante de él. Don Juan entró y se sentó con gran soltura a la orilla de mi cama.

– Hice el viaje a Los Ángeles -dijo- sólo para verte.

Quise llevarlo a desayunar, pero me dijo que tenía otras cosas que atender y que tenía no más que un minuto para hablar conmigo. Rápidamente le conté de mi experiencia en el hotel. Su presencia me había creado tal estado de caos que ni me dio por preguntarle cómo había dado con mi lugar. Le dije a don Juan cuán intensamente había lamentado lo que le había dicho en Hermosillo.

– No tienes que disculparte -me aseguró-. Cada uno de nosotros hacemos lo mismo. Una vez, salí corriendo del mundo de los chamanes y llegué al punto de morirme antes de darme cuenta de mi estupidez. Lo importante es llegar al punto de ruptura, de la manera que sea, y es exactamente lo que has hecho. El silencio interno se está volviendo real para ti. Es por esa razón que estoy aquí delante de ti hablándote. ¿Comprendes lo que te estoy diciendo?

Creí que comprendía lo que quería decirme. Pensé que él había intuido o leído, como leía cosas en el aire, que estaba yo en las últimas y que había venido a rescatarme.

– No tienes tiempo que perder -me dijo-. Tienes que disolver tu negocio dentro de una hora, porque una hora es todo lo que puedo esperar; no porque no quiera esperar, sino porque el infinito me está apremiando despiadadamente. Digamos que el infinito te da una hora para que te canceles a ti mismo. Para el infinito, la única empresa que vale para el guerrero es la libertad. Cualquier otra empresa es fraudulenta. ¿Puedes disolver todo en una hora?

No tenía que asegurarle que lo haría. Sabía que tenía que hacerlo. Don Juan me dijo entonces, que una vez que hubiera logrado disolver todo, iba a esperarme en un mercado en un pueblo de México. En mi esfuerzo por pensar en la disolución de mi negocio, pasé por alto lo que me estaba diciendo. Lo repitió, y claro, pensé que estaba bromeando.

– ¿Cómo puedo llegar a ese pueblo, don Juan? ¿Quiere que vaya en coche, que tome un avión? -le pregunté.

– Disuelve primero tu negocio -ordenó-. Entonces vendrá la solución. Pero recuerda, te espero sólo una hora.

Salió del apartamento, y apasionada y febrilmente, emprendí la disolución de todo lo que tenía. Desde luego, me tomó más de una hora, pero no me detuve para considerar esto, porque una vez que había puesto a andar la disolución del negocio, el envión me llevó. Fue sólo al terminar que me enfrenté con el verdadero dilema. Supe entonces que había fracasado. Me quedaba sin negocio y sin posibilidad de llegar a don Juan.

Me fui a la cama y busqué el único consuelo en que podía pensar: la quietud, el silencio. Para facilitar el advenimiento del silencio interno, don Juan me había enseñado una manera de sentarme en la cama, con las rodillas dobladas y las suelas de los pies tocándose, las manos sobre los tobillos, empujando para tener juntos los pies. Me había regalado un palo grueso y redondo, que siempre tenía a la mano no importaba dónde fuera. Era de unos cuarenta y tres centímetros de largo para soportar el peso de mi cabeza al inclinarme sobre él y poner el palo en el suelo entre mis pies y el otro extremo, que estaba acolchonado, en medio de mi frente. Cada vez que adoptaba esta postura, me dormía profundamente en unos instantes.

Debí haberme dormido con mi acostumbrada facilidad, porque soñé que estaba en el pueblo mexicano donde don Juan me había dicho que iba a encontrarme. Siempre me había intrigado ese pueblo. Había mercado una vez por semana y los agricultores que vivían en esa región traían sus productos para venderlos. Lo que me fascinaba más de ese pueblo era el camino pavimentado que conducía a él, que pasaba por una colina empinada a la misma entrada del pueblo. Muchas veces me había sentado en una banca junto a un puesto de quesos y había mirado hacia esa colina. Veía a la gente que llegaba al pueblo con sus burros y sus cargas, pero veía primero sus cabezas; al ir acercándose, veía más de sus cuerpos hasta el momento cuando estaban en la cima de la colina y les veía el cuerpo entero. Siempre me parecía que emergían de la tierra, lentamente o muy rápidamente, según su velocidad. En mi sueño, don Juan me esperaba junto al puesto de quesos. Me le acerqué.

– Lo lograste desde tu silencio interior -dijo, dándome una palmadita-. Pudiste llegar a tu punto de ruptura. Por un momento, empecé a perder esperanza. Pero me quedé, sabiendo que ibas a llegar.

En ese sueño, fuimos a dar un paseo. Estaba más feliz de lo que jamás había estado. El sueño era tan vivo, tan terriblemente real que me dejó sin ninguna duda de que había resuelto el problema, aunque el resolverlo había sido un sueño-fantasía.

Don Juan se rió, moviendo la cabeza. Definitivamente me había leído el pensamiento.

– No estás en un simple sueño -dijo-, pero ¿quién soy yo para decírtelo? Tú lo sabrás algún día, que no hay sueños desde el silencio interno, porque elegirás saberlo.

LAS MEDIDAS DE LA COGNICIÓN

«El final de una era» era, para don Juan, una descripción precisa de un proceso por el cual pasan los chamanes al desmontar la estructura del mundo que conocen, y reemplazarla con otra forma de comprender el mundo que los rodea. Como maestro, don Juan procuró, desde el instante inicial de nuestro encuentro, introducirme al mundo cognitivo de los chamanes del México antiguo. El término «cognición» era para mí, en aquel tiempo, la manzana de la discordia. Lo entendía como un proceso por el cual reconocemos el mundo que nos rodea. Ciertas cosas caen dentro del reino de ese proceso y son fácilmente reconocidas por nosotros. No ocurre con otras cosas, que permanecen consecuentemente, como rarezas, cosas de las cuales no tenemos suficiente comprensión.

Don Juan mantuvo desde el principio de nuestra relación que el mundo de los chamanes del México antiguo difería del nuestro, no de manera superficial, sino en la manera en que se arreglaba el proceso de cognición. Mantenía que en nuestro mundo, nuestra cognición requiere la interpretación de datos sensoriales. Dijo que el universo está compuesto de un número infinito de campos de energía, que existen en el universo en general como filamentos luminosos. Esos filamentos luminosos actúan sobre el hombre como organismo. La respuesta de ese organismo es convertir esos campos de energía en datos sensoriales. Los datos sensoriales se interpretan, y esa interpretación se convierte en nuestro sistema cognitivo. Mi comprensión de la cognición forzosamente me hacía creer que es un proceso universal, tal como el lenguaje es proceso universal. Hay una sintaxis diferente para cada lenguaje, como debe haber una mínima diferencia de arreglo para cada sistema de interpretación del mundo.

La afirmación de don Juan, sin embargo, que los chamanes del México antiguo tenían un sistema cognitivo diferente, era para mí equivalente a decir que tenían una manera diferente de comunicación que nada tenía que ver con el lenguaje. Lo que quería desesperadamente que dijera, era que su sistema cognitivo diferente era equivalente a tener un lenguaje diferente, pero que era, sin embargo, un lenguaje. El «final de una era» significaba para don Juan que las unidades de una cognición extranjera se estaban apoderando. Las unidades de mi cognición normal, no importara lo agradables y provechosas, empezaban a disolverse. ¡Momento grave en la vida de un hombre!

Quizá mi unidad más codiciada era la vida académica. Cualquier cosa que la amenazaba era una amenaza al centro de mi ser, sobre todo si el ataque era velado, inadvertido. Pasó con un profesor a quien le había dado toda mi confianza, el profesor Lorca.

Me había inscrito en el curso que dictaba el profesor Lorca sobre cognición, porque me había sido recomendado como uno de los académicos más brillantes que había. El profesor Lorca era bastante guapo, con pelo rubio peinado a un lado. Tenía la frente limpia, sin arrugas, dando la impresión de alguien que jamás ha tenido una preocupación en la vida. Su ropa mostraba el toque de un buen sastre. No llevaba corbata, lo cual le daba un aire juvenil. Se la ponía solamente al encontrarse con gente importante.

En la ocasión de aquella memorable primera clase con el profesor Lorca, yo estaba confuso y nervioso viendo cómo caminaba de un lado al otro por minutos que fueron una eternidad para mí. El profesor Lorca movía continuamente sus finos labios apretados de arriba abajo, añadiendo inmensidades a la tensión que había generado en esa aula pesada, de ventanas cerradas. De pronto, se detuvo. Se paró en medio del aula, a poca distancia de donde me encontraba sentado y golpeando el podio con un periódico enrollado, empezó a hablar.

– Nunca se sabrá… -empezó.

Todos los que estaban en el aula inmediatamente empezaron ansiosamente a tomar apuntes.

– Nunca se sabrá -repitió- lo que siente un sapo cuando se sienta en el fondo del estanque e interpreta el mundo de sapo que le rodea. -Su voz conllevaba una tremenda fuerza y finalidad-. Entonces, ¿qué creen que es esto? -agitó el periódico por encima de su cabeza.

Continuó leyéndole a la clase un artículo del periódico en que se reportaba el trabajo de un biólogo.

– Este artículo demuestra la negligencia del periodista, que obviamente citó mal al científico -afirmó el profesor Lorca con la autoridad de un catedrático-. Un científico, no importa lo descuidado que sea, nunca se permitiría antropomorfizar los resultados de su investigación, a no ser que sea un baboso.

Con esto como introducción, presentó una conferencia brillantísima sobre la calidad insular de nuestro sistema cognitivo, o del sistema cognitivo de cualquier otro organismo. Me introdujo, en aquella conferencia inicial, a una andanada de nuevas ideas, y las hizo extraordinariamente fáciles de utilizar. La idea más novedosa para mí era que cada individuo de cada especie sobre la Tierra interpreta el mundo que lo rodea usando datos que le llegan a través de sus sentidos especializados. Afirmó que los seres humanos no pueden ni siquiera imaginarse, por ejemplo, lo que debe ser estar en un mundo regido por la eco-locación, como el mundo del murciélago, donde cualquier punto de referencia inferido, es imposible de concebir para la mente humana. Dejó muy claro, que desde ese punto de vista no existían dos sistemas cognitivos que pudieran asemejarse entre especies.

Al salir del salón al final de la conferencia de hora y media, sentía que la brillantez de la mente del profesor Lorca me había tumbado. Desde ese momento, era su más devoto admirador. Encontraba sus conferencias más que estimulantes y provocativas al pensamiento. Las suyas eran las únicas conferencias que esperaba ansiosamente. Todas sus excentricidades no me importaban para nada en comparación con su excelencia como maestro y como pensador innovador en el campo de la psicología.

Cuando primero asistí a la clases del profesor Lorca, llevaba casi dos años trabajando con don Juan Matus. Era ya un patrón de comportamiento bien establecido, acostumbrado como estaba a las rutinas, de contarle a don Juan todo lo que me pasaba en mi mundo cotidiano. En la primera oportunidad que se presentó, le relaté lo que estaba sucediendo con el profesor Lorca. Puse al profesor Lorca por las nubes y le dije a don Juan sin vergüenza alguna que el profesor Lorca era mi modelo. Don Juan se mostró aparentemente muy impresionado por mi despliegue de admiración, sin embargo me hizo una extraña advertencia.

– No admires a la gente desde la distancia -dijo-. Ésa es la manera más segura de crear seres mitológicos. Acércate a tu profesor, habla con él, ve cómo es como hombre. Ponlo a prueba. Si el comportamiento de tu profesor es resultado de su convicción de que es un ser que se va a morir, entonces todo lo que haga, no importa cuán extraño, debe ser premeditado y final. Si lo que dice termina siendo palabras, no vale nada.

Me sentí terriblemente insultado por lo que consideraba ser la insensibilidad de don Juan. Pensé que a lo mejor estaba un poco celoso de los sentimientos de admiración que tenía yo por el profesor Lorca. Una vez que ese pensamiento se formuló en mi mente, me sentí aliviado; lo comprendí todo.

– Dígame, don Juan -dije para terminar la conversación por otras vías-, ¿qué es un ser que va a morir, en verdad? Lo he oído hablar de eso tantas veces, pero no me lo ha definido nunca realmente.

– Los seres humanos son seres que van a morir -dijo-. Los chamanes firmemente mantienen que la sola manera de agarrarnos del mundo y de lo que en él hacemos, es aceptando totalmente que somos seres que vamos camino a la muerte. Sin esta aceptación básica, nuestras vidas, nuestros quehaceres y el mundo en que vivimos son asuntos inmanejables.

– ¿Pero es la mera aceptación de esto de tal alcance? -pregunté en tono casi de protesta.

– ¡Créemelo! -dijo don Juan sonriendo-. Pero no es en la mera aceptación donde está el truco. Tenemos que encarnar esa aceptación y vivirla plenamente. Los chamanes a través de los años han dicho que la vista de nuestra muerte es la vista que produce más sobriedad. Lo que está mal con nosotros los seres humanos, y que ha estado mal desde tiempo inmemorial, es que sin declararlo en tantas palabras, creemos que hemos entrado en el reino de la inmortalidad. Nos comportamos como si nunca fuéramos a morirnos, una arrogancia infantil. Pero aún más injuriante que ese sentimiento de inmortalidad es lo que lo acompaña; la sensación de que podemos absorber todo este inconcebible universo con la mente.

Una yuxtaposición fatal de ideas me tenía atado despiadadamente; la sabiduría de don Juan y el conocimiento del profesor Lorca. Ambas eran difíciles, oscuras, seductoras y lo abarcaban todo. No había nada que hacer más que seguir el curso donde me llevara.

Seguí al pie de la letra la sugerencia de don Juan de acercarme al profesor Lorca. Intenté todo el semestre acercarme a él, hablar con él. Iba religiosamente a su oficina durante las horas en que estaba allí, pero nunca parecía tener tiempo para mí. Sin embargo, aunque no podía hablar con él, lo admiraba imparcialmente. Hasta llegué a aceptar que nunca iba a hablar conmigo. No me importaba; lo que importaba eran las ideas que recolectaba de sus magníficas clases.

Le hice un reporte a don Juan acerca de todos mis hallazgos intelectuales. Había leído extensamente sobre la cognición. Don Juan me animó, más que nunca, a establecer contacto directo con la fuente de mi revolución intelectual.

– Es imprescindible que hables con él -me dijo en una voz un tanto urgente-. Los chamanes no admiran a la gente en el vacío. Les hablan; los conocen. Establecen puntos de referencia. Comparan. Lo que estás haciendo es un poco infantil. Admiras a lo lejos. Es como lo que pasa con un hombre que le tiene miedo a las mujeres. Finalmente, sus gónadas dominan su miedo y le exigen que adore a la primera mujer que le dice «hola».

Hice un doble esfuerzo por acercarme al profesor Lorca, pero era como una fortaleza impenetrable. Cuando le comenté a don Juan mis dificultades, me explicó que los chamanes veían cualquier actividad con la gente, no importa cuán diminuta o insignificante, como un campo de batalla. En ese campo de batalla, los chamanes hacían su mejor magia, ponían su mejor esfuerzo. Me aseguró que el truco para tener soltura en tales situaciones, algo que nunca había sido mi fuerte, era enfrentarse al adversario abiertamente. Expresó su aborrecimiento por esas almas tímidas que se esconden de la interacción a tal extremo que, cuando interactúan, simplemente infieren o deducen en términos de sus propios estados psicológicos lo que pasa sin verdaderamente percibir lo que en realidad está pasando. Interactúan sin jamás haber sido parte de la interacción.

– Siempre mira al hombre con quien estás jugando el tira y afloja con la cuerda -continuó- No tires simplemente de la cuerda; levanta la vista a sus ojos. Sabrás que es un hombre, igual a ti. No importa lo que diga, no importa lo que haga, se está sacudiendo en sus pantalones, tal como tú. Una mirada de esa naturaleza vuelve incapaz a tu adversario, aunque sea por solo un instante; entonces das el golpe.

Un día la suerte estaba conmigo. Abordé al profesor Lorca en el corredor en frente de su oficina.

– Profesor Lorca -dije-, ¿tiene un momento libre para hablar?

– ¿Quién demonios es usted? -dijo con la mayor naturalidad, como si fuera su mejor amigo y me estaba preguntando cómo me sentía.

El profesor Lorca era tan grosero como se puede ser, pero sus palabras no tuvieron en mí el efecto de una grosería. Me sonrió con los labios apretados, como si me animara a irme o a decir algo significativo.

– Soy estudiante de antropología, profesor Lorca -le dije-. Estoy involucrado en una situación de trabajo de campo donde tengo la oportunidad de aprender algo acerca del sistema cognitivo de los chamanes.

El profesor Lorca me contempló con sospecha y enojo. Sus ojos parecían dos puntos azules llenos de malicia. Se hizo el cabello hacia atrás como si se le hubiera caído sobre la frente.

– Trabajo con un verdadero chamán en México -continué tratando de provocar una respuesta-. Es un verdadero chamán, créamelo. Me ha llevado más de un año animarlo a que considerara hablar conmigo.

La cara del profesor Lorca se relajó; abrió la boca y, agitando una mano finísima delante de mis ojos como si estuviera dándole vueltas a una pizza, me habló. No podía dejar de ver sus gemelos de esmalte que eran del color exacto de su saco verdusco.

– ¿Y qué quiere usted de mí? -dijo.

– Quiero que me escuche por un momento -dije-, para ver si lo que estoy haciendo le interesa.

Hizo un gesto de desgano y resignación con los hombros, abrió la puerta de su oficina y me invitó a pasar. Sabía que no tenía yo tiempo que perder y le presenté una descripción muy directa de mi situación de trabajo de campo. Le dije que me estaban enseñando procedimientos que no tenían nada que ver con lo que había encontrado en la literatura antropológica sobre el chamanismo.

Hizo un gesto con los labios por un momento sin decir una palabra. Cuando habló, señaló que una de las fallas de los antropólogos en general, es que nunca se dan el tiempo suficiente para llegar a saber, totalmente, todos los grados del sistema cognitivo particular utilizados por la gente que estudian. Definió «cognición» como un sistema de interpretación, que a través del uso hace posible que los individuos utilicen con la mayor proeza todos los grados de connotación que forman el ambiente particular y social bajo consideración.

Las palabras del profesor Lorca iluminaron el ámbito total de mi trabajo de campo. Sin poder dominar todos los grados del sistema cognitivo de los chamanes del México antiguo, hubiera sido totalmente superfluo que formulara una idea de ese mundo. Si el profesor Lorca nunca me hubiera dicho otra palabra más, lo que acababa de declarar hubiera sido más que suficiente. Lo que siguió fue un maravilloso discurso sobre la cognición.

– Su problema -dijo el profesor Lorca- es que el sistema cognitivo de nuestro mundo cotidiano, con el cual estamos familiarizados, en verdad, desde el día en que nacimos, no es igual al sistema cognitivo del mundo de los chamanes.

»Lo que le he dicho, claro, es conocimiento general -me dijo al conducirme hacia fuera-. Cualquier lector está consciente de lo que le he estado diciendo.

Nos despedimos, casi amigos. El recuento a don Juan de mi éxito en acercarme al profesor Lorca se topó con una reacción extraña. Por un lado, don Juan parecía estar encantado, y por otro, preocupado.

– Me da que tu profesor no es en verdad lo que parece ser -dijo-. Claro, eso es desde el punto de vista de un chamán. Quizá fuera mejor dejarlo ahora, antes que todo esto se vuelva muy bochornoso, muy complicado. Una de las artes más elevadas de los chamanes es saber cuándo detenerse. Me parece que has conseguido todo lo que se puede de tu profesor.

De inmediato, reaccioné con un tiroteo de defensas a favor del profesor Lorca. Don Juan me tranquilizó. Me dijo que no era su intención criticar o juzgar a nadie, pero que en su conocimiento muy poca gente sabe cuándo retirarse, y aún menos sabe cómo utilizar su conocimiento.

A pesar de las advertencias de don Juan, no me detuve; por el contrario, me convertí en el estudiante, el seguidor, el admirador más fiel del profesor Lorca. Su interés en mi trabajo parecía ser genuino, aunque se sentía infinitamente frustrado por mi apatía e incapacidad para formular conceptos bien definidos acerca del sistema cognitivo del mundo de los chamanes.

Un día, el profesor Lorca me formuló el concepto del visitante-científico a otro mundo cognitivo. Reconoció que estaba dispuesto a ser imparcial y darle vueltas, como científico social, a la posibilidad de un sistema cognitivo diferente. Se imaginó una investigación en que los protocolos serían reunidos y analizados. Los problemas de la cognición serían concebidos y dados a chamanes a quienes yo conocía, para medir, por ejemplo, su capacidad de enfocar su cognición sobre dos aspectos diversos de comportamiento.

Pensaba que la prueba empezaría con un sencillo paradigma en el que intentaran comprender y retener un texto escrito que iban a estar leyendo mientras jugaban al póquer. La prueba iba a intensificarse, para medir, por ejemplo, su capacidad de enfocar su cognición sobre cosas complejas que se les dirían mientras dormían, etc. El profesor Lorca quería que se llevara a cabo un análisis lingüístico de lo que emitían. Quería una medida real de sus respuestas en términos de su velocidad y precisión, y otras variables que se hicieran manifiestas al progresar el proyecto.

Don Juan verdaderamente se partió de risa cuando le conté de las propuestas del profesor Lorca de medir la cognición de los chamanes.

– Ahora sí que me gusta tu profesor -dijo-. Pero no puedes hablar en serio de esta idea de medir nuestra cognición. ¿Qué sacaría tu profesor de medir nuestras respuestas? Llegará a la conclusión de que somos un montón de idiotas, porque es lo que somos. No podemos ser más inteligentes, más veloces que el hombre ordinario. No es culpa de él, sin embargo, pensar que puede hacer medidas de cognición de un mundo al otro. La culpa es tuya. Has fallado al no expresarle a tu profesor que cuando los chamanes hablan del mundo cognitivo de los chamanes del México antiguo, están hablando de cosas que no tienen un equivalente en el mundo cotidiano.

»Por ejemplo, percibir la energía directamente como fluye en el universo es una unidad de cognición por la cual los chamanes viven. Ven cómo fluye la energía y siguen su flujo. Si su flujo se encuentra con obstáculos, se alejan o hacen algo totalmente diferente. Los chamanes ven líneas en el universo. Su arte, o su tarea, es escoger la línea que los va a conducir, en términos de percepción, a regiones sin nombre. Podrías decir que los chamanes reaccionan inmediatamente a las líneas del universo. Ven a los seres humanos como bolas luminosas, y buscan en ellos su flujo de energía. Desde luego, reaccionan al instante al ver esto. Es parte de su cognición.

Le dije a don Juan que para nada podía hablarle al profesor Lorca de esto, porque no había hecho ninguna de las cosas que él estaba describiendo. Mi cognición seguía igual.

– ¡Ah! -exclamó-. Es que simplemente no has tenido tiempo todavía para incorporar las unidades de cognición del mundo de los chamanes.

Salí de la casa de don Juan más confuso que nunca. Había una voz dentro de mí que verdaderamente me exigía terminar mis tratos con el profesor Lorca. Comprendí cuánta razón tenía don Juan al decirme que las practicalidades en que se interesaban los científicos eran conducentes a construir máquinas cada vez más complejas. No eran las practicalidades que cambian el curso de la vida de un individuo desde adentro. No estaban hechas para alcanzar la vastedad del universo como un asunto personal, experimental. Las estupendas máquinas que existen o las que están en proceso, eran asuntos culturales, y los logros tenían que disfrutarse indirectamente, aun por los creadores de las máquinas mismas. Su única ganancia era económica.

Al señalarme todo esto, don Juan había logrado colocarme en un estado de ánimo de mayor curiosidad. Empecé realmente a cuestionar las ideas del profesor Lorca, algo que no había hecho hasta entonces. A la vez, el profesor Lorca emitía verdades asombrosas sobre la cognición. Cada declaración era más severa que la que la precedía y, como resultado, más penetrante.

Al final de mi segundo semestre con el profesor Lorca, había llegado a un callejón sin salida. No había manera en el mundo que creara un puente entre dos líneas de pensamiento; la de don Juan y la del profesor Lorca. Iban por senderos paralelos. Comprendí el objetivo del profesor Lorca de querer cualificar y cuantificar el estudio de la cognición. La Cibernética se asomaba como nueva disciplina y el aspecto práctico de los estudios de la cognición era una realidad. Pero también lo era el mundo de don Juan, que no podía medirse con las herramientas normales de la cognición. Había tenido el privilegio de atestiguarlo en las acciones de don Juan, pero no lo había experimentado yo mismo. Sentía que esto era el obstáculo que hacía que el puente entre estos dos mundos fuera imposible.

Le comenté todo esto a don Juan durante una de mis visitas. Dijo que lo que yo consideraba como obstáculo, y por consecuencia, el factor que hacía imposible el puente entre estos dos mundos, no era acertado. A su manera de ver, la falla era algo que abarcaba mucho más que las circunstancias individuales de un solo hombre.

– Quizá puedas acordarte de lo que te dije acerca de una de las mayores fallas que tenemos como seres humanos ordinarios -dijo.

No podía recordar nada en particular. Me había señalado tantas fallas que nos afectaban como seres humanos ordinarios que la mente me daba vueltas.

– Usted está exigiendo algo muy específico -dije-, y no puedo dar con ello.

– La gran falla a la que me refiero -dijo-, es algo que tienes que recordar en cada segundo de tu existencia. Para mí, es la cuestión de las cuestiones, que te voy a repetir una y otra vez, hasta que se te salga por las orejas.

Después de un largo minuto, me di por vencido.

– Somos seres que vamos camino a la muerte -dijo-. No somos inmortales, pero nos comportamos como si lo fuéramos. Ésta es la falla que nos tumba como individuos y nos va a tumbar como especie algún día.

Don Juan declaró que la ventaja que tienen los chamanes sobre sus congéneres comunes es que los chamanes saben que son seres que van camino a la muerte y no se permiten desviarse de ese conocimiento. Enfatizó que un esfuerzo enorme tiene que emplearse para obtener y mantener ese conocimiento como certeza total.

– Pero, ¿por qué es tan difícil admitir algo que es tan verdadero? -pregunté, confundido por la magnitud de nuestra contradicción interna.

– No es en realidad la culpa del hombre -dijo en tono conciliatorio-. Algún día te contaré más acerca de las fuerzas que llevan al hombre a comportarse como buey.

No había nada más que decir. El silencio que siguió fue siniestro. Ni siquiera quería saber a qué fuerzas se refería don Juan.

– No es una proeza maravillosa evaluar a tu profesor a la distancia -siguió don Juan.

»Es un científico inmortal. Nunca va a morirse. Y cuando se trata de las preocupaciones de la muerte, estoy seguro de que ya se ocupó de todo. Tiene su parcela en el cementerio, y una fuerte póliza de seguros para su familia. Habiendo cumplido con esos dos mandatos, ya no tiene que pensar en la muerte. Sólo piensa en su trabajo.

»El profesor Lorca es sensato cuando habla -continuó don Juan-, porque tiene la preparación para usar las palabras acertadamente. Pero no está preparado para tomarse en serio como un hombre que va a morir. Como es inmortal, no sabría hacerlo. No hace ninguna diferencia que los científicos construyan máquinas complejas. Las máquinas no pueden de ninguna manera ayudarle a nadie a enfrentarse a la cita inevitable: la cita con el infinito.

»El nagual Julián me contaba -siguió-, de los generales conquistadores de la Roma antigua. Cuando regresaban victoriosos, se organizaban desfiles gigantescos para rendirles honores. Mostrando los tesoros que habían ganado, y los pueblos derrotados que habían convertido en esclavos, los conquistadores desfilaban llevados en sus carrozas de guerra. Acompañándolos, había siempre un esclavo, cuya faena era susurrarles al oído que toda fama y toda gloria es simplemente transitoria.

»Si somos victoriosos de alguna manera -continuó-, no tenemos a nadie que nos vaya susurrando que nuestras victorias son fugaces. Los chamanes sin embargo tienen una ventaja: como seres camino a la muerte, tienen a alguien susurrándoles en el oído que todo es efímero. El susurrador es la muerte, la consejera infalible, la única que nunca te va a mentir.

AGRADECIENDO

– Los guerreros-viajeros no dejan cuentas pendientes -dijo don Juan.

– ¿A qué se refiere usted, don Juan? -pregunté.

– Es hora de que arregles algunas deudas que has contraído durante tu vida -dijo-. No es que vayas a poder pagarlas por completo, no, pero tienes que hacer un gesto. Tienes que hacer un pago de muestra para reparar, para apaciguar al infinito. Me contaste de tus dos amigas que tanto estimabas, Patricia Turner y Sandra Flanagan. Es hora de que vayas a encontrarlas y que les hagas, a cada una, un regalo en el que gastes todo lo que tengas. Tienes que hacer dos regalos que van a dejarte sin un céntimo. Ése es el gesto.

– No tengo idea dónde están, don Juan -dije, casi con humor de protesta.

– Ése es tu desafío, encontrarlas. En tu búsqueda, no vas a dejar piedra sobre piedra. Lo que vas a intentar es algo muy sencillo, y a la vez, casi imposible. Quieres cruzar el umbral de la deuda y en una barrida, ponerte en libertad para continuar. Si no puedes cruzar el umbral, no hay motivo para tratar de continuar conmigo.

– Pero, ¿de dónde le vino la idea de esta faena para mí? -pregunté-. ¿La inventó usted mismo porque lo cree apropiado?

– Yo no invento nada -dijo, como si nada-. Conseguí esta tarea del infinito mismo. No es fácil decirte todo esto. Si crees que me estoy divirtiendo de maravilla con tus tribulaciones, estás en un error. El éxito de tu misión me vale más a mí que a ti: Si fracasas, pierdes muy poco. ¿Qué? Tus visitas conmigo. Vaya cosa. Pero yo te perdería a ti, y eso significa para mí o perder la continuidad de mi linaje o la posibilidad de que tú lo cierres con broche de oro.

Don Juan dejó de hablar. Siempre sabía cuándo tenía yo la cabeza acalorada de pensamientos.

– Te he dicho una y otra vez que los guerreros-viajeros son pragmáticos -siguió-. No están involucrados en sentimentalismo o nostalgia o melancolía. Para los guerreros-viajeros, sólo existe la lucha, y es una lucha sin fin. Si crees que has venido aquí a encontrar paz, o que éste es un momento de calma en tu vida, estás equivocado. Esta faena de pagar tus deudas no está guiada por ninguna sensación que tú conozcas. Está guiada por el sentimiento más puro, el sentimiento del guerrero-viajero que está a punto de sumergirse en el infinito, y que justo antes de hacerlo, se vuelve para dar las gracias a aquellos que lo favorecieron.

– Te tienes que enfrentar a esta tarea con toda la gravedad que merece -continuó-. Es tu última parada antes de que te trague el infinito. De hecho, si el guerrero-viajero no está en un estado sublime de ser, el infinito no lo toca por nada del mundo. Así es, no te restrinjas, no te ahorres ningún esfuerzo. Empuja, despiadada pero elegantemente, hasta el final.

Había conocido a las dos personas a quienes don Juan se refería como las amigas que tanto estimaba, cuando asistía al colegio. Vivía en un apartamento sobre el garaje de la casa que les pertenecía a los padres de Patricia Turner. A cambio de cama y comida, les limpiaba la piscina, las hojas del jardín, sacaba la basura y hacía el desayuno para Patricia y yo. También hacía de «handyman» y de chófer. Llevaba a la señora Turner a hacer las compras y compraba licor para el señor Turner, licor que tenía que meter en la casa a escondidas y luego en su estudio.

Era un ejecutivo de aseguranzas, un bebedor solitario. Le había prometido a su familia que jamás iba a volver a tocar una botella después de algunos altercados serios a causa de su excesivo consumo. Me confesó que ya no tomaba tanto, pero que de vez en cuando necesitaba una copa. Su estudio, desde luego, le estaba vedado a todos, menos a mí. Mi obligación era entrar allí para hacer la limpieza, pero lo que hacía en realidad era esconder sus botellas dentro de una viga que parecía servir de apoyo a un arco del techo del estudio, pero que estaba hueca. Tenía que meter las botellas a escondidas y sacar las vacías también a escondidas y deshacerme de ellas en el mercado.

Patricia estudiaba teatro y música en el colegio y era una cantante fabulosa. Su meta era llegar a cantar en las comedias musicales de Broadway. Ni vale la pena decirlo, me enamoré locamente de Patricia Turner. Era muy delgada, buena atleta, de pelo oscuro con facciones angulares y finas y me llevaba una cabeza de estatura, mi máximo requisito para que una mujer me alocara.

Parecía yo cumplir con una profunda necesidad en ella, la necesidad de cuidar de alguien, sobre todo cuando se dio cuenta de que su papá me tenía completa confianza. Se convirtió en mi mami. No podía ni abrir la boca sin su consentimiento. Me vigilaba como un águila. Hasta me escribía mis ensayos para el colegio, leía los libros de texto y me hacía resúmenes de las lecturas. Y me encantaba, no porque quería que me cuidara; no creo que esa necesidad alguna vez haya formado parte de mi cognición. Me deleitaba el hecho que ella lo hiciera. Me deleitaba su compañía.

A diario me llevaba al cine. Tenía entradas gratis a todos los teatros de Los Ángeles, pues se las regalaban a su padre algunos de los ejecutivos de la industria cinematográfica. El señor Turner nunca las utilizaba; sentía que no le correspondía a un hombre tan digno, tan importante, utilizar pases gratis. Los dependientes del cine siempre hacían que los poseedores de tales pases firmaran un recibo. A Patricia le importaba un pepino firmar cosa alguna, pero algunas veces los maliciosos dependientes querían que firmara el señor Turner y cuando yo lo hacía, no se satisfacían simplemente con la firma. Exigían ver identificación. Uno de ellos, un joven descarado, hizo un comentario que nos tendió de risa a él y a mí, pero que puso fúrica a Patricia.

– Creo que usted es el señor Truhán -me dijo con una de las sonrisas más maliciosas que se pudiera uno imaginar-, no el señor Turner.

Yo hubiera podido pasarlo por alto, pero luego nos sometió a la profunda humillación de negarnos la entrada para Hércules, con Steve Reeves.

Generalmente íbamos a todas partes acompañados por Sandra Flanagan, la amiga íntima de Patricia que vivía al lado, con sus padres. Sandra era totalmente lo opuesto de Patricia. Era igual de alta, pero de cara redonda, de mejillas encarnadas y boca sensual; era más sana que un mapoche. No se interesaba para nada en el canto. Lo que le interesaban eran los placeres sensuales del cuerpo. Podía comer y beber lo que fuera y digerirlo, y (la característica que acabó conmigo) después de dejar limpio su plato hacía lo mismo con el mío, cosa que siendo yo mañoso para comer, nunca había podido hacer en toda mi vida. También era excelente atlética, pero de una manera sana y fuerte. Daba golpes como un hombre y patadas como una mula.

Como acto de cortesía a Patricia, hacía los mismos quehaceres para los padres de Sandra que los que hacía para los padres de ella: limpiar la piscina, barrer las hojas, sacar la basura, y quemar los papeles y la basura inflamable. Era la época cuando la contaminación del aire incrementó en Los Ángeles a causa del uso de los incineradores.

Quizás fue por la proximidad, o por la gracia de esas dos jóvenes, que terminé locamente enamorado de las dos.

Fui a pedirle consejos a un joven amigo mío extraordinariamente extraño, Nicholas van Hooten. Tenía dos novias y vivía con las dos, aparentemente muy feliz. Empezó dándome, me dijo, el consejo más sencillo: cómo comportarse en un cine cuando tienes dos novias. Dijo que cuando iba al cine con las dos, siempre enfocaba su atención sobre la que estaba a su izquierda. Después de un rato, las dos se levantaban y se iban al baño y a su regreso, cambiaban de asiento. Anna se sentaba donde Betty había estado y nadie de los que los rodeaban se enteraban. Me aseguró que éste era el primer paso en un largo proceso de entrenamiento para que las chicas aceptaran prosaicamente la situación de tres. Nicholas era un poco cursi y usó la gastada expresión francesa: ménage á trois.

Seguí sus consejos y fui a un cine de películas mudas en la avenida Fairfax, con Patricia y Sandy. Senté a Patricia a mi izquierda y le entregué toda mi atención. Fueron al baño y a su regreso les dije que cambiaran de lugar. Empecé a hacer lo que me había aconsejado Nicholas van Hooten, pero Patricia no iba a aguantar tal cosa. Se levantó y se salió del teatro, ofendida, humillada y furiosa. Quería correr detrás de ella y disculparme, pero Sandra me detuvo.

– Deja que se vaya -dijo con una sonrisa venenosa-. Ya está grande. Tiene dinero para tomar un taxi.

Caí en la trampa y me quedé en el teatro, besuqueando a Sandra un poco nervioso y lleno de culpabilidad. Estaba besándola apasionadamente cuando alguien me tiró hacia atrás por el cabello. La fila de asientos estaba suelta y se volcó hacia atrás. Patricia la atleta saltó antes de que los asientos donde nos encontrábamos sentados se cayeran sobre la fila de atrás. Oí los gritos aterrados de dos personas que estaban sentadas al final de la fila, junto al pasillo.

El consejo de Nicholas van Hooten no había valido una pizca. Patricia, Sandra y yo regresamos a casa guardando absoluto silencio. Emparchamos nuestras diferencias en medio de extrañísimas promesas, llantos, todo. El resultado de nuestra relación a tres fue que al final casi nos destruimos. No estábamos preparados para tal maniobra. No sabíamos resolver los problemas de afecto, moralidad, obligación y de costumbres sociales. No podía abandonar a una por la otra, y ellas no podían dejarme. Un día, al final de un tremendo alboroto y de pura desesperación, los tres huimos en distintas direcciones, para nunca jamás volvernos a ver. Me sentí devastado. Nada de lo que hacía podía borrar el impacto que habían dejado en mi vida. Me fui de Los Ángeles y me involucré en incontables cosas en un esfuerzo de apaciguar mi anhelo. Sin exagerar en lo mínimo, puedo decir con toda sinceridad que caí en la boca del infierno, creyendo que nunca volvería a salir. Si no hubiera sido por la influencia que don Juan tuvo sobre mi vida y mi persona, nunca hubiera sobrevivido mis demonios personales. Le dije a don Juan que sabía que lo que había hecho estaba mal, que no tenía por qué haber involucrado a dos personas tan maravillosas en tan sórdidos y estúpidos engaños con los que yo mismo no podía lidiar.

– Lo que había de malo -dijo don Juan- era que los tres eran unos egomaniáticos perdidos. Tu importancia personal casi te destruyó. Si no tienes importancia personal, sólo tienes sentimientos.

»Compláceme -siguió-, y haz el siguiente sencillo y directo ejercicio que puede valerte el mundo: borra de tu memoria de esas dos chicas cualquier declaración que te haces a ti mismo, como «Ella me dijo tal o cual cosa, y gritó, ¡y la otra me gritó a MÍ!» y manténte al nivel de tus sentimientos. Si no hubieras tenido tanta importancia personal, ¿qué te hubiera quedado como residuo irreductible?

– Mi amor incondicional por ellas -dije, casi ahogándome.

– ¿Y es menos hoy de lo que era entonces? -preguntó don Juan.

– No, don Juan, no lo es -dije con toda sinceridad, y sentí la misma punzada de angustia que me había perseguido durante años.

– Esta vez, abrázalas desde tu silencio -dijo-. No seas un pinche culo. Abrázalas totalmente por la última vez. Pero intenta que ésta sea la última vez sobre la Tie rra. Inténtalo desde tu oscuridad. Si vales lo que pesas -siguió-, cuando les presentes tu regalo, harás un resumen de tu vida entera dos veces. Actos de esta naturaleza hacen que los guerreros vuelen, los convierte casi en vapor.

Siguiendo los dictámenes de don Juan, tomé la tarea a pecho. Me di cuenta de que si no salía victorioso, don Juan no era el único que iba a perder. Yo también perdería algo, y lo que perdería me era tan importante como lo que don Juan había descrito como importante para él. Perdería mi oportunidad de enfrentarme al infinito y ser consciente de ello.

El recuerdo de Patricia Turner y Sandra Flanagan me puso en un terrible estado de ánimo. El sentimiento devastador de pérdida irreparable que me había perseguido todos esos años estaba tan fresco como siempre. Cuando don Juan exacerbó esos sentimientos, supe de hecho que hay ciertas cosas que se quedan en uno, según él, por toda una vida y, quizás, más allá. Tenía que encontrar a Patricia Turner y a Sandra Flanagan. La última recomendación de don Juan fue que si las encontraba no podía quedarme con ellas. Tendría tiempo solamente para expiarme, envolver a cada una con el afecto que le tenía, sin la colérica voz de la recriminación, de la autocompasión o de la egomanía.

Me embarqué en la colosal faena de averiguar qué les había pasado, dónde estaban. Empecé por interrogar a las personas que habían conocido a sus padres. Sus padres se habían ido de Los Ángeles y nadie podía darme una idea de dónde encontrarlos. No había nadie con quién hablar. Pensé en poner un anuncio personal en el periódico. Pero luego, pensé que a lo mejor ya no vivían en California. Finalmente tuve que acudir a un detective. A través de sus contactos con oficinas oficiales de documentos y quién sabe qué, las localizó en un par de semanas.

Vivían en Nueva York, a poca distancia una de otra, eran tan amigas como siempre. Fui a Nueva York y me enfrenté primero con Patricia Turner. No había llegado a la categoría de estrella de Broadway, como había soñado, pero formaba parte de una producción. No quise saber si era como actriz o administradora. La visité en su oficina. No me dijo qué hacía. La sobresaltó verme. Lo que hicimos fue sentarnos muy cerca, tomarnos de las manos y llorar. Tampoco yo le dije qué hacía. Le dije que había venido a verla porque quería darle un regalo que expresara mi agradecimiento, y que me embarcaría en un viaje del cual no pensaba regresar.

– ¿Por qué estas palabras siniestras? -me dijo aparentemente muy preocupada-. ¿Qué piensas hacer? ¿Estás enfermo? No lo pareces.

– Fue una frase metafórica -le aseguré-. Regreso a Sudamérica con la intención de hacer allí mi fortuna. La competencia es feroz y las circunstancias duras, eso es todo. Si quiero lograrlo, voy a tener que darle todo lo que tengo.

Pareció sentirse aliviada y me abrazó. Se veía igual, sólo mucho más grande, mucho más poderosa, más madura, muy elegante. Le besé las manos y me sobrevino un afecto abrumador. Don Juan tenía razón. Limpio de recriminaciones, lo que me quedaba eran sólo sentimientos.

– Quiero hacerte un regalo, Patricia Turner -dije-. Pídeme lo que quieras y si tengo los medios, te lo compro.

– ¿Te ganaste la lotería? -dijo y se rió-. Lo maravilloso de ti es que nunca tuviste nada y nunca lo tendrás. Sandra y yo hablamos de ti casi todos los días. Te imaginamos estacionando coches, viviendo de las mujeres, etc., etc. Lo siento, no nos podemos contener, pero todavía te amamos.

Insistí que me dijera lo que quería. Empezó a llorar y reír a la vez.

– ¿Me vas a comprar un abrigo de visón? -me preguntó entre sollozos.

Le acaricié el cabello y dije que lo haría.

Se rió y me dio un golpecito de puño como siempre lo hacía. Tenía que regresar al trabajo y nos despedimos después de prometerle que regresaría a verla, pero que si no lo hacía, quería que comprendiera que la fuerza de mi vida me llevaba por aquí y por allá; sin embargo, guardaría su memoria en mí por el resto de mi vida y quizás más allá.

Sí regresé, pero fue solamente para ver, desde la distancia, cómo le entregaban el abrigo de visón. Oí sus gritos de alegría.

Había acabado con esa parte de mi tarea. Me fui, pero no me sentía ligero, vaporoso como había dicho don Juan. Había abierto una llaga de antaño y había comenzado a sangrar. No llovía del todo afuera; había una bruma que me llegaba hasta la médula.

En seguida fui a ver a Sandra Flanagan. Vivía en las afueras de Nueva York, donde se llega por tren. Toqué a su puerta. Sandra la abrió y me miró como si fuera un fantasma. Se le fue todo el color de la cara. Estaba más hermosa que nunca, quizás porque estaba más llena y parecía del tamaño de una casa.

– ¡Pero tú, tú, tú! -balbuceó, no pudiendo articular mi nombre.

Sollozó y pareció estar indignada, reprochándome por un momento. No le di oportunidad de continuar: Mi silencio fue total. Terminó afectándola. Me invitó a entrar y nos sentamos en su sala.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -dijo, ya más calmada-. ¡No puedes quedarte! ¡Soy una mujer casada! ¡Tengo tres hijos! Y soy feliz en mi matrimonio.

Disparando las palabras como si salieran de una ametralladora, me dijo que su marido era muy confiable, no de mucha imaginación, pero un hombre bueno; que no era sensual, que ella debía tener mucho cuidado porque se fatigaba fácilmente cuando hacían el amor, que él se enfermaba fácilmente y que a veces por ese motivo faltaba al trabajo, pero que había logrado darle tres hijos hermosos, y que después de haber nacido el tercero, su marido, cuyo nombre parecía ser Herbert, había renunciado por completo. Ya no funcionaba, pero a ella no le importaba.

Traté de tranquilizarla, asegurándole repetidas veces que había ido a visitarla por un momento, que no era mi intención alterarle la vida o molestarla de ninguna manera. Le describí lo difícil que había sido dar con ella.

– He venido a despedirme de ti -dije- y a decirte que eres el amor de mi vida. Quiero hacerte un regalo, como símbolo de mi agradecimiento y de mi afecto eterno.

Parecía haberla afectado profundamente. Me dio esa sonrisa abierta como antes lo hacía. La separación de los dientes le daba un aire de niña. Le dije que estaba más hermosa que nunca, lo cual para mí era la verdad.

Se rió y dijo que se iba a poner a dieta y que si hubiera sabido que venía a verla, lo hubiera hecho desde hacía tiempo. Pero que empezaría ahora, y que la próxima vez que la viera la encontraría tan esbelta como siempre había sido. Reiteró el horror de nuestra vida juntos y cuánto le había afectado. Hasta había pensado, a pesar de ser católica devota, en suicidarse, pero en sus hijos había encontrado el consuelo que necesitaba; lo que habíamos hecho habían sido locuras de la juventud, que nunca pueden borrarse, pero que pueden barrerse debajo de la alfombra.

Cuando le pregunté si había algún regalo que pudiera hacerle como muestra de mi afecto y agradecimiento, se rió y dijo exactamente lo que había dicho Patricia Turner: que ni tenía en qué orinar, ni nunca lo tendría, porque así me habían hecho. Insistí en que me nombrara algo.

– ¿Me puedes comprar una camioneta en donde quepan todos mis hijos? -me dijo, riéndose-. Quiero un Pontiac o un Oldsmobile con todo los extras.

Lo dijo a sabiendas, porque en su corazón sabía que por nada del mundo podía yo hacerle tal regalo. Pero lo hice.

Manejé el coche del vendedor, siguiéndolo cuando le entregó la camioneta al día siguiente, y desde el coche estacionado donde estaba yo escondido escuché su sorpresa; pero congruente con su ser sensual, su sorpresa no fue una expresión de alegría. Fue una reacción corporal, un sollozo de angustia, de confusión. Lloró, pero sabía que no lloraba por el regalo. Expresaba un anhelo que tenía eco dentro de mí. Me caí en pedazos en el asiento del coche.

A mi regreso por tren a Nueva York y en mi vuelo a Los Ángeles, persistía el sentimiento de que se me estaba acabando la vida; se me iba como la arena que trata uno de retener en la mano inútilmente, y no me sentía ni cambiado ni liberado por haber dado las gracias y haberme despedido. Al contrario, sentía el peso de ese extraño afecto más profundamente que nunca. Quería ponerme a llorar. Lo que se me vino a la mente una y otra vez fueron los títulos que mi amigo, Rodrigo Cummings, había inventado para los libros que nunca fueron escritos. Se especializaba en escribir títulos. Su predilecto era «Todos moriremos en Hollywood»; otro era «Nunca vamos a cambiar»; y mi favorito, por el cual pagué diez dólares, era «De la vida y pecados de Rodrigo Cummings». Todos esos títulos pasaron por mi mente. Yo era Rodrigo Cummings y estaba atorado en el tiempo y el espacio y sí, amaba a dos mujeres más que la vida misma, y eso nunca cambiaría. Y como mis amigos, moriría en Hollywood.

Le conté todo esto a don Juan en mi informe de lo que yo consideraba mi seudo-éxito. Lo descartó desvergonzadamente. Me dijo que lo que sentía era simplemente el resultado de darle rienda suelta a mis sentimientos y mi autocompasión, y que para despedirse y dar las gracias, y que para que valga y se sostenga, los chamanes debían re-hacerse a sí mismos.

– Vence tu autocompasión ahora mismo -me ordenó-. Vence la idea de que estás herido, y ¿qué te queda como residuo irreductible?

Lo que me quedaba como residuo irreductible era el sentimiento de que les había hecho mi máximo regalo a las dos. No con el ánimo de renovar nada, ni de hacerle daño a nadie, incluyendo a mí mismo, pero en el verdadero espíritu del guerrero-viajero cuya única virtud, me había dicho don Juan, es mantener viva la memoria de lo que le haya afectado; cuya sola manera de dar las gracias y despedirse era a través de este acto de magia: de guardar en su silencio todo lo que ha amado.