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Un solo sendero subía a la plana meseta. Después de llegar, me di cuenta de que no era tan extensa como parecía al contemplarla a la distancia. La vegetación de la meseta no difería de la vegetación de abajo; arbustos verduscos y de tallo leñoso que tenían la apariencia ambigua de árboles.
A primera vista no vi el abismo. Sólo al conducirme allí don Juan, tuve conciencia de que la meseta terminaba en precipicio; en verdad, no era meseta, sino la cima plana de una montaña. Era redonda y las laderas al este y al sur estaban desgastadas; sin embargo, los lados que daban al oeste y al norte parecían haber sido partidos por un cuchillo. Desde el borde del precipicio podía ver el fondo del abismo, quizás a una distancia de unos doscientos metros. Estaba cubierto de las mismas plantas leñosas que crecían por todas partes.
Una cordillera de pequeñas montañas al sur y al norte de la meseta daban la clara impresión de que habían sido parte de un cañón gigantesco hace millones de años, excavado por un río que ya no existía. Las orillas de ese cañón habían sido borradas por la erosión. En algunas partes estaban al nivel de la tierra. La única parte que quedaba era donde estaba yo parado.
– Es roca pura -dijo don Juan como si leyera mis pensamientos. Señaló con el mentón hacia el fondo del abismo-. Si algo se cayera desde esta orilla hasta el fondo, se haría mil pedazos en la roca de allá abajo.
Ése fue el diálogo inicial entre don Juan y yo ese día sobre la montaña. Antes de llegar allí, me había dicho que su tiempo sobre la tierra había llegado a su fin. Partía en su viaje definitivo. Sus pronunciamientos fueron devastadores para mí. Perdí el dominio sobre mí mismo, y entré en un estado de éxtasis fragmentado, quizá semejante a lo que experimenta la gente que sufre una crisis mental. Pero quedaba de mí un fragmento central cohesivo: el yo de mi niñez. Lo demás era vaguedad, incertidumbre. Había estado fragmentado por tanto tiempo que el regresar a ese estado fragmentado era la única salida de mi devastación.
Una interacción muy peculiar entre distintos niveles de mi conciencia se llevó a cabo después. Don Juan, su cohorte don Genaro, dos de sus aprendices, Pablito y Néstor, y yo, habíamos ascendido a esa montaña. Pablito, Néstor y yo estábamos allí para hacernos cargo de nuestra última tarea como aprendices: saltar al abismo, un asunto muy misterioso que don Juan me había explicado en varios niveles de conciencia pero que sigue siendo un enigma para mí hasta hoy día.
Don Juan dijo bromeando que debía sacar mi libro de apuntes y empezar a tomar nota de nuestros últimos momentos juntos. Me dio un codazo y me aseguró, escondiendo su risa, que hubiera sido lo debido ya que había emprendido el camino del guerrero-viajero tomando apuntes.
Don Genaro interrumpió, diciendo que otros guerreros-viajeros anteriores a nosotros también habían estado sobre esta misma meseta antes de emprender su viaje a lo desconocido. Don Juan me miró y en voz baja dijo que pronto entraría yo en el infinito con la fuerza de mi poder personal, y que don Genaro y él estaban allí sólo para despedirse de mí. Don Genaro de nuevo interrumpió y dijo que yo también estaba allí para despedirme de ellos.
– Una vez que entres en el infinito -dijo don Juan-, no puedes depender de nosotros para regresar. Se necesita tu decisión. Sólo tú puedes decidir si regresas o no. Debo también advertirte que pocos guerreros-viajeros sobreviven este tipo de encuentro con el infinito. El infinito es seductor hasta no más. Un guerrero-viajero descubre que el regresar a un mundo de desorden, compulsión, ruido y dolor es algo muy desagradable. Tienes que saber que tu decisión de quedarte o regresar no es cuestión de selección racional, sino cuestión de intentarlo.
»Si eliges no regresar -continuó-, desaparecerás como si la tierra te hubiera tragado. Pero si eliges regresar, tienes que amarrarte el cinturón y esperar como un verdadero guerrero-viajero hasta que termines tu tarea, fuese la que fuese, en éxito o en fracaso.
Un cambio muy sutil empezó a llevarse a cabo en mi conciencia. Empecé a recordar caras de personas, pero no estaba seguro de haberlas conocido jamás; un sentimiento extraño de angustia y afecto me empezó a afectar. La voz de don Juan ya no se oía. Extrañaba a personas que sinceramente dudaba haber conocido. De pronto, vino sobre mí un cariño insoportable por esas personas, quienes fueran. Mis sentimientos hacia ellos iban más allá de las palabras, y a la vez no podía decir quiénes eran. Solamente sentía su presencia, como si hubiera vivido anteriormente, o como si tuviera sentimientos para personas en un sueño. Presentí que sus formas exteriores cambiaban: empezaron siendo altas y terminaron bajitas. Lo que quedaba intacto era su esencia, la cosa misma que me producía este sentimiento insoportable por ellos.
Don Juan vino a mi lado y me dijo:
– El acuerdo era que te quedaras en la conciencia del mundo cotidiano. -Su voz era brusca y autoritaria-. Hoy vas a cumplir con una faena concreta -siguió-, el último eslabón de una larga cadena; y lo tienes que hacer en tu máximo estado de razón.
Nunca había oído a don Juan dirigirse a mí en ese tono. Era un hombre distinto en ese instante, y a la vez, me era totalmente conocido. Sumisamente, lo obedecí y regresé a la conciencia del mundo cotidiano. No sabía, sin embargo, que lo estaba haciendo. A mí me pareció, ese día, que me había sometido a don Juan por temor y respeto.
En seguida, don Juan se dirigió a mí en el tono al que estaba acostumbrado. Lo que me dijo fue algo que también me era muy conocido. Dijo que el sostén del guerrero-viajero es la humildad y la eficacia, el actuar sin expectativas y el resistir cualquier cosa que le surja en el camino.
En aquel momento me sobrevino otro cambio en mi nivel de conciencia. La mente se me enfocó en un pensamiento, o en un sentimiento de angustia. Supe entonces que había hecho un pacto con unas personas para morir con ellas, y no podía recordar quiénes eran. Sentí, sin duda alguna, que estaba mal que muriera solo. Mi angustia se volvió insoportable.
Don Juan volvió a hablarme.
– Estamos solos -me dijo-. Ésa es nuestra condición, pero el morir solo no es morir en un estado de soledad.
Empecé a respirar profundamente, sorbiendo aire para borrar la tensión. Al respirar, se me aclaró la mente.
– La gran cuestión con nosotros los machos es nuestra fragilidad -siguió-. Cuando empieza a acrecentarse nuestra conciencia, crece como una columna, justo en el punto medio de nuestro ser luminoso, desde abajo hacia arriba. Esa columna tiene que llegar a bastante altura antes de poder uno contar con ella. En este momento preciso de tu vida, como chamán, fácilmente puedes perder dominio sobre tu nueva conciencia. Cuando haces eso, se te olvida todo lo que has hecho y visto en el camino del guerrero-viajero, porque tu conciencia regresa a la conciencia de tu vida cotidiana. Te he explicado que la faena de todo chamán es de reclamar para él todo lo que ha hecho y lo que ha visto en el camino del guerrero-viajero cuando entraba en otros niveles nuevos de conciencia. El problema con cada chamán es que se olvida fácilmente, porque su conciencia pierde el nuevo nivel y se cae al suelo en un abrir y cerrar de ojos.
– Comprendo exactamente lo que me está diciendo, don Juan -le dije-. Quizás sea ésta la primera vez que he llegado a la plena realización de por qué me olvido de todo y recuerdo todo después. Siempre creía que mis cambios eran debidos a una condición patológica personal. Ahora sé por qué suceden esos cambios, pero no puedo expresar en palabras lo que sé.
– No te preocupes por las palabras -dijo don Juan-. Tendrás, al momento debido, todas las palabras que quieras. Hoy tienes que actuar desde tu silencio interior, desde lo que sabes sin saberlo. Sabes a la perfección lo que tienes que hacer, pero este conocimiento todavía no lo tienes completamente formulado en tus pensamientos.
Al nivel de sensaciones o pensamientos concretos, sólo sentía la vaga sensación de que sabía algo que no formaba parte de la mente que tenía. Tuve, en seguida, el sentimiento más claro de haber dado un enorme paso hacia abajo; algo pareció caerse dentro de mí. Fue casi como una sacudida. Supe en ese instante que había entrado en otro nivel de conciencia.
Don Juan me dijo que era obligatorio que un guerrero-viajero se despidiera de todos los que dejaba atrás. Debe decir sus adioses en una voz fuerte y clara para dejar grabados su grito y sentimientos en esas montañas para siempre.
Permanecí en espera durante mucho tiempo, no por vergüenza, sino porque no sabía a quién incluir en mis agradecimientos. Había absorbido interiormente el concepto de la brujería de que el guerrero-viajero no le puede deber nada a nadie.
Don Juan había metido en mí un axioma de chamán: Los guerreros-viajeros pagan elegante, generosamente y con una ligereza sin par, cualquier favor, cualquier servicio que se les ha rendido. Así se deshacen de la carga de llevar deudas.
Les había pagado, o estaba en proceso de pagarles, a todos lo que me habían honrado con su atención o cuidado. Había recapitulado mi vida a tal extremo que no había dejado piedra sobre piedra. Creía en verdad en aquel tiempo que no le debía nada a nadie. Le comenté a don Juan mis creencias y mi vacilación.
Dijo don Juan que indudablemente había recapitulado mi vida totalmente, pero añadió que estaba muy lejos de estar libre de toda deuda.
– ¿Y qué de tus fantasmas -siguió-, los que ya no puedes tocar?
Sabía a lo que se refería. Durante mi recapitulación, le había contado cada incidente de mi vida. De los cientos de incidentes que le había relatado, había extraído tres como muestras de deudas que había contraído muy temprano, y había añadido a esos tres la deuda que tenía con la persona gracias a la cual había conocido a don Juan. Le había agradecido a mi amigo profusamente, y tuve la sensación de que algo había reconocido mi agradecimiento. Los otros tres sucesos habían quedado dentro del reino de los relatos, relatos de mi vida y de gente que me había otorgado un obsequio inconcebible, y a quienes nunca les había dado las gracias.
Uno de esos relatos tenía que ver con un hombre que había conocido de niño. Se llamaba el señor Leandro Acosta. Era el archi-enemigo de mi abuelo, su verdadera némesis. Mi abuelo lo había acusado repetidas veces de robarse los pollos de su granja. El hombre no era un vagabundo, sino simplemente alguien que no tenía empleo firme ni definido. Era un tipo inconformista, jugador, dominador de muchas artes, hábil curandero, según él, cazador y proveedor de especímenes de insectos y plantas para los hierberos y curanderos locales, y de cualquier ave o animal para los taxidermistas o tiendas especialistas en animales vivos.
Según lo que decía la gente, hacía muchísimo dinero, pero no podía ni guardarlo ni invertirlo. Tanto sus detractores como sus amigos, creían que podía haber puesto el mejor negocio de esa región, haciendo lo que mejor hacía: buscar plantas y cazar animales, pero estaba maldito con una rara enfermedad del espíritu que lo hacía inquieto, incapaz de dedicarse a nada por largo tiempo.
Un día, al hacer un paseo a la orilla de la granja de mi abuelo, vi que alguien me espiaba desde el espeso matorral de la orilla del bosque. Era el señor Acosta. Estaba de cuclillas dentro del matorral de la selva misma, y no hubiera podido verlo sino por mis ojos agudos de ocho años.
Con razón mi abuelo cree que le roba los pollos, pensé. Creí que nadie más que yo se habría percatado; estaba completamente camuflado por su quietud. Lo que había captado, y lo sentí en vez de verlo, fue la diferencia entre el matorral y su silueta. Me le acerqué. El hecho de que la gente lo rechazaba tan violentamente o gustaba de él tan apasionadamente, me intrigaba sobremanera.
– ¿Qué está haciendo aquí, señor Acosta? -le pregunté osadamente.
– Estoy haciendo mi caca mientras contemplo la granja de tu abuelo -me dijo-. Así es que vete antes de que me levante, a menos que te guste el olor a mierda.
Me alejé a unos pocos pasos. Quería saber si en verdad estaba ocupado en lo que había dicho. Lo estaba. Se levantó. Creí que iba a abandonar el matorral, pasar al terreno de mi abuelo y quizás de allí pasar al camino, pero no lo hizo. Comenzó a caminar hacia adentro, hacia la selva.
– ¡Oiga, señor Acosta! -le grité-. ¿Puedo acompañarlo?
Advertí que se había quedado parado; otra vez, era más bien una sensación corporal que de la vista misma, pues el matorral estaba muy espeso.
– Claro que puedes, pero sólo si le encuentras una entrada a la maraña -me dijo.
Eso no presentaba ninguna dificultad para mí. Durante mis horas de ocio, había marcado una entrada con una piedra de buen tamaño. Después de un proceso interminable de ensayo y error había encontrado que existía un pequeño espacio, y si lo seguía a lo largo de tres o cuatro metros, llegaba a un sendero donde podía ponerme de pie y caminar.
El señor Acosta se me acercó y dijo:
– ¡Bravo, mocito, lo lograste! Sí, ven conmigo, si quieres.
Fue el principio de mi asociación con el señor Leandro Acosta. A diario íbamos de cacería. Nuestra asociación se hizo patente, ya que me iba de la casa desde la primera hora de la mañana hasta la puesta del sol, sin que nadie supiera dónde andaba, y un día mi abuelo me reprimió con severidad.
– Tienes que saber elegir a tus conocidos -me dijo-, o vas a terminar como ellos. Yo no tolero que este hombre te afecte de ningún modo. Claro que te va a pasar su ímpetu. Y tu mente se volverá como la de él: inútil. Te lo digo, si no pones fin a todo esto, lo haré yo. Le echo encima las autoridades por haberse robado mis pollos, porque sabes, carajo, que viene a diario y me los roba.
Hice todo por mostrarle a mi abuelo que lo que decía era absurdo. El señor Acosta no tenía que robarse los pollos. Tenía a su alcance la vastedad de la selva. Podía sacar de allí cuanto él quería. Pero mi postura enfureció más a mi abuelo. Me di cuenta de que lo que pasaba es que mi abuelo le envidiaba al señor Acosta su libertad, y esa realización lo transformó para mí, de un cazador afable, a la expresión máxima de algo que es a la vez deseado y prohibido.
Traté de limitar mis encuentros con él, pero era demasiada la atracción. Luego un día, el señor Acosta y tres de sus amigos me propusieron algo que él nunca había hecho: cazar un buitre, vivo y sin haberlo herido. Me explicó que los buitres de esa región, que eran enormes y llegaban a tener una envergadura de dos metros, tenían siete tipos diferentes de carne en el cuerpo y que cada uno de esos siete tipos tenía un propósito «específico para la curación. Dijo que lo deseable era que el buitre no se hiriera. El buitre tenía que ser muerto por tranquilizante, pero no con violencia. Era fácil matarlos con escopeta, pero en ese caso la carne perdía su valor curativo. Así es que el arte era cazarlos vivos, algo que él nunca había hecho. Había llegado a una solución con mi ayuda y la ayuda de tres de sus amigos. Me aseguró que su conclusión era la más debida ya que estaba basada en cientos de ocasiones de haber observado el comportamiento de los buitres.
– Necesitamos un burro muerto para llevar a cabo esta faena, algo que ya tenemos -me declaró alegremente.
Me miró, esperando que le preguntara qué se haría con el burro muerto. Como no le hice la pregunta, continuó:
– Le sacamos los intestinos y le metemos allí unos palos para mantener la redondez de la panza.
»El líder de los buitres es el rey; es el más grande y el más inteligente -siguió- No existen ojos más agudos. Es lo que lo hace rey. Él es el que va a ver al burro muerto y va a ser el primero en aterrizar. Aterrizará con el viento en contra para confirmar, por el olor, que el burro de veras está muerto. Los intestinos y los órganos que le saquemos los vamos a amontonar a su trasero, por afuera. Así parece que un gato montés ya se ha comido una parte. Entonces, lentamente, el buitre se acercará al burro. No tendrá prisa. Vendrá saltando-volando, y entonces aterrizará sobre la cadera del burro y empezará a mecer el cuerpo del burro. Lo tumbaría si no fuera por las cuatro estacas que le vamos a meter como parte de la armadura. El buitre quedará parado sobre la cadera durante un tiempo; esto servirá de aviso a los otros buitres para que lleguen y aterricen por allí. Sólo cuando ya tenga tres o cuatro de sus compañeros a su alrededor, comenzará a hacer su trabajo el buitre rey.
– ¿Y cuál va a ser mi papel en todo esto, señor Acosta? -le pregunté.
– Tú te escondes dentro del burro -me dijo inexpresivo-. Fácil. Te doy un par de guantes de cuero de diseño específico, y te sientas allí y esperas a que el rey de los buitres rasgue con su enorme pico poderoso el ano del burro y meta la cabeza para empezar a comer. Entonces lo agarras del pescuezo con las dos manos y no lo dejas suelto por nada.
»Mis tres amigos y yo vamos a estar a caballo, escondidos en una barranca profunda. Yo estaré vigilando el asunto con lentes de distancia. Y cuando vea que has agarrado al rey de los buitres por el cuello, venimos a galope tendido, nos echamos encima del buitre y lo dominamos.
– ¿Puede usted dominar a ese buitre, señor Acosta? -le pregunté. No que dudara de su destreza, sólo quería que me lo asegurara.
– ¡Claro que puedo! -dijo con toda la confianza del mundo-. Todos vamos a llevar guantes y polainas de cuero. Las garras del buitre son muy poderosas. Pueden romperle a uno la tibia como si fuera una ramita.
No tenía salida. Estaba atrapado, clavado por una excitación exorbitante. Mi admiración por el señor Leandro Acosta no tenía límites en ese momento. Lo vi como verdadero cazador, de gran ingenio, sabio y astuto.
– ¡Bien, hagámoslo! -dije.
– ¡Macho! ¡Así me gusta! -dijo el señor Acosta-. No es menos de lo que esperaba de ti.
Había puesto una manta gruesa detrás de su silla de montar y uno de sus amigos simplemente me levantó y me sentó sobre el caballo del señor Acosta, justo detrás de la silla, sobre la manta.
– Agárrate de la silla -dijo el señor Acosta-, y al agarrarte, agarra también de la manta.
Salimos a trote corto. Cabalgamos como una hora hasta llegar a unas tierras planas, secas y desoladas. Nos detuvimos junto a una tienda de campaña, parecida a las de los vendedores de mercado. Tenía un techo plano para dar sombra. Debajo del techo había un burro muerto, color marrón. No parecía haber sido muy viejo; parecía un burro adolescente.
Ni el señor Acosta ni sus amigos me explicaron si habían encontrado el burro o lo habían matado. Esperé a que me lo dijeran pero no iba a preguntarles. Mientras hacían los preparativos, el señor Acosta me explicó que la tienda estaba allí porque los buitres vigilaban desde grandes distancias, dando vueltas en lo alto, fuera de vista pero ciertamente capaces de ver todo lo que por allí pasaba.
– Estas criaturas son criaturas sólo de vista -dijo el señor Acosta-. Tienen un oído miserable y el olfato no lo tienen tan bueno como la vista. Tenemos que rellenar todos los agujeros del cadáver. No quiero que te asomes por ningún agujero, porque si te ven el ojo nunca bajarán. No deben ver nada.
Metieron unos palos dentro de la panza del burro y los cruzaron, dejándome lugar para meterme. En un momento dado, hice finalmente la pregunta que me tenía intrigado.
– Dígame, señor Acosta, este burro seguramente se murió de alguna enfermedad, ¿no? ¿Cree usted que me pueda afectar?
El señor Acosta levantó los ojos al cielo:
– ¡Carajo! No puedes ser así de tonto. Las enfermedades de los burros no pueden ser transmitidas al hombre. Vamos a vivir esta aventura y no preocuparnos por los pinches detalles. Si yo fuera más bajo, estaría yo dentro de la panza del burro. ¿Sabes lo que es cazar al rey de los buitres?
Le creí. Sus palabras eran suficientes para crear una capa de confianza sin par sobre mí. No me iba a descomponer y a perderme el suceso de sucesos.
El momento aterrador vino cuando el señor Acosta me metió dentro del burro. Luego estiraron la piel sobre la armadura y le hicieron costuras para cerrarla. Dejaron, sin embargo, una parte abierta contra el suelo para dejar circular el aire. El momento horrendo para mí fue cuando se cerró por completo la piel sobre mi cabeza, como la tapa de un ataúd. Respiré profundamente, pensando solamente en la excitación de agarrar el rey de los buitres por el cuello.
El señor Acosta me dio instrucciones de último momento. Dijo que me avisaría en el momento en que el buitre se viera volar por allí y cuando aterrizara, por un silbido que parecía llamada de ave, para informarme y para prevenir que me moviera o impacientara. Entonces oí que desarmaban la tienda, y que sus caballos se alejaban. Mejor que no dejaran ningún espacio para poder espiar porque es precisamente lo que hubiera hecho. La tentación de mirar hacia arriba y ver lo que pasaba era casi irresistible.
Pasó largo tiempo sin que pensara en nada. Entonces oí el silbido del señor Acosta y supuse que daba vueltas el buitre rey. Mi suposición se volvió certeza cuando oí el aleteo de unas poderosas alas y, de pronto, el cadáver del burro empezó a sacudirse como si estuviera experimentando un huracán. Entonces sentí un peso sobre el cadáver y supe que el buitre rey había aterrizado sobre el burro y ya no se movía. Oí el aleteo de otras alas y el silbido del señor Acosta, a la distancia. Me preparé para lo inevitable. El cadáver empezó a mecerse mientras algo hacía pedazos la piel.
Luego, de pronto, una enorme cabeza feísima con una cresta roja, un pico enorme y un penetrante ojo abierto, entró violentamente. Grité de susto y le agarré el cuello con las dos manos. Creo que por un instante sorprendí al buitre rey porque no hizo nada y me dio oportunidad de agarrarle el cuello con más fuerza, y entonces la cosa se puso fea. El buitre salió de su sorpresa y empezó a tirar con tal fuerza que me dio un golpe contra la armadura, y al instante quedé medio fuera del cadáver del burro, armadura y todo, agarrado del cuello de la bestia invasora con toda la fuerza de mi vida.
Oí a la distancia el galope del caballo del señor Acosta. Oí que gritaba:
– ¡Suéltalo, chico, suéltalo, que te va a llevar volando!
El buitre rey ciertamente o iba a llevarme con él o iba a hacerme pedazos con la fuerza de sus garras. No me pudo agarrar del todo porque su cabeza estaba metida entre la víscera y la armadura. Sus garras se resbalaban sobre los intestinos y no llegaban a tocarme. Otra cosa que me salvó fue que la fuerza del buitre estaba concentrada en liberarse de mi agarre, y no podía mover las garras hacia adelante lo suficiente para herirme. En seguida, en el momento preciso en que se me zafaron los guantes de cuero, el señor Acosta aterrizó encima del buitre.
Estaba rebosante de alegría.
– ¡Lo logramos, chico, lo logramos! -me dijo-. La próxima vez ponemos estacas más largas para que el buitre no dé un tirón y te atamos a la armadura.
Mi asociación con el señor Acosta había durado lo suficiente para cazar un buitre. Luego, mi interés en seguirlo desapareció tan misteriosamente como había aparecido al principio, y nunca tuve la oportunidad de agradecerle por todo lo que me había enseñado.
Don Juan dijo que me había enseñado la paciencia del cazador en el mejor momento para aprenderla; y sobre todo, me había enseñado a sustraer de la soledad todo el alivio que necesita el cazador.
– No puedes confundir la soledad con estar solo -me explicó don Juan una vez-. La soledad para mí es psicológica, es un estado mental. El estar solo es físico. Uno debilita, el otro da alivio.
Por todo esto, don Juan había dicho, tenía yo una gran deuda para siempre con el señor Acosta, comprendiera o no el estar agradecido de la manera que lo comprende un guerrero-viajero.
La segunda persona con la cual don Juan pensaba que tenía que estar agradecido era con un niño de mi misma edad que conocí a los diez años. Se llamaba Armando Velez. Tal como su nombre, era extremadamente elegante, tieso, en resumen, un niño viejo. Me gustaba porque era seguro en lo que hacía y a la vez muy amigable. Era alguien a quien no se lo podía intimidar fácilmente. Se metía a pelearse con cualquiera si era necesario y sin embargo no era para nada un bravucón.
Los dos salíamos a pescar juntos. Pescábamos peces muy pequeños, de los que vivían bajo las piedras, y teníamos que agarrarlos con las manos. Los poníamos a secar al sol y nos los comíamos crudos, algunas veces todo el día.
Me gustaba además el hecho de que era muy ingenioso y listo, a la vez que ambidiestro. Podía lanzar una piedra con la izquierda más lejos que con la derecha. Sabía de incontables juegos competitivos en los que, para mi desilusión, siempre me ganaba. Me ofrecía una especie de disculpa, diciéndome: «Si voy más lento y te dejo ganar, me vas a odiar. Lo verás como un insulto a tu hombría. Así es que esfuérzate más”.
Debido a su comportamiento extremadamente digno, lo llamábamos «Señor Velez», pero el «Señor» se abreviaba a «Sho», una costumbre típica de la región de Sudamérica de donde vengo.
Un día Sho Velez me preguntó algo fuera de lo común. Empezó como siempre, desde luego, como un desafío.
– Te apuesto lo que quieras -me dijo-, que yo sé algo que no te atreverías a hacer.
– ¿De qué hablas, Sho Velez?
– ¿A que no te atreves a bajar por el río en una balsa?
– Por supuesto que lo haría. Lo hice una vez en un río acrecentado. Me quedé varado una vez durante ocho días. Tuvieron que flotarme alimentación.
Era la verdad. Mi otro mejor amigo era un niño que llevaba el mote de Pastor Loco. Nos quedamos varados en una inundación sobre una isla sin que hubiera manera de rescatarnos. La gente del pueblo esperaba que el agua subiera y nos matara a los dos. Flotaron cestas de alimentación por el río con la esperanza de que llegaran a la isla y así fue. Así nos mantuvieron vivos hasta que bajó el agua lo suficiente para que llegaran a nosotros con una balsa y nos subieran a la ribera del río.
– No, esto es otro asunto -continuó Sho Velez con su aire de erudito-. Esto implica bajar en balsa a un río subterráneo.
Me recordó que una enorme parte del río local pasaba por debajo de un monte. Esa parte subterránea siempre me había intrigado sobremanera. Su entrada al monte era una terrible cueva de buen tamaño, siempre llena de murciélagos y de olor a amoníaco. A los niños de la región se les decía que era la boca del infierno: azufre, humos, calor, olor.
– ¡Te apuesto tu culo pestífero que no me voy a acercar a ese río mientras esté vivo, Sho Velez! -le grité-. Aunque viva diez vidas. Tienes que estar loco del todo para hacer algo así.
La cara seria de Sho Velez se volvió aún más seria.
– Ah -dijo- Entonces tendré que hacerlo yo solo. Pensé por un instante que podía empujarte a ir conmigo. Me equivoqué. La pérdida es mía.
– Ey, Sho Velez, ¿qué te pasa? ¿Por qué demonios quieres ir a ese lugar infernal?
– Tengo que hacerlo -dijo en su vocecita baja y ronca-. Ves, mi padre es tan loco como tú, pero es padre y esposo. Hay seis personas que dependen de él. De otra manera, sería tan loco como una cabra. Mis dos hermanas, mis dos hermanos, mi madre y yo dependemos de él. Él es todo para nosotros.
No sabía quién era el padre de Sho Velez. Nunca lo había visto. No sabía a qué se dedicaba para ganarse la vida. Sho Velez me reveló que su padre era un hombre de negocios y que todo lo que tenía estaba en riesgo.
– Mi padre ha construido una balsa y quiere ir. Quiere hacer esa expedición. Mi madre dice que es puro humo, pero yo no me fío -continuó Sho Velez-. Le he visto esa mirada de loco en los ojos. Uno de estos días lo va a hacer, y estoy seguro de que va a morir. Así es que voy a tomar la balsa para ir al río yo mismo. Sé que voy a morir, pero mi padre no morirá.
Sentí que me pasaba como una corriente eléctrica por el cuello, y me oí decir en el tono más agitado que uno pueda imaginar:
– ¡Lo hago, Sho Velez, lo hago! ¡Sí, sí va a ser estupendo, yo voy contigo!
Sho Velez hizo una mueca. La comprendí como una mueca de alegría porque iba con él, no porque él había conseguido convencerme. Expresó ese sentimiento en su siguiente frase:
– Sé que si tú me acompañas voy a sobrevivir.
No me importaba que sobreviviera Sho Velez o no. Lo que me había galvanizado era su valor. Sabía que Sho Velez tenía tripas de acero para hacer lo que decía. Él y Pastor Loco eran los únicos del pueblo con tripas de acero. Los dos poseían algo que yo consideraba único y desconocido: valor. Nadie más en el pueblo lo tenía. Los había puesto a todos a prueba. A mi manera de ver, todos estaban muertos, incluyendo el amor de mi vida, mi abuelo. Sabía esto sin duda alguna a la edad de diez años. La valentía de Sho Velez fue una comprensión abrumadora para mí. Quería estar con él hasta el fin, fuera como fuera.
Hicimos planes para encontrarnos al primer rayo, que es lo que hicimos, y los dos cargamos la ligera balsa de su padre por cuatro o cinco kilómetros fuera del pueblo, a unas montañas bajas y verdes a la entrada de la cueva, donde el río se volvía subterráneo. El olor a guano era insoportable. Nos subimos a la balsa y empujamos dentro de la corriente. La balsa llevaba linternas eléctricas que tuvimos que encender inmediatamente. Dentro de la montaña todo era negrura, y estaba húmedo y caluroso. La profundidad del agua era suficiente para que la balsa flotara, y la corriente bastante rápida para no tener que remar.
Las linternas creaban sombras grotescas. Sho Velez me susurró al oído que lo mejor sería no ver porque era más que aterrador. Tenía razón; era nauseabundo, opresivo. Las luces despertaron a los murciélagos, que comenzaron a volar alrededor de nosotros, aleteando caóticamente. Al penetrar más profundamente en la cueva, ya ni había murciélagos, sólo un pesado aire fétido, difícil de respirar. Después de lo que me parecieron horas, llegamos a una especie de estanque de gran profundidad; casi no se movía. Parecía como si la corriente mayor hubiera sido represada.
– Estamos atascados -me susurró de nuevo Sho Velez al oído-. No hay manera de que pase la balsa, y no hay manera de regresar.
La corriente estaba demasiado fuerte para intentar un viaje de regreso. Decidimos que teníamos que encontrar salida. Me di cuenta de que si nos parábamos encima de la balsa podíamos alcanzar el techo de la cueva, lo cual significaba que el agua estaba represada casi hasta el techo. La entrada se parecía a una catedral, y tenía unos quince metros de tamaño. Mi conclusión fue que estábamos encima de un estanque como de quince metros de profundidad.
Atamos la balsa a una roca y empezamos a nadar hacia abajo, buscando movimiento de agua, una corriente. Todo estaba húmedo y caluroso en la superficie, pero muy frío hacia abajo. Mi cuerpo sintió el cambio de temperatura y me asusté, un extraño terror animal que nunca había experimentado. Sho Velez debió haber sentido lo mismo. Chocamos al llegar a la superficie.
– Creo que nos acercarnos a la muerte -me dijo con solemnidad.
No compartía yo ni su solemnidad ni su deseo de morir. Frenéticamente, busqué una apertura. Las aguas de las inundaciones debían haber llevado rocas que formaron la represa. Encontré un agujero de suficiente apertura para que pasara mi cuerpo de diez años. Agarré a Sho Velez y se lo mostré. Era imposible que pasara por allí la balsa. Sacamos la ropa de la balsa, la hicimos una bola y nadamos hacia abajo cargándola hasta que volvimos a encontrar el agujero y pasamos por él.
Terminamos en un tobogán de agua, como los que hay en los parques de diversión. Rocas cubiertas de alga y musgo nos permitieron deslizarnos por una enorme distancia sin hacernos daño. Entonces llegamos a una cueva como catedral, donde continuaba fluyendo el agua hasta el nivel de la cintura. Vimos la luz del cielo al final de la cueva y salimos a pie. Sin decir ni una palabra, extendimos la ropa al sol para que se secara, y regresamos al pueblo. Sho Velez estaba casi inconsolable por haber perdido la balsa de su padre.
– Mi padre hubiera muerto allí -reconoció finalmente-. Su cuerpo nunca hubiera podido pasar por el agujero por donde pasamos nosotros. Es demasiado grande. Mi padre es un hombre gordo y grande -dijo-. Pero hubiera sido suficientemente fuerte para volver caminando a la entrada.
Lo dudaba. Mi recuerdo era que por momentos, a causa de la inclinación, la corriente era brutalmente fuerte. Reconocí que, posiblemente, un hombre grande y desesperado podría haber caminado hacia fuera finalmente con la ayuda de cables y un gran esfuerzo.
La cuestión de si el padre de Sho Velez hubiera muerto allí o no no se resolvió entonces, pero no me importaba. Lo que me importó por primera vez en mi vida, es que sentí el veneno de la envidia. Sho Velez era la primera persona a quien había envidiado yo en toda mi vida. Él tenía alguien por quien dar la vida y me había comprobado que lo haría. Yo no tenía a nadie, y no había comprobado nada.
De forma simbólica, le otorgué todos los laureles a Sho Velez. Su triunfo era total. Yo me retiré. Ése era su pueblo, ésa era su gente, y él era el mejor de todos ellos. Cuando nos despedimos ese día, di voz a una banalidad que resultó ser la profunda verdad cuando dije:
– Sé el rey de todos ellos, Sho Velez. Eres el mejor.
Nunca volví a hablar con él. A propósito terminé con nuestra amistad. Sentía que era el único gesto con que podía demostrar cuán profundamente él me había afectado.
Don Juan creía que mi deuda con Sho Velez era imperecedera porque él era el único que me había enseñado que tenemos que tener algo por qué morir antes de pensar que tenemos algo por qué vivir.
– Si no tienes nada por qué morir -me dijo don Juan una vez-, ¿cómo puedes sostener que tienes algo por qué vivir? Los dos van mano a mano y la muerte lleva el timón.
La tercera persona con quien don Juan pensaba que estaba yo endeudado más alla de mi vida y mi muerte era mi abuela por parte de mi madre. En mi afecto ciego por mi abuelo, el macho, me había olvidado de que la verdadera fuente de fuerza en esa casa era mi muy excéntrica abuela.
Muchos años antes de que yo llegara a su casa, ella había salvado de ser linchado a un indio del lugar. Lo habían acusado de ser brujo. Unos jóvenes coléricos ya lo tenían colgado de un árbol del terreno de mi abuela. Ella los vio y los paró. Todos los linchadores, al parecer, eran sus ahijados y no se hubieran atrevido a desafiarla. Bajó al hombre y lo llevó a casa a curarle las heridas. La soga ya le había dejado una profunda herida en el cuello.
Se sanó de sus heridas pero nunca dejó a mi abuela. Sostenía que su vida terminó el día del linchamiento y que cualquier nueva vida que tenía ya no era de él; le pertenecía a ella. Como hombre de palabra, dedicó su vida a servir a mi abuela. Era su camarero, su mayordomo, su consejero. Mis tías decían que él le había aconsejado a mi abuela que recogiera como suyo a un huérfano recién nacido y a criarlo como su propio hijo, algo que resentían amargamente.
Cuando llegué a la casa de mis abuelos, el hijo adoptivo de mi abuela ya lindaba en los finales de los treinta. Lo había mandado a estudiar a Francia. Una tarde, inesperadamente, un hombre recio, sumamente elegante, se bajó de un taxi delante de la casa. El chófer llevó sus maletas de piel al patio. El hombre recio le dio una buena propina. Me fijé de inmediato que las facciones del hombre recio eran de gran atractivo. Tenía pelo rizado y largo, las pestañas rizadas. Era muy guapo sin ser físicamente bello. Su mejor característica, sin embargo, era su radiante sonrisa abierta con que se dirigió a mí.
– ¿Puedo saber su nombre, joven? -me dijo con la voz de actor de teatro más bella que jamás había escuchado.
El hecho de que me dijera «joven» le ganó mi simpatía de inmediato.
– Me llamo Carlos Aranha, señor -le dije-. ¿Y me permite saber a quién tengo el gusto de saludar?
Hizo un gesto de disimulada sorpresa. Abrió los ojos y saltó hacia atrás como si alguien lo hubiera atacado. Entonces se echó una enorme carcajada. Al oír la carcajada, mi abuela salió al patio. Cuando vio al recio hombre, gritó como una niña y lo abrazó con enorme afecto. Él la levantó como si no pesara nada y le dio de vueltas. Entonces me di cuenta de que era muy alto. Su peso escondía su altura. Tenía el físico de un peleador profesional. Se dio cuenta de que lo estaba mirando. Dobló los bíceps.
– Conozco algo de boxeo, señor -dijo plenamente consciente de lo que yo pensaba.
Mi abuela me lo presentó. Dijo que era su hijo, Antoine, su bebé, la luz de sus ojos; dijo que era dramaturgo, director de teatro, escritor, poeta.
El hecho de ser buen atleta era lo que me importaba. No comprendí al principio que era hijo adoptivo. Me di cuenta, sin embargo, de que no se parecía a los demás familiares. Mientras que los otros de la familia eran cadáveres ambulantes, él estaba vivo con una vitalidad que venía desde adentro. Nos llevamos muy bien. Me gustaba que entrenara todos los días, dándole de puñetazos a un saco de arena. Me gustaba inmensamente que no sólo le daba puñetazos sino también patadas, una mezcla asombrosa de boxeo y patada. Tenía el cuerpo duro como una roca.
Un día Antoine me confesó que su único ferviente deseo en la vida era ser un escritor notable.
– Lo tengo todo -dijo-. La vida ha sido sumamente generosa conmigo. Lo único que no tengo es lo único que deseo: genio. Las musas no me quieren. Tengo aprecio por lo que leo, pero no puedo crear nada que me guste leer. Ése es mi tormento; me falta la disciplina o la simpatía para atraer a las musas, así es que mi vida está tan vacía que no se lo puede uno imaginar.
Antoine continuó diciéndome que la única realidad que tenía era su madre. Dijo que mi abuela era su apoyo, su baluarte, su alma gemela. Terminó diciéndome algo muy perturbador:
– Si no tuviera a mi madre -dijo- no podría vivir.
Me di cuenta entonces de cuán profundamente estaba atado a mi abuela. Todas las horrendas historias que me habían contado mis tías acerca del mimado Antoine se hicieron verdaderas. Mi abuela en verdad lo había mimado más allá de la salvación. A la vez, parecían estar muy contentos juntos. Los veía sentados durante horas; él, su cabeza en el regazo de ella como si fuera todavía niño. Nunca había escuchado a mi abuela conversar con nadie durante tan largas horas.
De repente, un día, Antoine empezó a producir mucha obra escrita. Empezó a dirigir una obra dramática en el teatro local, una obra que él mismo había escrito. Cuando se estrenó, fue un éxito instantáneo. Sus poemas se publicaron en el periódico local. Parecía haber entrado en un estado creativo. Pero pocos meses después todo terminó. El director del periódico del pueblo abiertamente denunció a Antoine; lo acusó de plagio y publicó en el periódico la prueba de su culpa.
Mi abuela, desde luego, no quiso oír nada acerca del comportamiento de su hijo. Explicó que se trataba de una gran envidia. Cada una de esas personas del pueblo estaba envidiosa de la elegancia, del estilo de su hijo. Estaban envidiosos de su personalidad, de su gracia. Ciertamente, era la personificación de la elegancia y del savoir faire. Pero era un plagiador; no cabía la menor duda.
Antoine nunca defendió su comportamiento ante nadie. Me gustaba demasiado para preguntarle del asunto. Además, no me importaba. Sus razones eran sus razones en lo que a mí me concernía. Pero algo se rompió; desde aquel momento, nuestras vidas iban de salto en salto, por así decir. Las cosas cambiaban tan dramáticamente en la casa de un día para el otro que me acostumbré a que pudiera pasar cualquier cosa, lo mejor y lo peor. Una noche, mi abuela entró de la forma más dramática a la habitación de Antoine. Tenía una dureza en los ojos que nunca le había visto. Le temblaban los labios al hablar.
– Algo terrible ha sucedido, Antoine -empezó.
Antoine la interrumpió. Le rogó que le dejara explicarle todo.
Lo calló abruptamente.
– No, Antoine, no -dijo con firmeza-. Esto no tiene nada que ver contigo. Tiene que ver conmigo. En este momento tan difícil para ti, algo de mayor importancia ha sucedido. Antoine, hijo de mis entrañas, se me ha acabado el tiempo.
»Quiero que comprendas que esto es inevitable -siguió-. Tengo que irme, pero tú debes quedarte. Tú eres la suma total de todo lo que he hecho en mi vida. Por bien o por mal, Antoine, eres todo lo que soy. Dale una oportunidad a la vida. Al final, estaremos juntos de nuevo de todas maneras. Entretanto, debes hacer, Antoine, debes hacer. Lo que sea no importa, con tal de que hagas.
Vi el cuerpo de Antoine estremecerse de angustia. Vi cómo contrajo su ser total, todos sus músculos, toda su fuerza. Era como si cambiara de velocidades, desde su problema que era como un río, al mismo océano.
– ¡Prométeme que no te vas a morir hasta que mueras! -le gritó.
Antoine asintió.
Al día siguiente, siguiendo el consejo de su consejero-brujo, mi abuela vendió todas sus pertenencias, que eran bastantes, y le dio todo el dinero a su hijo, Antoine. Y al día siguiente, muy temprano, se llevó a cabo la escena más extraña que jamás habían presenciado mis ojos de diez años; el momento en que Antoine se despidió de su madre. Fue una escena tan irreal como la de un set de filmación; irreal en el sentido que parecía haber sido inventada, escrita en alguna parte, creada por una serie de ajustes que el escritor hace y que el director lleva a cabo.
El patio de la casa de mis abuelos era el decorado. El protagonista era Antoine, su madre la primera actriz. Antoine viajaba ese día. Iba al puerto. Iba a abordar un crucero italiano y cruzar el Atlántico a Europa, un viaje de placer. Estaba tan elegantemente vestido como siempre. Lo esperaba fuera de la casa, un taxista, sonando la bocina imperiosamente.
Yo había sido testigo de la última febril noche de Antoine, queriendo desesperadamente escribirle un poema a su madre.
– Es pura mierda -me dijo-. Todo lo que escribo es una mierda. Soy un don nadie.
Le aseguré, aunque yo tampoco era nadie para asegurárselo, que lo que escribiera sería maravilloso. En un momento dado me sobrevino el entusiasmo, y crucé ciertos parámetros que nunca debería haber cruzado.
– ¡Créemelo, Antoine! -le grité-. Yo soy un peor don nadie que tú. Tú tienes mamá. Yo no tengo a nadie. Lo que escribas, sea lo que sea, va a estar muy bien.
Muy cortésmente, pidió que me fuera de su habitación. Había logrado que se sintiera un idiota al tener que tomar consejos de un nene que era un don nadie. Amargamente, sentí mi arrebato. Hubiera querido que siguiera siendo mi amigo.
Antoine tenía su abrigo perfectamente doblado y lo llevaba sobre su hombro derecho. Llevaba un traje de un verde precioso, de cachemir inglés.
Se oyó la voz de mi abuela:
– Tenemos que apresurarnos, amor -dijo- El tiempo apremia. Tienes que irte. Si no te vas, esta gente te va a matar por el dinero.
Se refería a sus hijas y a sus maridos, que estaban fúricos cuando se enteraron de que su madre muy calladamente las había desheredado, y que el horrendo Antoine, su archi-enemigo, se iba a ir con todo lo que tenía que haber sido de ellas.
– Siento tener que hacerte pasar por todo esto -dijo mi abuela en tono de disculpa-. Pero como bien sabes, el tiempo marcha a otro compás que el de nuestros deseos.
Antoine se dirigió a ella con su grave voz, preciosamente modulada. Parecía, más que nunca, un actor de teatro.
– Sólo te pido un minuto, madre -dijo-. Quisiera leerte algo que escribí para ti.
Era un poema de agradecimiento. Cuando terminó la lectura, hizo una pausa. Había una riqueza de sentimientos en el aire, una vibración.
– Que hermosura, Antoine -dijo mi abuela con un suspiro-. El poema expresa todo lo que me querías decir. Todo lo que yo quería oír de ti. -Hizo una pausa por un instante. Entonces sus labios se abrieron en una sonrisa exquisita.
– ¿Plagiado, Antoine? -le preguntó.
La sonrisa de Antoine era igualmente radiante:
– Por supuesto, madre -dijo-, por supuesto.
Se abrazaron, hechos un mar de lágrimas. La bocina del taxi sonó con mayor impaciencia. La mirada de Antoine cayó sobre mí, escondido debajo de la escalera. Asintió como para decir: «Adiós. Cuídate”. Entonces dio la vuelta y sin mirar de nuevo a su madre, corrió hacia la puerta. Tenía treinta y siete años pero aparentaba sesenta; parecía llevar una carga tan gigantesca sobre sus hombros. Se detuvo antes de llegar a la puerta al oír la voz de su madre advirtiéndole por última vez:
– No mires hacia atrás, Antoine -dijo-. Nunca mires hacia atrás. Sé feliz y hazlo. ¡Hazlo! Allí está el truco. ¡Hazlo!
La escena me llenó de una extraña tristeza que perdura hasta hoy día: una melancolía inexplicable que don Juan dijo tenía que ver con mi primer conocimiento de que sí se nos acaba el tiempo.
Al día siguiente, mi abuela se fue con su consejero/camarero/criado a emprender un viaje a un lugar mítico llamado Rondonia, donde su ayudante-brujo iba a buscarle una curación. Mi abuela estaba enferma de muerte, aunque yo no lo sabía. Nunca regresó, y don Juan me explicó que la venta de sus pertenencias y el dárselas a Antoine fue una maniobra maravillosa de brujería que su consejero llevó a cabo para desligarla del cuidado de su familia. Estaban tan fúricos con mamá por su acción que no les importaba si regresaba o no. Yo tenía la idea de que ni se dieron cuenta de que se había ido.
Encima de esa plana meseta, recordé todos esos sucesos como si hubieran pasado hacía un instante. Cuando les expresé mi agradecimiento, logré que regresaran a esa cima. Al terminar mis gritos, mi soledad era algo inexpresable. Estaba llorando desconsoladamente.
Don Juan me explicó con gran paciencia que la soledad es inadmisible para un guerrero. Dijo que los guerreros-viajeros pueden contar con un ser sobre el cual pueden enfocar todo su afecto, todo su cariño: esta tierra maravillosa, la madre, la matriz, el epicentro de todo lo que somos y de todo lo que hacemos; el mismo ser al cual todos regresamos; el mismo ser que permite a los guerreros-viajeros emprender su viaje definitivo.
Entonces don Genaro ejecutó un acto de intento mágico para mi beneficio. Acostado sobre el estómago, hizo una serie de movimientos deslumbrantes. Se convirtió en un globo de luminosidad que parecía estar nadando como si la tierra fuera una alberca. Don Juan dijo que era la manera en que Genaro abrazaba la inmensa tierra y a pesar de la diferencia de tamaño, la tierra reconocía ese gesto de Genaro. La visión de los movimientos de Genaro y la explicación de don Juan transformaron mi soledad en una felicidad sublime.
– No soporto la idea de que se vaya, don Juan -me oí decir-. El sonido de mi voz y lo que había dicho me avergonzó. Cuando empecé a sollozar involuntariamente, debido a mi autocompasión, me sentí aún peor. -¿Qué me pasa don Juan? -murmuré-. No soy así de costumbre.
– Lo que te pasa es que tu conciencia está de nuevo al nivel de tus talones -me replicó, riéndose.
Entonces perdí el último ápice de dominio y me entregué por completo a mis sentimientos de decaimiento y desesperanza.
– Me voy a quedar solo -dije en una voz chillante-. ¿Qué va a pasar conmigo?
– Veámoslo de esta manera -dijo don Juan tranquilamente-. Para que yo deje esta tierra y me enfrente a lo desconocido, necesito de toda mi fuerza, de todo mi dominio, de toda mi suerte; pero sobre todo, necesito cada ápice de los cojones de acero de un guerrero-viajero. Para quedarte aquí y batallar como un guerrero-viajero necesitas todo lo que yo mismo necesito. Aventurarse allí afuera adonde vamos nosotros no es broma, pero tampoco lo es quedarse aquí.
Tuve un arranque de emoción y le besé la mano.
– ¡So, so, so! -me dijo-. ¡No más falta les vas a hacer un altar a mis guaraches!
La angustia que me sobrevino cambió mi estado de autocompasión a un sentimiento de pérdida sin igual.
– ¡Se va usted! -murmuré-. ¡Se va para siempre!
En aquel momento don Juan me hizo algo que me había hecho repetidas veces desde el día en que lo conocí. Se le infló la cara como si el profundo suspiro que tomaba lo hubiera inflado. Me dio un toque fuerte en la espalda, con la palma de su mano izquierda y dijo:
– ¡Levántate de tus talones! ¡Levántate!
Al instante, estaba yo de nuevo coherente, completo, con total dominio. Sabía lo que me esperaba. Ya no había vacilación por mi parte, ni preocupación por mí mismo. No me importaba lo que me iba a pasar cuando se fuera don Juan. Sabía que su partida era inminente. Me miró, y en esa mirada me lo dijo todo.
– Nunca más estaremos juntos -me dijo calladamente-. Ya no necesitas mi ayuda; y no te la ofrezco, porque si vales como guerrero-viajero, me escupirás en la cara por ofrecértela. Más allá de ciertos parámetros, la única felicidad de un guerrero-viajero es su estado solitario. No quisiera que tú trataras de ayudarme tampoco. Una vez que me vaya, estaré ido. No pienses más en mí porque yo no voy a pensar más en ti. Si eres un guerrero-viajero que vale lo que pesa, ¡sé impecable! Cuida tu mundo. Hónralo; vigílalo con tu vida.
Se alejó de mí. El momento estaba más allá de la autocompasión o de las lágrimas o de la felicidad. Movió la cabeza como para despedirse o como si reconociera lo que yo sentía.
– Olvídate del Yo y no temerás nada, no importa el nivel de conciencia en que te encuentres -me dijo.
Tuvo un arranque de levedad. Me hizo una última broma sobre esta tierra.
– ¡Ojalá encuentres amor! -me dijo.
Levantó su palma hacia mí y estiró los dedos como un niño, contrayéndolos luego contra la palma.
– Ciao -dijo.
Sabía que era inútil sentir tristeza o lamentarme y que era tan difícil quedarme como para don Juan irse. Los dos estábamos dentro de una maniobra energética irreversible que ninguno de los dos podía detener. Sin embargo, quería unirme con don Juan, seguirlo a donde fuera. Se me ocurrió la idea de que si me moría él me llevaría con él.
Entonces vi cómo don Juan Matus, el nagual, conducía a sus quince compañeros videntes, sus protegidos, sus deleites, a desaparecer uno por uno en la bruma de aquella meseta hacia el norte. Vi cómo cada uno de ellos se convertía en un globo luminoso y juntos ascendían y flotaban encima de la cima de la montaña como luces fantasmas en el cielo. Dieron una vuelta sobre la cima de la montaña tal como había dicho don Juan que lo harían; su última vista, la que es sólo para sus ojos; su última vista de esta tierra maravillosa. Y luego se desvanecieron.
Supe lo que tenía que hacer. Se me había acabado el tiempo. Eché a correr a toda velocidad hacia el precipicio y salté al abismo. Sentí el viento en mi cara por un momento, y luego, la negrura más piadosa me tragó como un pacífico río subterráneo.
Tenía vaga conciencia del fuerte ruido de un motor que parecía correr una carrera estacionado. Pensé que los empleados del estacionamiento que estaba detrás del edificio de mi despacho/apartamento estaban componiendo un auto. El ruido se hizo tan intenso que finalmente me despertó por completo. Los maldije en silencio, por hacer sus composturas debajo de mi ventana. Tenía calor, cansancio, y estaba sudando. Me senté en la orilla de mi cama, y sentí los calambres más dolorosos en las pantorrillas. Me masajeé por un momento. Estaban tan contraídas que temía que el resultado serían unos horrendos moretones. Automáticamente, me dirigí al baño a buscar ungüento. No podía caminar. Estaba mareado. Me caí, algo que nunca me había sucedido anteriormente. Cuando recuperé un mínimo de control, me di cuenta de que ya no me preocupaban los calambres. Siempre había estado al borde de ser hipocondríaco. Un dolor como el que sentía en las pantorrillas usualmente resultaba en un estado caótico de ansias.
Me acerqué a la ventana para cerrarla, aunque ya no oía el ruido. Me di cuenta de que estaba cerrada con llave y de que afuera estaba oscuro. ¡Era de noche! El cuarto estaba cerrado. Abrí las ventanas. No podía comprender por qué las había cerrado. El aire de la noche estaba fresco. El estacionamiento estaba vacío. Se me ocurrió que el ruido había venido de algún coche que aceleraba en el callejón entre el estacionamiento y mi edificio. Dejé de pensar en ello y regresé a mi cama para dormirme. Me acosté a través de la cama, los pies en el suelo. Quería dormirme así para ayudar a la circulación en las pantorrillas que estaban tan doloridas, pero no estaba seguro si sería mejor tenerlas hacia abajo o quizás levantarlas sobre una almohada.
Empezaba a descansar cómodamente y a dormirme de nuevo, cuando me vino un pensamiento con tanta fuerza que me puse de pie de un simple movimiento. ¡Había saltado a un abismo en México! En seguida, llegué a una deducción casi lógica. Como había saltado al abismo deliberadamente para morir, tenía que ser un fantasma. Qué extraño, pensé, que regresara como fantasma a mi despacho/apartamento en la esquina de Westwood y Wilshire en Los Ángeles después de muerto. Con razón mis sentimientos no eran los mismos. Pero si era fantasma, razoné, ¿por qué sentía la ráfaga de aire fresco en la cara, o el dolor en las pantorrillas?
Toqué las sábanas de la cama; eran reales. También el armazón de hierro. Entré en el baño. Me miré al espejo. Mi semblante sí podía ser de fantasma. Me veía como el mismo demonio. Tenía los ojos hundidos, con círculos negros alrededor. Estaba deshidratado, o muerto. En una reacción automática, bebí agua directamente de la llave. La tragué. Tomé trago tras trago, como si no hubiera tomado agua durante días. Sentí mis profundas inhalaciones. ¡Estaba vivo! ¡Por Dios, estaba vivo! Lo sabía sin la menor duda, pero no estaba rebosante de gusto como debiera haber estado.
Un pensamiento raro cruzó mi mente: había muerto y revivido antes. Estaba acostumbrado a eso; no significaba nada para mí. La intensidad del pensamiento, sin embargo, lo hizo un cuasi-recuerdo. Era un cuasi-recuerdo que no se originaba en las situaciones en que mi vida había estado en peligro. Era algo muy distinto. Era, más bien, el conocimiento nebuloso de algo que nunca había sucedido y que no tenía razón ninguna de estar en mis pensamientos.
No había duda ninguna en mi mente que había saltado al abismo en México. Estaba ahora en mi apartamento en Los Ángeles a una distancia de cuatro mil kilómetros de donde había saltado, sin recuerdo alguno de cómo había regresado. De manera automática, llené la tina de agua y me senté. No sentía el calor del agua; tenía los huesos helados. Don Juan me había enseñado que en momentos de crisis como éste, debía usar el agua corriente como factor purificante. Me acordé y me metí bajo la ducha. Dejé que el agua caliente corriera por todo mi cuerpo durante una hora.
Quería pensar racional y tranquilamente acerca de lo que me pasaba, pero no podía. Los pensamientos parecían haberse borrado de mi mente. Estaba sin pensamientos, y a la vez lleno hasta más no poder de sensaciones que me sobrevenían y que era incapaz de examinar. Todo lo que podía hacer era sentir sus golpes y dejar que pasaran por mí. La única elección conciente que hice fue vestirme y salir. Me fui a desayunar, algo que siempre hacía a cualquier hora del día o de la noche, en el restaurante Ships, que quedaba sobre Wilshire, a una cuadra de mi despacho/apartamento.
Había caminado tantas veces desde mi despacho a Ships que me sabía cada paso del camino. Esa misma caminata, esta vez fue una novedad. No sentía mis pasos. Era como si hubiera un cojín debajo de mí o como si la banqueta estuviera alfombrada. Casi me deslizaba. Me encontré de pronto en la puerta del restaurante después de lo que pensé que habían sido dos o tres pasos. Sabía que podía tragar alimentación porque había tomado agua en mi apartamento. También sabía que podía hablar porque me había limpiado la garganta y maldicho mientras corría el agua sobre mí. Entré en el restaurante como siempre. Me senté a la barra y la mesera que me conocía se me acercó.
– Te ves malísimo hoy, corazón -me dijo-. ¿Estás con gripe?
– No -le contesté, aparentando estar de buen humor-. He estado trabajando demasiado. Estuve despierto durante veinticuatro horas escribiendo un ensayo para una clase. A propósito, ¿qué día es hoy?
Miró su reloj y me dio la fecha, explicándome que tenía un reloj especial con calendario, un regalo de su hija. También me dio la hora: 3.15 a.m.
Pedí huevos con biftec, papas y pan blanco tostado con mantequilla. Cuando se alejó a traerme el pedido, otra ola de horror me sobrevino. ¿Era una ilusión el haber saltado al abismo en México al anochecer del día anterior? Pero aunque el salto hubiera sido simplemente una ilusión, ¿cómo era que había regresado a Los Ángeles desde un lugar tan remoto sólo diez horas después? ¿Había dormido durante diez horas? ¿O era, que me había tomado diez horas para volar, deslizar, flotar o lo que fuera a Los Ángeles? El haber viajado a Los Ángeles por vías normales desde el lugar donde había saltado al abismo no era posible porque tomaba dos días de viaje para llegar a la Ciudad de México desde el lugar donde había saltado.
Otro pensamiento extraño me sobrevino. Tenía la misma calidad de mi cuasi-recuerdo de haber muerto y revivido antes, y la misma calidad de serme totalmente ajeno. Mi continuidad estaba ahora rota sin posibilidad de repararse. En verdad había muerto de una forma u otra en el fondo de aquel barranco. Era imposible comprender el hecho de estar vivo y desayunando en Ships. Era imposible mirar hacia atrás a mi pasado y ver la línea ininterrumpida de sucesos continuos que todos vemos cuando echamos la vista hacia el pasado.
La única explicación a mi alcance era que había seguido las órdenes de don Juan. Había movido mi punto de encaje a una posición que me previno la muerte, y desde el silencio interno, había hecho el viaje de regreso a Los Ángeles. No había otra base en la que me pudiera apoyar. Por la primerísima vez, esta línea de pensamiento me era totalmente aceptable y totalmente satisfactoria. No me explicaba nada en verdad, pero sí señalaba un procedimiento pragmático que había comprobado de una forma sencilla cuando encontré a don Juan en el pueblo de nuestra elección, y este pensamiento pareció calmar mi estado de ánimo.
Intensos pensamientos empezaron a aparecer en mi mente. Tenían la cualidad única de aclarar problemas. El primero que surgió tenía que ver con algo que me había molestado siempre. Don Juan lo había descrito como algo que ocurre usualmente entre chamanes hombres: mi incapacidad de recordar sucesos que habían tenido lugar mientras estaba en estados de conciencia acrecentada.
Don Juan había explicado que la conciencia acrecentada era un desplazamiento mínimo de mi punto de encaje que él lograba, cada vez que yo lo visitaba, al darme un golpecito en la espalda. Con tales desplazamientos me ayudaba a atraer campos de energía que usualmente estaban en la periferia de mi conciencia. En otras palabras, los campos de energía que usualmente estaban a la orilla de mi punto de encaje estaban al centro durante ese desplazamiento. Un desplazamiento de esta naturaleza tenía dos resultados para mí: una agudeza extraordinaria de pensamiento y percepción, y la incapacidad de recordar, una vez que volvía a mi estado de conciencia normal, lo que había ocurrido durante el otro estado.
Mis relaciones con mis cohortes era un ejemplo de ambos resultados. Tenía cohortes, los otros aprendices de don Juan, mis compañeros para mi viaje definitivo. Había tenido interacción con ellos sólo durante estados de conciencia acrecentada. La claridad y el ámbito de nuestra interacción era magnífico. La única falla para mí era que en mi vida cotidiana existían como cuasi-recuerdos conmovedores que me llenaban de desesperación, de ansiedad y expectativas. Podría decir que en mi vida normal andaba siempre en busca de alguien que iba a aparecer de pronto delante de mí, quizá saliendo de un edificio de oficinas, quizá dando la vuelta en una esquina y chocando contra mí. Adondequiera que fuera, mis ojos iban de aquí a allá, involuntariamente y sin cesar, buscando a gente que no existía pero que sí existía más que nadie.
Sentado aquella mañana en Ships, todo lo que me había ocurrido en estado de conciencia acrecentada durante los años con don Juan, desde el más pequeño detalle se convirtió otra vez en un recuerdo continuo sin interrupción. Don Juan había lamentado el hecho de que un chamán hombre que es por fuerza el nagual, tuviera que ser fragmentado a causa del bulto de su masa energética. Dijo que cada fragmento vivía un rango específico de un ámbito total de actividad, y que los sucesos que experimentaba en cada fragmento tenían que unirse algún día para formar una visión completa, consciente, de todo lo que había pasado en su vida total.
Mirando directamente a mis ojos, me dijo que esa unificación lleva años y que le habían contado de algunos casos de naguales que nunca llegaron al ámbito total de sus actividades de manera consciente y que, a consecuencia, vivían fragmentados.
Lo que experimenté esa mañana en Ships fue algo más allá de lo imaginado en mis más aberradas fantasías. Don Juan me había dicho repetidas veces que el mundo de los chamanes no es un mundo inmutable, donde la palabra es final, sin cambio, sino que es un mundo de fluctuación eterna donde nada puede darse por hecho. El salto al abismo había modificado mi cognición tan drásticamente que ahora permitía la entrada de posibilidades indescriptibles y portentosas.
Pero todo lo que podría decir acerca de la unificación de mis fragmentos cognitivos no es nada en comparación con su realidad. Esa mañana fatal en Ships, experimenté algo infinitamente más poderoso que lo que experimenté el día que vi energía tal como fluye en el universo por primera vez, el día que me encontré en cama en mi despacho/apartamento después de haber estado en el campo de UCLA, sin realmente ir a casa de la manera en que mi sistema cognitivo lo exigía para que el suceso entero fuera real. En Ships, integré todos los fragmentos de mi ser. Había actuado en cada uno con certeza y perfecta consistencia, y sin embargo no tenía idea alguna de cómo lo había hecho. Era yo en esencia, un gigantesco rompecabezas; y encajar cada pieza en su lugar, produjo un efecto que no tenía nombre.
Estaba en la barra de Ships, sudando profusamente, cavilando inútilmente, haciendo preguntas que no podían tener respuesta. ¿Cómo era todo esto posible? ¿Cómo llegué a estar fragmentado de tal manera? ¿Quiénes somos, en verdad? Ciertamente no las personas qué nos han hecho creer que somos. Tuve recuerdos de sucesos que nunca ocurrieron, en lo que a un centro mío concernía. Ni siquiera podía llorar.
– El chamán llora cuando está fragmentado -me había dicho don Juan una vez-. Cuando está completo, lo sobrecoge un escalofrío que puede, por ser tan intenso, acabar con su vida.
Estaba experimentando tal escalofrío. Dudaba volver a encontrarme con mis cohortes. Se me hacía que todos se habían ido con don Juan. Estaba solo. Quería reflexionar, llorar la pérdida, dejarme ir en esa tristeza, complaciente como siempre había sido. No podía. No había nada que lamentar, nada para entristecerse. No importaba nada. Todos nosotros éramos guerreros-viajeros y a todos nos había tragado el infinito.
Todo ese tiempo, había escuchado a don Juan hablar del guerrero-viajero. Me había gustado la descripción inmensamente, y me había identificado con ella de manera puramente emotiva. Sin embargo, nunca había sentido lo que verdaderamente quería decir con eso, no obstante las muchas veces que me había explicado el sentido. Esa noche, en la barra de Ships, supe de lo que hablaba don Juan. Yo era guerrero-viajero. Para mí sólo eran válidos los hechos energéticos. Lo demás eran adornos sin importancia alguna.
Esa noche, al esperar mi comida, otro intenso pensamiento irrumpió en mi mente. Sentí una ola de empatía, una ola de identidad con las premisas de don Juan. Había llegado finalmente a la meta de sus enseñanzas: era uno con él como nunca lo había sido. Nunca había sido cuestión de que luchara contra don Juan o sus conceptos porque me eran revolucionarios o porque no cumplían con la linealidad de mis pensamientos como hombre occidental. Era, más bien, que la precisión de la presentación de los conceptos por don Juan siempre me asustaban a muerte. Su eficacia parecía ser dogmatismo. Era esa apariencia lo que me había impulsado a buscar aclaraciones y hacerme actuar a lo largo de sus enseñanzas, como si hubiera sido un creyente reacio.
Sí, había saltado al abismo, me dije a mí mismo, y no me morí porque antes de llegar al fondo del barranco, dejé que el oscuro mar de la conciencia me tragara. Me entregué a él sin temores y sin remordimientos. Y ese mar oscuro me había proveído con lo que me era necesario para no morir y para terminar en mi cama en Los Ángeles. Esta explicación no me hubiera aclarado nada dos días atrás. A las tres de la mañana en Ships, era mi todo.
Di un golpe sobre la mesa como si estuviera solo en la sala. La gente me observó y sonrió a sabiendas; no me importaba. Tenía la mente enfocada sobre un dilema insoluble. Estaba vivo a pesar de que había saltado a un abismo hacia mi muerte, hacía diez horas. Sabía que tal dilema nunca podría resolverse. Mi cognición normal requería una explicación lineal para satisfacerla y las explicaciones lineales no eran factibles. Ése era el quid de la interrupción de la continuidad. Don Juan había dicho que esa interrupción era brujería. Sabía esto ahora con toda la claridad que tenía a mi alcance. ¡Cuánta razón había tenido don Juan al decir que para quedarme atrás necesitaba toda mi fuerza, todo mi control, toda mi suerte y, sobre todo, los cojones de acero del guerrero-viajero!
Quise pensar en don Juan, pero no pude. Además, no me importaba don Juan. Parecía haber una barrera gigantesca entre nosotros. Sinceramente, creí en aquel momento que el pensamiento extranjero que se me había estado insinuando desde que había despertado era verdad: sí era otro. Un cambio se había efectuado al momento de mi salto. De otra manera, me hubiera encantado pensar en don Juan; hubiera sentido anhelo por él. Hasta hubiera sentido un momento de resentimiento porque no me había llevado consigo. Ése hubiera sido mi ser normal. En verdad, no era el mismo. Ese pensamiento aumentó hasta que invadió todo mi ser. Cualquier residuo de mi antiguo ser que hubiera retenido se desvaneció en ese momento.
Me sobrevino un nuevo estado de ánimo. ¡Estaba solo! Don Juan me había dejado dentro de un sueño como su agente provocador. Sentía que mi cuerpo perdía su rigidez; empezó a hacerse flexible, grado por grado hasta que pude respirar profunda y libremente. Solté una carcajada. No me importaba que la gente me mirara y que esta vez no me sonrieran. Estaba solo y no había nada que pudiera hacer.
Tuve la sensación física de entrar realmente en un pasaje, un pasaje con fuerza propia. Me tiró hacia dentro. Era un pasaje silencioso. Don Juan era el pasaje, quieto e inmenso. Ésta fue la primera vez que sentí que don Juan estaba vacío de fisicalidad. No cabía ni el sentimentalismo ni el anhelo. No podía extrañarlo porque estaba allí como una emoción despersonalizada que me atraía.
El pasaje me desafió. Tuve una sensación de ebullición, de ligereza. Sí, podía viajar por ese pasaje, solo o acompañado, quizás para siempre. Y el hacerlo no era ninguna imposición para mí, tampoco era placer. Era más como el principio del viaje definitivo, el destino ineludible del guerrero-viajero, era el principio de una nueva era. Debería haber estado llorando con la comprensión de haber encontrado ese pasaje, pero no. ¡Estaba enfrentándome al infinito en Ships! ¡Qué extraordinario! Sentí un escalofrío correr por mi espalda. Oí la voz de don Juan diciendo que el universo es en verdad insondable.
En ese momento, se abrió la puerta de atrás del restaurante, la que conducía al estacionamiento, y entró un personaje extraño; un hombre, quizá de cuarenta años, desarreglado y demacrado, pero de buenas facciones. Durante años, yo lo había visto vagando por UCLA, interactuando con los estudiantes. Alguien me había dicho que era un paciente externo del hospital de veteranos de guerra que quedaba cerca. Parecía estar desquiciado. Lo había visto repetidas veces en Ships, amontonado sobre una taza de café, siempre en el mismo rincón de la barra. También había observado cómo esperaba afuera, siempre mirando por la ventana, vigilando a ver cuándo se desocupaba su banca predilecta, si alguien la ocupaba.
Al entrar, se sentó en su lugar de costumbre y entonces me miró. Los dos nos miramos. Al momento, lanzó un grito despavorido que me dio escalofríos a mí y a todos los que estaban allí presentes. Todos me miraron con ojos abiertos, algunos, con la comida sin masticar cayéndoseles de la boca. Obviamente, pensaban que era yo el que había gritado. Había habido precedentes, el golpe sobre la barra y la carcajada en voz alta. El hombre saltó de su banca y salió corriendo del restaurante, mirando hacia atrás, hacia mí, mientras hacía gestos agitados con las manos encima de su cabeza.
Me entregué a un impulso y corrí detrás del hombre. Quería que me dijera lo que había visto en mí que lo había hecho gritar. Lo alcancé en el estacionamiento y le pregunté que me dijera por qué había gritado. Se tapó los ojos y gritó aún con más fuerza. Estaba como un niño, aterrado por una pesadilla, gritando a voz pelada. Lo dejé y regresé al restaurante.
– ¿Qué te pasó, corazón? -me dijo la mesera con una mirada preocupada-. Pensé que nos habías abandonado.
– Fui a ver a un amigo -dije.
La mesera me contempló e hizo un gesto de fingido enojo y sorpresa.
– ¿Ese tipo es tu amigo? -me preguntó.
– El único amigo que tengo en el mundo -dije, y era la verdad, si podía definir «amigo» como alguien que ve a través del barniz que nos cubre y que sabe de dónde venimos realmente.
FIN