37992.fb2
Había tormentas en Hendaya; el ferry estaba casi vacío. Laura resplandecía. Cuando llevaban diez minutos en el barco, salió el sol. Laura iba de un lado a otro asomándose a¡ agua. Después se sentó en el último banco, la cabeza inclinada sobre una barra blanca, su mano derecha en la mano derecha de Philip Hull. De vez en cuando, Laura cerraba los ojos y entonces Philip experimentaba una sensación de contrariedad.
– ¿En qué barco te estás imaginando ahora? -preguntó.
Laura abrió los ojos:
– En éste -respondió.
– ¿Por qué te gustan los ferrys? -preguntó Philip-. No van a ninguna parte. Quiero decir que van siempre al mismo sitio. Van y vuelven. No se quedan. No viajan. Se parecen más a un autobús urbano que a cualquier otra cosa.
– Me gustan por eso, porque no viajan -dijo jugando a aceptar la provocación-. Tú eres de las pocas personas que conozco que viajan de verdad. Viajar es no volver, al menos no volver durante mucho, mucho tiempo.
– ¿Estás pensando en Cuba?
– No siempre pienso en Cuba -dijo Laura-. Dices que los ferrys no viajan y yo pensaba que, en realidad, la mayoría de los viajes de hoy son como fantasías diurnas. No hay ninguna transformación; sólo juegas a que podría haberla, a que podría pasarte algo.
– Yo no juego a eso.
– Era una forma de hablar -dijo Laura-. No me refería a d sino a cuando se habla del viaje en general. Como si ir a Florencia o a Tánger significara poder perder el propio destino y aceptar otro que no sería el nuestro. A lo mejor el viaje fue eso, hace años. Ahora siguen hablando de él como si no hubiera cambiado, como sí ya viajar no fuera un acto artificial.
– ¿Te refieres a este viaje?
– ¿A nuestro viaje a Hendaya? -Laura sonrió y miró a Hull con un resto de tristeza-. No -dijo-. Los dos tenemos que volver y lo sabemos.
Se besaron. Las manos de Hull estaban sobre la piel de Laura. Entre el temblor y la risa buscaron un lugar más discreto, se fueron desnudando sin quitarse la ropa, a veces veían el mar.
Salieron del rincón como dos colegiales. Laura le propuso subir al piso de arriba. Allí sólo había una pareja con máquinas de fotos. Se alejaron de ellos. El barco se movía más. Una llovizna suave les mojaba las manos y la cara.
– Mira -dijo Philip señalando a la pareja de las cámaras-, turistas. Los ferrys son tan falsos como todo lo demás.
Philip Hull notó la violencia en su voz casi a la vez que Laura. No tenía nada contra ella pero necesitaba demostrarle que los ferrys no eran diferentes, que no había tregua ni podría haberla, ni siquiera la del tiempo de travesía, para quienes pensaban como ella.
– Sí -dijo Laura, y sintió rabia por ella misma, por los dos, porque deseaba el enfrentamiento que Hull estaba buscando. Trató de aparentar indiferencia y dijo-: Supongo que a estas alturas ya no son realmente útiles. Supongo que se mantienen por el turismo. Pero son bonitos.
– También Florencia es bonita-dijo Hull-, y Tánger.
– Nunca he estado allí -dijo Laura en el mismo tono desafiante que había usado Hull.
– ¿Entonces por que criticas a quienes viajan a esas ciudades o a oirás?
– No a quienes viajan, sólo a quienes piensan que viajando a Florencia, a Tánger, qué más da, podrían perder su destino y encontrar otro. Tú sabes, nadie se lleva el destino a los viajes, porque el destino pesa toneladas.
– Los emigrantes se lo llevan.
– En parte se lo llevan. -Laura intentó pensar que no era a Philip a quien quería atacar, ni era contra ella contra quien Philip estaba peleando. Pero aún dijo-: Los emigrantes no viajan: emigran.
– Si no soñamos con no volver es por miedo -dijo Philip.
– No lo creo -dijo Laura-. Soñar es fácil. ¿Quieres que planeemos no volver?
– Planes o sueños, qué más da.
– ¿Vendrías conmigo a Cuba?
– ¿Y tú, acompañarías en sus viajes a un agregado político norteamericano?
– Ves, ahora sí estás hablando de planes.
– También podríamos irnos del todo -dijo Philip-. Yo dejaría mi puesto en la embajada y tú dejarías…
– ¿Mi racionalidad? ¿Mis ideas?
– Dilo como quieras.
Laura bajó los ojos. En el suelo estaban tirados algunos folletos con el ferry fotografiado junto a cifras y restos de pisadas. Miró entonces hacia atrás, el horizonte y la estela de espuma, buscando la felicidad de hacía diez minutos:
– Y nos iríamos -dijo despacio- a Laponía, a vivir en casas esquimales.
Con una cierta ternura, Philip preguntó:
– ¿Tú estarías dispuesta a perder tu destino por venir conmigo?
– No sé -y parecía implorar- si es la mejor manera de plantearlo.
Philip Hull besó la lluvia en las manos de Laura. El barco se movía cada vez más y Hull también se movía, pero Laura estaba quieta como si no fuera un cuerpo ni tampoco un mástil ni la barra de una barandilla sino sólo un eje, una línea imaginada.
Miguel Arrieta se acercó al borde del andén de la estación de Robledo de Chávela. Sedal había llegado tres horas antes. Aunque el pueblo estaba a apenas una hora de viaje desde Madrid, ambos habían invertido más de dos horas en hacerlo, bajándose en estaciones intermedias y esperando hasta asegurarse de que era imposible que nadie les siguiese. Además, se habían citado con tres horas de diferencia.
No obstante, Sedal no las tenía todas consigo. Estuvo inspeccionando la estación. Oteó los alrededores con unos prismáticos. Cuando llegó Arrieta él permaneció a quinientos metros de distancia mirando, a la espera de que todas las demás personas, tres en realidad, que habían bajado del tren con Arrieta se hubieran ido.
– ¿Tú sabes a lo que más se parece Cuba ahora? -preguntó Sedal después de los saludos.
– Dímelo -dijo Arrieta.
– Se parece a una de esas grandes empresas que están a punto de ser absorbidas por un grupo mayor. Despedirán a más de la mitad del personal, ahorrarán en todo, eliminarán servicios imprescindibles pero poco rentables y harán que sea negocio.
– No les será fácil -dijo Arrieta.
Sedal se acercó también al borde del andén y pidió a Arrieta que le siguiera. Cruzaron la vía desierta por entre los raíles. Sedal fue hasta el punto de la ladera donde antes había estado observando. Se sentaron en una roca amplia junto a unos arbustos.
– A veces exageras con las precauciones -dijo Miguel Arrieta.
– Nunca se exagera.
Del interior de una cartera negra Sedal sacó un paquete envuelto en papel de embalar. Deshizo el envoltorio con cuidado y le mostró a Arrieta una mochila de montaña.
– Quiero que la veas -dijo-. Cuando le den el dinero, Laura lo meterá en una mochila igual. Después entrará en el metro. En algún punto de su trayecto habrá otra mochila idéntica con fajos de papel que será lo que ella me entregue. Y, después de un par de relevos, una chica vendrá probablemente en coche hasta aquí y apoyará la mochila con el dinero dentro ahí, en la esquina de esa pared.
– No me gusta la idea del metro.
– Estate tranquilo. Nadie lo conoce mejor que nosotros. Contamos con dos recorridos en ninguno de los cuales es posible que una persona siga a otra. Habrá dos mochilas con fajos de papeles para darle a ella libertad si encuentra algún imprevisto.
– Pero si la pierden, no sabrán que te lo ha dado.
– La perderán y volverán a encontrarla. Y, en cualquier caso, a mí me tendrán vigilado.
– Si ella les despista, sospecharán, no se creerán nada.
– Los recorridos están bien estudiados. No parecerá que es ella quien les despista, parecerá que son ellos quienes la pierden y después la vuelven a encontrar.
Miguel examinó la mochila y Sedal la guardó.
– ¿No podríamos tomar una cerveza? -dijo Arrieta.
– De acuerdo, pero no en el bar de la estación, no quiero que alguien vaya a fijarse en ti y se le ocurra saludarte el día de la mochila.
– Sigo pensando que exageras.
De- nuevo cruzaron la vía. Descendieron hasta una carretera y allí no había ningún bar.
– ¿Y mi cerveza?
– Un poco más adelante de esas casas encontraremos algo.
– ¿Cómo es Laura? -preguntó Miguel Arrieta.
– ¿Por qué lo preguntas?
– Bueno, Hull me habla de ella, tal vez un día me la presente y yo no la he visto nunca.
– De eso se trata, de que no la hayas visto nunca.
– Igual la voy a haber imaginado, Agustín.
– Pequeña, uno sesenta y cinco de estatura, pelo castaño, flaca, ojos verdimarrones, alegre y melancólica.
– ¿Inteligente?
– Todas las personas alegres y melancólicas lo son.
– Ocrán-Sanabú -dijo Arrieta.
– ¿Qué?
– Nada, que no quieres hablar de ella, y lo acepto.
– Pero ¿qué palabras has dicho?
– Ocrán-Sanabú.
– ¿Qué significa?
– Significa déjalo. Significa no insistas. Es algo que me digo a veces. Mira, ahí hay un bar.
Entraron en un mesón de muebles rústicos y recios.
– Tengo una teoría -dijo Arrieta-, Esta vez es buena, esta vez puede que me dure unos cuantos meses.
– ¿Entonces, cerveza? -dijo Sedal, y pidió dos al camarero.
– Siempre me dio miedo perder y no por la derrota sino por la resignación -dijo Arrieta-. Siempre tuve miedo a ese momento en el que uno admite que nunca estará entre los ganadores y decide que sólo le queda pasarse al enemigo o vivir compadeciéndose de sí mismo.
– O trabajar para los que vengan detrás.
– Tienes razón, pero para eso hay que ser fuerte. Yo no soy tan fuerte. Yo jugaba a pensar que ganar o perder era cuestión de tiempo, que nunca está del todo terminada la partida. Era una mala teoría, un pobre consuelo. Ahora tengo la teoría de la infiltración. Yo no soy un infiltrado, Agustín. Yo filtro en realidad. Los grupos de exiliados con los que entro en contacto pasan a través de mí y me dejan su información como si fuera cal u otra sustancia que yo retengo. Infiltrarse es distinto. El agua se infiltra en la tierra, penetra en sus poros y la tierra cambia. Una continua y persistente infiltración, ésa es nuestra salida. La única posible si no queremos mentirnos ni tampoco resignarnos.
– ¿Con nuestra salida te refieres a la tuya y la mía, o a la de Cuba?
– La tuya, la mía, la de Cuba, la de los comunistas que existen diseminados por la tierra.
– Te estás volviendo muy cristiano, tú.
– Es posible. Pero lo que intento es buscar una salida no trascendente. No convertiremos la tierra en mar, pero cuantos más seamos más charcos, más jaleo. Actuar para modificar el equilibrio.
– ¿Cómo?
– Creciendo y multiplicándonos.
– Muy cristiano, sí.
– Es mi mejor teoría, por ahora.
– ¿Y qué tiene que ver con esas palabras: Ocrán-Sanabú?
– Esas palabras son de un tiempo en que no tenía teorías. Cuando pensaba que perder es aceptar que las cosas no signifiquen, no vayan hacía ninguna parte.
– Le daré vueltas -dijo Sedal-. Ahora tenemos que trabajar.
– Creí que ya habíamos terminado.
– Quedan los detalles de la compra.
– Ya están resueltos. Tecnología punta, holandesa y coreana. Los holandeses montarán ellos mismos una empresa pantalla si les pagamos al contado, claro.
– ¿Y las comisiones?
– Con el bloqueo siempre suben, ya lo sabes. Un diez por ciento, no he podido conseguir menos.
– ¿Hull podría sospechar algo?
– Hull no conoce mis negocios con tanto detalle.
– Pero los americanos querrán seguir la pista de ese dinero.
– No tan pronto. Eso dijiste.
– Es verdad -dijo Sedal-. Les daremos una buena batería de pistas falsas.
– ¿Qué hará Laura? ¿Vais a llevarla a Cuba?
– Tiene que decidirlo ella. ¿Y tú, Miguel? ¿Qué harás tú con Hull?
– Faltan dos meses o menos para que le trasladen. Después supongo que nos distanciaremos.
– Traicionar es duro.
Miguel Arrieta dio algunos golpecitos en la mesa, tarareando «se te olvida que me quieres a pesar de lo que dices»:
– Yo no hablaría de traición, hablaría de enfrentamiento. Le he oído tantas veces decir que está cansado de su trayectoria profesional, que se la dejaría olvidada en cualquier parte. Si algo sale mal, podría estropearle un poco esa trayectoria. Pero confiemos en que no ocurra.
– ¿Y si ocurre?
– El sabe de sobra que yo no estoy en su mismo bando, siquiera porque está convencido de que yo no tengo bando, ni el vuestro, ni tampoco el suyo.
– Le has cogido cariño.
– Sí. Eso no voy a negártelo. Tiene tantas dudas. Aunque si le pidieran que me aplastara, creo que lo haría. -Arrieta dejó quieta su mano. Y, mirando a Sedal, miraba detrás de él a un punto indefinido cuando dijo-: A veces se quiere por necesidad.
Volvían en el avión, Hull en el lado del pasillo y Laura junto a la ventanilla. Hull había hecho pasar a Laura, ella obedeció para no frenar a los otros pasajeros pero una vez sentada dijo:
– No voy a mirar.
– ¿Tienes vértigo? -preguntó Hull.
– No. Pero no voy a mirar.
– De todas formas yo prefiero aquí. Tengo un poco de vértigo y me gusta levantarme. No te cedo la ventana por galantería.
– Como quieras.
Al principio guardaron silencio. Sabían que al llegar al aeropuerto se produciría esa situación, contraria a todo lo vivido, por la cual cogerían dos taxis, o sólo uno, pero entonces Laura dejaría en su casa a Hull para después continuar o Hull, dando un rodeo, dejaría a Laura en su casa y se iría a la suya. Y así, culpables, solitarios, rehuían el contacto de los brazos, de los ojos, dos adúlteros sin marido ni mujer.
La discusión del ferry, bien que soterrada y minúscula, no les ayudaba a sobrellevar la obligada distancia. Por el contrario, les hacía más débiles, más necesitados el uno del otro, porque la recordaban sin cesar y sin cesar temían haber abierto una grieta y que se propagara, que en días o semanas se extendiera, un árbol invertido, por toda la pared.
Durante diez minutos clavaron la mirada en los respaldos delanteros, oyendo sin oír conversaciones, músicas, instrucciones de seguridad. Pero después del despegue las rodillas y los brazos se tocaron. No tuvieron que decir nada sino sólo dejar de violentarse pensando que sin duda irse cada uno a su casa era lo mejor. No era lo mejor, era lo impuesto, lo obligatorio, y al formularlo así los cuerpos parecían respirar. Sus manos ya descansaban juntas, se apoyaban el uno en el otro como si el contacto hubiera disipado el miedo.
– ¿Qué vas a hacer mañana? -preguntó Hull-. Necesito verte.
– ¿Dónde? -dijo Laura.
– Voy a intentar que te autoricen a entrar en mi casa.
Laura recordó entonces el micrófono que había abandonado en Madrid, en el interior del teléfono móvil. Pensó que Hull le tendía una trampa pero no tenía sentido. Aun así, a Sedal y a Armando no les gustaría.
– Yo también tendría que pedir autorización -dijo- y no creo que me la dieran.
– Sí, claro, en realidad a mí tampoco me la darían. Podemos ir al cine, dar un paseo, cenar juntos.
Laura callaba. Al poco Hull dijo:
– Tendremos que imaginar que Madrid es Hendaya. En vez de la ciudad donde vivimos, una ciudad adónde hemos ido. Buscaré un hotel agradable.
– No -dijo Laura-. Esta vez lo busco yo.
– Háblame de Sedal -dijo Hull, y no se sintió culpable porque preguntar a Laura por Sedal era igual que preguntarle por su infancia o por sus padres o por su trabajo. Era preguntarle por ella, era querer saber más de ella. Hull quería saber.
– Sedal -dijo Laura- es una de las mejores cabezas de Cuba- Eso no quiere decir mucho, porque en Cuba hay muchas buenas cabezas. Pero Sedal es tina de ellas. Puede ver y entender al mismo tiempo. Todo lo que yo sé de política, de economía, de filosofía, me lo ha enseñado él.
– ¿Ha publicado algo que te guste especialmente?
– Ha publicado bastantes artículos largos en revistas de pensamiento social y otras parecidas. Sólo que casi todos son artículos coyunturales. Creo que le gustaría poder parar un tiempo.
– ¿Y por qué no lo hace? Tiene edad de sobra para jubilarse.
– No me refería al trabajo, al horario y eso. Me refiero a la presión de ser cubano, ¿sabes? Ser cubano y sentirse responsable. Pero esto es algo que pienso yo. Nunca lo he hablado con él.
– No sé qué quieres decir.
– Si yo fuera Sedal -dijo Laura-, si yo pudiera ver y entender, en algún momento me gustaría ponerme frente a un atril y contar lo que veo y lo que entiendo.
– ¿Lo dices por la censura, por la falta de libertad de expresión?
– No, no es eso. Imagínate a un médico que ha comprendido algo del funcionamiento de las células, algo importante. Pero está en un pueblo y es el único médico. Tiene que tratar reumas, partos, apendicitis. No es que en ese pueblo le impidan publicar artículos sobre las células. Es que se sentiría estúpido con una cola enorme en la puerta de su casa y sin abrir la puerta porque está leyendo revistas y escribiendo artículos.
– ¿Cuba es ese pueblo?
– Supongo que he cogido un mal ejemplo. Cuba no es exactamente ese pueblo, es la sensación del médico lo que quería explicar.
– Lo entiendo -dijo Hull-. ¿Está casado?
– Casado y divorciado. Tiene tres hijos y dos nietos.
No pudieron verse cuando habían pensado. Sus horarios no coincidían. Laura tuvo que preparar lo que Agustín llamaba el recital. Hull estaba en el punto de mira y debía esmerarse en su trabajo habitual, además de tener que estar disponible a cualquier hora para Manan Wilson.
Entretanto, Laura había encontrado un hotel en una pequeña plaza del barrio de Huertas, con balcones que daban a la plaza y la posibilidad de imaginar que no estaban en Madrid. Llamó a Hull desde una cabina para decírselo. Acordaron reservar una habitación el sábado, a nombre de Laura.
Después de hacer la reserva, Laura se quedó en una terraza a pocos metros del hotel, pidió una cerveza y estuvo repasando el guión del recital. Sedal iba a acudir a su casa dentro de medía hora. No habían escrito frases ni nada parecido, estaban sólo los temas de que tendrían que hablar para que improvisaran sus propias palabras. En voz alta lo habían ensayado un par de veces, debían evitar cualquier sospecha de que estaban interpretando.
Aunque no tenía la certeza absoluta de que el teléfono móvil de Laura estuviera manipulado, todo parecía indicar que así era. En tal caso, a los de la embajada les bastaría con llamar a un número y el teléfono, incluso apagado, haría las veces de micrófono. Hasta ese día, Laura había mantenido alguna conversación íntima con Hull llevando ese teléfono encima, y también había hablado con Sedal de cosas sin importancia. La última vez acordaron verse en casa de Laura, pretextando dificultades para encontrar locales seguros.
Laura pagó la cerveza. Tal como habían convenido, Sedal ya estaba dentro de la casa cuando ella llegó.
– Han vuelto a seguirme -dijo él-, pero no pueden conmigo.
En el pequeño cuarto de estar de Laura había un sofá naranja claro de dos plazas y una mecedora de mimbre. Sedal ocupó la mecedora y pidió a Laura leche caliente con un poco de café.
Cuando Laura volvió de la cocina con el café, encontró a Sedal de pie, mirando por una ventana desde donde sólo se veía un patio de menos de un metro cuadrado con tuberías, dos filas de ventanas con visillos, cemento oscuro – y roto en el suelo y en las paredes.
– La ventana de mi cuarto da a un patio blanco con más luz-dijo Laura.
– Sí, me acuerdo. Con tu trabajo podrías vivir en una casa mejor.
– Pensaba que ésta iba a ser provisional. Además, mando dinero a mis tíos. Ahora no podría dejarlo de hacer.
– Siempre es igual. -Sedal volvió a la mecedora-. ¿Sabes ya lo que ha pasado con el convenio de Cotonou?
– No -dijo Laura.
– El Colegio de Comisarios ha pospuesto «indefinidamente» la consideración de la solicitud cubana. Lo esperábamos. Me da más coraje porque todo ha empezado aquí, con la propuesta de la ministra española: si no modificamos las sanciones impuestas a los mercenarios, disminuirán los planes de cooperación al desarrollo.
– Eso sí lo he leído -dijo Laura-. Vaya cooperación. ¿Qué ha pasado, Agustín? ¿Por qué querías que hablásemos?
Sedal continuó como sí no hubiera oído la pregunta de Laura.
– El caso es que hemos retirado la solicitud. Se acabó el convenio de Cotonou para Cuba. Qué te parece el orgullo.
– Creo que no es mucho lo que nos perdemos.
– Ya lo sé, Laura. Es bastante poco y no evitaría que tuvieras que seguir mandándole dinero a tus tíos.
– No somos el único país con emigrantes que mandan dinero a sus casas.
– También lo sé. Hacemos lo correcto, hacemos lo que podemos pero lo que podemos es cada vez menos. Porque la integridad es silenciosa, ¿sabes? Y el silencio no existe. El silencio no es más que ausencia de sonido.
. -¿Qué me tenías que contar? -volvió a preguntar Laura.
– Algo importante. Pero necesito tiempo, niña. Necesito tiempo. ¿Tú sabes? Yo conocí a un hombre justo. Murió hace quince años. Vivía aquí, en España. Era mi hermano. Mi hermanastro. Mi padre dejó una familia aquí cuando se fue a Cuba. Eso pasaba.
Laura miró a Sedal sorprendida, Ni en los ensayos ni en el guión figuraba nada de un hermanastro.
– Mi hermanastro, mi hermano, era uno de esos hombres que salen en la Biblia cuando Dios dice que necesita encontrar a un hombre justo y que si no lo encuentra destruirá la ciudad. ¿Dónde está mi hermano ahora? ¿Dónde están todas las corrupciones que no aceptó? ¿Dónde están su orgullo y su bondad y su determinación para no abusar jamás del débil ni siquiera por vía de terceras o décimas personas? Las palabras no se las lleva el viento, ya todo el mundo sabe que eso es una estupidez. El mundo está infestado de palabras dichas. Pero el silencio sí se lo lleva el viento. Mi hermano era un hombre íntegro, y ya no existe.
– Existe porque tú me estás hablando de él -dijo Laura.
– Sí, sí, las palabras, carajo, las palabras. ¿Sabes por qué te hablo de él? Porque voy a matarlo. Lo voy a matar del todo. Yo he sido de los que decía que mi hermano vivía en mí, etcétera, etcétera. Cada vez que he debido tomar una decisión difícil era como si él me rondara. Pero se acabó. Es a ti a quien tengo que convencer. Tú estás delante de mí en tu pequeño sofá naranja con tu salón que da a unas tuberías. Mi hermano murió y no dejó nada más que su integridad silenciosa. Así que a él no tengo que convencerle. Sólo tengo que dejar de pensar en él. Ni siquiera eso, es aún más fácil. Sólo tengo que pensar en otras cosas.
– ¿Convencerme de qué?
– Algunos quieren volverse atrás, en La Habana. Dicen que no hay ninguna diferencia entre el repliegue, o el suicidio, y la derrota. Se han dado cuenta, ¿ves? El suicidio es el silencio, la ausencia de sonido.
– No es verdad -dijo Laura-. Retirarse significa continuar, aunque sea dentro de mucho tiempo. Es interrumpir la partida antes de la derrota.
– Ellos no lo ven así. Dicen que nadie lo entendería. Quieren que lo pare, Laura.
– ¿Todos?
– No, no todos. Digamos que un cuarenta y nueve por ciento.
– Entonces son minoría.
– Debemos confiar en el otro cincuenta y uno, ¿verdad? -dijo Agustín-. Pero si falla, si nos fallan, Laura, yo no voy a parar la operación. Quería que lo supieras.
– ¿Y?-
– Y adiós a mi hermano. Cogeremos el dinero. Si el cincuenta y uno sigue firme, lo tendrá ahí, a su disposición. Pero si vacilan y se echan para atrás, de todas formas habremos cogido el dinero. Hay otras seis personas más que también lo cogerían. Yo ya he recibido confirmación de la Universidad de Berna. Me aceptarían como profesor emérito.
– ¿Y yo?
– Tú podrías hacer cualquier cosa. Menos volver a Cuba, cualquier cosa.
Laura callaba. El diálogo volvía a ser tal y como lo habían preparado. Sin embargo, estaba aquella historia del hermanastro de Agustín. Laura no dudaba de Sedal, pero durante un segundo había dudado de sí misma.
– ¿Lo has pensado? -preguntó-. ¿Estás seguro?
– No voy a pararlo, Laura. Pase lo que pase. Será la última vez que hable contigo antes del intercambio. SÍ no estás de acuerdo, te pediré que te retires y trataré yo con el agregado.
– ¿Te ha pasado algo, algo que no puedas contarme?
– No es lo que me ha pasado a mí, es lo que les ha pasado a ellos. Todo empezó con los dólares. Una revolución sitiada tal vez pueda sobrevivir. Pero media revolución no. Y cuando admitimos los dólares dentro de la isla, las propinas en dólares, las riendas con dólares, entonces partimos en dos la revolución. Entonces dejamos que el dinero ya no dependiera del trabajo o de la necesidad, sino del azar y de la astucia.
– Había que hacerlo -dijo Laura-. Se sabía lo que iba a pasar, pero era la única salida.
– Es posible. Laura, yo ya he tomado la decisión. Sólo he venido a decirte lo que voy a hacer y a que me des una respuesta.
– Tengo que pensarlo.
– Lo entiendo. Pero yo necesito saberlo hoy. ¿Quieres que me vaya y vuelva más tarde?
– No.
Laura buscó los ojos de Sedal sin encontrarlos. Sedal miraba la pared con algunas fotografías y luego los estantes de libros. Pasaron unos minutos.
– Seguiré contigo -dijo Laura-. Confío en ese cincuenta y uno por ciento. -¿Y si no sale?
– Seguiré contigo. A mí no me han escrito de ninguna universidad pero tal vez tenga un sitio adónde ir.
Cuando Sedal se fue, Laura estuvo a punto de tirar el supuesto móvil hecho micrófono contra el cemento oscuro del patio. No lo tiró. Lo cogió con cuidado, como si fuera un animal vivo, y lo llevó a la cocina. Estaba llorando. No sabía si sería conveniente que los de la embajada la oyeran caso de que estuvieran realmente a la escucha en alguna parte. Dejó el teléfono justo al lado de la nevera para que los sollozos se mezclaran con el zumbido del motor. Más lejos los sollozos, el zumbido más cerca, el resultado debía de ser un lamento casi inhumano.
Algunos piensan que esa misma tarde, minutos después, llamó Hull. Y que su voz le sonó fría a Laura en el teléfono, y que fue entonces, después del anochecer, cuando Laura escribió la primera carta.
Hull sólo había ido en dos ocasiones al despacho que usaba Norman Carter cuando estaba en Madrid. Aquélla iba a ser la tercera y recordaba que siempre le había parecido pequeño. Debía de ser igual que el despacho de Wilson, un poco más apaisado. También esta vez tuvo esa impresión al entrar. Wilson y Carter le aguardaban muy a la izquierda, casi como si estuvieran en otra habitación, sentados en corno a una pequeña mesa redonda de cristal. Wilson se le antojó más alta, y Carter más viejo. Cuando Hull entró, Carter reía.
Carter se levantó y le estrechó la mano. Wilson hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
– Parece que nuestra querida Marian por Fin nos autoriza a entregar el dinero -dijo Carter a Huí! afectando una complicidad imposible.
A Hull le disgustaba el papel de quien está dispuesto a reír cualquier gracia aun sin encenderla. Pensaba que, sin él, ni Wilson ni Carter estarían ahora ahí ni les brillarían los ojos como a quien acaba de apostar a las carreras sabiendo que tiene muchas posibilidades de ganar. Se sentía fuerte y valioso, dijo:
– ¿Habéis estado bebiendo o es que se ha muerto Fidel y yo no me he enterado?
Carter calló un segundo, como sopesando el tono de Hull y su posible respuesta:
– Hemos estado oyendo un material interesante. -Su voz mantenía la ficción de la camaradería, si bien se había ralentizado-. El tal Sedal sigue teniendo ambiciones, a sus años. Por lo visto tú le habías comentado a Marian algo en este sentido.
Hull asintió, luego dijo:
– ¿Y yo? ¿Podría oír esa grabación? -Ahora no tenemos tiempo -dijo Carter-. En otro momento, aunque no veo la necesidad. El hecho es que hay tensiones internas, y parece que., si esas tensiones prosperan, Sedal y unos cuantos, y tal vez la chica, se quedarán con el dinero.
– Si es así -dijo Wilson-, tendríamos asegurado un escándalo sin precedentes.
– A Marian le gusta más este asunto. El otro proyecto le parece, ¿cómo lo diré?: un poco fantasmático. Yo, la verdad, no lo creo probable. Más bien me ha sonado a afanes de protagonismo de un septuagenario. Pero Marian ha estado comprobándolo, habló con una universidad de no sé que ciudad europea y ya está más tranquila. Marian prefiere tratar con corruptos que con leales súbditos del gobierno de Cuba.
– El día de la entrega -dijo Wilson- necesitaremos tiempo para autentificar la firma de Sedal en los recibos. -¿Cuánto tiempo? -preguntó Hull. -Un cuarto de hora será suficiente. Además, Carter quiere que le gestionen una entrevista con Jorge Salinas fuera de Cuba. Toronto sería un buen lugar. -¿Cómo se hará?
– Te acompañará George. El verificará la firma. Habrá vigilancia a una distancia prudente. -¿Será limpio? -dijo Hull. -¿Limpio? -sonrió Carter.
Hull empezaba a arrepentirse de su entrada, de su tono exigente y quizás presuntuoso. No estaba en su campo, la frialdad de Carter iba en aumento y creyó conveniente exagerar ahora su inseguridad:
– ¿No haréis nada como en las películas? -preguntó-. Ese tipo de cosas, no sé, coger la lista y entregar dinero falso, o quitarles con violencia lo que les hayáis dado.
– No -dijo Carter-. Si la firma de Agustín Sedal es auténtica, será suficiente. Mi trabajo consiste en favorecer una transición rápida y pacífica a la democracia en Cuba. Hay más de treinta millones para eso. Yo voy a gastar tres, y no tengo por qué robarlos después.
– Habrá fotos, Philip. Focos de Laura Bahía cogiendo el dinero -dijo Wilson.
– Entonces también es posible que los cubanos hagan fotos mías entregándoselo.
– Sin duda. Nosotros también las haremos. De Laura y tuyas.
– Estarán repetidas -rió Carter.
– El lugar, la hora, la forma de llevar el dinero. ¿Todo os parece bien?
– Sí. No han sido muy exigentes. Van a estar vigilados y lo saben.
Carter había empezado a tender la mano a Hull antes de terminar la frase. Hull se la estrechó.
Atravesó despacio el despacho y aún más despacio el pasillo. Llegó a un recodo vacío y se quedó esperando. Como imaginaba, Marian Wilson salió al cabo de unos minutos. Iba a decirle algo pero no sabía qué. Ella pasó sin verle, absorta, distraída. Y cuando Marian Wilson dobló una esquina y desapareció, Hull se dio cuenta de que tenía tantas cosas que hacer con Laura. Era eso lo que quería decirle a Wilson, que lo retrasaran todo, que detuvieran la operación y la dilataran durante meses, porque él necesitaba esos meses y él, Philip Hull, con sus temores y con sus manías, con sus errores y con su inteligencia, con sus recuerdos y sus risotadas, con sus ojos azules y sus dedos de los pies él cambien podía ser una razón.
La entrega de la lista y del dinero iba a hacerse el lunes 5 de mayo. Pero aún era sábado y a las doce del mediodía Laura y Hull llegaron al hotel de Huertas como si no faltaran sólo dos noches para ese lunes, sino dos años.
La habitación estaba en el tercer piso y el ascensor tardaba. Apenas tenían equipaje. Dijeron que subirían por las escaleras. En la calle hacía sol y calor; las escaleras, en cambio, sólo tenían iluminación eléctrica. Subían despacio. No estaban tensos porque los cuerpos no lo estaban, porque el hilo de palabras, de peguntas y de explicaciones con que cada uno había hecho el camino hacia el hotel se perdió en cuanto se vieron, ocupando su lugar el reconocimiento, la excitación y ¡a alegría.
Fue Laura quien abrió la puerta. El interior estaba pintado con los colores de un barco de pesca: mesillas azul cobalto; una pequeña mesa de madera roja, azul oscuro y blanca la puerta del cuarto de baño y las maderas del balcón donde unas cortinas de rayas y hacia el suelo tamizaban la luz. Se desnudaron mientras se besaban, aparcaron la colcha, los cuerpos recorrían las cuatro esquinas de la cama y era como estar un poco ebrios y sin embargo lúcidos, sagaces en cada movimiento, amagando y no dando o dejándose llevar. Era la lucidez en la inconsciencia, era el deseo constante, mantenido, eran gemidos que no se conocían, que parecían brotar como una súplica y un asentimiento en el extremo último del placer, y era haber encontrado en ese extremo un lugar, un pequeño lugar al raso, aire nocturno dentro del aire nocturno, un pequeño lugar en donde desaparecerse.
Se quedaron dormidos, abandonados a la continuidad de los cuerpos, la rodilla contra el muslo, la mano en el costado, en la espalda la boca. Después el sueño desordenó el abrazo. Cuando Laura abrió los ojos estaba boca abajo, sentía la mano de Philip Hull sobre su espalda y oía su respiración. Veía las cortinas y la grata penumbra que envolvía el cuarto pese a ser las dos de la tarde. No quería moverse. Notaba su propia excitación y le gustaba notarla, anticipar las manos y los dientes de Hull en los pezones, la presión en las nalgas, su propia lengua tensa y como precipitándose en un salto imposible y las manos de Huí! en sus caderas, los dedos que aprietan, darse la vuelta y chupar y reír y serlo todo y bordear el daño como el límite, como el agotamiento, como el temblor, y temblar y abrazarse y sostenerse. Despertaron de nuevo pasadas las tres. Tenían hambre. No lejos del hotel había un bar de tapas con mesas y taburetes. Jugaban a ser extranjeros, jugaban a que Madrid era cualquier otra ciudad, fingían no¡ sentirse acosados, no saber que en la acera de cualquier calle o en ese bar podía haber alguien a quien conocieran, no acordarse de que su relación era seguida y juzgada desde los dos bandos. Y también procuraban olvidar que no importaba encontrarse con alguien, que les vieran. Jugaban a estar lejos, cada uno en su casa recordándose; entonces recordaban que estaban juntos, que se tenían, y Hull dijo: -Después del lunes, ¿vas a seguir aquí? -Al menos unos días -dijo Laura-. ¿Y tú? -Después del lunes tendría que solicitar mi nuevo destino.
– ¿Adónde te gustaría ir?
– Laura -dijo Hull. Su voz sonó persistente y tranquila, una hoguera en la noche que la lluvia no apaga-. Debemos hablar de esto. He estado pensando. Hay destinos neutrales, prácticamente neutrales. Organismos internacionales…
Llegó el camarero y la voz se detuvo. Se estaba bien oyendo el crepitar tranquilo y la llovizna. Pero en aquel bar había mucho ruido, en la calle hacía sol. Cuando se fue el camarero Laura dijo:
– Hoy no. Hoy nos hemos escapado. Yo también quiero que hablemos. -Laura cogió la mano de Hull y apoyó en ella su mejilla-. Cuando haya terminado todo esto.
– ¿Vas a decirme que no?
– No lo sé -dijo Laura. Soltó la mano de Hull y acercó el taburete-. No sé lo que es neutral para ti. Me gustaría que esta tarde fuéramos al Parque del Oeste. Y después al cine. Me gustaría ir al cine contigo.
– Tiene que ser pronto después del lunes.
– El martes.
– En nuestro hotel. A las siete -dijo Hull.
– A las siete.
– Prométeme que estarás.
– Estaré -dijo Laura.
Si hubiera podido, Marian Wilson no habría cogido el teléfono. Si Marcos León hubiera llamado a su línea directa y si el registro de llamadas de su teléfono hubiera estado estropeado y ella hubiera podido fingir no tener constancia de la llamada. Pero de nada servían las lucubraciones. Fue la secretaria quien le dijo que Marcos León, el ¡oven empresario cubano en el exilio, el hombre compacto de cuerpo casi rectangular del que sobresalía un cuello delicado y una cabeza también compacta, casi rectangular, estaba en el teléfono. Para no responder, Marian Wilson habría tenido que pedir a la secretaria que mintiera y la secretaria habría podido recordarlo.
León le dijo que había ido a hacer unas gestiones cerca de la embajada y que si ella no estaba muy ocupada podía pasar a verla en media hora, tenía cosas que contarle.
Wilson estuvo a punto de contestar que tenía prisa, a punto de pedir que se lo contara por teléfono. Pero no lo hizo y durante la media hora de espera estuvo sentada, las dos manos sobre los dos brazos de la silla, sentada como si estuviese en una nave espacial, como si la puerta y la pared de su despacho fueran un gigantesco panel de mandos. De vez en cuando respondía a otras llamadas o anotaba algo en su ordenador. Luego volvía a la posición de los dos brazos sobre los brazos de la silla y, en un par de ocasiones, cerró los ojos.
Imaginaba lo que Marcos León iba a decirle. Podía equivocarse y por momentos quería equivocarse. No le servía de nada tener razón. Había desconfiado muy pronto. Era su trabajo, le pagaban por desconfiar y ella había hecho su trabajo. Cuando más lanzado estaba Carter, cuando más entregado estaba Hull, ella había llamado a Marcos León y le había pedido nuevos informes de Miguel Arrieta. Marcos León se los trajo: nada especial. Los mismos negocios que cuando le investigaron hacía cuatro años. Pero Wilson debía desconfiar. Pidió a Marcos León que tendiera una trampa a Miguel Arrieta. Ella no dijo trampa, dijo sólo: ofrécele un negocio que le obligue a estar fuera de España, lejos, la semana del 5 al 9 de mayo, una oportunidad, ya sabes, tiene que ser perfecto, sin riesgo, con unos beneficios llamativamente altos.
– ¿Y si dice que sí?
– Dirá que no. Si dice que sí, ya te ayudaré a que parezca que se ha venido abajo.
«Dirá que no», Wilson recordaba con qué seguridad lo había vaticinado. También ahora estaba segura de que así había sido. De lo contrario, Marcos León se lo habría contado ya. «Dirá que no.»
La una y treinta. Wilson miraba su imaginario panel de mandos cuando la puerta se abrió. Marcos León, rectangular, sonriente, le tendía la mano. Se sentó frente a Wilson. Sus hombros rebasaban, con mucho, el respaldo de la silla.
– Hice lo que querías -dijo sin preámbulos-. Arrieta rechazó mi oferta. Dijo que no podía.
– ¿Qué más? ¿Te dio alguna explicación?
– No, y no quise preguntar más para que no le resultara extraño.
– Sí, hiciste bien. ¿Has visto algo nuevo, te ha llamado algo la atención?
– La verdad es que no. Siempre se comporta igual. Nunca ha sido un exaltado. Donde ve que puede haber negocio, entra sin dudar. Su negativa ha sido lo único raro.
– ¿Y de su dinero?
– Estuve averiguando. Nadie tiene datos concretos. No ha terminado de pagar la casa ni la tienda, eso sí lo sé con seguridad, me lo miraron.
– Es extraño -dijo Wilson-. Por lo que sé, movéis cantidades de dinero bastante sustanciosas.
– Llevamos una buena racha, sí. De todas formas, hay a quien le interesa estar endeudado por cuestiones fiscales. Puede que tenga mucho dinero en una cuenta.
– ¿Tú lo crees?
– Otros lo tienen. En el caso de Arrieta no estoy seguro. Hace poco tuvimos una buena oportunidad con una compraventa de barcos para chatarra. Hacía falta liquidez y él tampoco quiso entrar. De todas formas, no era como lo que me has pedido que me inventara. No era un negocio seguro, había riesgos, quizás fue por los riesgos.
– SÍ no fuera rico, si no tuviera ningún dinero en ninguna cuenta, ¿habría alguna explicación? Un pariente enfermo a quien deba mantener, hijos secretos, qué sé yo.
– Ninguna que yo haya podido averiguar. Está divorciado y su ex mujer ha vuelto a casarse. No tiene hijos. Sus padres vivían en Montevideo, pero ya han muerto.
– ¿Te fías de él?
– Me fiaba. Es un tipo callado. Si me pongo a pensarlo ahora, puede que sea demasiado callado.
– No me gusta fomentar el recelo entre vosotros innecesariamente -dijo Wilson-. Lo más probable es que sea una falsa alarma. Haré un par de comprobaciones y volveré a llamarte. Gracias por todo.
Marcos León se levantó y estrechó con fuerza la mano de Wilson. Ella le vio salir. Cuando la puerta se cerró detrás de aquel cuerpo grande, el imaginario panel de mandos había desaparecido. Estaba sola en su despacho funcional. El intercambio iba a hacerse esa misma tarde y ella no lo impediría. No tenía pruebas y, si hablaba ahora, Carter exigiría pruebas. Mil asuntos distintos podían mantener a Arrieta ocupado esa semana, una amante, un problema de salud, un negocio que hubiera hecho con otros, del que no quisiera hablar a Marcos León.
– Mil asuntos distintos -se oyó decir en voz alta.
Tomó la carpeta con el expediente de Sedal y se quedó mirando las fotografías. Cuando Wilson entró en la agencia, hacía ya casi veinte años, había leído novelas de espías por docenas. Después se le pasó la fiebre y luego ya casi nunca tuvo tiempo de leer sólo por gusto. Pero aún recordaba aquellas historias sobre la supuesta lealtad entre enemigos, sobre la fortuna de encontrar un enemigo a nuestra altura, un enemigo que nos honre. Sedal era ahora su enemigo. Estaba segura.
– Estoy segura -se oyó decir de nuevo en alto, aunque ahora ya no hablaba sola. Hablaba al rostro de Sedal que la miraba desde su mesa.