37992.fb2 El Lado Fr?o De La Almohada - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 13

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6

La entrega del dinero y la entrega de la lista, el intercambio, se hizo a la hora convenida, las cuatro de la tarde, en un pequeño parque, en realidad diminuto, triangular, de la colonia de El Viso. A las cuatro no había nadie allí, nadie más que ellos: Laura, el agregado y, a distancia, los que debían verificar la firma de Sedal además de centinelas de ambos bandos encargados de velar por la seguridad del dinero.

Laura y Hull hablaron mirándose a veces a la cara pero nunca a los ojos. Laura dijo que sólo traía la lista, habían resuelto posponer la entrega de la declaración hasta el día en que tuviera lugar la entrevista de Carter con Jorge Salinas. Hull no hizo ademán alguno y sólo se retiró para darle a George el recibo de Sedal y la lista. Mientras George procedía a la verificación, telefonearon a Wilson y a ella tampoco pareció importarle la ausencia de la declaración.

– La firma es correcta -dijo George pasados diez minutos. Entretanto, Laura había metido el dinero en una mochila alta, como de montañera, y esperaba a Hull sentada en el borde de un banco con la mochila ceñida a la cintura y a los hombros. Hull la miraba sabiéndose observado por varios ojos desde distintos ángulos. Se colocó, sin embargo, muy cerca de Laura y le dijo que la firma era correcta. Después, absurdamente, se acercó para besarle la mejilla y le pareció que Laura prolongaba unos segundos la proximidad o que al menos retiraba la cara a cámara lenta.

Laura echó a andar, deprisa. Philip Hull no la miró; se dirigió al lugar donde estaba George, volvió con él a la embajada.

George le hablaba de tenis, de un partido de tenis que había estado viendo la tarde anterior. Pero Hull no le escuchaba. La lentitud de Laura al mover la mejilla resonaba en su propia mejilla como la vibración de un arco de metal- No obstante, la noche anterior y aún más por la mañana, al levantarse, Hull se había preguntado si no estaría cometiendo un error, un error absoluto e inexplicable. En ocasiones le había ocurrido ver un mueble en un escaparate o una chaqueta y desear comprarlo, y buscar el momento para hacerlo, pero al entrar en la tienda, o a veces antes, volver a pensar en el mueble, en la chaqueta, y parecerle pretencioso o del todo innecesario. A veces también le había ocurrido estar seguro de que un bar estaba en una calle o de que un restaurante tenía la puerta azul, estar completamente seguro y discutirlo con alguien y convencerle, pero luego, antes de haberlo comprobado, darse cuenta de su equivocación y tener que reírse de su énfasis de hacía unos minutos. También le sucedía con las mujeres. Desear a una mujer, rondarla, colmarla de atenciones y una mañana, a menudo antes de haberla conseguido, despertarse ligero, como relevado de una ardua misión, pensando en la mujer igual que en cualquier otra persona, y luego vería, oírla, decirle cualquier cosa sin nerviosismo ya, sin miedo, sin apenas interés.

Ante sus monosílabos corteses, George terminó callándose. Llegaron a la embajada pero Hull no quiso entrar. Le parecía que las paredes y el corto espacio de su despacho le impedirían ver con claridad su error posible, recordar con claridad la lentitud de la mejilla de Laura en su mejilla, comprender con claridad lo que le estaba pasando. Se quedó en la calle barrida por el sol de mayo, le dijo a George que iba a acercarse a una farmacia un momento, pero no fue a ninguna farmacia sino que echó a andar en dirección al puente de Juan Bravo.

No había demasiados coches circulando, Hull miraba la sucesión de colores, negro, gris, gris, blanco, verde, rojo. Podía haberse equivocado, pensaba, era más que pro-hable que su aventura con Laura fuera sólo eso, una aventura. La sencilla satisfacción de desear y verse deseado, no tan distinta de la satisfacción al contestar a una pregunta cuya respuesta conocemos. Podía estar cometiendo un error garrafal al empeñarse en un futuro que además rebosaría de complicaciones.

Hull se detuvo en un semáforo, hacía calor y como siempre que se dirigía al puente de Juan Bravo sintió cierto rubor de que le viesen, de que alguien desde el interior de un coche le reconociera, sudoroso y vulnerable. Porque no debían los agregados políticos de las embajadas asomarse a los puentes, no en los puentes urbanos de Madrid a las cinco y media de la tarde sino sólo tal vez de madrugada, o asomarse a puentes románicos en parajes agrestes lejos de la ciudad. Hull cruzó, no eran las complicaciones lo que le preocupaba, tal vez incluso le excitaran algo. Era el error, el error absoluto, como pensar que el resultado de una ecuación debía de ser cinco y que sin embargo fuera tres o diecisiete. Era haberse equivocado por completo y que Laura no fuese su interlocutora ni el calor en la piel ni juntos atravesar las noches y los días, sino que fuese tan sólo una visitante.

Pasaban los coches rápidos a su lado; cuando se detuvo en la acera del puente, se acodó mirando cómo también pasaban debajo de él. El largo río de la Castellana. Coches y autobuses en ambas direcciones, árboles, separación. El puente era su sitio para ver horizonte.

Con su horario no podía permitirse salir de Madrid ni siquiera desplazarse hasta el templo de Debod. Podía contener el impulso, permanecer en su despacho, conformarse con tomar un café, acaso con ir de verdad a la farmacia. Pero de vez en cuando necesitaba dirigir la mirada lejos y, admitió, no contenía sus impulsos, a veces no conseguía contenerlos. Era un inconveniente, Wilson así lo consideraría. También él, aunque notaba cómo su cuerpo iba encontrando el centro de gravedad ahí, sobre ese puente, y su mirada parecía volar.

Laura tenía veintiocho años y una mezcla de fuerza y extrema debilidad que a cualquiera habría conmovido. Laura, con veintiocho años, le buscaba con sed a él que tenía cincuenta y siete. Eso le halagaba y lo sabía pero, se dijo, él ahora estaba viendo el tiempo que tenían por delante como el canal que se extendía bajo sus pies, el sol en las carrocerías, el aire que el calor convertía en una capa de celofán tembloroso. Viéndolo como si la peor parte de cada uno fuera la que el otro iba a lograr empequeñecer.

Eran las once de la noche del martes 6 de mayo y esta vez Wilson sí estaba sentada ante un auténtico panel de mandos si bien no gigantesco ni semejante al de una imaginaria nave interestelar. Varias líneas telefónicas, varias pantallas de ordenador y dos conexiones a través de un aparato que en algo recordaba a las antiguas radios de los radioaficionados. A su lado había un técnico en telecomunicaciones de no más de veinticinco años. Sólo él sabía que no estaban siguiendo a una persona sino a dos.

Carlos Osorio, miembro del buró político del Partido Comunista Cubano y que, según pudieron averiguar, había estado en contacto directo con Sedal al menos en dos ocasiones, había llegado a Madrid el día anterior y esa misma mañana, muy temprano, había tomado un vuelo en dirección a Zurich. Parecía por canto que era él quien iba a ingresar los tres millones de dólares en una cuenta. Sin embargo, también el lunes por la mañana, tres horas más carde, Miguel Arrieta había tomado un avión, a Frankfurt. Después le habían perdido. Sólo el joven técnico estaba al corriente del dispositivo que Wilson había puesto en marcha para seguir a Arrieta. Carter sabía que estaban siguiendo a Osorio y había dado su visto bueno. Pero Wilson resolvió interpretar ese visto bueno en sus propios términos y ahora lamentaba haber malgastado hombres y medios en seguir a Carios Osorio.

Mientras Osorio cenaba solo en un pequeño hotel de Zurich, Arrieta se movía sin control por algún lugar de Alemania. Wilson se fue a su casa a la una de la madrugada. Poco antes de las cuatro, el técnico la llamó para anunciarle que tenían otra vez a Arrieta: acababa de cruzar la frontera con Holanda. Nadie se despertó en casa de Wilson con la llamada. Ella adelantó el despertador de su marido y le dejó una nota antes de irse. A las cuatro y media estaba en la embajada.

Habían logrado retener a Arrieta con vagas quejas sobre la documentación del coche alquilado. Así le habían dado alcance y ahora de nuevo lo seguían. Wilson se quedó dormida en el sillón de la pequeña sala de operaciones pasadas la siete. El técnico la despertó a las ocho y media tal como ella le había pedido. Tuvo que subir al despacho, saludar, sonreír, hablar por teléfono. A las diez el técnico le pidió que bajara: Arrieta estaba en el puerto de Harlem, pero al parecer se había encarado con uno de los hombres que le seguían y ahora esperaban un relevo.

– No necesito un relevo -dijo Wilson al entrar en la sala-. Necesito acceder a toda la información sobre las transacciones del puerto, partes de inspección, recibos de almacén, destino de las mercancías.

Wilson empezó a hacer llamadas y a recibir listas, muchas de ellas escritas en holandés. Wilson sabía alemán y trataba de improvisar las traducciones porque no quería implicar a nadie más en lo que estaba ocurriendo. Cuando vio bostezar al joven técnico le autorizó a marcharse y la alegró poder hacerlo sin que pareciese que estaba echándolo. Después cerró la puerta. La pequeña sala tenía el techo algo bajo debido al aislante con que la habían insonorízado. Allí había escuchado por vez primera la conversación entre Agustín Sedal y Laura Bahía. Wilson levantó la mirada un momento. No debía perderse en ensoñaciones porque todo ocurría en tiempo real. El Atlántico golpeaba contra el puerto de Harlem en ese mismo momento y Arrieta estaría terminando de revisar la documentación o el cargamento después de haber entregado el dinero.

Una llamada le comunicó que Carlos Osorio se dirigía al aeropuerto. Había visitado a un abogado y dos bancos en su corta estancia. Entonces Wilson tuvo la tentación de dejarlo. Dejarlo en ese instante, no llegar a saber si lo que Arrieta había comprado eran manzanas o un equipo médico o alguna nueva tecnología industrial. Seguían llegándole correos y faxes del puerto de Harlem. Mientras los miraba, Wilson se decía que no ganaría nada con hablar. Si dejaba creer a Carter que Carlos Osorio había ingresado el dinero en Suiza, si ella misma se convencía de que así había ocurrido, no pasaría nada. Dentro de unos meses los cubanos dirían que habían surgido obstáculos, divisiones internas. Nunca tendría lugar la entrevista entre Carter y Jorge Salinas. Y pasaría el tiempo. Y ella y Carter escribirían informes valorando positivamente el subproducto obtenido de esa operación, un subproducto que resumirían en contactos y datos y tendencias más o menos verosímiles. Nadie lo notaría demasiado. Algunas preguntas, alguna queja, pero nadie abriría una investigación porque no era blanco ni negro el dinero de que ellos disponían; era transparente. No ocurriría nada porque, con el viaje de Osorio a Zurich, Sedal le había puesto en bandeja una solución.

– Me lo has puesto en bandeja -dijo comprendiendo que acababa de hacer el razonamiento que alguien había hecho antes que ella, para ella. La verdad no era rentable en esta ocasión. La verdad sólo iba a traerle complicaciones; sólo iba a servir para que Carter y ella misma gastaran las horas y la angustia pensando qué podían hacer para que nadie más la descubriera porque, sí se descubría, entonces la verdad les arrastraría al fracaso y después de las críticas severas por haber entrado en una operación de semejante riesgo, serían expulsados o sometidos a una durísima degradación.

A la una del mediodía lo encontró. En Holanda, burlar el bloqueo se había convertido en una operación menos compleja que cualquiera de contrabando. No era preciso ocultar la mercancía ni darle apariencia de ser otra cosa. Bastaba con crear falsas pantallas con respecto al vendedor y al comprador. En Holanda no había una agregada de seguridad como ella, que se reuniera cada poco con los distintos empresarios, que les insinuara y advirtiera cada poco.

La compañía que vendía a Cuba aquel cargamento de más de dos millones y medio de dólares en ordenadores, repuestos y componentes de última generación habría sido creada para la ocasión por un contacto holandés de Arrieta. Desaparecería después como flor de un día y nadie perdería nada con su inclusión en una lista negra. Por otro lado, en teoría aquel barco no se dirigía a Cuba sino a Santo Domingo. Allí era donde se encontraba el falso comprador. Todo legal y efímero. Todo ligeramente increíble pero no lo bastante como para poner en marcha un aparato policial. En cuanto al contenido del cargamento, Wilson ni siquiera quiso preguntarse si era realmente ése o sí habían mentido. Tal vez les había resultado más cómodo decir la verdad. Tal vez no había ordenadores sino medicamentos o recambios industriales o cámaras de cine. No sabía qué era peor ni mejor. Y no podía pedir una inspección especial ni detener el barco sin llamar la atención. Se vería obligada a dar explicaciones a las autoridades portuarias pero también a los suyos. Wilson resolvió que el barco partiría sin que ella supiera a ciencia cierta lo que había dentro.

– Ya está hecho -dijo Carlos Osorio-. El barco ha salido.

– Wilson caerá -dijo Sedal.

Agustín Sedal y Carlos Osorio estaban en casa de Mateo Orellán. El aún no había llegado. Había ido a Barcelona a presentar un libro de un caballo y una niña. Un cuento largo o una novela corta. Era la primera obra de un autor y Orellán no sabía cómo había dado con él, caballos y niñas no formaban en absoluto parte del repertorio de temas sobre los que había escrito, pera le impresionó que el autor le encontrara porque su libro trataba en realidad de la desolación, de lo que se desuela y se destruye. Mateo Orellán no acostumbraba a quedarse en las cenas que siguen a este tipo de actos, iba a volver a Madrid en el último avión y se lo había dicho a Sedal. Como él tenía la llave de su casa, le pidió que le esperase allí con Carlos Osorio; así tendría tiempo de saludar a Osorio antes de que se fuera a La Habana de nuevo, y podría estar con ellos un rato.

– Al principio yo pensé que nos habíamos equivocado -dijo Osorio-. Las detenciones, la guerra de Irak, los secuestros de naves, las condenas a muerte, los mil manifiestos. No era el momento para una operación de este tipo.

– Ya no lo piensas.

– Creo que ha sido bueno pasar a la ofensiva. Aunque sea una ofensiva pequeña, aunque sólo se vayan a enterar Wilson, Jorge Salinas y tres o cuatro personas más.

El piso de Mateo Orellán no era muy grande. La cocina era la habitación que producía mayor sensación de amplitud. En el centro había una mesa con cuatro sillas. El salón, en cambio, estaba invadido por sus libros y su mesa de trabajo. Había una especie de sofá con una tapicería azul marino y beige, ya muy gastada, y la vieja butaca de rejilla en donde Orellán leía. Sedal y Osorio hablaban allí, los dos en el sofá mirando a la butaca en donde él no estaba.

– No sólo el corrompido es culpable. También lo es el corruptor -dijo Sedal.

– Por lo menos la próxima vez tendrán que pensárselo dos veces antes de intentar comprarnos con sus dólares.

– Ahora se empieza a hablar de la resistencia de Irak -dijo Sedal-. Dicen que podría durar meses, y años. Pero resistir es sólo no dejarse mover, no haberse muerto. Teníamos que hacer algo más. -Sedal parecía estar acariciando en su regazo un gato imaginario cuando dijo-: Estamos intentando ser justos. Un país entero intentando ser justo. No pido que nos aplaudan, nadie lo pide. Pero deberían dejarnos vivir.

– Deberían -dijo Carlos-. Te noto preocupado.

– Ha surgido un imprevisto. Quizás no sea grave, pero quizás sí. Podrían haber seguido a Miguel Arrieta.

– ¿Tan pronto?

– Exactamente. Tan pronto. Para nosotros es importante que en Miami no lleguen a saber nada de esto. Sólo Carter debe enterarse, cuando el barco ya esté en Cuba y por un soplo nuestro.

– ¿Crees que es Wilson quien te ha seguido?

– No lo sé. Ni siquiera estamos seguros de que le siguieran. Le entretuvieron en la frontera, le pareció ver a alguien, puede ser todo una falsa alarma. Por otro lado, si hubiera sido Wilson podríamos estar tranquilos, porque es la primera interesada en que esto no se sepa. Y le hemos dado una salida. Tu viaje lo preparamos sólo para que ella piense que puede callar. Pero puede haberlo descubierto alguien más.

– ¿A qué tienes miedo?

– No sé quién trabaja para ella y me preocupa que se vaya de la lengua, que algún agente de Wilson le vaya con el cuento a Miami.

– Aunque pasara, ya sería tarde, ya no podrían hacer nada.

– Laura y Miguel están aquí todavía. No puedo mandarles hoy a Cuba, lo precipitaría todo, obligaría a Carter a provocar un incidente diplomático para salvar la cara y no queremos que nada de eso ocurra.

– Habla con Armando. Pide que os protejan, a Laura, a Miguel ya ti.

– Supongo que exagero, Carlos. Siempre exagero. Ni siquiera es seguro que le hayan seguido. Y los de Miami no van a correr el riesgo de actuar en un país como España, no les conviene. Pero estoy intranquilo.

Cuando Mateo Orellán leía en el salón, solía encender dos lámparas, porque no veía bien en la penumbra. Ellos sólo habían encendido una, con lo que la parte de la habitación más alejada quedaba a oscuras. Orellán acababa de llegar, había dejado un maletín en la cocina y empezó a atravesar a tientas el salón. Parecieron desconcertados al verle, como si hubieran olvidado que iba a venir. Después de los saludos, los abrazos, las preguntas, ocupó su vieja butaca.

– Llamaré a Armando -le dijo a Osorio Agustín Sedal.

– ¿Tú sabes lo último que he leído sobre nosotros, escritor? -dijo Sedal-. Que somos un materialismo sin materia.

– Estuvisteis a punto de serlo -dijo Maceo Orellán-, en los años del período especial. Pero eso ha cambiado.

– A que precio -dijo Sedal.

Osorio y el escritor le miraron. Ni siquiera estaban seguros de lo que había dicho porque había enredado las sílabas y porque Sedal no habría dicho eso, o tal vez, solamente, no lo habría querido decir.

– Al precio de la desigualdad -continuó-, al precio del búscate la vida, sé listo, aprende a moverte, que no está tan lejos del sálvese quien pueda capitalista.

Todos callaron. Después intervino Osorio.

– Está lejos -dijo, aunque su voz sonaba muy cansada-. A nadie se le pide que se busque la vida en lo esencial. No se ha alterado lo importante. Todavía.

Mateo Orellán venía de hablar de la desolación, de lo que se desuela y se destruye. Y allí, en su casa, entre sus libros, le pareció que no tenía derecho a esconderse como lo había hecho en Barcelona durante la presentación hablando de literatura. Más de una vez había considerado impúdico, obsceno, descarado si cabe hablar con los cubanos de su revolución. Porque él vivía en un país que sí daba la injusticia por sentada, en un país que expulsa al que tropieza, al que pierde y al que no puede correr. Y aceptaba ese país y hasta le convenía porque él estaba dentro de la pista, porque aún no le habían expulsado. Sin embargo, a veces el pudor era lo más impúdico, lo más indecoroso, a veces callar podía convertirse en una desfachatez y aquella noche no se escondió. Estiró los pies desde la butaca, los pies que no llegaban a tocar el suelo; luego dijo:

– ¿Sabéis por qué me hice comunista? Fue por un cuento, un cuento que me contó mi maestro en la escuela. Cuando me lo contó yo era bajito, como ahora, y tartamudo.

Sedal y Osorio rieron. Con el tiempo Mateo Orellán se había hecho un orador pasable, además de haber adquirido una buena habilidad para memorizar y recitar poemas.

– Me alegro de que os riáis, pero con diez años yo era llamativamente bajo y tartamudo. Aunque mi padre luchó por la república, con diez años yo no llegaba a entender muy bien las consecuencias de ser hijo de rojos. En cambio sí sabía lo que significaba ser bajo y tartamudo. En según qué grupos de chicos, aunque supongo que en casi todos, eso te convierte en un paria, si no tienes la suerte de que te adopten como mascota. Y a mí no me adoptaron. Un buen día oí en la radio a un señor hablando sobre no sé que variedad de leones y sobre cómo si en una manada de veinte hay uno o dos especialmente canijos, son castigados por el resto: se les golpea, se les priva de comida, hasta conseguir que mueran. Enseguida pensé que mi clase del colegio era la manada, y que estaban dispuestos a acabar conmigo. Le conté al maestro la historia de la manada. El debió de intuir mis temores, y me contó su cuento. Creo que es conocido pero yo no lo he vuelto a oír. -Orellán elevó un poco la voz-: Un guardabosques entró en un bosque y preguntó a los árboles si podía derribar uno de ellos; tenía intención de hacer un mango para su hacha. La mayoría de los árboles había estado en el bosque durante mucho tiempo. Eran vigorosos, eran fuertes, tan grandes que no había, hombre que tuviera los brazos tan largos como para poder abarcar su tronco. Fueron ellos quienes tomaron la decisión. Sí, bueno, digamos que tu petición es muy moderada. Puedes tomar aquel joven árbol que se encuentra allí solo.» Señalaron con sus cabezas hacia un joven fresno, el cual no había tenido tiempo de crecer para alcanzar el grosor de la muñeca de un hombre. El guardabosques agradeció a los árboles su amabilidad y, antes de que pudieran arrepentirse, derribó el fresno. Luego hizo un estupendo y fuerte mango para su hacha. Tan pronto como hubo fijado el nuevo mango a su hacha, se puso a trabajar. Esta vez no pidió permiso, no mostró compasión alguna. Derribó cuantos árboles se encontraban en su camino, tanto los grandes como los pequeños. En aquel momento, cuando vieron lo que estaba a punto de ocurrirles, los árboles dijeron tristemente: «Es completa y exclusivamente culpa nuestra el que vayamos a morir. Al sacrificar la vida de un árbol más pequeño y débil que nosotros, hemos perdido nuestras propias vidas.» La luz de la lámpara daba en los lomos de los libros, rebotando en los que estaban plastificados y eran blancos con grietas y arrugas de haber sido abiertos. Tal vez era el momento de que Mateo Orellán gastase una broma o les ofreciera cerveza fría. Osorio parecía ir a decir algo. Orellán le miró y decidió terminar su historia.

– Después de oír aquel cuento me hice un niño callado y hábil. Ya que no podía ser un árbol vigoroso me convertiría en mango de hacha, trabajaría para convertirme en mango de hacha. Aprendí mucho. Algunos años después me hablaron de un sistema en donde no se sacrificaba a los débiles por ser débiles. En donde los débiles no estaban condenados a elegir entre la humillación, el rencor o la venganza. Y me hice marxista. Ahora ya no soy tartamudo, pero sigo apoyando vuestra revolución.

– De acuerdo, Mateo -dijo Osorio-. Tu cuento es bueno. ¿Pero qué pasa cuando el guardabosques tiene frío?

– ¿Cuánto? ¿Cuánto frío? -dijo Sedal.

Las niñas comían en el colegio. Su marido comía en la empresa o en los alrededores y ella también solía quedarse en la embajada o cerca. Sin embargo, a pesar de la distancia, ese jueves había vuelto a casa a comer y no había avisado a su marido. Necesitaba silencio, soledad.

Wilson puso en una bandeja la ensalada de aguacate, nueces y queso blanco, dos rodajas de pan de centeno, cubiertos, servilletas, un vaso de agua, y salió al jardín. Tenían una mesa de granito rodeada por sillas de hierro con blandos cojines verdes. Wilson comió despacio pero con apetito. Nada más llegar había regado parte del jardín. La mesa estaba en una zona en sombra, y aun así hacía calor. Había una pequeña piscina detrás de la casa. Tan pequeña que apenas se podía nadar en la parte que cubría. Pero servía para refrescarse y las niñas se pasaban el día dentro.

Wilson pensó que tenía tiempo de darse un baño antes de volver a la embajada. Renunció al café a cambio del baño.

Entró en la casa con la bandeja. Al fondo, junto al sofá, en el rincón donde había dejado el bolso, sonaba un móvil. Era el suyo. Se acercó con la firme voluntad de mirar el número y sólo contestar si era del colegio de las niñas o alguna otra urgencia personal, pero no si era una llamada de trabajo. Y era una llamada de trabajo y Wilson sin embargo apretó el pequeño botón verde.

Cuando alguna vez Wilson les daba su móvil a los confidentes les hacía jurar que sólo lo usarían en casos extremos. No habría baño en la piscina. Marian Wilson ni siquiera había empezado a desvestirse, pero cuando contestó al teléfono se sintió desnuda. Y mientras oía las palabras furiosas de Marcos León, las palabras que casi podía predecir una por una, Wilson veía cómo su casa iba desapareciendo, cómo, pasados un par de minutos, ella seguía ahí, de pie, el teléfono móvil en la mano y ninguna pared que la resguardara de las miradas. Pronto se desvanecieron también las vallas y los setos del jardín. Wilson dejó que Marcos León se desahogara. Después hizo un esfuerzo para que su voz sonara como la voz de quien no ha perdido el mando, aún no, y le citó a las cinco en su despacho, no sin antes exigirle discreción absoluta y un tono más calmado.

No quedaba nada. Cuando Wilson soltó el móvil no quedaba nada a su alrededor. Ya las paredes no eran paredes, ya las sólidas cosas que ocupaban el espacio dejaban de ser sólidas y sin duda eso mismo estaba ocurriendo en el piso de arriba. Wilson pensó en el cuarto de las niñas, en la ropa que había ido comprando como si con ella pudiera comprar pasado o pertenencia, en los juguetes, las lámparas, los libros. Más que en ningún otro, en el cuarto de las niñas había depositado su deseo de ser del sitio en donde vivía y no del sitio en donde no estaba. Pues hacía ya demasiado tiempo que no estaba en Nevada y ya casi no recordaba la casa que sus padres vendieron cuando ella se fue. Sus padres vivían ahora en Berkeley, cerca de su hermano. Y ella había ido a menudo a Berkeley, a Washington, a Virginia. Había ido a su país por motivos familiares o de trabajo pero no había ido al lugar de donde era y cuando compró las literas para sus hijas que habían nacido en Lima y habían crecido en Costa Rica, las eligió gruesas, pesadas. Ella misma pintó las puertas del armario empotrado y los marcos de las ventanas. Quiso para sus hijas una habitación que fuera un lugar al que pertenecer. Pero ahora ya no habría habitación. Seguro que si subía por las escaleras que estaban desvaneciéndose encontraría un pasillo desierto y los cuartos vacíos. También el cuarto de sus hijas, paredes lisas, suelo liso corno cuando se lo enseñaron a ellos, una casa vacía para vender o alquilar.

Marian Wilson fantaseaba con quedarse. Era una fantasía a la que no ponía palabras, no sabía en calidad de qué podría quedarse en España sin dar al traste con su trayectoria profesional. Pero soñaba con quedarse como el mejor regalo que podía hacer a sus hijas: un lugar al que pertenecer. Ni siquiera su marido lo entendería; él había aceptado ser el segundo, lo había aceptado por ella, para que ella ascendiera y un día por fin regresaran a los Estados Unidos. Su marido no tenía prisa, su marido dejaba que las distintas embajadas le fueran buscando puestos de trabajo en empresas de telecomunicaciones de los países donde residían. Su marido quería para sus hijas una vida en colegios extraordinarios y la experiencia extraordinaria y el extraordinario conocimiento que proporciona haber vivido en países distintos. Él no entendió el empeño en las literas tan pesadas. Lo aceptó como un capricho porque su marido consideraba que esa vida errante daba derecho a ciertos caprichos inofensivos, a un exceso de comodidad que compensara la incomodidad de los traslados.

Nunca hasta ese momento en que vislumbraba ya las cajas, las maletas, todo lo que empaquetarían, nunca hasta entonces Marian Wilson se había permitido ir más allá de una forma difusa de añoranza y decir que le habría gustado quedarse.

La conversación de Wilson con Marcos León fue tal como ella la había imaginado. Marcos llegó cargado de razón al tiempo que irritado por la espera. Wilson utilizó su demora y la consecuente irritación de Marcos como la única arma que ahora tenía, el único modo de hacerle ver que ella era la más fuerte.

– Ese barco va para Cuba. ¿Desde cuándo lo saben? -preguntó Marcos León de pie, sin aceptar la silla que los ojos de Wilson señalaban.

– Desde hace poco tiempo.

– ¿Por qué no nos avisaron?

– No hay que ser imprudente, Marcos. No hay que precipitarse.

– ¿De dónde han sacado los dólares?

– Tal vez sea dinero legal. Tal vez tráfico de drogas.

– No lo creo. Llevo mucho tiempo tratando con Arrieta.

– Estamos investigando. No puedo decirte más, por el momento.

– Casi tres millones de dólares, eso es un triunfo para Castro y los suyos. Y un error de ustedes. En la Fundación se van a poner muy nerviosos.

Marcos la amenazaba y Wilson lo sabía pero reaccionó sin vacilar.

– Yo que tú no lo contaría tan pronto.

– ¿Por qué?

– Por tu propio interés.

Wilson le sostuvo la mirada durante cinco, die2 segundos. Sólo entonces Marcos León se sentó.

– A mí me interesan otras cosas además del dinero

– dijo.

– Lo sé -respondió Wilson.

– Mis jefes se enterarán de sodas formas. Tarde o temprano pero se enterarán.

– Mejor tarde.

– Entonces, lo nuestro deberíamos arreglarlo pronto.

– Mañana.

– ¿Qué tengo que hacer?

– Deja quieto a Arrieta. Deja quieto todo este asunto, por ahora.

– ¿Qué vas a darme?

– Influencia.

Marcos León asintió.

– ¿A qué hora mañana?

– Tarde. A las ocho.

– ¿No me harás esperar otra vez?

– No creo -dijo Wilson.

Aquélla fue una cita cabal, porque el amor, que no existe, acoge a los desesperados. Hull y Laura habían quedado a las siete en el hotel. No obstante y sin haberse puesto de acuerdo, los dos llegaron con más de una hora de antelación. Pensaban que querían estar a solas, aguardar al otro tratando de aclararse las ideas. Pensaban que querían pensar y no era cierto. Los cuerpos se tocaron a plena luz. Querían estar desnudos y juntos a plena luz, la carne era imperfecta y lujuriosa y cálida, no era lisa, no era la carne satinada, resbaladiza, de las películas sino la carne exacta que les constituía,!a carne necesaria y placentera de dos cuerpos libres en una habitación. Porque la libertad que no existe, acoge a los desesperados.

Philip Hull y Laura Bahía se amaron con desesperación. Y como los extremos se tocan, como el final del círculo es su principio, como el punto más bajo de la pendiente es el comienzo de la pendiente más alta, en el límite de su desesperación, allí donde no veían nada o donde sólo veían defección, ruptura, vieron en cambio lo posible, vieron cercanía y continuidad.

– Soy cubana -dijo Laura después.

-Estaban tendidos de costado, el uno frente al otro.

– Y yo soy norteamericano.

– No es sólo que haya nacido en Cuba, es que soy procubana, como decís vosotros, es que me importa la revolución.

– Soy demasiado viejo -dijo Hull. Nunca, pensó, se habría creído capaz de decírselo a ella en voz alta.

– ¿Para qué? -dijo Laura

– Para ti.

– ¿Para mí para qué?

– Dentro de unos años seré mucho más viejo.

– Yo también. -

– No tú sólo serás un poco más mayor.

– Entonces tú sólo serás un poco más viejo.:

Laura cerró los ojos. Enseguida Hull se dio cuenta de que dormía. Se levantó. No tenía sueño. Se dio una ducha, se vistió, y Laura dormía aún. Sentado en una butaca, hojeó una revista turística que había sobre la mesa. Y la miraba dormir. El futuro le pareció posible, te pareció benigno como un día sin calor excesivo y sin un frío perturbador. El aburrimiento le pareció posible. Desear encontrarse con Laura en el pasillo o darse cuenta con ella de que ya son las siete y la luz se retira. Durante años lo había repudiado con horror. Como si el aburrimiento fuera prueba irrefutable de cierta conformidad. Ahora le parecía prueba de vida. El siempre había vivido a la carrera. Persiguiendo siempre un resarcimiento, una compensación por algún gasto o pérdida que ya no conseguía recordar. Y ahora la lentitud le parecía posible. Terminar cada cosa que empezara. Dejar de ir a la zaga de lo que merecía, de lo que había creído merecer e ir en paso parejo con los días de la semana, con los meses del año, con los años que le quedaban para morir. No era conformidad. La lentitud no era conformidad sino tal vez la prisa. Como haber perdido algo y abrir uno tras otro, corriendo, los cajones, levantar las carpetas y los libros, los abrigos, y empezar con los cajones otra vez: la prisa era aceptar que no lo encomiaríamos y en cambio estarse quieto, hacer memoria para recordar en donde lo pusimos, eso era la lentitud.

Laura se dio la vuelta, aún dormida. Mientras la miraba, Hull consideraba absurdo aunque profundamente lógico decirse que era viejo pero no tan viejo como para no tener hijos si es que eran hijos lo que Laura quería, lo que yacía detrás de su insistente para qué, "¿viejo para qué?». Era absurdo y profundamente lógico querer abandonar ahora la calle principal y torcer por una calle más pequeña con una mujer a quien había conocido hacía tres escasos meses, una mujer a cuyo lado la vida podía ser imperfecta, cálida y exacta como un tramo de piel. Vio que se despertaba.

No le preguntaría, pensó. No la pondría entre la espada y la pared ahora. Gestionaría primero su posible traslado a una organización internacional. Hablaría con Wilson y sólo después le pediría a Laura una respuesta. En cuanto a Cuba, había ciento ochenta y nueve países en la ONU. Estados Unidos era uno de ellos. Cuba era otro. Aún les quedaban ciento ochenta y siete para elegir, para lograr salir del laberinto.

Desayunaron a las seis de la tarde, café, zumo, tostadas. Fueron al Jardín Botánico como si fuera el jardín de una ciudad que hubieran visitado, pero también como si fuera un parque. De nuevo Laura se tumbó en un banco y apoyaba la cara en el muslo de Hull. Sólo durante unos minutos la conversación que había tocado libros y árboles y la bola del mundo y el dinero, sólo por un corto espacio de tiempo fue a parar, sin que al principio se dieran cuenta, a Cuba, a la posibilidad de una planificación racional. Entonces discutieron pero como si no discutieran, como si apenas se contaran lo que habían hecho el día anterior. No querían discutir. Habían hecho un pacto. No hablarían del futuro, de su posible futuro común hasta que cada uno de los dos hubiera resuelto su propio futuro. Se habían dado un plazo de tres días.