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Cuando Marian Wilson llegó a su despacho a las nueve, encontró sobre la mesa una nota manuscrita de Hull diciendo que deseaba verla esa misma mañana. Wilson sonrió como los abatidos sonríen a veces un instante. Descolgó el teléfono para llamar a Hull:
– Puedes pasar ahora por mi despacho.
En casos especiales, Wilson salía de detrás de su mesa y se sentaba al lado del recién llegado. Pasó frente al cristal de la ventana, quiso ver su rostro pero no vio nada, sólo el reflejo cuadrado de la luz del techo. En su cara luz negra, pensó, luz invisible que los alemanes utilizaron por primera vez para la puntería en la oscuridad.
Hull la saludó sin reparar en que Wilson le esperaba delante de la mesa. Cuando se sentaron tampoco reparó en la silla que había ocupado ella, tan cerca de la suya.
– Ahora que todo ha terminado quiero pedirte que me gestiones un puesto en la FAO. No es un ascenso ni un descenso. Es un cambio de actividad. A mis años, seguramente es lo mejor.
– No ha terminado todo.
– Todo lo complicado. El resto de las negociaciones llevarán su tiempo y son de vuestra estricta competencia. Yo ya no pinto nada.
Wilson llevaba puesta una falda estampada con limones amarillos y hojas verdes, y una blusa blanca de manga corta. Se había echado por los hombros una chaqueta verde de algodón pues, a pesar del calor de esos días, en el interior de la embajada sentía el frío del aire acondicionado. Sus zapatos eran de piel con un tacón mediano y ahora los escondía bajo la silla. Miraba a Hull, pensaba que la inminencia del verano les aniñaba un poco, ella con su falda de limones, Hull con unos pantalones que no se atrevían a ser vaqueros aunque estaban cerca y un polo de manga larga con los bocones desabrochados. Tenía que decírselo, y entretanto le parecía estar sujetando un vaso de cristal en el aire sin tocarlo, sólo por la fuerza de la concentración.
– ¿Qué país te gustaría? -preguntó por fin.
– Supongo que tendría que ser un puesto itinerante, con la base en donde me dijerais.
– ¿Paraguay? -dijo Wilson.
– ¿Por qué no?
– ¿Senegal, Mozambique?
– Mi francés no es perfecto pero es bastante bueno. Mi portugués también.
– Te irías con esa chica hasta el fin del mundo -dijo Wilson.
– Bueno, venga -Hull le huía la mirada-, no te pases.
– No puede ser. Nos la han jugado. Ellos no deben saber que lo sabemos.
Hull la miró como si hubiera hablado en otro idioma y estuviese traduciéndola.
– ¿Quiénes son ellos? -dijo luego.
– Laura Bahía y -el vaso imaginario se hizo añicos contra el suelo- Miguel Arrieta.
– ¿Qué tiene que ver Arrieta en esto?
– Todo. Tiene que ver todo.
Hull se levantó:
– Ahora vuelvo.
Cerró la puerta tras de sí despacio, atravesó con aire despreocupado la sala donde trabajaban cuatro personas. Llegó al pasillo, pensaba que no iba a aguantar mucho más. Allí estaba la puerta del servicio de caballeros. Hull abrió una de las pequeñas puertas interiores, se sentó en la tapa bajada, dobló la cabeza sobre las rodillas, la cubrió con los brazos para no dar portazos, para no dar patadas y sollozar a gritos. Una mano apretaba la otra con fuerza. Notaba su cara roja de vergüenza y rabia. A los pocos minutos se levantó. Salió fuera. Apoyó la mejilla contra los azulejos fríos de la pared. Lloraba en silencio. Después se irguió y se lavó la cara.
Cuando volvió a entrar en el despacho de Wilson ella seguía sentada en la misma silla. Hull se quedó de pie.
– Esta tarde había quedado con Arrieta. Íbamos a ir a ver a un amigo suyo que vende ordenadores. Mi portátil se ha roto -dijo Hull, y todo se le antojaba ridículo.
– ¿El portátil de la embajada?
– No, el mío.
Wilson se levantó. En un segundo había visto una pesadilla completa con Miguel Arrieta habiendo entrado en el ordenador de Hull y en el sistema. Debía controlarse. Hull tenía un portátil para escribir su diario o correos a su hijo, a ella qué le importaba.
– No faltes a la cita. Es importante que no note nada. Espero por tu bien que sepas disimular.
– ¿Por mí bien?
– Nos jugamos mucho.
– Espero que me expliques todo esto.
Wilson miró a Hull, estaban frente a frente y con sus tacones ella tenía casi la misma altura. Cuánto de precario había en ese Hombre. Cuántas dosis de insensatez y de estúpida generosidad. En qué se parecía a ella. Cuántos centímetros le separaban de las cosas. Cuánta ambición tenía, cuánto miedo. Wilson regresó a su mesa.
– Mañana.
– Tendré que hablar con Laura.
– Hoy no. No descuelgues el teléfono si crees que puede ser ella. Mañana ven aquí a la misma hora.
Por la tarde, Hull esperó a Arrieta sentado en un banco de la plaza de Olavide. La vida parecía tan simple: ver correr a dos niños, ver dormir a un vagabundo, oír hablar a tres mujeres en un banco cercano, ir con Arrieta a visitar a un hombre que vendía portátiles de segunda mano aunque eran nuevos en realidad.
Arieta llegó puntual.
– Es en esa calle -señaló.
Llamaron al telefonillo del portal y no respondió nadie.
– Vamos a un bar -dijo Arrieta-. Habrá tenido que salir.
– Cuba es una mierda -dijo Hull. No había pensado decirlo, eso no era disimular, o quizás sí, quizás era mucho mejor que hablar del tiempo.
– ¿Te has peleado con la chica? -preguntó Arrieta.
– ¿Pelearme? No, por Dios, sólo hemos intercambiado opiniones. Yo no puedo ir a Cuba, es absurdo. Y ella no querrá dejar ese país en donde meten a los homosexuales en campos de concentración.
– Eran Unidades Militares de Ayuda a la Producción.
– ¿Cómo lo sabes?
– Reinaldo Arenas, sus libros, la película. No sólo me importan los efectos navales. Hubo protestas dentro de la isla. Las UMAP se cerraron.
– Sabes mucho -repitió Hull.
– Cono7xo a dos cubanos homosexuales. La homosexualidad se despenalizó en Cuba en 1979. No es como para que estén orgullosos, pero es mucho antes que en varios estados de tu país.
– Nunca hubo campos de concentración en Estados Unidos.
– Las UMAP fueron una mierda, pero acabaron. Hace más de treinta años que acabaron. Cuba es más que eso.
– A lo mejor tu amigo ha vuelto -dijo Hull.
Acababan de servirles las cervezas que habían pedido. Arrieta miró a Hull:
– No creo -dijo-. Le habría visto entrar.
– Así que te gusta Cuba -dijo Hull.
– No -dijo Arrieta-. Supongo que me molesta que se la ataque por ese tipo de cosas. Se gastan cartuchos en vano. Es como atacar a Estados Unidos porque hace cuarenta años cada vez que violaban a una chica blanca metían a un negro en la cárcel.
– Te estás burlando de mí.
– En absoluto. Lo malo de Cuba es su estilo de vida. No hay cultura del automóvil, los supermercados son una broma. No hay libertad de empresa. No hay negocio para casi nadie.
– Te burlas y no me gusta. No tienes por qué usar la ironía conmigo.
– No me burlo. Tú has vivido en Nicaragua, yo pasé unos años en El Salvador. Tal vez recuerdes una frase del secretario de Estado norteamericano, creo que era Schultz.
Dijo que en Nicaragua y en El Salvador luchabais por de-tender vuestro estilo de vida.
– Vete a la mierda -dijo Hull.
– Como quieras. Supongo que ya es hora de que sepas que a mí me habría gustado estar ahí, en Cuba. Apoyar lo que intentan. Pero yo soy el pistolero, el hombre de negocios. Yo tengo que apostar por un caballo ganador y Cuba no es un caballo ganador.
– ¿Por qué?
– Por el estilo de vida. Porque un país no puede construir una visión del mundo. No puede hacer que prevalezca una cierta idea de prosperidad. Ni siquiera lo logró la Unión Soviética y eran muchos más. La idea de la prosperidad está fuera, la idea de lo que significa tener futuro y vivir una buena vida no se hace en Cuba. Se hace fuera. Puede que sea una idea engañosa. No importa. Tiene presencia. La vemos en todas partes.
– Un hombre acaba de entrar en el porta] -dijo Hull.
– Voy a ver si es él. Espérame aquí.
Arrieta salió del bar. Hull apuró su cerveza. A la mierda Cuba. El engaño y los dólares no le importaban nada. Pero él había creído que Miguel Arrieta estaba solo, que no pertenecía a nada ni nadie. Y ahora le aborrecía por pertenecer.
Wilson entró en el despacho de Carter a las seis de la carde.
– Así que tenías razón -dijo Carter sin levantarse, sin saludar.
– Lo siento.
– Van contra ti.
– Eso parece -dijo Wilson-. A ti te viene bien.
– No, no creas.
– Yo era et policía malo y me necesitabas -dijo Wilson.
– Todos sabían que estando tú en España no habría tolerancia con el bloqueo, que presionarías al gobierno lo necesario para que España dejara de ser la aliada fraternal de Cuba, que ayudarías a los medios hostiles, lo que has hecho, en fin.
– Conmigo aquí no les daba miedo oír tus teorías aperturistas.
– No es ningún secreto. Es el juego. Siempre el mismo juego con distintos dados, con distintas fichas.
– ¿Y ahora?
– Ahora debo quitarte de en medio. Con elegancia y delicadeza. Sé que estamos juntos en esto.
– ¿Qué harás con los cubanos?
– Nada. No puedo hacer nada. Nos han engañado limpiamente, por así decirlo.
– Pero…
– Necesitamos un rey muerto. Una reina, para ser exactos. No puedo expulsar a Sedal por actitudes incompatibles con sus funciones. No puedo dejar que esto se sepa en ninguna parte. Necesito una reina que tranquilice a Miami y eche tierra sobre el asunto.
– ¿Y Arrieta?
– Con segarle la hierba me basta. Prepáralo, Marian. Lo más rápido posible.
– ¿Y Hull?
– Que se manche los brazos hasta el codo. No quiero que ahora ni dentro de diez años pueda decir ninguna estupidez.
Ese mismo lunes, al anochecer, Agustín Sedal y Laura Bahía se reunieron en la Embajada de Cuba. El edificio estaba casi vacío. Atravesaron dos grandes salas desangeladas y se detuvieron en un pequeño vestíbulo sin una mesa, con sólo tres sillas dispuestas sin orden y unas altas cortinas de un material duro.
– Voy a ponerte vigilancia -dijo Sedal.
– ¿Por qué justo ahora?
– Algo no ha salido bien. Se han podido enterar antes de tiempo.
– Si nosotros íbamos a decírselo, qué importa. ¿Qué podrían hacernos?
– Ya no es posible dar marcha atrás y ellos lo saben -dijo Sedal-. No sé qué pueden hacernos. Wilson no caería en venganzas inútiles. Pero hay venganzas útiles. Sobre todo me preocupan algunos grupos de Miami.
– ¿También pueden haberse enterado?
– Pueden.
– ¿Y actuarían en España?
– No es probable, pero siempre es posible. Tendrás que irte a Cuba el sábado. Antes sería demasiado precipitado, y después a lo mejor es tarde.
– No sé si quiero irme a Cuba. La última vez que fui, vi el vídeo turístico del avión.
– Vamos, Laura.
– Cuerpos, puestas de sol, hoteles, bebidas, restaurantes.
Laura se levantó. A veces daba la impresión de ser más alta de lo que era. Aunque llevaba unas zapatillas planas, parecía que el cuerpo creciera desde el suelo, los pantalones hacía arriba, la camiseta de manga larga, el cuello y también un poco hacia arriba las comisuras de los ojos pero, sobre todo, una media sonrisa que la colocaba lejos de sí misma, acaso viéndose desde la pared de enfrente y sin dar demasiado crédito a sus píes, a sus ojos, a lo que fuera que viese su doble quieto.
– No hagas sangre -dijo Agustín-. Sabes que estoy de acuerdo. El turismo nos obliga.
– Pues podíamos callarnos -dijo casi en voz baja-. Por lo menos calíamos, no decir nada, no poner ningún vídeo. Ya hasta los taxistas oficiales han aprendido esa cantinela de «nuestras mujeres», «lo orgullosos que estamos de nuestras mujeres». Lo orgullosos que están de los kilos dé-carne bien colocados. Dentro de poco empezarán a decir que están orgullosos de los muchachitos cubanos, de lo; sexys que son.
Agustín puso una mano en la mano de Laura.
– Vamos, niña.
– No sé si quiero volver a Cuba.
– ¿Es por el agregado?
Laura guardó silencio.
– No les molesta lo que hacemos mal -dijo al poco-. Eso les gusta. Les molesta lo normal. -De nuevo bajó la voz, y parecía preguntar-. Les molesta el intento de una sociedad que no deje fuera a los caídos, a los estropeados.
– ¿Es por él?
– Ésa fue la última discusión que tuve con Philip, ¿sabes? La planificación. Él estaba en contra de la planificación. Le pregunté si le parecía lógico que las empresas más grandes se dedicaran a investigar la textura de los bombones de chocolate o de las galletas saladas en vez de cosas necesarias. Dijo que sí, que le parecía lógico.
– ¿Te gustaría irte con Hull?
– Tampoco lo sé. -Laura daba vueltas de pie, sin mirar a Sedal-. ¿Adónde iríamos?
– ¿Eso no es secundario?
– No. A veces crees que estás perdido y encuentras a alguien. Es como si hubieras encontrado un trozo de madera al que agarrarte, ya no te hundirás. Pero siempre hay una costa. Por fin llegas a una costa y tienes que estar de pie. Tienes que construir una vida.
– Él no se iría a Cuba.
– Quién sabe. Una vez me dijo: «Háblame como la lluvia y déjame escuchar.» Es el título de una pieza corta de Tennessee Williams. La busqué, la leí.
Laura sonreía, sin mirar a Sedal.
– Muy triste. Un chico está en paro y se ha gastado en una noche el dinero del subsidio de un mes. Ha vuelto a casa, borracho, y se ha quedado dormido. Cuando se despierta le dice a la chica que vive con el: háblame como la lluvia. Entonces la chica le dice que quiere irse a un hotel de la costa a vivir con un nombre supuesto. Allí alguien pagará su habitación todos los meses. Ella no hará nada, no verá a nadie, sólo dará paseos, leerá largos libros y a lo mejor alguna vez irá al cine. Luego un día se dará cuenta de que su pelo está empezando a ponerse gris, y será que han pasado veinte años. Y otro día se dará cuenta de que su pelo se ha vuelto blanco, y será que han pasado otros veinte años. Entonces se mirará al espejo y verá lo asombrosamente delgada e ingrávida que se ha vuelto. No pasa nada más. El chico Ie pide que vuelva a la cama con él. Ella llora. Fuera está lloviendo.
– ¿Así es como el agregado se imagina Cuba?
– No lo había pensado. La pieza pasa en la Octava Avenida, en la zona central de Manhattan.
– ¿Entonces?
– No lo sé. A lo mejor no le gustaba la historia, sólo el título. He estado pensando en eso, Agustín. ¿Cómo habla la lluvia? Sin altibajos, extensa, persistente, como si nunca fuera a terminar.
Laura seguía de píe, de perfil ahora, mirando hacia una pared sin ventana con los ojos brillantes. -Ocrán-Sanabú -dijo Sedal.
– ¿Qué?
– Bueno, por fin me miras. Ocrán-Sanabú. Me lo dijo Miguel Arrieta. Porque Arrieta, el amigo de Philip Hull, trabaja para nosotros. Ahora ya puedes saberlo.
Laura se acercó a Sedal.
– ¿Philip lo sabe?
– Digamos que hay una probabilidad del cincuenta por ciento. Del cincuenta y uno. Laura…
– No hace falta, Agustín. No tienes que darme ninguna explicación. -Laura se había sentado-. ¿Qué quiere decir Ocrán-Xanadú?
– Sanabú. Es una forma de llamar al momento en que se acaban las palabras.
– Las palabras no se acaban -dijo Laura-. La lluvia cesa, pero no se acaba.
– ¿Tú esperas convencer a Hull?
– Creo que sí.
– No te puedo quitar la protección. Al menos hasta que Marian Wilson abandone España.
Laura asintió.
– No anularé tu billete -dijo Sedal-. Sería bueno que regresaras a Cuba el sábado.
¿A quién podía llamar? Desde que a las diez menos cuarto de la mañana abandonara el despacho de Wilson, Hull no había encontrado un lugar en donde imaginarse. Había vuelto a su mesa, había cerrado la puerta y pedido que no le pasaran llamadas. Y ahí sentado qué pequeña le parecía la habitación. Eran las diez en punto.
Detuvo los ojos en un pisapapeles azul, semejante a una de esas piedras de colores que se encuentran a veces en la orilla del mar pero del tamaño de la palma de su mano. Lo miraba y de nuevo trató de pensar en un sitio. No le servía el puente de Juan Bravo ni la cafetería silenciosa adónde solía ir. No le servía su casa ni entrar, como había hecho otras veces, en un gran almacén para mirar libros y películas. Tampoco deseaba coger el coche, violar su horario, inventar una excusa y conducir hacia el puerto de la Morcuera o más allá. No quería estar solo ni rodeado de gente en la embajada o en la calle. ¿A quién podía llamar? Porque eso era todo lo que quería, llamar, acordar una cita, decir: necesito verte, tengo que contarte algo.
Los ojos resbalaron del pisapapeles a un posavasos con koalas dibujados por aborígenes de Australia. Y del posa-vasos a un rotulador negro Micron 03 japonés, perfecto, que le había regalado Laura diciendo: para cuando escribas tu libro. Hull metió el rotulador en el cajón central de su mesa. No podía llamar a Laura Bahía. No podía llamar a Miguel Arrieta. No podía llamar a su hijo porque cuando empezara a contarle lo que quería contarle su hijo le diría: «No es asunto mío, papá, no quiero oírlo, no tienes derecho a llamar ahora para contarme esto.» Y lo demás eran nombres, personas de la embajada, conocidos y conocidas de sus años de estancia en Madrid, cuatro o cinco amigos diseminados por Estados Unidos, Bolivia, Nicaragua, a los que no veía hacía siglos, con los que sólo se cruzaba de tanto en tanto algún correo electrónico. No podía contar en un correo electrónico lo que le estaba pasando. Necesitaba una cara y un cuerpo delante de él. O una voz. Siquiera una voz.
Hull salió de su despacho deprisa, abandonó la embajada, se internó por las calles del barrio de Salamanca hasta encontrar una cabina en una calle en sombra. Entró y descolgó el auricular. ¿A quién podía llamar? ¿A quién podía decir: lo siento? Y se quedó quieto allí, en el interior de la cabina, con el auricular levantado. De vez en cuando el zumbido del auricular se cortaba. Entonces Hull colgaba y volvía a descolgar porque quería seguir oyendo ese zumbido.
Alguien le había contado que en Hungría hubo durante muchos años un número de teléfono adónde se podía llamar para oír el Do, el sonido A. Cuando lo habías perdido, cuando necesitabas la referencia para afinar la voz o un instrumento llamabas y ahí estaba el sonido A. Quizás pudiera Ilamar a Hungría, averiguar ese número y llamar luego ahí, porque él lo había perdido, había perdido la referencia y si no tenía ninguna persona a quien llamar tal vez pudiera sólo quedarse escuchando el Do que otros antes que él habían necesitado. Y Hull volvía a colgar y luego levantaba el auricular, el zumbido continuo era lo más parecido a lo que estaba buscando. Pensó que en Hungría ya ese servicio habría dejado de existir. Lo habrían privatizado primero y, después, lo habrían eliminado.
Al cabo de unos diez minutos se acercó una mujer con intención de llamar. Hull colgó y salió de la cabina. Regresó a la embajada muy despacio. No le pedían que matara. No le pedían, se dijo, que hablara con los que iban a matar, que les dijera el arma o el momento. Sólo le pedían que les pagara. No que sacara dinero de su cuenta sino que entregara el maletín. El hombre del maletín. Le había entregado uno a Laura y ahora entregaría uno contra Laura. Con menos dinero. Seguramente con mucho menos dinero. Matar era más barato que corromper. Al menos no necesitaban un beso de Judas, eran otros tiempos, los autores dispondrían de fotografías. Sólo le pedían que estuviera dentro de la operación. Que dejara constancia de que estaba dentro. ¿Y cómo no iba a estarlo? Fuera no existía, se dijo. Fuera no existía.