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El secreto es un arma de débiles, señor director. Nace de una debilidad que es preciso esconder para no dar ventaja al enemigo, para que no nos sepa vulnerables. Nace a la defensiva, pero muy pronto el débil se acostumbra y trata de olvidar lo que tuvo que esconder con vergüenza y temor pues imagina el poder que obtendría ocultando su fuerza.
De ahí proviene la excitación del secreto; basta con el más sencillo, basta la historia de un hombre que sabe inglés y lo oculta, oye y entiende lo que no debe y, un día, desvela lo que sabe y lo utiliza. Viene luego la historia de un capitán de submarino que oculta su valor porque no quiere luchar contra una embarcación cualquiera sino contra el destructor más temido que hundió su barco, que mató a los suyos. Y pasa el capitán por cobarde, rehuye los combates como un cobarde, pero un día se produce el encuentro esperado, el capitán lo arriesga todo contra el destructor y los demás comprenden y saludan su virtud, su valentía.
En cierto modo el secreto está en todos los sueños, los fragorosos, porque a escondidas, a oscuras, soñamos la potencia y que un día la descubrirán. El secreto convierte la nostalgia en ardor, en espera, en futuro: pudimos ser y no quisimos, y es ese no querer lo que ocultamos, lo que nos hace silenciosamente fuertes: no quisimos, por tanto, si quisiéramos, podríamos todavía, nos decimos, y así no caducamos, y así no decaemos, y damos la vuelta a la almohada con exaltación.
Yo tengo mi secreto, señor director. Se lo voy a contar porque si usted está aquí, si yo estoy con usted en esta carta, es que ya no estoy en ninguna otra parte. Yo le quise, señor director, y eso no cambia nada. Se rasgan algunos las vestiduras ante el hombre inflexible que es capaz de traicionar a su amada, a su amigo, a su padre por la revolución. Se alaba casi siempre al que defiende al amigo por encima de la causa o defiende al amado, o al padre. Se ataba al que traiciona la causa, se condena al leal a la causa. Se alaba lo que llaman amor incondicional, amistad incondicional, vínculo familiar incondicional. Pero no hay caso, señor director. No hay ocasión para que ninguna de estas dos situaciones se produzca en realidad, no hay materia sin forma, la materia se presenta siempre bajo alguna forma y no están separadas, y el amor no podría jamás subsistir sin la forma de una clase de vida.
Siempre hay un umbral de condiciones que ponemos al amigo o a la revolución. Una vida en la que vejaríamos al amigo de otro por defender al nuestro no es una vida deseable. Por otro lado, el interés del conflicto, ya se sabe, no radica en elegir entre un mal y un bien sino entre dos bienes distintos. En cuanto a mí, qué bien habría elegido.
Yo sé que voy a parecerle inhumana al decirle que habría elegido Cuba, que habría elegido una revolución que sobrevive a tientas, malamente, sitiada por los sueños de los otros y también por los sueños de los suyos, una revolución que se corrompe a trozos y no tanto en lo de arriba sino también en lo pequeño. Es más humano, dicen, abandonar a muchos para aferrarse a uno, quizás porque uno sólo tiene piel y calor y es aferrable pero muchos no son aferrables y es humano, parece, ver cómo nos aferramos al cuerpo próximo con nombres y apellidos.
Le diré mi sueño humano, entonces, para que no me odie, para que no se vaya todavía. Sueñan los hombres y mujeres en los hijos a veces el desquite, la admiración a veces, a veces solamente cercanía. Que sean jueces cercanos, que su sola presencia nos impida defraudar en algún grado al menos. Se sueña en negativo que no caiga la desgracia sobre ellos ni el dolor. Pero un día aparecen sus caras. Están ahí, tienen su almohada, tarde o temprano le darán la vuelta y soñarán. Yo vi sus caras, señor director. Yo vi a mis hijos con el agregado, vi a los que pudieron ser y ya no serán nunca. Y tal vez se pregunte, como yo me pregunto, por qué no les escribo a ellos en lugar de escribirle a usted. No les escribo porque es insoportable pensar que no existieron.
En realidad, el verdadero conflicto tampoco consiste casi nunca en elegir entre dos bienes sino entre dos males, señor director. ¿Debe Agamenón sacrificar a su hija, y eso es un mal, o debe negarse y permitir que la ausencia de viento impida navegar a los barcos, mate de hambre y enfermedad a los hombres y muera él mismo o sea desterrado por no haber combatido como se le ordenó, y eso también es otro mal?
Esta es acaso mi carta, más triste. Yo ahora tendría que darle una buena noticia, contarle que su equipo ha ganado la liga, por ejemplo, o cualquier otra cosa pequeña pero significativa. Y no juego, se lo juro, señor director. Es sabia, a su manera, la sabiduría popular. A grandes males, grandes remedios, y yo ya lo he cumplido. Pero las cosas pequeñas, la sonrisa inoportuna, los días claros, un tono de voz frío en el teléfono, el manual de papiroflexia, lo con suerte o con esfuerzo finalmente conseguido, la dificultad de mantener las cosas en orden. Ésta ha sido mi carta más corta, señor director. El tiempo apremia.
Laura Bahía