37992.fb2 El Lado Fr?o De La Almohada - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 17

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8

Philip Hull llamó a Laura y le pidió que fuera a su casa. Wilson le había advertido que había alguien siguiéndola, alguien vigilándola, protegiéndola. De modo que pensó que Laura se negaría, pero también que no lo haría, precisamente donde no podía ocurrirle nada, donde sería un problema que le ocurriera, era en su casa.

– ¿Entonces puedo ir ahí? -preguntó ella.

– Me gustaría que lo hicieras. Ya todo ha terminado. ¿Tienes que pedir permiso?

– Sí -dijo Laura.

– De acuerdo. Llámame.

A los cinco minutos Laura llamó para confirmarle que iría. Y Philip se sentó a esperar.

Laura llegó a las ocho de la tarde. Hull abrió la puerta y la hizo pasar literalmente, trazando con el brazo un medio círculo en un amago de reverencia.

Las zapatillas de Laura no levantaban ni el más leve crujido en la madera, si Hull hubiera cerrado los ojos habría podido pensar que estaba solo mientras Laura avanzaba hacia el interior. Llegaron a un salón.

– ¿Quieres una cerveza? Siéntate.

Laura eligió un sillón muy bajo y ancho.

– Bueno -dijo-. Una cerveza.

Philip salió aliviado por el tiempo de soledad que le llevaría traer las bebidas. No quería la soledad para pensar en algo concreto, sólo para retrasar el encuentro.

– Gracias -dijo Laura.

La mesa baja del salón era cuadrada y cada lado medía más de un metro. Pensada para sobremesas profesionales, resultaba absurda para dos personas que quieren hablar.

– Por fin veo tu casa -dijo Laura.

– ¿Quieres que te la enseñe?

– Bueno.

Era la segunda vez que lo decía esa tarde, «Bueno». Hull no recordaba habérselo oído antes, esa manera de expresar conformidad con una mezcla de resignación e indiferencia absoluta. Pera Laura se había puesto en pie.

Pasaron delante de un comedor amplio con puertas correderas que daban a un salón más amplio aún. A continuación había una especie de despacho biblioteca. Laura se disponía a entrar en él cuando Hull dijo:

– Todo esto es el escaparate, la parte de la casa para recepciones e invitaciones.

Doblaron a la izquierda por un pasillo y llegaron a un cuarto pequeño con un televisor.

– Aquí veo la tele -dijo Hull.

– ¿Podemos quedarnos aquí?

– ¿No quieres ver lo que queda?

Y pensó que Laura iba a decir bueno, pero esta vez dijo:

– No.

Hull fue en busca de las bebidas otra vez. Cuando volvió, ella estaba sentada en un pequeño sofá azul y le decía:

– No puedo irme contigo.

– ¿Por qué? -preguntó Hull mientras acercaba una butaca.

– Porque tú no te irías conmigo.

Philip Hull vio lo pequeña que era Laura. Tan pequeña que podría viajar, hecha un ovillo, en una de sus maletas. Tan pequeña que podría esconderla en más de veinte rincones de la casa y cubrirla con una chaqueta, con un trapo, con una toalla; nadie la vería. Podría escapar con ella y nadie la vería.

– No me iría a Cuba contigo -dijo Philip.

– ¿Escribirás tu libro?

– Eso qué importa.

– Importa -dijo Laura. Después, sin mirarle-: ¿Me puedes abrazar?

A Philip Hull le quemaban los ojos con el calor soportable de las lágrimas cuando no son lágrimas aún sino que asoman a la órbita y se retiran, porque Philip hizo que se retiraran.

Llevó a Laura hasta el dormitorio. Al verla allí, sentada en su cama, entre sus cosas, pensó que estaba perdiendo el mundo. Laura tiró sus zapatillas y metió los pies en las de Philip. El se sentó a su lado y ella apretó su mano. Después se apoyó en él y dejó que Philip la rodeara. El le acariciaba la cabeza. Podía decir que no. Se irían los dos sin nada, fuera de la tribu, solos y desterrados y malditos. Encontrarían una casa entre los esquimales, entre los indios pieles rojas, entre los aborígenes de Australia. Pero no podía. No le dejarían irse. Y si él no pagaba a esos hombres, Wilson lo haría en su lugar. Podía dejar que Wilson lo hiciera en su lugar. Podía convertirse en un peligro para los suyos. Podía suplicar que no le obligaran a perderla. Ella era sólo una intermediaria, tal vez si se lo explicaba todo ella aceptase callar, callar con él, irse con él.

Se buscaron las bocas. Se desnudaron y se amaron y nunca lo habían hecho tan callados, como sí hubiera alguien detrás de la puerta y en absoluto quisieran dejarle oír.

Philip volvió el cuerpo al lado contrario de Laura. Ella no se acercó para cubrirle con el suyo como solía hacer. Tampoco se dio la vuelta hacia el otro lado dejando que las espaldas se tocaran. Debía de estar tumbada boca arriba, se dijo Philip. Debía de tener los ojos abiertos. No quería perderla. No quería que se la arrebataran pero era como si ya lo hubieran hecho, como si le hubieran prohibido darse la vuelta, volver a verla, mirar atrás. Como sí a Laura la arrastrara la marea y él no pudiera dar una brazada más porque de lo contrario también a él el mar le arrastraría, no lograría salvarla y se ahogarían los dos. Pensó en el mar. Pensó en su nieto, en el mar, y en un tiempo en el que todo sería diferente.

Ella se incorporó. Philip Hull sintió su mirada mientras le oía decir:

– ¿Adónde te escondiste y me dejaste con gemido?

Después oyó cómo se levantaba y empezaba a vestirse.

– Me voy el sábado -dijo.

– Necesitamos más tiempo -dijo Philip levantándose-. Tenemos que encontrar el modo. Tiene que haber un lugar para los dos.

Laura ya estaba junto a la puerta:

– Hay un momento en que las palabras se acaban -dijo, y salió.

Al día siguiente, a las ocho menos cuarto de la mañana, cuando Hull estaba en la ducha le pareció oír su teléfono móvil. Siguió duchándose. Sonó entonces el teléfono de su casa y después los dos a la vez.

Salió desnudo, sin coger una toalla; tampoco se apresuró.

– Tienes que llamarla. -Era la voz de Wilson.

– ¿Ahora?

– Ella suele salir de su casa a las ocho y media. Tienes que hacer que baje a y cuarto.

– ¿Y el hombre que la vigila?

– Es uno solo. Lo distraerán.

Hull iba a responder: «Dijisteis que no haría falta, dijisteis que sólo tendría que llevar el maletín, y ahora también queréis el beso de Judas.» Pero guardó silencio, colgó y se quedó mirando el charco de agua en la madera.

Fue andando hacia el dormitorio. A cada poco se sacudía para secarse. Se vistió, tuvo tiempo de hacerse un café. Después fue al recibidor. Aún faltaban cinco minutos para la hora. No hizo nada, sólo mirar la aguja del segundero dando vueltas. Luego marcó el número de Laura. Esperó un minuto antes de apretar el botón.

– Laura, estoy abajo, necesito verte.

– Sube -dijo ella.

– No puedo.

– Ahora voy -dijo Laura-. Ahora voy.

En la radio dijeron que se había producido un fuego cruzado, un ajuste de cuentas en la calle de Argumosa, un mexicano de unos cuarenta años había recibido tres disparos, otro hombre había huido y una bala perdida se había alojado en el cráneo de la joven L. B., quien vivía en un inmueble sito en la misma calle y se disponía a salir. Al parecer, no había ninguna prueba de que L. B. estuviera implicada en el tiroteo de bandas rivales. En realidad, de los tres balazos que recibió el mexicano, dos procedían de un arma y el tercero de un arma distinta, el arma de un agente de la Seguridad del Estado de Cuba. En cuanto al hombre que huyó, hubo dos hombres. El primero recibió un disparo en el hombro cuando huía. El segundo fue el agente de la Seguridad del Estado: esperaba junto al portal de Laura, vio que un hombre apuntaba al mexicano, vio que el mexicano le apuntaba a él. Primero se defendió; Laura aún tardaría diez minutos en bajan Pero Laura abrió la puerta y cuando el agente apuntó al hombre, el hombre ya estaba disparando a Laura y echó a correr disparando no al agente sino al mexicano desde lejos.

Laura estaba inconsciente. El agente llamó a una ambulancia y estuvo con Laura hasta que oyó las sirenas. Cuando abandonó el lugar, lloraba de rabia. Todo había sido muy rápido, sin embargo a él le habían preparado para reaccionar rápido. No debía haberse defendido. A nadie interesaba que uno de los muertos fuera un cubano directamente vinculado con el aparato de seguridad. No debía haberse defendido, pero fueron aquellos diez minutos, pensar que aún contaba con diez minutos, pensar que tenía que estar vivo cuando bajara Laura, pensar que no sabía cuántos más iban a venir.

A la misma hora que Laura moría, las llamas devoraban la tienda de efectos navales de Miguel Arrieta. El humo despertó a los vecinos e hizo salir a Arrieta de su casa a medio vestir.

Un agente de la Seguridad del Estado cubano llamó a los bomberos. Después trató de entrar en el inmueble en llamas pero algo explotó, enviándole a la calzada. Cuando Arrieta bajó, vio al cubano tendido en la acera. Arrieta llamó por teléfono y al poco dos médicos le recogieron.

Arrieta no intentó entrar en la tienda. Vio cómo ardía. Vio los distintos focos que parecían relevarse, si bien cuando llegaron los bomberos sólo había una hilera de llamas uniforme. No le extrañó descubrir, en un instante, humo y fuego en el piso de arriba, en la ventana de su dormitorio. La conducción eléctrica, gritaban los vecinos, y apremiaban a los bomberos y lamentaban todo lo que podían perder si el fuego se extendía. Arrieta sentía deseos de tranquilizarles. Decirles que no temieran, el fuego no iría más allá del primero derecha aun cuando el primero izquierda también estaba encima de la tienda, pero en el primero izquierda no vivía él.

Estaba descalzo. Cuando comenzó el fuego se había puesto ya los pantalones, la camisa, y estaba buscando los calcetines. Oyó primero el ruido, después le llegó el humo, el olor, y salió descalzo al descansillo, y bajó descalzo por las escaleras. Ahora notaba la acera bajo los pies mientras recordaba a Marcos León, ¡a cabeza sobre el rectángulo del cuerpo, frío y sonriente al contarle que había una excelente posibilidad de negocio en Puerto Príncipe, un asunto de suministro de metales preciosos, y en ese momento él había recibido una larga llamada y después otra y Marcos León había desaparecido pero luego volvió, le habían invitado a salir de pesca unos amigos asturianos, había estado mirando la tienda, realmente era una tienda espléndida.

Un bombero le pidió que se apartara, estaba entorpeciéndoles y corría peligro. Arrieta cruzó descalzo la calle. Pensó en el seguro, no reclamaría la indemnización porque si lo hacía le acusarían a él de haber provocado el incendio. Arrieta no tenía hijos, no reñía a quien dejarle la tienda, pero era su tienda. No tenía hijos peto tenía planes, y sus planes ardían. Él había ayudado al gobierno de Cuba porque había querido; ahora seguiría haciéndolo también por necesidad.

Miguel Arrieta no esperó a que apagaran el fuego. Entró en un bar, descalzo, y pidió un café, porque aún no había desayunado.

No mucho más tarde, Philip Hull llegaba al despacho de Wilson.

– Vamos -dijo ella.

– Espera. ¿Está muerta?

– Lo está -dijo Wilson.

– ¿No ha habido imprevistos?

– No. Con el dinero tampoco, por lo que sé.

Hull asintió.

– Vamos -repitió Wilson-. Carter tenía prisa. Debe coger un avión a las once

– ¿Tú has hablado ya con él? -preguntó Hull por el pasillo.

– No. Quiere vernos a los dos ¡untos.

Carter les dijo que se sentaran en la pequeña mesa redonda.

– Os quiero felicitar. La operación con la que entramos en contacto gracias a ti, Philip, ha sido un éxito y todavía no hemos obtenido ni la mitad del subproducto que esperamos de ella y que sin duda nos proporcionará.

Hull no atendía a la representación de Carter. Tampoco le veía, sino que, a través de Carter, veía el mar. El porcentaje de países sin mar era pequeño, esperaba que le ofrecieran un país con mar, pero si no lo hacían no pensaba decir nada.

– Querida Marian, he estado pensando que podría interesarte ir a Chile, y a nosotros también que fueras, por supuesto. En este momento es un país tranquilo. Brasil y Argentina están ahí, pero no interfieren demasiado, Tu marido tendría un excelente puesto de trabajo y tú podrías tomarlo como uno de esos períodos de formación interna, en el tiempo que te quede libre hacer informes, proyectos. Esperamos grandes cosas de ti en el futuro.

En ese momento Hull dejó de ver el mar y se fijó en Marian Wilson. Movía las manos sobre la mesa como si no se atreviera a rozaría, o como si no pudiera, y a Hull le pareció una anciana, la anciana que sería dentro de treinta y cinco años y que estaba ahí, a la espera.

Wilson no había contestado. Carter tomó aire y miró a Hull, pero entonces Wilson preguntó si su presencia era imprescindible, necesitaba hacer una llamada, si Carter quería podía volver después de hacerla.

– No, no es necesario, Marian.

Se quedaron solos. Hull seguía sin ver a Carter. Sólo veía una extensión brutal por lo ilimitada, sin una playa, sin una isla, sin un barco.

– He estudiado tu trayectoria -dijo Carter-, Sé que tienes familia en California. Este va a ser quizás tu último destino en el exterior y creo que lo más conveniente para ti y para nosotros es que vayas a México.

Hull tardó en reaccionar. No tenía sentido. No después de haberle recordado que era un hombre mayor, que estaba al final del camino. México era un destino para alguien que aún no hubiera cumplido los cuarenta años. O tal vez para un águila como Carter. México era el caos, la batalla constante, los continuos desplazamientos, enfrentamientos, tensión. ¿Le estaban castigando más de la cuenta? ¿Era una broma y ahora Carter se iba a desdecir? ¿Querían destruirle? Entonces Carter dijo:

– No irás en calidad de agregado político. Tenemos un programa conjunto de enseñanza de idiomas muy importante en Cuernavaca. Tenemos además varias escuelas de negocios de capital norteamericano. Tú eres un hombre culto. Serás el agregado cultural para estas cuestiones.

– ¿Para esas cuestiones?

– Ya hay un agregado cultural en México D.F. Pero tiene demasiado trabajo. Trabajo del día a día. Lo cierto es que hay una casa de la embajada en Cuernavaca y hemos pensado que podrías tener tu residencia ahí. Te ocuparías de los programas de estudios, harías un trabajo, cómo decirlo, elegante, sin prisa.

– Me pregunto adónde hemos llegado -dijo Hull.

Carter le miró unos segundos como si estuviera realmente planteándose la posibilidad de averiguar qué había querido decir. La posibilidad de responder y entablar una conversación. Después dijo:

– Tengo entendido que el traslado está previsto para dentro de tres semanas. Vicky Nuss se pondrá en contacto contigo.

Antes de que Carter le despidiera, Hull se levantó.

– Encantado -dijo.

– Igualmente -dijo Carter.

«Me pregunto adónde hemos llegado. ¿En qué lugar lejano seguimos caminando asidos de la mano?» Y Hull atravesaba de nuevo los pasillos sin mirar, sin ser mirado, acaso por última vez. «Me pregunto adónde hemos llegado.» Él era un hombre culto, sin duda lo era. Había leído libros, los había subrayado, tenía la cita apropiada para cada ocasión. Cuernavaca, por Dios Santo, Cuernavaca era Quauhnáhuac, la ciudad del Cónsul. No tenía mar, quedaba situada al sur del Trópico de Cáncer, en el paralelo 19, casi en la misma latitud en que se encuentran, al oeste, en el océano Pacífico, las islas de Revillagigedo o, mucho más hacia el oeste, el extremo meridional de Hawai. Así comenzaba Bajo el volcán y él aún lo recordaba.

Al llegar a su despacho, desplegó el atlas sobre la mesa. Era un gesto de juventud. Siguió con la vista el paralelo 19 desde Cuernavaca hasta el extremo meridional de Hawai hacia el oeste; hacia el este la novela hablaba de una ciudad en la India pero no conseguía recordar su nombre. Yuggernaut, eso era, Yuggernaut, en la Bahía de Bengala. «Me pregunto adónde hemos llegado. ¿En qué lugar lejano seguimos caminando asidos de la mano?», era Ivonne dirigiéndose al Cónsul. Hull recorrió todo el mapa con la mirada. ¿Qué había hecho con Laura? Si la hubiera perdido, si sólo la hubiera perdido ahora podría irse a la ciudad del Cónsul, recorrer a solas su camino y convocarla. Pero Laura había sido borrada de la tierra. «Me pregunto adónde hemos llegado. ¿En qué lugar lejano…?»

Hull cerró el atlas y llamó a Vicky Nuss. Quería saber fechas exactas, tiempos. ¿Cuándo debía dejar libre su despacho actual? ¿Sería posible que le organizaran un viaje a Cuernavaca previo? Deseaba ver el lugar, la casa que tendría, antes de decidir qué cosas iba a llevar consigo.