37992.fb2 El Lado Fr?o De La Almohada - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

El Lado Fr?o De La Almohada - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

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Philip Hull se destapó bruscamente y fue descalzo, arrastrando los bajos del pijama rayado, hasta el teléfono del salón. Había venido a su memoria el cumpleaños de su nieto: un año. El niño no se iba a enterar si llamaba y la indiferencia educada de su hijo le devolvería a su noche con esa tristeza que ya conocía, que ni siquiera duraba demasiado porque, en un intervalo de doce años, la tristeza había perdido su prestancia como una linterna se va quedando sin pilas y apenas da luz. Sin embargo, debía llamar; aunque en Madrid fueran más de las tres de la madrugada, en California, se dijo, aún estarían cenando.

Contestó en inglés su nuera, amable pero fugaz, como siempre. Y en unos segundos la voz de su hijo agradeciendo la felicitación, el niño dormía, en California eran las nueve y media y ellos acostaban al niño a las ocho. Padre c hijo repitieron las frases que solían intercambiar dos veces al año. Más por alargar un poco la conversación que porque fuera realmente probable, Philip Hull dijo:

– Parece que en junio tendré que ir a Florida.

– ¿Ah, sí? Tal vez puedas acercarte a vernos.

Los dos sabían que no iba a suceder. Ahora les separaban cerca de 7.000 millas y si Hull iba a Miami les separaría bastantes menos. Sin embargo, no era cuestión de espacio ni de horas de avión.

– Depende del tiempo que tenga que estar -dijo Hull-, Sinceramente, lo veo difícil.

– Bueno -dijo su hijo-. Tenme al corriente.

– Dale un abrazo a Brenda y otro al pequeño David.

– Lo haré. Hasta pronto, papá.

Nadie sobre la tierra pronunciaba la palabra «papá» con más paternalismo que su propio hijo, se dijo Hull al colgar. Por su cabeza pasaron Honduras, Bolivia, México, Nicaragua, Maryland, Cuba y España. Su memoria vagaba inquieta y en ninguno de esos lugares encontraba asilo. Cincuenta y siete años eran muchos años. ¿En qué momento había empezado a perder el control? Ya casi nunca lograba expulsar la sensación de que su pasado se había convertido en un armario cerrado a la fuerza. Uno de esos armarios en donde se han guardado demasiados objetos sin colocar y que hay que abrir con cuidado para que no caiga todo de golpe, las maletas, los zapatos, las equivocaciones.

Philip Hull se dirigió a la cocina. Le alivió el tacto fresco de las baldosas bajo los pies descalzos. Abrió la nevera, tomó un emparedado de queso y se sentó en una silla blanca junto a la mesa blanca también. Se levantó para servirse un vaso de leche. Mordió el blanco emparedado, bebió el líquido blanco y pidió a nadie una moratoria, cinco meses de calma antes de que le dieran su último destino. A su edad nada iba a comenzar de nuevo y, en cuanto a su carrera profesional, aunque había logrado mantenerse, promocionarse según los mínimos exigidos, nunca despegó. Ya no esperaba ninguna recompensa, pero sí un destino lo bastante honorable como para que le dejaran dar los últimos retoques a Philip Hull, el diplomático errante, el hombre de ojos atormentados que sin embargo sabía mirar con franqueza, el viejo capitán.

Unas horas antes, en la Embajada de Cuba, Laura Bahía estrechaba la mano de Agustín Sedal. La extraordinaria altura de Sedal hizo que su mesa pareciera un poco ridícula cuando él volvió a sentarse, casi una mesa de parvulario para ese individuo erguido y moreno de setenta y un años. Laura Bahía guardó en el bolsillo el papel con las direcciones que le habían dado. Dijo adiós al guardia de seguridad. Eran las ocho y cuarto de la noche, la calle estaba desierta. Laura se abrochó un chaquetón negro. Algunos perros, ocultos eras las verjas de grandes casas del barrio, ladraron al oírla pasar. La boca de metro aún estaba a diez minutos. También el interior del metro estaba vacío. Nadie en las taquillas ni por el pasillo. Sólo un mendigo al final del andén y, algo más cerca, un chico de unos veinte años que llevaba una venda en el brazo izquierdo.

Llegó a su casa poco después de las nueve. Pensó en cenar algo, pero más que hambre sentía cansancio y se tumbó vestida sobre la cama. El dormitorio, como el resto del piso, daba a un patio interior. A Laura le pareció que un relámpago entraba por el patio dejando sobre los muebles pequeños penachos de luz. Luego vino el primer trueno.

Philip Hull no conseguía concentrarse; siempre le pasaba cuando no había descansado lo suficiente. Se levantó a cerrar la puerta de su despacho en la embajada americana y después permaneció de pie, sin acercarse a la ventana o a coger un pisapapeles para sopesarlo y volverlo a dejar sobre la mesa. De pie, pegado a la puerta, como si fueran a dispararle, pensó, pero nadie le iba a disparar. Sólo estaba nervioso. Era un hombre inestable y el deseo de calma de la noche anterior con su emparedado blanco y su vaso de leche se había desvanecido. Volvió a la mesa, sin sentarse consultó la agenda y después el ordenador. Ni una sola cosa interesante entre las citas, llamadas y correos pendientes. Sin embargo, ahí estaba ese jueguecito de la Embajada de Cuba. Un asunto menor, en realidad. Cualquier miembro de su equipo podía hacerse cargo. Pero era el único asunto no del todo previsible entre los más de treinta que le aguardaban y decidió quedárselo.

¿Qué pretendían? Porque sin duda algo pretendían. Los cubanos llevaban casi mes y medio con aquella provocación. Una chica de veintiocho años inexperta, incapaz de esconder su rastro o quizás dedicada en exclusiva al trabajo de dejar ese rastro para que ellos lo vieran.

Volvió a sentarse. Sus pequeños zapatos taconearon súbitos. Hull era un hombre alto de complexión media. Cuando no tenía ninguna cita profesional que lo impusiera procuraba eludir el traje y acudía al trabajo ataviado con jerseys de calidad manifiesta, con pantalones informales. Detestaba, en cambio, los zapatos de aire deportivo, las grandes suelas gruesas, la sensación de calzarse para ir de excursión al campo cuando sólo iba a conducir, a pisar el suelo de la embajada y tal vez algunas calles. En su lugar prefería unos tradicionales mocasines negros cuya piel se le ajustaba al pie hasta el punto de marcar los huesos y cuya suela era casi inexistente. Tenía el pelo castaño abundante, lo que permitía que las canas no destacaran apenas. Los ojos claros, la cara amplia, las manos grandes y fuertes, la indumentaria, todo causaba una impresión de sosiego y seguridad, pero al llegar debajo de la mesa aquellos pies pequeños y como disociados de toda la figura invitaban al posible interlocutor a preguntarse de nuevo con quién estaba hablando. En cuanto a los calcetines, solían ser finos también, granates, verdes o negros, de textura traslúcida. Aquel día eran verdes, acanalados, y repetían con suavidad el taconeo nervioso de los pies mientras Hull llamaba a Marian Wilson por el teléfono interior.

La agregada de seguridad entró con varios papeles en la mano. Tenía treinta y nueve años. Aunque no ocultaba su ambición, sabía ser paciente y por ambos motivos Hull confiaba en ella.

– Bueno, ¿qué te parece? -preguntó Hull señalando con la cabeza los papeles de Wilson, el primero de los cuales era un informe sobre las nuevas fuentes de la Embajada de Cuba que Hull le había hecho llegar con el ruego de que no lo difundiera.

– ¡De momento, nada especial! Se lo encargaré a George o a Elisabeth. Tiene aspecto de ser una estratagema. Y, en todo caso, conviene saber más antes de tomar cualquier decisión.

– Me gustaría, si crees que es posible, ocuparme yo, personalmente.

– ¿Por qué? -quiso saber Wilson con una inquietud que a Hull le hizo sonreír.

– Por nada especial. Es algo tan tonto como que sólo me quedan cinco meses en Madrid y necesito un poco de aire.

– ¿Aire?

– Aire libre, salir, moverme por lugares que no sean salas de recepciones y mesas de convenios. -De pronto Hull añadió-: Te invito a un café.

No era algo que hiciera a menudo. Y menos con aquella mujer a quien había besado una sola vez un año atrás. La besó por sorpresa al doblar ambos la esquina de una calle cuando regresaban de un acto oficial, sin que le impulsara la violencia del deseo ni tampoco un sentimiento de autocompasión y búsqueda de protección. Iban los dos andando, era de noche, apenas les quedaban unos metros para llegar al sitio donde esperaba el coche de la embajada. Hull se imaginó preguntándole qué pasaba en su noche mientras su marido dormía, sus dos hijas dormían, a ella un ruido inesperado la hacía abrir los ojos y, entonces, transcurrían varios minutos hasta que recobraba el sueño. En vez de preguntar, Philip Hull había intentado robar esos minutos cuando su boca halló unos labios sorprendidos que no se entreabrieron. Tal vez no había nada en esos minutos, un repaso de la agenda, un recuerdo del día o una anticipación. Pero tal vez hubiera desilusión y rabia, y Hull quería tocarlas con su lengua. Después miró a Marian Wilson, lo siento, ha sido un impulso, tengo problemas: no volverá a ocurrir. Al día siguiente, Hull tuvo que contarle sus problemas en la cafetería de la embajada. Le habló de aquella chica de Nicaragua y mintió un poco. Mintió también al contarle la historia de la muerte de su ex mujer y supo que había logrado cerrar el caso. Ese beso fallido ya no se interpondría en su relación profesional. Supo también que él seguiría como hasta entonces, noches de rabia quieta, ardiente la mejilla, todo lo que no haría golpeando sus sienes como el granizo.

En la cafetería estuvieron considerando qué buscaban los cubanos. Marian Wilson le recriminaba por haber retenido el informe.

– Es el tipo de cosas que le gustan al consejero -se excusó Hull-. Lo escribe entre exclamaciones, se lo entrega a la ministra en una bandeja: «Los cubanos envían a una española a entablar contacto con grupos; algunos podrían estar relacionados con la lucha armada.» Y codo se precipita y se crean problemas y platos rotos antes de tiempo.

– Pero yo pienso como tú, creo que es una estratagema -dijo Wilson-. Los de inteligencia tenemos demasiada mala fama. Si me lo hubieras mostrado antes, yo habría esperado. En cambio, si por lo que sea el informe llega a filtrarse sin haber pasado por mí, habrías tenido serios problemas.

Hull conocía a Wilson y quiso apurar cualquier duda. -¿Y si tú y yo nos equivocamos? -preguntó-.;No pueden estar haciéndolo de forma tan burda precisamente para que pensemos que quieren otra cosa?

Marian sujetó su cara con las dos manos. Conservaba una gestualidad de estudiante que a veces la hacía parecer mucho más ¡oven de lo que era.

– Están acorralados. Están en la cuenta atrás. No se van a meter ahora de verdad en ese lío. Grupúsculos armados, inmaduros, vulnerables. No lo creo.

– Sin embargo, se permiten el lujo de jugar. El riesgo de que nos aprovechemos de la situación y filtremos la noticia es alto.

– Nos conocen -dijo Wilson-. Saben cómo trabajamos. Nuestro equipo no se moverá hasta tener más datos. Ni siquiera puedes demostrar con quien habla la chica realmente, sólo en qué locales entra, o mejor: en qué portales de qué locales se deja ver cuando entra.

– ;Tienes una teoría?

– Es posible que quieran dinero. Hace un par de meses hicimos movimientos, dinero a cambio de información. Ellos se negaron, pero los sobornos hay que dejados madurar. Si quieren dinero, supongo que tú eres un buen intermediario, alguien que no les compromete demasiado.

También podrían estar siendo víctimas de sus propias carencias y que se trate de una chapuza, de alguien a quien no tienen tiempo de controlar.

– Si tu primera teoría es buena, les daré lo que quieren. Seré su intermediario, te trasladaré sus peticiones.

Wilson negó con la cabeza.

– No deberías hacerlo tú -le interrumpió-. No vas a ganar nada. Y puede ocurrir que te empantanes y dejes de fijarte en otros asuntos.

– Tú te fijarás -dijo Hull-. Es precisamente lo que quería que hicieras. Permanecer atenta por mí, mirar allí donde puedan querer que yo no mire.

– Lo haré. Sabes que me gusta. Pero aun así. Este es un caso para alguien -un aura de piel ruborizada rodeó las manos que sujetaban la cara de Wilson-, bueno, a quien no le queden seis meses.

– Debería aprovechar estos meses para hacer méritos, es lo que quieres decir-dijo Hull suavemente.

Wilson cambió de postura, bajó las manos y a Hull le pareció que iban a acariciar las suyas aunque se detuvieron en el centro de la mesa.

– Algo así -dijo Wilson-. No deberías renunciar a un puesto de consejero.

– Las cosas en mi carrera no han salido del todo bien. -El tono de Hull era en extremo gentil-. También podían haber salido peor, así que no me quejo. Pero no me hago ilusiones. Me ocuparé de este caso, al menos unos días, porque me divierte, si quieres, quizás incluso por cobardía. Ya no estoy para agotar el tiempo con la lengua fuera a ver si me dan una medalla. Y no es que no quiera la medalla. Lo que no quiero es matarme a correr cuando sé que, como mucho, puedo llegar el quinto.

Philip Hull miró a Wilson. No había falsa modestia en sus palabras, le dijo con los ojos, ella sabía mejor que nadie cómo funcionaba la promoción en el servicio exterior.

– ¿Me harás este favor? -dijo Hull-. ¿Permanecerás atenta y, a la vez, dejarás dormir este asunto en tus informes?

– Será mi último favor -sonrió Wilson-. Pero sé prudente. La guerra de Irak va a empezar cualquier día. No es momento para experimentos. Si encuentras algo raro, no dejes de avisarme.

Después los dos miraron sus relojes con naturalidad. Era el 26 de febrero.

Laura Bahía pidió permiso para salir un poco antes de la asesoría fiscal donde Trabajaba. Se lo dieron, no sin insinuarle que esa tarde tendría que quedarse más tiempo.

Durante el día, Laura se recogía el pelo y nunca llevaba ropa de segunda mano. Entró así vestida en la boca del metro, pero al salir, cerca ya del hotel donde tenía la cita, dobló con cuidado una americana de tweed y la metió en la mochila después de sacar un jersey negro de cremallera que le llegaba hasta los muslos. Por simpatía hacia el jersey, sus pantalones de pana negros parecieron avejentarse, así como sus zapatos de piel vuelta. Llegó a la cita con cinco minutos de antelación.

La sorprendió encontrar a una mujer, aunque enseguida se reprochó la sorpresa. La mujer tendría algo más de treinta años. Según Laura había llegado a saber, en Portugal estaba gestándose un grupo clandestino ligado a la extrema izquierda. Al parecer, el grupo se proclamaba contrario a la propiedad privada y contrario también al terrorismo en cuanto estrategia política. Su propósito era actuar sólo como medio no legal de financiar acciones colectivas. Utilizar las armas para robar y defenderse, pero no para matar, decía un comunicado anónimo. La mujer hizo subir a Laura a su habitación. Ella se sentó en un taburete, dejando a Laura la única silla. En ningún momento reconoció la mujer la existencia del grupo. Habló como si se tratara de una leyenda, un rumor sin confirmar y al cual ella no parecía dar crédito. Hizo alguna pregunta a Laura, repentina, imprimiendo giros ilógicos a la conversación.

Laura sabía que la estaban probando y estaba dispuesta a aguantar el tiempo y las preguntas necesarias. Agradecía la prudencia del grupo portugués. No quería ningún dato que un día a ella pudiera serle difícil ocultar; su juego era otro juego.

Por fin habló:

– Yo no sé si lo haría -dijo-. Correr el riesgo de tener que disparar.

– Siempre puedes disparar a una pierna -dijo la portuguesa.

– ¿Y si fallas?

– Todos podemos matar a alguien conduciendo, por un error, y sin embargo cogemos el coche.

Laura sacó un sobre de su mochila y se lo entregó a la portuguesa.

– Es una lista de lugares donde obtener documentación falsa en Madrid. Podéis verificarla o descartarla, como queráis. Os la entrego… a cambio de esta cita.

La portuguesa se puso en pie:

– No te entiendo.

– No ha sido una trampa -dijo Laura-. Aunque sí he mentido. No quiero entrar en vuestro grupo pero necesito que alguien sepa que podría hacerlo.

– ¿Insinúas que te han seguido? -preguntó la portuguesa impasible.

– Hay otra cosa que quiero daros -dijo Laura sin contestar. Extrajo ahora una carpeta flexible de la mochila-. Es alguna información que tiene sobre vosotros la embajada americana. Puede que haya más, no lo sé, ésta la conseguimos por un golpe de suerte.

Laura tendió la carpetilla a la portuguesa. Ella, sin hacer ademán de cogerla, preguntó:

– ¿Quiénes la conseguisteis?

– Sí -dijo entonces Laura-. Me han seguido. Por el momento no van detrás de vosotros, sino detrás de mí. De todas formas, éste era el único camino para darte una copia de lo que tienen. No creo que os hayan pinchado el teléfono, pero tampoco lo descarto. Cuando leas el informe verás que este viaje vuestro no les preocupa. Incluso les interesa. En cuanto a mí, el tipo que me sigue parece bastante novato, de momento no veo que se lo estén tomando muy en serio.

Laura extendió otra vez la mano con la carpeta de plástico.

– Siento no haber avisado -dijo-. Tú sabes cómo es esto.

– Ya lo veo -dijo la portuguesa-. Esta vez no te ha importado apuntar a las piernas. Nos has engañado para conseguir tus fines. ¿Cuáles son?

– Nunca iríamos contra vosotros -dijo Laura.

– Supón que lo acepto. Pero además querrás que acepte que el engaño era el único modo que tenías de lograr lo que querías.

– Es que era el único.

– A veces renunciar a los medios es renunciar a los fines -dijo la portuguesa.

– Creo que lo entiendo.

– No vas a decirme quiénes sois.

– Ahora no. -La portuguesa cogió la carpeta de las manos de Laura, que dijo-: Pero si llegas a saberlo, no te sentirás traicionada.

Laura estrechó la mano a la portuguesa antes de salir.

Esperó en los alrededores del hotel; el hombre que la seguía no estaba. Metió las manos en los bolsillos de sus pantalones, lo que hizo que el jersey largo formase una especie de bolsa de canguro que se movía al ritmo de sus pasos. Se detuvo en una cabina para llamar a Agustín Sedal a uno de sus teléfonos móviles.

– Ya no me siguen -dijo Laura-Sedal sólo contestó:

– Ten paciencia,

El autobús no iba muy lleno, Laura encontró sitio al rondo. Poco después un hombre se sentó a su lado. Era el agregado que buscaban. Los agregados no van en autobús, sólo podía ser una provocación. El hombre fingía no haber reparado en ella. Laura esperó tres paradas; en la cuarta, sacó de uno de los bolsillos de su mochila una lata pequeña de caramelos de naranja. La abrió, se disponía a coger uno y entonces, como si se le acabara de ocurrir, se dirigió al agregado:

– ¿Quiere?

Philip Hull detuvo el gesto mecánico de negación, miró la lata, miró los ojos verdimarrones de Laura Bahía y le dio las gracias en el perfecto español que había aprendido de su madre. Laura cogió uno también. No volvieron a mirarse. En la siguiente parada ella se levantó para ir ganando la salida. Hull la dejó pasar y volvió a sentarse.

Laura vio alejarse el autobús rojo. Hull estaba solo en su pareja de asientos.

Despacio, Laura se dirigió a su casa; sólo cuando el autobús hubo desaparecido retrocedió para entrar en una cabina telefónica. Desde allí llamó de nuevo a Agustín Sedal, esta vez a otro número.

– Es más o menos lo que queríamos, pero a mí también me sorprende que lo haya hecho así -respondió él a su relato.

– ¿Qué significar -preguntó Laura.

– Cualquier cosa. Tal vez es más impulsivo de lo que pensábamos, o a lo mejor quiere inflar el informe de tus actividades por algún motivo. Aunque sabemos bastante de él, nunca se llega a saberlo todo.

– ¿Es bueno que ya se haya dejado ver?

– Sí… -La voz de Sedal dudaba-. Sí, ¿por qué no iba a serlo? Podría ser una suerte para nosotros, podría hacer que adelantáramos mucho.

– Hay algo que no ves claro -dijo Laura.

– No me gusta que nadie actúe con precipitación. Lo del autobús es un riesgo inútil. No me gusta que lo hagamos nosotros, pero tampoco ellos. De todas formas, es sólo una impresión. La noticia es buena, Laura. Y no se te ocurra contárselo a nadie más. A nadie.

Aquella noche Philip Hull fue a visitar a Miguel Arrieta. Le había conocido en Bolivia y, diecisiete años después, habían vuelto a encontrarse en Madrid. En Bolivia, al principio, Arrieta le había parecido a Hull un empresario inquieto por sus negocios como había decenas. Sin embargo, cuando tuvo ocasión de hablar con él le sorprendió su instinto, o lo que entonces creyó que era instinto, para la burla de todo y de todos.

En una ocasión, Arrieta había llegado a asustarle cuando le llevó andando hasta un extremo de la capital y le hizo entrar en un tugurio sin ventanas donde cuatro hombres apostaban grandes sumas de dinero al dominó. Arrieta no jugaba nunca pero estuvo mirándolos en silencio todo el tiempo que aguantó Hull.

– Me marcho -dijo Hull por fin sin subir la voz.

Y en ese momento Arrieta reaccionó como si estuvieran en cualquier lugar, salió con él, le condujo a una taberna cercana, le invitó a beber.

– ¿Por qué me has llevado ahí? -preguntó Hull.

– ¿Por qué no? ¿Qué más da un sirio que otro?

– Pero hemos andado mucho para llegar ahí.

– ¿Estás cansado?

– No, no es eso -dijo Hull-. Pensé que querías enseñarme algo.

– ¿Una lección, quizás? ¿O la lección de que las cosas no encierran ninguna lección? Pero eso ya es una enseñanza, ¿no?

Miguel Arrieta andaba entonces, como Hull, por los cuarenta años. En su cara picuda, mezcla de zorro y pájaro, sus ojos parecieron irse hacia atrás, como sí sólo una copia quedase junto a la piel y los ojos reales estuvieran más allá de las paredes, mezclándose con el polvo y la cierra de las afueras. Hull quiso hacerlos volver:

– He pedido el traslado -dijo incurriendo en una confidencia que ni siquiera había hecho aún a su mujer.

– Haces bien -dijo Arrieta-. Tú quieres algo, quieres que las cosas signifiquen algo.

– ;Y tú? -preguntó Hull.

– Yo quiero que se callen.

De nuevo Hull se sintió incómodo. Recordaba los barrios que deberían atravesar en su regreso.

– Ocrán-Sanabú -dijo Miguel Arrieta. Su risa sonó por todo el bar y le cubrió la cara al tiempo que sus ojos volvían-. Dilo -le dijo a Hull-. No, da igual, no hace falta.

Los indios vendían en puestos callejeros pero también en rincones clandestinos toda clase de hierbas para el mal de altura. Las hojas de coca eran lo más sencillo. Vendían hongos y otras sustancias que Hull no conocía; pensó que Arrieta podía haberlas ingerido.

– ¿Qué has tomado? -dijo-. Te tenía por un hombre racional. Es la primera vez que te oigo esa jerga de hechicero que escucha hablar a las mesas y a los animales.

– ¿Tomar? Nada. Es que las cosas sólo significan para los que saben que todavía pueden ganar la partida o el juego. -De nuevo había en su voz el afecto que Hull encontrara al poco tiempo de conocer a Arrieta, un afecto que, desde entonces, Hull iba a empeñarse en conservar-, Ocrán-Sanabú -dijo Arrieta, esta vez sin reír, y añadió-: Estoy cansado, Philip. Hoy he tenido un día muy cansado. ¿No podrías llamar a tu embajada y pedir que nos envíen un coche?

Hull sólo había escrito en su vida cartas privadas de amor a las mujeres, cartas privadas de padre culpable a su hijo y cartas privadas, quizás una al año o a veces cada dos, a Miguel Arrieta. Cartas de no más de un folio pautando su vida, en donde se mostraba todo lo sincero que se atrevía a ser consigo mismo. Arrieta era hijo de cubanos, aunque había nacido en Uruguay y sólo había vivido en Cuba algunos años. Se exilió muy joven, primero a España, después a México y después a una larga ristra de países en función de sus negocios: almacenes en Haití, camiones en Bolivia, un restaurante en Venezuela, barcos en Panamá, exportación e importación de ropa y otros efectos para el mar entre España y China. Cuando a Hull le dieron el destino en Madrid pensó en ir a ver a Arrieta, pero Arrieta se adelantó. Una mañana la secretaria de Hull le hizo llegar un sobre de cartón en cuyo interior sólo había un tarjetón amarillo: Efectos navales Arrieta. Calle General Álvarez de Castro n.° 17- Madrid, 28010. Ni siquiera un teléfono.

Philip fue a visitar la tienda esa misma semana. Era un local alargado de gran profundidad. Pese a estar situado en el centro de la capital, no se había hecho ninguna concesión al público urbano que sólo busca en las tiendas marineras jerseys gruesos, o figuras ralladas en madera y otros artículos superfinos. Por el contrario allí vendían exclusivamente efectos navales útiles para los barcos, cabos de arrastre, redes y plomos, indumentaria práctica, toda suerte de objetos especializados. Hull vio a un dependiente pero prefirió no darse a conocer y se adentró en las sucesivas secciones. Al fondo había una puerta amarilla. Hull llamó y el rostro de un joven desconocido asomó a media asta:

– ¿Qué desea?

– Ocrán-Sanabú -dijo Hull.

– Voy yo -se oyó algo más lejos la voz de Miguel.

Desde entonces Hull había visitado la tienda casi una vez por semana. Detrás del cuarto de la puerta amarilla, había otra habitación bastante amplia, con ventanas enrejadas que daban a la calle y mesas con ordenadores desde donde se organizaba el trabajo de almacenaje y distribución. Eso era lo que veían los transeúntes si miraban al pasar. Más al fondo, en un rincón aislado, sofás, sillas y sillones formaban un espacio para la conversación.

Philip Hull solía ir los jueves y a veces los viernes. Unas veces Arrieta estaba solo, otras no. Si Arrieta le invitaba a entrar, Philip pasaba. En varias ocasiones le había pedido que se fuera y Philip lo había hecho sin inmutarse. En la embajada habían investigado a Arrieta. Hull sabía que sus negocios no eran del todo limpios, aunque sólo en la medida en que eran negocios. Rutas de exportación poco creíbles, una sociedad difusa en Panamá. Pero no había droga y sí algunos empresarios vinculados a Miami. Hull no quería que esos empresarios le vieran, no quería que se le atribuyeran más lazos con el exilio cubano que los estrictamente profesionales. Por su parte, Arrieta no quería que la presencia de Hull pudiera violentar a algunos de sus intermediarios. Lo habían hablado con franqueza y habían llegado a ese pacto. Hull prefería la incomodidad de desplazarse en vano a esa otra incomodidad consistente en planificar las citas con días de antelación. Prefería, le había dicho a Arrieta, la fantasía de una amistad adolescente. En cuanto a Arrieta, sus socios nunca entraban atravesando la tienda, como hacía Hull, y eso evitaba que pudieran tener lugar molestos encuentros casuales. A é! también le agradaba, había dicho, la cercanía de Hull.

Hoy Hull no buscaba pasar un rato acaso con desconocidos. Era jueves, a mediodía había ocupado un asiento junto a Laura Bahía en el autobús y deseó que no hubiera nadie más en la tienda.

Unos minutos antes, o después, de que Hull llamara al timbre de Efectos Navales Arrieta, Laura Bahía pulsó el botón del quinto en el ascensor del edificio donde vivía quien había sido su novio durante tres años. Eduardo Figuera la había invitado a una cena de despedida. Se iba a vivir a Oporto, con otra persona. Laura lo sabía. No había habido en su relación un día de clausura, una ruptura oficial. Entre los dos decidieron que deberían empezar a salir con otras personas y siguieron viéndose, manteniendo una complicidad que duró hasta la aparición del primer tercero. Ahora Laura subía para decir adiós a Eduardo y pensaba que iba a echar de menos poder llamarle de vez en cuando o verse, aunque ya nunca se llamaban de vez en cuando y aunque hacía más de seis meses que no se visitaban ni tampoco iban juntos a tomar un café o al cine.

Durante la cena rompieron el hielo muy despacio, como si sólo tuvieran para romperlo cosas romas, caramelos, bufandas, gomas de borrar. Después Eduardo la llevó al pequeño salón lleno de libros y señaló una estantería.

– Todos ésos -dijo- son los que no voy a llevarme. Separa los que quieras. Los que dejes, se los daré a Pedro.

Laura empezó a mirar los títulos. Cuando terminó, se acercó a Eduardo, quien se había acodado en la ventana. El viento de marzo se estrelló contra una puerta abierta.

– Laura, yo he tenido que explicar varias veces por qué lo dejamos. Y lo he hecho. Siempre se encuentran razones. Pero sé que hay una que me falta, que nunca digo.

– La política -dijo Laura.

Un camión de la basura inició su ascenso por la calle. Cerraron la ventana y Eduardo preguntó:

– ¿Lo dices en serio?

Laura se había apoyado en el brazo de un viejo sillón, como si no quisiera sentarse. Eduardo permaneció de pie.

– Estoy segura de que tú también lo piensas.

– No, Laura. Tú has vivido en Cuba y yo no. Eres un poco radical y a veces hemos discutido. Pero no pensaba que fueras tan poco razonable. -Eduardo se sentó en una silla baja que había junto al sofá. Con cierta amargura, prosiguió-: Aunque sí de verdad lo eres, si piensas que hay que volver a los tiempos en que un protestante no podía enamorarse de una católica o, todavía peor, a los tiempos en que un trotskista y un leninista debían ser enemigos mortales, entonces… No, ni siquiera así. Si piensas eso, entonces no lo habríamos dejado por la política, sino porque después de tres años no conozco tu carácter.

– ¿Por qué tienes que llamar a la política un problema de carácter?

– Siempre estabas en otro sitio -dijo Eduardo-. Yo llegué a pensar que era por mi culpa. Había algo de ti que siempre estaba un poco triste ¿y ahora me dices que es porque teníamos ideas políticas diferentes?

– Casi todas las parejas que conozco que se han separado lo han hecho porque piensan de forma diferente de sus carreras profesionales, de los hijos, del dinero, de la alegría, de la guerra de los sexos.

– Bueno, pero esas cosas forman parte de la vida directamente. Dejar a alguien por política es como hacerlo porque prefiere los libros de aventuras o las películas del Oeste.

– Eso también es la vida, directamente. Lo que quieres decir es que algunas cosas de la vida no son tan importantes.

– Y quiero decir que con las cosas no muy importantes hay que mostrar aún más tolerancia.

– Yo prefiero que no sean tolerantes conmigo. La tolerancia se usa con los débiles, es una palmadita en el hombro.

– SÍ quieres hablo de respeto -dijo Eduardo, y añadió, dolido-: ¿Ves como das demasiada importancia a los detalles, a los matices? Da igual el tiempo que hemos pasado juntos, el afecto, el habernos apoyado en las dificultades, la piel. Todo eso no importa porque yo acepto la iniciativa privada. ¿No te parece de locos?

Laura calló. Entendía lo que Eduardo estaba diciéndole, claro que lo entendía, pero cómo sobrevivir a los días claros. Porque había días claros. Había mañanas completamente azules en las que todo parecía destellar, en las que todo estaba a la vista y no había forma de esconderlo. No es que ella quisiera esconder, como tal vez imaginaba Eduardo, el cansancio de la vida corriente, las cosas sin terminar, lo aburrido. Era lo esplendoroso lo que Laura rehuía, lo que cada día claro le mostraba. Era saber que si algo, algo político, no ocurría, lo esplendoroso, lo magnífico, lo oportuno, lo meritorio, lo con suerte o con esfuerzo finalmente conseguido comportaría mezquindad. Porque si algo, algo político, no ocurría, entonces lo anhelado nunca estaría libre de corrupciones, nimias o medias, de rencoroso resarcimiento, de mentiras. Libre de cálculo.

Eduardo se acercó cogiéndole las manos. Ambos notaron la atracción y casi al tiempo las manos dejaron de apretarse. Eduardo sirvió whisky en dos vasos mientras Laura se sentaba en el sillón. Él entonces se sentó en el suelo, la cabeza apoyada en las rodillas de Laura. El whisky era la melancolía, pensó Laura, como salir a la calle y saber que no la habían seguido. Después de quince o veinte minutos Laura dijo que tenía que irse. Se besaron en la boca casi sin darse cuenta. En el espejo del ascensor esa chica de veintiocho años había envejecido. Nadie en la calle: ni el hombre novato esperaba en una esquina ni, cuando paró un taxi, salió de las sombras el agregado político; de la embajada.

Hull encontró a Miguel Arrieta reunido pero esta vez; no se fue para volver otro día sino que preguntó si podía hablar con Arrieta un momento. Arrieta estaba con el grupo de empresarios cubanos en el exilio, le dijo que aún tenía para una hora larga. Hull se ofreció a esperar dos porque necesitaba verle. Entró en un bar, sacó de su carrera un libro y, al levantar la cabeza una de las veces, vio pasar a Marcos León, un joven cubano alto, corpulento, semejante a un rectángulo con una cabeza, a quien alguna vez había visto entrar en la embajada. Iba acompañado por dos personas más. Hull supuso que salían de casa de Arrieta pero siguió esperando hasta que transcurrió el tiempo que había dicho.

Ahora estaba sentado en un viejo sofá de oficina. Arrieta siempre escogía un sillón giratorio gris y negro. Desde allí le dijo:

– ¿Por qué has venido esta noche?

– ¿Una mujer? -preguntó Hull a su vez.

– Creí que estabas dejándolo.

– No es sólo una mujer. Seguramente también es una trampa.

– ¿Años?

– No son los años.

– ¿Años?

– Veintiocho.

– ¿Quién se ha acercado primero?

– Ella.

– ¿De dónde sale?

– Cuba.

– Es una trampa.

– Me gustaría caer.

– Te gustaría llevarte la presa sin caer en la trampa.

La cara de Miguel Arrieta ya no era tan picuda como cuando se conocieron. Los mechones blancos en un pelo medio rizado le daban un aire de despreocupación.

– Creo que esta vez no. Esta vez no me importaría exponerme, correr peligro. Llegar incluso a caer.

– ¿Caer en dónde? ¿En el ridículo?

– No seas cruel. Supongo que me refiero a perder el control.

– ¿Hablas de enamorarte?

– Por Dios. Ni siquiera la he visto. Bueno, sólo un momento. Hablo de apostar y a lo mejor arruinarse en vez de seguir administrando un sueldo mediocre toda la vida.

– ¿Qué podrías ganar?

– Haber hecho algo. Haber vivido algo en vez de haberme dejado vivir.

– Me conmueves.

– Te burlas.

– No, de verdad. Me conmueves. Sentir lo que nunca habías sentido, como en una canción. ¿Es eso?

– Insistes en la mujer. No sé si es la mujer. Yo nunca he intervenido en nada. Sólo he cumplido órdenes.

– Y ahora ¿vas a desobedecer?

– Voy a ir por mi cuenta.

Miguel sacó de una pequeña nevera una caja de zumo de tomate y se sirvió un vaso:

– ¡Zumo o algo más fuerte?

– Algo más fuerte -dijo Hull.

Miguel le sirvió ginebra con hielo y le entregó también una botella de tónica.