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Laura había estado comprando fruta. No tuvo tiempo de guardarla porque cuando abrió la puerta sonaba el teléfono y era la voz de Agustín Sedal que le decía:
– Pablo estará esperándote a las ocho menos cuarto en la parada de autobús, como dijimos.
Laura buscó en su armario sus dos únicas prendas elegantes y se decidió por un vestido aterciopelado verde oscuro. Peinó su pelo enmarañado, se puso medias, zapatos con un ligero tacón. No tenía abrigos de vestir y acudió a una especie de capa color marfil de segunda mano pero que lavada parecía una prenda exquisita. En el metro dos mujeres sentadas frente a ella la miraron casi con lástima, como a una Cenicienta sin carroza. Ella escondió los ojos fingiendo timidez. Subió deprisa las escaleras. Cruzó la Castellana. Allí estaba la parada de autobús y detrás el edificio del banco. Pablo llegó a la vez que ella. Se conocían de la embajada pero casi no hablaron. Pablo le dio un sobre y sólo dijo:
– Apúrate, es importante que no llegues tarde, no tienen que sospechar que sólo a última hora pudimos conseguir la invitación.
Laura pasó por el detector de metales, aguardó cinco minutos y un hombre uniformado se acercó a buscarla. El banco presentaba las últimas adquisiciones de su colección de arte, con varios pintores norteamericanos. Laura se preocupó al ver que en la más joven de los asistentes. Se acercó a un grupo de periodistas y cuando uno de ellos le preguntó de qué medio era notó una mano en su codo. Philip Hull se dirigió al guipo y dijo con naturalidad:
– Me llevo a Laura un momento.
Hull la condujo a un ala medio vacía:
– No voy a preguntarte si te interesan nuestros pintores -dijo.
– ¿A ti te interesan? -preguntó Laura asumiendo el tuteo.
– Me interesa el banco -dijo Hull. Después puso una sonrisa encantadora y añadió-:;Hasta cuándo va a durar esto?
– Quién sabe -dijo Laura.
En ese instante, sin haberlo pensado apenas, Philip Hull adelantó de nuevo su brazo hasta el codo de Laura y echó a andar a su lado:
– No tengo mucho tiempo -dijo-. Me relevarán pronto, como es posible que ya sepas, No quiero jugar.
– Yo tampoco -dijo Laura.
– Entonces llámame mañana a la embajada y te daré una cita.
– Dámela ahora -dijo Laura.
– ¿Sin agenda? -se rió Hull-. De acuerdo. Hoy es viernes, el lunes diecisiete a las seis y media en la esquina de la Castellana con Martínez Campea
– Gracias.
Laura abandonó el lugar minutos después.
El lunes Philip Hull se quedó en la cama. Se le habían acumulado varias noches de insomnio, malestar de estómago, inquietud, un dolor de muelas. Necesitaba descansar. Lo decidió mientras oía el zumbido a las siete de la mañana: no se levantaría. A las nueve y media sonó el teléfono; Hull lo dejó sonar. A las diez menos cuarto le pareció distinguir la sintonía de su teléfono móvil. Se despertó de nuevo pasadas las once. Como si fuera domingo, después de ducharse y desayunar bajó al quiosco por la prensa. Al volver, forzando un poco la voz, llamó a la embajada. No se encontraba bien, había tenido un cólico que le había impedido dormir. Sólo por la mañana había logrado entrar en un sopor profundo. Bush, le dijeron, acaba de dar el ultimátum de cuarenta y ocho horas a Sadam Husein. Estados Unidos estaba en alerta roja ante posibles atentados terroristas. Hull aseguró que iría a la embajada lo antes posible. Pero durante un rato siguió sentado a la mesa de la cocina. ¿Dónde estaría la chica en ese momento?, se sorprendió pensando,
Hull no había practicado casi nunca la obediencia debida sino la obediencia medida, como le gustaba decir. Había querido hacerse una carrera pero manteniendo, al mismo tiempo, cierta libertad. La libertad de ser dueño de una historia. Y en eso consistía para él la obediencia medida, ser fiel a sus criterios, que su peregrinaje por países fuera dibujando un camino y acaso una figura, suyos ambos, camino y figura, suyos y en cierta medida diferentes de los que habría dibujado otro en su puesto. Pero con el tiempo esa figura le parecía el paradigma de la indefinición. Cuando se preguntaba qué había sido lo singular, lo diferente, no veía nada: pequeñas acciones, pequeños gestos de comprensión, mínimos, borrosos, seguramente inútiles. Después de casi treinta años de carrera sólo un hecho íntimo volvía a veces a su recuerdo con nitidez, con la nitidez suficiente como para poder avergonzarse: las semanas en que casi empujó a su mujer a los brazos del consejero político brasileño porque había advertido la atracción entre ambos y no quiso pelear, y prefirió imaginarse solo y se dijo: los lobos de mar, los viejos capitanes, no tienen esposas.
En cuanto a desobedecer, en una ocasión había sentido la tentación de hacerlo. Acaso no era poco, tenía amigos de la época de la universidad trabajando en la IBM, en una consultora, en varios trabajos diferentes y le constaba que nunca, nunca jamás, habían sentido la tentación real de hacer algo prohibido, de actuar en contra de los intereses de sus empresas, de cometer una infracción que fuera más allá de las pequeñas ilegalidades consentidas y a menudo estimuladas. Él en cambio una vez había llegado a imaginar lo que significaría quedarse fuera. Y no lo había imaginado en la fantasía sino en la hora del peligro, en los sesenta minutos que duró su vacilación.
Pero tal vez no fueron sesenta sino trescientos minutos, o acaso cinco. En realidad, si era honesto Hull debía reconocer que el tiempo de duda, de duda real, no se había prolongado más allá de los cinco minutos. Sin embargo esos cinco minutos habían estado a punto de cortarle en dos. La chica se llamaba Adriana, él llevaba dos años separado de su mujer, todos pensaron que había sido un asunto de faldas y él dejó que lo pensaran, dejó que creyeran que habría podido tirar por la borda su carrera por una mujer y jamás confesó que había sido a la inversa. Fue la Tentación de cambiar de bando lo que le hizo buscar a la mujer. Habían pasado catorce años desde el episodio de Nicaragua, ahora estaba llegando al final de su carrera en una esquina de Europa, en un país como desprendido del mapa. Ahora ya era tarde para casi todo pero se dijo que tal vez Laura Bahía pudiera ser su despeñadero, ni siquiera pensaba especialmente en el sexo, pensaba en poder cerrar los ojos y decir; yo lo viví, yo estuve en medio de las llamas y supe no hacer daño, supe decir lo justo y bajar por el río en la barcaza.
Aquél estaba siendo un día como otro cualquiera en la asesoría fiscal, igual de cansado. En cierro modo Laura prefería su vida laboral cuando era becaria, sólo en cierto modo porque entonces le agobiaba la falta de dinero. Pero como becaria trataba con clientes que vivían más o menos al día y que se acercaban a su mesa para preguntar sin rodeos si con ese sueldo podrían pagar menos a Hacienda. Ahora Laura estaba obligada a tratar con otro tipo de clientes. Su jefa trataba con ellos, en realidad; a su mesa llegaban después y no para hablar sino para terminar de resolver asuntos concretos. Lo malo era que sí hablaban. Casi siempre por sus teléfonos móviles, y también con ella. Laura tenía que oír esas voces seguras, voces que a veces parecían perder pie por una risa demasiado estridente o por un reproche formulado con excesiva agresividad pero nunca, nunca, por el temblor. Esas voces no temblaban, no había en ellas agua, sombra, cavidades. Eran voces opacas, revestidas mil veces como cámaras acorazadas. Poco antes del mediodía, una de las voces preguntó a Laura en dónde había nacido.
– En Cuba -contestó, porque también le pagaban por estar ahí delante y contestar.
La voz pertenecía a una mujer de cuarenta y tres años.
Laura sabía muchas cosas de ella: cuánto ganaba al mes en el estudio de arquitectura donde trabajaba, cuánto ingresaba por extras injustificables, a cuánto ascendían sus gastos de teléfono, los recibos de la comunidad, la plaza de garaje, la financiación innecesaria pero rentable del coche nuevo.
– ¿Y has vivido ahí? -dijo la arquitecta.
– Diecinueve años.
La voz revestida y opaca de la mujer mezcló la lástima con el escándalo mientras replicaba:
– Debió de ser duro, sobre todo para tus padres. Tantos años de dictadura. Porque ya se sabe, dictaduras de izquierdas, de derechas, son todas iguales.
Laura miró los ojos acorazados de la mujer.
– ¡Mi coche!-exclamó ella, y Laura oyó los bocinazos en la calle.
Terminó de apuntar los papeles que la arquitecta debía hacerles llegar y le dio la nota. La mujer se había puesto el abrigo mientras miraba por la ventana. Se despidió olvidando en un instante los diecinueve años de dictadura.
Un compañero se acercó a Laura para pedirle grapas. También le dijo:
– Acaban de anunciarlo en la radio. El secretario de Naciones Unidas confirma que los inspectores y el resto del personal de la ONU abandona Irak. Empieza la cuenta atrás.
Por la tarde, Laura llegó puntual a la esquina de Martínez Campos. Hull apareció enseguida y echó a andar casi sin saludarla. Le dijo que irían al bar de un hotel cercano, que le siguiera. En la recepción del hotel saludaron al agregado con familiaridad. No había nadie en el bar. Se sentaron en dos butacas amplias, tapizadas, formales, frente a una mesa baja de cristal.
El camarero también parecía conocer al agregado. Preguntó sólo a Laura qué iba a tomar y cruzó una mirada de entendimiento con Hull. Cuando se fue, Hull dijo:
– Me estáis provocando. No sé por qué. Hasta ahora has sido educada y se me ocurrió que a lo mejor podíamos llegar a un acuerdo. Tú me dices lo que quieres y yo te digo a mi vez lo que quiero.
– Quiero aprender -dijo Laura.
Hull se sorprendió. Había tenido la tentación de marcharse, se había sentido incómodo desde el momento en que vio a la chica y había dado para sus adentros la razón a Marian Wilson, debía haber encargado la tarea a un subalterno. Sin embargo ahora esas dos palabras le hacían gracia. También, era consciente pero de qué servía serlo, le halagaban.
– ¿Inglés? -dijo para rebajar el envite de Laura. En ese momento los dos rieron y fue como si hubieran establecido una alianza aun en contra de su voluntad.
Laura Bahía miró al agregado. Se peinaba sin raya y en la cabeza se le formaban dos pequeños caminos, fruto de la distribución del pelo o tal vez de una calvicie incipiente. Dos tramos de cuero cabelludo al descubierto, desnudo, hicieron a Laura consciente de que también estaba hablando con un cuerpo.
– Quiero aprender diplomacia-dijo.
– Permíteme que lo dude. Arte de conducir las relaciones oficiales entre los estados, lo sabes, ¿no? Pero a ti parece que te interesan más las relaciones extraoficiales, digamos encubiertas. -Hull dejó sobre la mesa dinero para los cafés. Con un tono que quiso fuera de cansancio, dijo-: Ahora, sin mentir, dime qué buscáis, qué buscan a través de ti.
Laura claro que iba a mentir pero, pensaba, hay condiciones imposibles, condiciones que es inútil poner al otro.
– Buscamos un intermediario -dijo. Sin saber bien por qué, miró hacia otro lado al añadir-: Cuando te vi en el autobús me quedé de piedra. Suponíamos que enviarían a un asistente cualquiera. Yo debía hacer que esa persona me guiara hasta ti.
– ¿Por qué así? ¿Por qué no habéis actuado de forma abierta?
– Oficialmente no hemos actuado. Oficialmente sólo soy una chica demasiado joven y demasiado individualista que tiene cariño y visita a menudo en la embajada a un viejo amigo de sus padres -dijo Laura.
Hull se fijó en sus pómulos, en cómo se extendían hacia los ojos sin una arruga. Era en efecto una chica mucho más joven que él, pero al mismo tiempo no lo parecía, quizás porque los veintiocho años estaban ya muy cerca de los treinta, o tal vez sólo porque en sus gestos faltaba esa precipitación que separa las manos de los ojos, las piernas de la cara en la juventud. Philip Hull supo que volvería a verla. Se dijo que no estaba siendo imprudente, se dijo que incluso podía estar jugando una buena carta, podía haber dado con algo de valor después de todo.
– Ahora tengo prisa -dijo-. Si quieres que volvamos a vernos, tienes que darme garantías.
– Jorge Salinas -dijo Laura.
Hull tenía información sobre Salinas, sabía que dentro de la facción más dura del régimen cubano había sectores enfrentados y que Salinas estaba en uno de esos sectores.
– Es sólo un nombre -dijo.
– Antes de seguir hablando yo también necesito garantías.
– Qué clase de garantías.
– Podría ser que hubiera un grupo dentro del Partido. Podría ser que tuviera un proyecto que quisiera llevar a cabo desde dentro. No con recogidas de firmas ni nada parecido sino hablando y convenciendo a algunas personas. Podría ser que necesitara ayuda. Podría ser que alguien con un perfil como el tuyo estuviera dispuesto a escuchar sin dar parte. Sin que haya posibilidad de que en Miami lo sepan y, por tanto, también lo sepa el Partido.
– Tenemos la guerra en medio. Es una extraña historia esa que dices. No te prometo nada -dijo Hull-. Y ahora mi garantía: si de verdad Salinas está en esto quiero el nombre de dos de vuestros infiltrados en Miami.
– Lo consultaré.
– Me marcho -dijo Hull levantándose-. El próximo lunes, a las siete y media de la tarde, en la plaza de Colón.
Sin moverse de la silla, sin apenas levantar la cabeza sino sólo los ojos hacia Hull, Laura dijo:
– Hasta el próximo lunes. Es mejor que ahora yo me quede aquí.
No había sillas Ubres, pero un mentón y una mirada le indicaron la presencia de un pequeño taburete en una esquina. Laura se sentó sin atender al contenido de la reunión. Había tenido que meterse en el metro y volver a salir subiendo y bajando escaleras a toda velocidad, casi como en una película. Porque de nuevo la seguían y ahora se trataba de alguien más experto que el primer hombre. Todavía respiraba agitada, pero al menos estaba segura de haberle dejado atrás. Esta vez no quería servir a nadie en bandeja la dirección del grupo. Intermitencia no era como el grupo portugués. No estaba fichado, no hacía comunicados, no existía como grupo sino sólo cuando sus elementos se reunían o actuaban, de tal manera que al separarse, como si el oxígeno se separase del hidrógeno, el grupo, el agua, desaparecía.
Laura levantó los ojos. Un chico joven de pelo muy corto estaba proponiendo una acción en su facultad. Laura no quiso escuchar. Si no formara parte de la comisión, si su vida fuera la de una joven cualquiera, tal vez habría elegido integrarse en un proyecto como aquél. Pero formaba parte y sólo había acudido para continuar despertando las sospechas de la embajada, para dejar caer información con que confundirlos. El chico había terminado. Los asistentes se miraron entre sí. Una mujer de alrededor de treinta años tomó la palabra para hablar de la invasión de Irak.
¿De quién sería la casa en dónde estaban? Apenas había rasgos distintivos, sólo sillas varias, un sofá gris, una lámpara de porcelana. Laura buscó la pared y apoyó la espalda, relajada. Había cumplido su misión aquel día, había sido seguida, tenía algo con que presentarse el lunes siguiente ante el agregado.
Hull encontró la nota en su mesa. En Cuba habían detenido a treinta y dos opositores al régimen. Se creía que los nombres de los opositores los habían facilitado agentes infiltrados y se temía que hubiera más detenciones. Hull pensó que todo se complicaba. Le habría gustado ir a ver a Arrieta pero esa tarde un joven diplomático del staff de Hull daba una fiesta en su casa para presentar a su futura esposa.
La casa no era muy amplia, había gente en todas las habitaciones. Hull entró en lo que parecía un cuarto de invitados. Estaba vacío. Hull subió la persiana. Era un octavo piso. Miraba las luces pequeñas de los coches, las farolas de la M-30 cuando olió el tabaco rubio que fumaba Wilson. Se dio la vuelta. En la entrada del cuarto estaba ella, mirándole.
– He mandado seguir a tu cubana -dijo Marian Wilson.
– Poco te duran los favores -contestó Hull.
– La guerra va a empezar, en Cuba hacen una redada masiva contra los opositores. No pretenderás que actúe igual que hace tres días.
– Por lo menos, podías haberme avisado.
– Precisamente lo que no podía era avisarte. Podías haberte puesto tú en mi lugar. Haber venido a verme y haber revocado el favor.
Se hablaban a dos metros de distancia, iluminados sólo por la luz del pasillo y el escaso resplandor nocturno en la ventana. Hull apartó un montón de chaquetas y de abrigos, pero debajo no había una silla sino un mueble con zapatos. Se apoyó en él y con voz indiferente dijo:
– Tienes razón.
Wilson pasó al cuarto para apagar el cigarrillo. Ahora ya no les separaba más de un metro.
– No me des la razón con ese desprecio. Supongo que esperabas que transgrediera las normas por ti.
– No espero eso de nadie que trabaje en nuestra embajada-dijo Hull.
– Tu cubana, después de hablar contigo, ha seguido manteniendo contactos con grupos dudosos.
– ¿Estás segura?
– Casi segura. Lo que sí sé es que logró despistar al hombre que le envié. No era un funcionario cualquiera.
Era uno de los mejores de mi equipo. Esa chica ha sido entrenada.
De pronto se encendió la luz del cuarto. Un joven español les sonrió algo turbado.
– Venía por un mechero -dijo, y estuvo revolviendo entre las chaquetas hasta encontrar uno. Al salir, se dejó la luz encendida.
Wilson abrió una silla plegada que había junto a la pared, y se sentó frente a Hull. Él la miraba ahora casi con humildad.
– Lo siento -dijo-. Siento no haberlo pensado. Esta historia me hace recordar viejos tiempos. Y no me refiero a Nicaragua. Verás: a lo mejor no he perdido todas mis oportunidades. A lo mejor todavía puedo retirarme habiendo hecho algo.
– Yo también lo siento. No me has pedido muchos favores. La verdad es que pensé que lo entenderías.
– Lo entiendo -sonrió Hull-. Sólo se me ocurre que vayamos a medias.
La luz les había cambiado a los dos y ahora volvían a ser dos cargos, dos colegas en una fiesta de otra generación.
– Te escucho -dijo Wilson.
– Parece que me buscaban a mí. Especialmente a mí, quiero decir. Supongo que hasta los errores pueden rentabilizarse en algún momento de la vida, y algo deben de saber de mis errores.
– Siempre es sospechoso cuando son ellos los que buscan.
– Nosotros también lo hemos hecho. A esta chica la envía la facción de Jorge Salinas. Me lo dijo y he podido comprobarlo.
– De acuerdo, Salinas es un tipo que nos interesa. Pero yo tengo que informar de esto. Me dirán que me haga cargo si es que no meten a más gente. Con las detenciones, ahora ven infiltrados en todas partes. -¿Cuánto os interesa Salinas?
– Mucho. Más que mucho. No es la primera vez que oímos su nombre mezclado en lo más parecido que pudiera haber a un motín.
– Entonces defiéndeme. Lo estudiáis, tanteáis vuestras mentes, hacéis vuestro cálculo de probabilidades. Pero si después de todo os sigue interesando, defiéndeme. Soy un buen contacto. Esta vez no te lo pido como un favor, creo que puedo ser útil. Me quieren a mí como intermediario, no van a aceptar a terceros y menos si son de la agencia.
– «Por una vez soy útil» -imitó Wilson sonriendo-. No intentes darme lástima. Te defenderé. Pero si querían un intermediario, ¿por qué la chica sigue visitando grupos? Si las visitas eran un cebo, tú ya has picado.
– A lo mejor no eran un cebo. Es una de las cosas que hay que averiguar -dijo Hull, y le tendió la mano-. ¿Estás conmigo en esto?
– Te tendré al corriente de todo lo que pueda tenerte al corriente -dijo ella estrechándosela.
Es una forma dura de decirlo, pensó él.
Llegaron como dos duelistas. Philip Hull entró en la plaza desde la calle Serrano y Laura Bahía desde la parte baja de Jorge Juan. Se vieron a distancia aunque ya anochecía. Ambos mantuvieron el ritmo de su andar, ninguno aminoró la velocidad forzando al otro para que se aproximara, y tampoco ninguno se apresuró. Cuando se dieron alcance, vacilaron. Enseguida Laura besó al agregado en la mejilla; él la correspondió.
– El otro día me siguieron -fue lo primero que dijo Laura.
– Lo sé. ¿Nos sentamos en ese banco?
– Te había dicho que para nosotros éste es un paso peligroso. No somos todos los que estamos. Es una iniciativa diríamos por libre…
– Con la guerra y con vuestras redadas, mis movimientos han quedado muy restringidos. -Los dos se habían sentado en un banco de piedra y hablaban mirando de frente a los escasos paseantes-. Y lo estarán más si sigues provocando.
– Yo no he provocado.
– Lo has hecho. Despistaste al hombre, como si tuvieras algo que ocultar.
– Ah, eso. Me dio rabia verle ahí. Me dio rabia saber que podía despistarlo y… sí, lo hice. Agustín también me lo ha reprochado. Pero él lo entendía. No creo que tú puedas entenderlo.
– Encender el qué.
– La rabia. La rabia de ir perdiendo desde el principio, y no por jugar peor sino porque nos han dado menos cartas.
– No tengo mucho tiempo -dijo Hull.
– Claro -dijo Laura y comparó su pesado reloj de muñeca de esfera grande y gruesa, el reloj que había sido de su padre, con el pequeño reloj de Hull, de esfera dorada, ligera, con una fina correa de piel. Miró también sus viejas zapatillas de deporte negras, gastadas, la suela comida por los bordes. Al lado de los mocasines de Hull parecían pertenecer ei alguien mucho más fuerte-. No aceptaremos que nos sigan -dijo Laura-. Ni a mí ni a nadie que partícipe en esto.
– No puedo evitarlo.
– Entonces, nos retiramos -dijo Laura, y se levantó.
De nuevo besó a Hull en la mejilla, como si se tratara de un tío suyo.
Hull dejó que se fuera. El órdago de Laura le convenía a él tanto como a ella.
A Marian Wilson no le gustaba pedir favores a sus superiores. Aun cuando no fueran, en absoluto, favores personales; aun cuando se tratara sólo de mover las normas unos centímetros para permitirle realizar mejor una tarea. Wilson prefería no tener que negociar, no deber nada. Pero al fin sabía que a sus superiores, en cambio, les gustaba tenerla en deuda. Cada favor, cada mínima excepción era poder que ellos acumulaban, era la posibilidad de exigirle o echarle en cara algo. Por eso solían jalear lo que ellos llamaban la iniciativa. Y así tampoco tuvo que violentarse demasiado, ni pudo con sinceridad culpar a Hull de esa pequeña dejación de sus costumbres. Si no hubiera sido por él, tarde o temprano habría tenido que encontrar o bien agrandar una razón para pedir, para que sus jefes vieran que se arriesgaba, que no tenía mentalidad de ahorradora cubriéndose siempre las espaldas.
Norman Carter escuchó la crónica de Wilson sin hacer preguntas. Después dijo:
– En este momento, las detenciones de los opositores nos están perjudicando mucho. Cuatro europeos o cuatrocientos escribiendo a favor de la libertad de expresión no solucionan nada, y lo cierto es que en la isla ahora vamos a tener que empezar otra vez casi desde el principio. Es un trabajo lento y fatigoso. Lo que me cuentas parece un regalo caído del cielo, y eso es lo que me preocupa.
Wilson, la cara entre las manos, asentía con calma.
– A mí también me preocupa, nunca daríamos un paso que nos comprometiera.
– Castro tiene infiltrados por todas partes. Si pensábamos que tenía mil, ahora estamos empezando a pensar que tiene -Norman Carter pareció buscar una cifra en el aire con la mano-…más -se limitó a decir-.
– Pero sabemos que hay tensiones dentro. Llevamos más de un año detrás del grupo de Jorge Salinas. Recuerda que hace dos meses hicimos una gestión, una oferta económica. Los sobornos siempre son lentos.
– Sin duda. No perdemos nada por dejar de seguir a la chica durante, digamos, dos semanas. Hasta que sepamos qué quieren, o cuánto quieren -Carter sonrió-. No seguirla no significa renunciar a investigarla, por supuesto. ¿Tienes ya suficientes informes?
– Nunca son suficientes. Aunque no parece haber nada raro. Los tienes en la carpeta.
– ¿Qué me dices de Hull? Por lo que sé, ha dado demasiados bandazos.
– Precisamente por eso le han buscado. Creen que tiene el corazón dividido y que pueden fiarse de él.
– ¿Cómo fiarse?
– Al parecer, le han pedido que no prometa lo que no pueda cumplir.
– Ya. ¿Y lo tiene dividido? No creo que pueda ¡Ligárnosla, pero me molestaría que se le ocurriera jugársela él sólito, ya sabes, uno de esos gestos impulsivos y estúpidos que expanden la estupidez a todos los que están cerca.
– El trato es no vigilar a la chica. En cuanto a Hull, yo no he dicho nada.
El lunes siguiente Laura eligió el sitio. Envió por correo una carta al domicilio particular del agregado con la dirección, la hora y el nombre de la cafetería donde habrían de verse. Luque, un ¡ocal anodino y viejo, sillones de skay, dibujos de platos combinados en las paredes.
Laura llegó primero y pasó al fondo a llamar por teléfono. Cuando salió, vio que Hull la esperaba de pie ¡unto a una mesa vacía, mirando hacía la entrada, inerme como cualquiera que está siendo observado y no lo sabe, inerme y sin embargo endurecido, tenso. Laura habría querido salir y volver a entrar, pero sólo había un pasillo entre la barra y las mesas. Rozó con su mano el brazo de Hull. El agregado simuló no sorprenderse. Se sentaron sin besarse.
– Tengo las manos libres durante dos semanas -dijo Hull-. Y tú, ¿tienes los nombres de los infiltrados?
– No, no te los daremos. No somos traidores.
– Me lo pones difícil.
– Tengo un dato -dijo Laura-. Hace dos horas han secuestrado un avión. Hacía la ruta isla de la juventud-La Habana. Al parecer el secuestrador amenaza con hacer estallar una granada si no le proporcionan combustible para llegar a los Estados Unidos. Tiene cuarenta y seis rehenes.
– ¿Quieres decir que sabíais que lo iban a secuestrar?
– No. -Laura buscó con insistencia los ojos del agregado-. Quiero decir que en este momento muy pocas personas saben que ha ocurrido. Y una de esas personas es Jorge Salinas.
– Es poco -dijo Hull.
– No daremos ninguna información que pueda hacer daño.
– Y si no llegan a secuestrar el avión, ¿cuál habría sido tu garantía?
– Ninguna. Te habría contado lo que queremos. Sí os interesa bien, y si no, adiós. Tal vez sea lo mejor, con todo lo que está pasando.
Golpes de platos contra cubiertos, voces, el vapor a presión en la máquina de café, una televisión encendida en las alturas. Laura y el agregado apenas podían oírse, pero ninguno quería subir la voz.
– ¿Tenemos que quedarnos en este sitio?
Laura asintió.
– Entonces acércate y dime qué queréis.
La cara de Laura estaba tan cerca ahora. Philip Hull pensó que podría cogerla entre sus manos sólo para que ella sintiera el tacto, la firmeza, la osadía. Laura empezó a hablar.
– Proyecto repliegue, éste es el nombre. Algunos prefieren comisión suicidio. Algunos, y algunas, quizás piensen que no sería una táctica socialista resistir en condiciones tales que sólo cumplan una función negativa, que sólo favorezcan a quienes están interesados en pensar y hacer pensar que el socialismo no es posible.
Hull dejó de mirar los ojos castaños tiznados de minúsculas manchas verdes. Sería curioso que hubiera algo de verdad en lo que estaba oyendo. Sería extraordinario que precisamente él hubiera ido a dar con algo así.
– ¿Una perestroika? -dijo para provocarla.
– No. No convertirse en otra cosa sino dejar, temporalmente, de existir.
– Eso hicieron los rusos.
– Los rusos -dijo Laura- se convirtieron en otra cosa. De algún modo dijeron: la revolución no sirve, hagamos otra política. Nosotros claro que sabemos que hay cosas de la revolución que están mal. Nosotros nunca defendimos que pudiera existir un cielo, ni católico ni comunista. Pero no abandonaríamos por eso. No convertiríamos la revolución en otra cosa sino que nos retiraríamos.
– ¿Cómo?
– Como un suicidio. Una muerte rápida y consciente, sólo que temporal. Decir a los pueblos que lo intentamos. Decir que conseguimos lo que pudimos, y lo que no pudimos, aun contando con los errores, tal vez lo consigamos en el futuro, cuando seamos más.
– ¿Trotskistas en el Partido Comunista Cubano? ¿La imposibilidad del socialismo en un solo país? -No.
– Es lo que parece.
– Se trata de elegir no jugar. Sí la partida se da en tales condiciones que una de las partes está condenada de antemano, entonces que esa parte no juegue. No juegues, y espera y trabaja para que llegue el momento en que puedas jugar al menos con el mismo número de cartas que el contrario. -Sigo sin entender cómo lo haríais. Laura miró a aquel hombre de cara amplia que le hablaba de Trotski y había nacido en Maryland. Entender, ¿cuánto podía entender de lo que ella le estaba diciendo? Sentía cierta atracción y quizás no fuera solamente la piel cuando reconoce otra piel cercana y accesible. ¿Qué otra cosa, entonces? Tal vez, se dijo, su propia y menuda y oculta desesperación, -No queremos -dijo Laura- que digan que el tren descarriló. Lo que pasa en Cuba no es un descarrilamiento. Es que nos están presionando para que descarrilemos desde hace más de cuarenta años.
– Espera, espera -le interrumpió Hull-. ¿Entonces es esa cantinela de que toda la culpa la tiene el bloqueo?
– El bloqueo, el exilio más duro de Miami, tal vez habríamos salido adelante a pesar de ellos. Pero no es sólo eso, aunque eso sea tanto. A principios de los noventa jamás lo habríamos dicho. Entonces resistir tenía sentido. Ahora también, pero,…
– Si os suicidáis ahora., dirán que sólo ha sido una perestroika tardía.
– No lo dirían si lo hiciéramos bien. Si pudiéramos hacerlo bien.
– ¿Conservando algunas de vuestras conquistas, salud, educación? -preguntó Hull.
– No, no. Eso no es morir. Eso es sobrevivir aceptando creer en el absurdo, creer que puede haber un capitalismo mejor que otro.
– ;No estarás hablando de mataros físicamente, toda la isla, como una secta?
– Claro que no.
Laura miró a Hull y en ese momento lo supo. Que se besarían. Tarde o temprano. Que estarían desnudos y solos tarde o temprano.
– ¿A qué te refieres entonces con «hacerlo bien»?
– Llegar a estar todos de acuerdo. Hacer una declaración y hacer que el tren se pare, y espere, espere hasta que un cambio en las condiciones le permitan volver a ponerse en marcha. Y replegarnos, a nuestras casas, a nuestros trabajos. Vivir sabiendo que no es esto, aguardar a que el capitalismo se ahorque con su propia cuerda. Nosotros le daremos la cuerda y esperaremos.
Hull ignoraba que Laura, aun mirándole, no le miraba. Sólo miraba y veía ese tren parado y tal vez lluvia, y frío. Él sí la veía. Su mirada descendió desde los ojos de Laura hasta el mentón y el cuello que se hacía carne en el triángulo de la camisa entreabierta. No la estaba imaginando; la estaba viendo sin ropa, frágil pero magnífica, y tan cercana. Entonces deseó que le viera a él. Deseó no tener que mentir aparentando ser más poderoso y más conservador de lo que era, y no tener tampoco que fingir un idealismo que ya había perdido. Deseó que le viera a él, al hombre individualista, escéptico y a veces generoso, deseó que le tocara.
– ¿Tú crees todo esto que me estás diciendo?
– Yo soy la mensajera -dijo Laura-. Lo que yo creo da igual.
– ¿Qué queréis?
– Dinero.
– Cuánto.
– Tres millones de dólares. La misma cantidad que vais a entregar al proyecto de transición para Cuba de la Universidad de Miami.
– Una bonita historia. Y difícil de creer -dijo Hull-. Tres millones. No sé qué dirán. Lo único que sé es que no somos las hermanitas de la caridad. Hay un control muy estricto de los gastos. Estas cosas son lentas.
– «Esta cosa» no puede ser lenta -dijo Laura-. Los que lo defienden quieren seguridad y medios para convencer al resto.
– En cualquier caso, necesito un informe. Quiero saber exactamente en qué lo usaríais y quiero una copia de esa posible declaración. ¿Podrás traerlo el jueves?
– Creo que sí.
Se levantaron a la vez, cautos los cuerpos, sin que hubiera el mínimo roce de una mano, una pierna, una manga siquiera. Cautos los cuerpos y en los diez rígidos centímetros de separación todo el deseo.
El martes Hull se quedó trabajando hasta tarde. La guerra estaba provocando una acumulación de carpetas con asuntos pendientes y le producía una suerte de calma empezar a cerrarlas, responder los correos, dar el visto bueno o denegarlo mientras, como si fuera una cualidad del aire, percibía que la embajada se iba vaciando, esa mezcla de ecos de pasos, bajas en el tablero de luces de la fachada y teléfonos que ya nadie descolgaba. A las nueve y media él también apagó su despacho, cruzó unas dependencias solitarias, salió a la noche y echó a andar.
En Madrid Hull había tenido una amante. Sólo una, aun cuando sus colegas y él mismo jugaran a insinuar un historial de múltiples relaciones en cada destino. Hull la llamaba para sus adentros su amante porque era una mujer casada, si bien cuando ambos empezaron a verse ella se estaba separando. Era casi tan joven como Laura. Tenía treinta y un años. Claro que entonces Hull tenía algunos años menos. Su relación duró dos años y medio. Hacía más de un año que no se veían. Ahora ella tendría treinta y cuatro, tal vez treinta y cinco. Siete más que Laura, se dijo Hull. Se llamaba Ivana y trabajaba en la radio. La había conocido en un encuentro con los medios de comunicación sobre las elecciones en Estados Unidos. Hull recordaba la sensación de echarla de menos, se recordaba a sí mismo en la embajada imaginando que iba a su casa y encontraba a Ivana descalza oyendo música mientras se preparaba la cena. Más de una vez lo había hecho. La casa de Ivana estaba cerca de Atocha, en una calle estrecha de nombre todavía insólito para Hull, Amor de Dios.
Hull no quería ver a Ivana ahora, a lo mejor le habría divertido jugar a esa canción española de título Pasaba por aquí, llamarla desde una cabina cercana y saludarla. Pero en realidad ni siquiera quería eso. Probablemente Ivana estuviera casada o al menos con otra pareja, acaso embarazada. No quería verla, sólo quería verse a sí mismo cuando iba a visitarla y por eso paró un taxi y le dio la dirección de la calle Amor de Dios, aun cuando recordara borrosamente que, después de dejarlo, una vez ella le dijo que iba a mudarse.
Registró entonces Hull un movimiento brusco, tal vez una caída o una carrera, pero apenas hizo caso. Fue el taxista quien unos minutos después dijo:
– ¡Pasa, gilipollas! Y si no, quítame el morro de encima de una vez. Pues no, no pasa.
Hull miró hacia atrás y sólo vio un taxi que se cambiaba de carril.
Cuando ya iban a entrar en Amor de Dios, el taxista pitó e insultó esta vez a un coche que le impedía hacer bien el giro. No era un coche, era un taxi, era el mismo taxi, y Hull dijo:
– Discúlpeme, no me voy a quedar en esta calle, he olvidado algo. Lléveme a General Arrando.
El taxista le miró un segundo y murmuró algo que Hull no alcanzó a oír. ¿Le seguían los cubanos, le seguía Manan Wilson, le seguían los superiores de Wilson sin haber contado con ella? El taxista vio por el retrovisor la expresión abstraída de Hull y emitió un gruñido, pero ahora la cara de Hull parecía irritada, casi furiosa mientras Hull pensaba que su capricho adolescente habría podido comprometer a Ivana o a los desconocidos que vivieran en su piso, que hasta su gesto de regresar a casa podía resultar contraproducente para él, para la operación, para los cubanos si es que no eran ellos los que le seguían.
El miércoles, Laura y Agustín Sedal terminaban de redactar el informe para Hull cuando apareció Carlos Osorio, quien acababa de llegar de Bruselas. Entró sin llamar. Pensaban que sería alguien de la empresa que les cedía el local y, al verlo, se sobresaltaron. Osorio les contó que esa madrugada habían secuestrado una lancha con cuarenta pasajeros, algunos, niños. Parecía que el secuestro se iba a saldar sin víctimas, pero Osorio había oído que estaba considerándose la posibilidad de pedir para los secuestradores la pena de muerte. Además, ya se sabía que las peticiones fiscales para los disidentes mercenarios encarcelados eran singularmente altas.
Después, Osorio dijo:
– A veces no basta con tener razón.
Agustín y Laura lo miraron. Osorio era un hombre de cincuenta y tantos años, con el pelo gris extremadamente corto. Era de los que nunca dudaban, ni siquiera por un exceso de convencimiento sino más bien debido a un rasgo de carácter, como no duda por lo general mientras baila aquel a quien le gusta bailar. Y ahí estaba ahora, desconcertado, como perdido en medio de ¡a habitación.
– Vamos, Carlos, siéntate.
Carlos lo hizo y siguió hablando:
– He tenido tiempo de acostumbrarme a todo lo que dicen de nosotros, y a lo que seguirán diciendo. He tenido tiempo de acostumbrarme a nuestros errores, que no son pocos. A todo me he acostumbrado, pero lo que yo no esperaba, lo que ha aparecido de repente y no voy a ser capaz de soportarlo, son los sueños, mis jodidos sueños.
– El tiempo todo lo cura, dicen -dijo Sedal
– Los sueños no. Una vez que aparecen ya tú no te libras, no puedes volver a guardarlos en dondequiera que estuviesen. Porque en algún sitio estaban y yo no lo sabía. Intento que vuelvan a ese sitio. Es inútil. ¿Tú me entiendes? No caben. Las puertas no cierran. Cuando menos lo espero me sorprendo pensando en lo que yo haría si tuviera a mi cargo un programa de investigación alimentaria con fondos suficientes. Y no me pregunto quién pondría esos fondos.
– Venga, Carlos -dijo Sedal-, estos días están siendo duros. ¿Crees que los demás no tenemos esa clase de fantasías?
– No lo sé. ¿Tú las has tenido?
– Y mucho más zonzas. Me he imaginado dando conferencias sobre la legitimidad del poder político en Europa. Me he imaginado en Ginebra, con mi mujer, viviendo en un hotel y paseando todas las mañanas por el campo después de uno de esos desayunos continentales, tal vez con un carro pequeño.
Laura sabía que de algún modo no era su turno. No debía participar en la conversación. Porque ellos imaginaban lo que no harían. Aunque Osorio aún tenía edad para aceptar una oferta de cualquier universidad extranjera, la balanza de los años pesaría más, Laura casi podía poner la mano en el fuego. En cambio ella todavía podía ser otras Lauras. Si las cosas cambiaban en Cuba dentro de cinco años, a nadie le importaría demasiado, ni siquiera a ella, su pasado comunista y podría tener otra vida. Otra vida sucesiva.
– Tantos años -dijo Osorio- y lo que hemos aprendido es que la fuerza vence a la razón.
– No es poco -dijo Sedal.
– ¡Es algo que sabíamos antes de empezar!
– Las cosas no se saben hasta que se hacen.
– Me parece -dijo Osorio recomponiéndose, con la voz más firme y un cuerpo que ya no se abandonaba sobre la silla- que este proyecto suicidio está demasiado cerca.
– ¿Demasiado cerca? -Pero Sedal en realidad no preguntaba.
– Demasiado cerca de lo que algunos, a veces, hemos pensado.
– Así deben ser las tapaderas.
– Exacto -dijo Osorio, y sacó unos papeles-. Aquí tienen la declaración que me habían pedido. No se la den ahora. -Se dirigió sólo a Laura-. Tú debes saber que existe y que él sepa que tú lo sabes. Pero no se la darás hasta que tengamos el dinero.
Sedal tomó la declaración y empezó a leerla. Osorio volvió a perder pie.
-Ahora no, ya la verás más tarde -dijo, y luego-: Me han dicho que aquí en España había un juego que empezaba así: De La Habana ha venido un barco cargado de caballos…
– Catalejos -dijo Laura.
– Campanas -dijo Sedal.
– Hacia La Habana ha partido un barco cargado de… -dijo Osorio.
-Computadoras -dijo Agustín Sedal
Los dos miraron a Laura.
– ¿Es para eso? -preguntó ella.
– Sí. Entre dos y tres mil equipos de varias clases.
– Pero… -empezó Laura.
– Pero nosotros podríamos comprarlos. Es lo que ibas a decir, ¿verdad? -dijo Sedal.
Laura asintió.
– Es verdad -dijo Osorio-. Podríamos. Sin embargo no se trata sólo de poder. Se trata de que los paguen ellos.
– Hace dos meses una funcionaría de inteligencia movió sus fichas -dijo Sedal-. Se acercó a mi gente para sobornarla. No es la primera vez. Llevan años aprovechándose de nuestras dificultades, son rastreros. Porque es rastrero sobornar al que no tiene.
– No se trata de echar toda la culpa a los americanos -dijo Osorio-. Algo no hemos hecho bien para que haya gente en Cuba que se deje comprar por una computadora portátil y dos linternitas. Pero es rastrero por parte de los grandes paladines de la libertad. Es mezquino aprovecharse de las carencias. Comprar a las personas con una grabadora, un fax y tres latas de melocotón en almíbar.
– Habría sido una idea, ¿eh, Carlos? -dijo Sedal-. Inundar la isla de melocotón en almíbar, miles de latas, cientos de miles, cientos de millones. Pero a nosotros no nos ofrecían latas de melocotón. Nos ofrecían cuentas con dinero para otra vida. Y ya está bien. Ya está bien. Vamos a pasar a la ofensiva, a nuestra pequeña escala, como podamos.
– Fue esa misma funcionaría quien promovió que España presentara en la Unión Europea la posición común contra Cuba que tanto daño nos ha hecho al extender el bloqueo -dijo Osorio.
– Marian Wilson -dijo Sedal-. Alguna vez te he hablado de ella. Hemos tenido la industria textil paralizada porque ella impidió que nos vendieran los lectores ópticos que ya habíamos pagado. Mantiene reuniones con empresarios un día sí y un día no para recordarles las consecuencias que puede tener violar el bloqueo. Vamos a hacer que caiga. Porque cuando sepan que se ha gastado el dinero en computadoras para nosotros, caerá. No es mucho, pondrán a otra como ella. Pero sabrán que tienen que contenerse un poquítico. Que no pueden tratarnos como a miserables.
– La remesa informática será un pequeño estímulo. Incluso no tan pequeño -dijo Osorio-. Seguiremos resistiendo. -Se levantó y avanzó hacia la puerta. Iba a salir pero se volvió-: Y para qué -dijo-. Es inútil oponer la fuerza a la razón. Sólo se puede oponer la fuerza sostenida de los que no tienen razón a la fuerza sostenida, si alguna vez eso fuera posible, de los que sí la tienen, de los que son más justos. No ocurrirá nunca. ¿Y de qué sirve tener razón si tienes que fusilar porque no eres fuerte?
Laura y Agustín le miraron en silencio.
– No se preocupen -dijo-. Un día como el mío lo tiene cualquiera.
Agustín salió para acompañarle. Cuando volvió a entrar, Laura dijo:
– ¿Qué está pasando?
– Tres secuestros de naves con pasajeros desde el ultimátum de Irak hasta hoy, siete en los últimos meses, y se están investigando veinte tramas más en marcha. Parece claro que están organizados por la mafia de Miami con el apoyo silencioso de los Estados Unidos. Quieren una nueva crisis, la quieren justo ahora.
– ¿Tú crees que lo conseguirán?
– No. Con las detenciones de los llamados opositores, la revelación de los infiltrados y a lo mejor esas condenas, lo normal es que los secuestros paren.
– Yo también tengo sueños a veces -dijo Laura.
– Claro -dijo Sedal.