37992.fb2 El Lado Fr?o De La Almohada - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

El Lado Fr?o De La Almohada - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

3

Philip Hull y Laura Bahía habían quedado en verse en el Instituto Iberoamericano de Finlandia. Era un lugar público pero tranquilo. Había una exposición de un solo pintor. Todos los cuadros tenían el mismo tema, el viento, y una belleza extraña: playas con toldos rasgados, cipreses como protegidos por telas rayadas.

– Así que no vais a darme la declaración -dijo Hull.

– Todavía no.

Hull se movió hasta el siguiente cuadro. Laura le siguió. El viento parecía soplar realmente en ese espacio azul, gris y rojo de cometas solas. Hull lo miraba y no habría podido decir quién midió mal la distancia, o bien quién se bamboleó más; lo cierto es que ambos brazos se tocaban ahora, el brazo de Hull contra el hombro y el brazo de Laura, y Hull no iba a corregir esa distancia.

– Si os pido información y no me la dais, cómo pretendéis que os crea -dijo Hull.

Entretanto, la presión en el brazo sucedía al margen de las palabras. Hull persistía en esa presión y disfrutaba viendo cómo Laura hablaba sin que su voz se diera por enterada de lo que pasaba en su brazo, como si no estuviera disimulando ante los cuatro visitantes que junto a ellos se movían por la sala sino ante sí misma.

– Nuestros infiltrados en los grupos que llamáis de oposición iban cada poco tiempo a ver a sus oficiales para que los preparasen carpetas con la información que vosotros les pedíais. Si quisiera engañarte me habría resultado más fácil pedir que me hicieran una declaración falsa.

– O no hacerlo y contarme lo que me estás contando. El truco de que no somos traidores y no delatamos, y precisamente porque somos auténticos no re damos lo que quieres, es igual de viejo.

– Es verdad -dijo Laura. Parecía tranquila.

Philip Hull tampoco se inmutó. Sabía que al final su trabajo era decidir. Y decidir siempre significaba apostar, en alguna dirección. Decidir era lo contrario de tener datos fiables según los cuales actuar. Decidir se valoraba tanto precisamente porque los datos no eran del todo fiables. Con cada decisión lo que se pagaba no era la decisión sino la soledad al haberla tomado. O te Fías o no. Eso era todo. Si nunca te fías, te quedas sin aliados. Si siempre te fías, te engañan.

Philip retiró su brazo pero sólo para tomar a Laura por el hombro con aparente naturalidad y dirigirla hacia un nuevo cuadro.

– Estoy cansado de ver exposiciones -dijo-. Supongo que temen no poder protegerte si nos vemos en un lugar privado.

De nuevo sus brazos se tocaban. Tal vez ahora la presión hubiera aumentado cuatro o cinco atmósferas. Laura se separó para buscar la cara de Philip.

– Tengo que irme -dijo-. Cuando leas los informes me llamas.

– Tres millones es mucho dinero.

– Lo que ofrecemos es más de lo que podríais conseguir trabajando veinte años con vuestros opositores en la isla.

Laura puso la mano en el cuello de Philip Hull. Se besaron en la mejilla. Luego Philip rozó los labios de Laura con los suyos al mover la cara y las bocas se abrieron como remolinos, como túneles, como el vértigo de estar cayendo en sueños y sin embargo mantenerse, las dos lenguas entrelazadas, suspendidas mientras en el estómago perdura la sensación de caer pero en la boca, el vuelo.

Después del beso Laura salió sin mirar a Hull. Echó apenas un vistazo a la pareja de chicas, al hombre mayor y al joven que miraban los cuadros. Cuando Laura se hubo ido, Hull también les miró. Se dijo que era una sala demasiado pequeña. Si alguien les hubiera seguido, a él, o a Laura, o a los dos, se habría quedado merodeando fuera del edificio, no podría exponerse a estar tan cerca de ellos en un sitio cerrado.

Un coche furgoneta verde hizo sonar la bocina. Hull se había retrasado al ver cómo se abría el cielo gris de la mañana. Resolvió cambiar de ropa en el último momento y, ya cuando salía, recordó que había dejado su teléfono en el bolsillo de la primera chaqueta. Sonrió al oír la bocina desde su tercer piso, como si no estuvieran en el centro de Madrid. De noche había llovido, el sol rebotaba en el agua y a las ocho y media de la mañana de un sábado apenas circulaban coches por la calle de Hull. Tener cincuenta y siete años, pensaba, no era sustancialmente distinto de tener cuarenta y cinco ni treinta y dos, ni en realidad de tener diecinueve años. Lo era, por supuesto, el cuerpo y la memoria daban fe, pero Huí! abrió la portezuela del coche y dejó caer la chaqueta en el asiento trasero como si tuviera diecinueve años aunque no los tenía, aunque era consciente de que no los tenía y sólo estaba dejando caer la chaqueta con la nostalgia de una segunda oportunidad.

– Si te aburres, no digas que no te lo advertí -dijo Arrieta.

– Para mí esto es una excursión, un día de excursión -dijo Hull.

– No querrás que cante -dijo Arrieta-. Tenemos que estar a las diez en la primera nave y a las doce en la segunda. Espero que antes de las tres podamos estar en un buen asador.

– No te preocupes por mí. Soy de esos que meten la nariz entre las tablas de la valla de una obra porque les gusta ver a los obreros trabajando.

Entraron en un túnel y al poco ya estaban saliendo de la ciudad. Arrieta no parecía necesitar conversación. Hull miraba la carretera. Después de besar a Laura se había mordido las manos, atado los labios para no volver a llamarla hasta el día convenido y ahora esperaba ver en el asfalto una respuesta, un brillo instándole a buscarla.

– Voy a acostarme con ella -dijo al cabo de un rato Hull.

– ¿Ella lo sabe? -rió Arrieta.

– Creo que sí.

– Te dije que era una trampa.

– Es posible que sea una trampa, pero no por la chica.

– Veo que es una buena actriz.

– No, Miguel. Yo no debería contártelo. No debería haber roto el círculo de tiza en donde hemos entrado ella y yo. Mi única justificación es que no te lo cuento por mí. Te lo cuento por ella. Porque no quiero equivocarme.

Arrieta unió en un segundo la mirada al espejo derecho y a Hull. Después calló. Hull miraba por la ventanilla anuncios de urbanizaciones, coches y camiones, una vía de tren que parecía correr en paralelo a ellos pero al momento desapareció. Cuando habían pasado más de diez minutos, Arrieta dijo:

– Equivocarte ¿en qué?

– No puedo dejarlo pasar, Miguel. No voy a ser capaz de dejarlo pasar. Me gustaría ser útil a esa chica.

– Parece que ya estás siéndolo. Querrán algo de ti, no tienes más que dárselo.

– Estás loco. No me refiero a serle útil como agregado. Ella hace su trabajo y yo el mío. Es el cuerpo. Esa chica está pidiendo…

Arrieta, sin mirarle, le interrumpió:

– ¿Pero tú te oyes? ¿Vas a decirme que la chica está pidiendo guerra?

– No.

Callaron. Hull buscaba las palabras y comprendía que Arrieta se empeñase en recordarle lo que él era, sus años, su puesto, la carga de esperabilidad que precedía a cada uno de sus actos, de sus frases. Salieron de la autopista; en un cruce Arrieta se desvió por una carretera secundaria.

– Esa chica -dijo Hull- está pidiendo, tanto como yo ahora te pido que escuches lo que voy a decir sin juzgar hasta el final de la frase, está pidiendo que la toquen como lo pediría un ramo de flores del que han cortado la cinta y la goma y que no tiene jarrón. Que la toquen para evitar que se deshaga, para evitar que los pies y los hombros y las manos, la cabeza, pierdan su consistencia de ramo y caigan sobre la mesa o sobre el suelo.

– Vale. Había que esperar hasta el final. ¿Y tú? ¿Tú necesitas que te toquen?

– ¿Quién no, Miguel? Pero supongo que lo que sobre todo necesito es tocar, tocar para recordar que puedo tocar y sostener y a lo mejor impedir que un cuerpo se desmorone.

– Es esa nave, la primera -dijo Arrieta.

Hull vio tres especies de cobertizos grandes, cuadrados, con aspecto de nuevos aunque también con aspecto de estar hechos con restos de materiales viejos que destacaban en una parte del tejado o en una viga de la pared.

Mientras esperaban en la entrada de la verja, Hull dijo:

– Me da miedo no tener sitio. Que no haya sido para nada de lo que te estoy contando. Me da miedo creerme que lo hay.

Un nombre les abrió la puerta. Antes de cruzarla, Arrieta sólo dijo:

– Poco. Tienes poco sitio.

El hombre les acompañó hasta la puerta del primer cobertizo, que estaba abierta. En el interior había cientos de botes cilíndricos de diferentes tamaños. Atravesaron los pasillos que se formaban entre los botes para llegar a una pequeña mesa de oficina. Allí los esperaba otro hombre, éste de rasgos orientales. Arrieta le entregó algunos papeles y mientras el hombre los miraba, Arrieta iba firmando otros que el hombre había puesto delante.

– Entonces, ¿el jueves? -dijo el hombre.

– A las seis y media estará aquí el camión.

– ¿Quiere mirar?

Arrieta asintió.

– Enseguida termino -le dijo a Hull.

Arrieta y el hombre se internaron de nuevo por los pasillos. De vez en cuando Arrieta se detenía y señalaba uno de los botes. El hombre elegía entre dos o tres palancas metálicas y lo abría. Arrieta a veces parecía limitarse a oler el contenido, pero en un par de ocasiones Hull le vio introducir un palo en el interior y hacer el gesto de removerlo.

Cuando terminaron, el hombre se dirigió a la puerta y permaneció allí esperándolos. Arrieta fue a buscar a Hull:

– Ya podemos irnos.

– ¿Me dirás qué hay?

– Disolvente.

– ¿Es un efecto naval?

– Yo tengo más negocios.

– Lo sé -dijo Hull,

– Y yo sé que lo sabes.

Hull deseaba seguir hablando de Laura Bahía, pero Arrieta conducía en silencio. Por fin, cuando atravesaban un pueblo, fue Arrieta quien dijo:

– Vamos bien de tiempo, ¿quieres que paremos a tomar un café?

Arrieta torció por una callejuela y aparcó. El bar era muy oscuro, pequeño. Se acodaron en la barra y Hull, con firmeza, le pidió:

– Háblame de ti.

– ¿Después de tantos años?

– Después de tantos años me he ganado el derecho a preguntar. ¿Qué ocurrió contigo? Te diste de baja. No sé ni cuándo ni por qué. ¿Fue una mujer, un hijo?

– «Nadie sabía su historia, mas la legión suponía que un gran dolor le mordía como un lobo el corazón.»

Arrieta silbó la siguiente estrofa. El camarero era un hombre muy viejo que ni siquiera le miró.

– No lo conocerás -dijo Arrieta-. El himno de la legión española. ¿Qué fácil sería, eh, Philip? Contarte que tengo un hijo terrorista o que mataron a mi mujer en un atentado. O decirte que estoy enamorado de ti. Pero ninguna de las tres cosas es cierta. MÍ ex mujer vive en Orense, creo que alguna vez te lo he dicho. No tengo hijos. No estoy enamorado de ti. Y en cuanto a darme de baja, no sé, a unos les toca ser el pistolero y a otros el hombre de familia. Yo siempre pensé que iba para hombre de familia pero la vida me ha ido colocando en el lugar del pistolero. Al final te acostumbras.

Arrieta cogió su taza de café y se dirigió a la única mesa del bar, una mesa de fórmica, pequeña, junto a un ventanuco por donde entraba luz. Hull le siguió comprendiendo que, una vez más, debía dejar ese tema.

– ¿Por qué piensas que tengo poco sirio con Laura?

– Por lo mismo que tú. Se supone que estás, que estáis llevando a cabo algún tipo de misión.

– Sí, se supone. No puedo hablar de eso, no puedo contarte nada concreto. Sin embargo, te diré que es un asunto interesante. Más de lo que yo podía imaginar.

– Si quieres tener sitio espera a que hayáis terminado lo que sea que estéis haciendo. Entonces llamas un día a la chica y la invitas al cine.

– No puedo, Miguel. No se cuánto durarán estas gestiones: ¿dos, tres meses? A mí me quedan cuatro para irme.

Arrieta le miró y parecía desconcertado. Luego dijo:

– ¿Y la trampa? ¿Ya no temes que pueda ser una trampa?

– La chica no, de veras. La misión, como tú la has llamado, aún no lo sé. Tal vez sea demasiado interesante. Pero yo soy sólo un intermediario, igual que ella. No va a poder sacarme nada que no les haya dicho.

– Entonces, ¿por qué querías hablar conmigo?

– Porque sé que tienes razón. Debería esperar. Todo sería más claro, más limpio, si esperara. Pero no voy a hacerlo. No quiero perderla.

– ¿Y?

Las rodillas de Hull chocaron contra las patas de la mesa e hicieron que se derramara un café que aún no había probado.

– Necesito un sitio… físico, quiero decir. Me vigilan los míos. Supongo que tienen miedo de que meta la pata.

– ¿Tenemos a uno de los tuyos por aquí? -dijo Arrieta con dureza.

– No. Ya saben quién eres tú. Que yo te vea no les preocupa. Necesito un sitio para estar con Laura.

– Quieres mi cama.

– Tu casa es el único sitio donde me dejarán en paz.

– ¿Y a ella?

– Ella está entrenada, podrá despistarles. Además, me han concedido un plazo sin vigilancia, sin que la vigilen a ella, para la negociación.

– No me interesa que algunos de mis clientes vean a una chica cubana en los alrededores de la rienda.

– Obedeceré tus instrucciones, horas, forma de entrar. Sólo una vez.

– ¿Sólo una vez?

– Sí. Si todo sale bien, ya me las arreglaré. Tendré que hablar con ellos o hacer algo.

Laura se puso unos pantalones vaqueros que no se ponía hacía al menos tres años. Rebuscó en el fondo del armario hasta encontrar unas viejas zapatillas blancas. Cogió una camiseta blanca y una chaqueta de lana abierta azul marino. No quería ir elegante pero sí en cambio distinta de como había estado viéndose en el último año, de cómo habían estado viéndola los demás. Salió a la calle con la impresión de que dos pasos por delante le precedía su propia determinación. Había oído la voz de Hull, lo que la voz decía pero también la voz. Y había sabido.

La excusa era banal, unas preguntas sobre los informes, una hoja repetida y una que faltaba. Laura imprimió la hoja que, según Hull, faltaba. La dobló y la guardó en el bolsillo del pantalón. Salió sin bolso ni mochila, quería ir sin equipaje y no como a veces se elige no llevar nada encima porque regresaremos pronto, sino como cuando se elige no llevar nada encima para no tener que regresar.

Philip Hull la esperaba en el bar del hotel. Laura le dio la hoja doblada sin tratar de comprobar la verdad de la excusa. Hull dijo:

– Necesito verte, pero no aquí.

– ¿Dónde?

– General Álvarez de Castro diecisiete, primero derecha. Hay ana tienda abajo -añadió-. De efectos navales. No se re ocurra entrar, no te pares a ver el escaparate. Justo al lado de la tienda está el número diecisiete. Llama al telefonillo dentro de media hora. Yo te abriré.

No se tocaron, aunque sí se miraron. Hull se marchó desdoblando ostensiblemente el papel que ella le había entregado. Laura le vio entrar en un taxi y salió enseguida. Echó a andar a un ritmo que no era el del paseo aunque tampoco el de quien va con prisa. Más bien tenía la sensación de andar siempre cuesta arriba pero sin estar cansada.

Subió por las escaleras. Llamó al timbre, Hull la abrió y aún le pareció que seguía subiendo cuestas por el pasillo hasta que llegaron a un salón con dos sofás claros. Hull se sentó e hizo el gesto mecánico de señalar el sofá de al lado como invitando a Laura. Pero Laura avanzaba muy lentamente.

– Gracias por venir -dijo Philip Hull con visible nerviosismo.

Tal vez fue eso, el nerviosismo, o la conciencia de que no se merecían ni necesitaban hablar del tiempo, balbucear, tapar el silencio con risas desconcertadas, lo que hizo que Laura dejase atrás el sofá de al lado y siguiera andando hacia donde estaba Hull, se sentara muy cerca de él, empezara a quitarle el reloj de muñeca.

– Decías que no era seguro, pero ya no hay duda -le dijo Osorio a Sedal-. Los han fusilado.

Eran las siete de la tarde, Osorio había ido a buscar a Sedal a la embajada y ahora se dirigían andando a la casa de un escritor español. Hacía dos días que las tropas estadounidenses habían entrado en Bagdad sin encontrar apenas resistencia y sólo unas horas que en Cuba habían fusilado a tres de los secuestradores de una embarcación con pasajeros. La casa estaba lejos, empezaba a hacerse de noche, pero ni Sedal ni Osorio tenían ganas de llegar.

– Nunca dijimos que fuera fácil -dijo Sedal.

– Pero han pasado demasiados años. -Osorio retuvo ahora el paso-. ¿Y si no vale la pena? Eso sucede en la vida con mucha frecuencia. Hay un lugar adónde quieres ir, adónde te gustaría de verdad llegar, sólo que está muy lejos y ya tú eres viejo; puedes caerte por el camino; cuando tú llegues, si llegas, vas a estar cansado y no vas a gozarlo. Entonces tú decides no ir. El esfuerzo no compensa. No significa que tú te rindas. No desprecias el lugar, tú quieres que otros lleguen ahí. Pero, amigo, tú has medido tus fuerzas.

– Ahora es duro, Carlos. Nos acusan de haber aprovechado la guerra de Irak para reprimir a los disidentes. Sin embargo, había veintitrés planes más de secuestros en marcha. El exilio, tú lo sabes un bien como yo, quiere que se produzca una crisis. Si los secuestros paran, si pasan diez meses sin que vuelva a haber un secuestro, tal vez algunos admitan que era la única salida que teníamos.

– El exilio, el exilio -dijo Carlos-. Tenemos enemigos, pero no podemos comportarnos como ellos. Una gran parte del exilio es sólo emigración. V otra parte estaría dispuesta a aceptar una salida si se la diéramos.

– Yo se la daría. Todos se la daríamos si pudiéramos hablar sin amenazas.

– Algunos amenazan. Otros se limitan a pedir más libertades.

– No te engañes, Carlos. Las libertades que piden se resumen en una sola: libertad para explotar.

– No me has contestado.

– ¿Seguro?

– Tú no me has contestado.

– Es cierto. No te he contestado.

Desabrochó la hebilla y presionó con el dedo en la piel clara de la muñeca de Philip Hull mientras sacaba la correa. No le vio rendido ni entregado ni vulnerable. No vio asombro en el gesto de Philip sino la firme voluntad de quien no quiere cerrar los ojos, abrir las manos, soltar la barandilla, decir un secreto, no quiere hacerlo pero lo va a hacer. Laura puso el reloj en el suelo y se levantó. Cogió la mano de Hull con sus dos manos, tiró de él. Ahora estaban de píe uno frente al otro y Hull tomó la cabeza de Laura como si fuera a ponerle unos auriculares en los oídos, como si fuera a quitarle una diadema. Los dedos de Hull presionaron con suavidad pero ninguno de los dos acercó la cabeza ni se tocaron las bocas, sabiendo que el avanzaba y les pertenecía por entero. Echaron a andar casi al mismo tiempo. Cuando llegaron a una habitación con la puerta abierta y al fondo una cama matrimonial ambos dudaron, y decidieron seguir buscando. Dejaron atrás la cocina y un cuarto con un ordenador; entonces vieron una habitación pequeña, casi sin muebles. El suelo era de madera, había una cama individual, sin cabecero, cubierta con unos cuantos cojines y una colcha escocesa roja y negra, una ventana de marco de madera y, en el suelo, sobre dos guías de teléfonos, una pequeña lámpara. Cerraron la puerta. Empezaba a hacerse de noche.

La cuesta del paseo de La Habana se proyectaba anee ellos como un río tranquilo. De vez en cuando cruzaba un coche con los faros encendidos contra el cielo que pasaba del azul hielo al negro por segundos.

– De acuerdo -dijo Sedal-, hemos fusilado. Hemos aplicado la pena de muerte. ¿Pero estamos dispuestos a discutir para qué? Hablas de un sido al que quieres llegar pero al que cuesta mucho trabajo llegar y te preguntas si vas a ser capaz de hacer el esfuerzo. No hablemos del esfuerzo, hablemos del sitio. ¿Cómo es, cómo es exactamente?

– Tú sabes de sobra cómo es. No hay mucha carne, hay más justicia que en otros países, hay proyectos en marcha, muchos, faltan casas, muchas parejas jóvenes tienen que vivir con sus padres y con sus cuñados, cada vez se hacen más trampas, tú lo sabes todo de sobra.

– No, no, no. Eso es Cuba, pero no es el sitio.

– ¿No me estarás pidiendo que te hable del paraíso comunista?

– Yo no, ¿pero tú? ¿Estas seguro de que no estás comparando lo que tenemos con ese supuesto paraíso?

– Estoy completamente seguro, Sedal. Comparo lo que tenemos…

– ¿Con qué?

Las bocas ahora, y la precipitación y, al mismo tiempo, el juego. Se besaban, se desnudaban y los cuerpos buscando el roce, bordeándose. No fue durante la penetración, tampoco cuando Philip masturbó a Laura como llevándola en vilo para otra vez depositarla en la arena o encima del agua. No fue el orgasmo en su intensidad ni en su certeza, escafandra de buzo, bola de nieve arrojada que ahora estalla y se dispersan los copos muy lentamente. Fue luego.

La colcha roja y negra con que se cubrieron era áspera, no se amoldaba con exactitud a los cuerpos y los cuerpos parecían más desnudos, más solos y más juntos debajo de aquella tela dura. Laura se levantó para encender la lámpara pequeña. Ya era noche cerrada. Volvió a tenderse, esta vez apoyando la cara en el pecho y el vientre de Philip. El llevó su mano hasta el costado de Laura, notaba sus costillas. A Philip Hull, más alto, la impresión de casi poder abarcar aquel cuerpo extendiendo los brazos le conmovió. Laura miraba la piel muy blanca de Hull y no quería moverse. Fue entonces cuando empezaron a saber que se necesitaban, que si dejaban pasar demasiados días sin volver a verse sus cuerpos, sueltos, perdidos, se irían a la deriva.

– Yo comparo -dijo Osorio- lo que tenemos con un país seguramente más injusto, igual de corrupto aunque de otro modo, pero ¿tú sabes?, un país que no me obligaría a pronunciarme cada mañana. No me obligaría a levantarme y pensar si yo quiero no ya morir por él, esto, si insistes, en cierta manera, sería más fácil. No me obligaría a levantarme por la mañana y decidir si yo quiero matar por él.

Habían llegado a la plaza de los Sagrados Corazones. Las calles partían como radios, el tráfico había aumentado v ellos eran dos hombres junto al semáforo en la oscuridad iluminada.

– Uno sabe que mata -dijo Sedal-. ¿Crees que los ingleses, los belgas, los españoles, los suizos no saben que su comodidad, heredada o adquirida, en cualquier caso inocente, mata cada día en otros continentes? Lo saben. Les calma pensar que al fin y al cabo ellos encontraron así las cosas. Son mayores, saben que la comida que ellos dejan en sus platos no irá a parar a los niñitos muertos de hambre. Todo es más complicado, dicen. Y olvidan. Olvidan lo que saben.

– De acuerdo, Agustín. Yo comparo Cuba con un país donde todo fuera lo bastante complicado como para permitirme olvidar. Porque en Cuba todavía tengo la impresión de que muchas cosas dependen de los que vivimos allí.

– Hay miles de personas que pagarían por tener esa sensación.

– No. Miles no. Muy pocas. Se paga por lo contrario. Después de cruzar la calle, Sedal se detuvo: -¿Tú sabes, Carlos? Los libros más tristes no son las novelas de personajes desgarrados ni los poemarios melancólicos. Los libros más tristes son los libros de los economistas. Pero no los libros de los ultraliberales, como ahora les llaman. Los libros más tristes son los libros de los economistas buenos. Quiero decir bondadosos. Los que defienden el Estado del bienestar: volvamos a él, dicen, volvamos a un mundo donde los derechos asistenciales no dependan sólo de cuánto hayas pagado. Y puede que en Europa decir esas cosas hasta sea valiente. Pero son libros tristes porque sus autores ni siquiera, se dan cuenta de cómo les oímos nosotros. Esos economistas buenos a lo que más se parecen es a un grupo de señoras hablando de qué cómodo resulta que haya hospitales y médicos gratis para la criada, la cocinera y el chofer.

Los dos hombres siguieron andando, callados.

Aquella mañana Marian Wilson se levantó en su casa con extrañeza. A veces le ocurría. Era como estar situada a dos centímetros y medio de las cosas. Dos centímetros y medio irreales, que sólo ella veía, que no le impedían colocar los tazones del desayuno de las niñas, calentar la leche. No le impedían besar a su marido, beber el café, subir las escaleras y acariciar a cada una de sus hijas para despertarlas. No se lo impedían pero estaban ahí, siguieron estándolo cuando todo el mundo se fue y Marian Wilson apagó las luces de la casa y se dirigió hacia el coche.

Conducía todavía con el pie cambiado, como quien no responde a la pregunta que le hicieron ahora sino a otra que le harán más tarde. Sentía soledad en el asiento, al tocar el volante, al ver los ojos del conductor de atrás en el retrovisor. Dos centímetros y medio de separación, o el pie cambiado, o notarse los labios. Tenía varias formas de llamar a ese estado que ya conocía y que nadie a su alrededor llegaba, normalmente, a percibir.

Saludó a los guardias en la embajada, sonrió a la secretaria, se encerró en su pequeño cubículo como cualquier día. Le pareció que se estaban reduciendo. Debían de ser ya sólo dos centímetros o tal vez uno y medio. Wilson acarició con las yemas de los dedos un rotulador que había sobre la mesa y luego la base de la lámpara. Tocaba frío del metal, el plástico tibio del rotulador, tocaba y esperaba que el mundo se le fuera acercando de nuevo, acortar las distancias, un centímetro, menos y después las cosas volverían a ser como cualquier mañana.

Al rato, Norman Carter le pidió que fuera a su despacho. Wilson entró sintiéndose casi por completo segura de sí misma. Rozó el borde de la puerta con el dorso de la mano y, al sentarse, extendió con prudencia la palma derecha sobre el brazo de la butaca. Le llamaron la atención los mechones como agrupados y en desorden del pelo de Norman Carter. Solía llevar una suerte de nube de pelo castaño y escaso pero uniformemente repartido, suave, flotante. Y ahora esos mechones tristes, desatendidos, en vez de envejecer a Norman Carter le rejuvenecían, le hacían sólo rozar la cincuentena. Más joven, pero más débil, Norman Carter hablaba por teléfono y Wilson encontraba en su voz inflexiones de ansiedad y de violencia que no conocía. Se preguntó si no estaría fantaseando en exceso debido a sus dos centímetros y medio de separación. Después se le ocurrió que también Norman Carter podía haberse levantado como ella, ausente de su propia vida. Pero costaba creerlo. Probablemente sólo se había acostado tarde, había dormido mal, se había levantado tarde y sin tiempo de ducharse y lavarse el pelo. Carter colgó con furia.

– Esa gente de Miami -dijo-. Son ridículos y tienen demasiado poder.

– ¿Qué ha pasado?

– Van a echar abajo otra vez la propuesta de autorizar los viajes a Cuba y, desde luego, impedirán que se suavice el embargo. No me sorprende. Me harta. Por primera vez teníamos a demócratas y republicanos unidos en un mismo objetivo, por otra parte rentable, y ya es seguro que no saldrá. -No quieren correr riesgos -dijo Wilson.

– Quedarse quieto también es un riesgo. Llevamos cuarenta años con la misma política. Es un riesgo y una torpeza.

– Más de setenta opositores en la cárcel, tres hombres fusilados. Es normal que no les parezca un buen momento.

– Justo el mejor. La guerra de Irak ha terminado pero sería una locura pensar que podemos permitirnos algo así con Cuba. Y en Miami lo saben. En cuanto a esos opositores detenidos, lo siento, sí, claro, pero el exilio tiene parte de culpa. ¿Cómo pueden dejar que se les cuelen doce agentes de la seguridad del Estado? Yo te diré cómo: la chapuza, la prisa, el dinero fácil. Lo que tenemos allí dentro no es una oposición ni es nada.

– Escás furioso.

– Estoy harto. Ya sé que hay personas nobles y lo siento por ellas. Pero ¿y las otras? Picaros que se buscan la vida. Se inventan un grupo de ochenta cuando en realidad son cuatro, sólo para cobrar más. ¿Qué podemos hacer nosotros con eso? Si de lo que se trata es de comprarles, hagámoslo abiertamente. Entremos por la puerta principal para hacer negocios con ellos.

– ¿Y eso qué cambiaría?

– Dinero, negocios, empresas, beneficios. Hagamos de Cuba un verdadero paraíso turístico y la revolución simplemente dejará de tener un papel. Se extinguirá.

– Yo…

– Tú no lo ves así. Casi nadie lo ve así. Y unos cuantos estamos cada vez más cansados. Y tenemos prisa. Muy bien. Tenemos que pactar con el exilio, son de los nuestros, qué le vamos a hacer. Pero al menos seamos más fuertes que ellos. Y esto te afecta directamente a ti.

– Tú dirás.

– Necesitamos sacar ventaja a Miami, necesitamos saber más que ellos, ser nosotros los que llevemos la iniciativa.

– ¿Has visto los informes?

– Los he visto. Basura.

– Los cubanos no quieren pillarse los dedos.

– No hay un solo nombre. Ingresarían nuestro dinero en cuentas para tener aseguradas a las familias de los que promovieran la operación. Se atreven a decir que si la operación saliera bien nos lo devolverían. Muy bonito. Basura.

– Sin duda son insuficientes. Faltan nombres y direcciones. Pero si lo que dicen es cierto, no van a dárnoslos ahora. No pueden dejar a esas personas a la intemperie.

– Muy bien. Que guarden sus secretos y lo hagan todo gratis.

– Hace dos meses re pareció bien que les ofreciéramos dinero a cambio de información. Entonces no lo aceptaron. Es posible que se lo hayan pensado mejor.

– Insinúas que quizás sean menos de los que dicen y no estén interesados en el suicidio político sino sólo en irse.

– Pero aun así nos interesa, habría un escándalo, aumentarían los conflictos internos -dijo Wilson.

– Lo sé. La cuestión es que yo necesito una autorización especial y no puedo pedirla con tan pocos datos. Quiero que le digas a Hull que exija ya una lista con nombres, y que tiene dos semanas. El tiempo que voy a estar fuera.

– ¿Y si se vuelven atrás?

– Dile que acepte pagar tres millones. Pero quiero nombres.

– No hay o, no hay alternativa. A mí me presionan y yo te presiono. Hull debe conseguir el trato y no necesito explicarte cómo. Es tu trabajo, tú eliges. Si no te fías de él, entra tú en la operación. Gracias, Marian.

Marian Wilson se levantó. La puerta estaba ahora a la distancia correcta, Wilson la cruzó y recorrió el pasillo de vuelta a su cubículo añorando los dos centímetros y medio de tristeza.

En el salón de la parte de atrás de la tienda de erectos navales, tres empresarios cubanos en el exilio hablaban con Miguel Arrieta. Marcos León, el más joven, tenía un cuerpo compacto, al modo de un rectángulo con pantalones vaqueros y camisa oscura del que asomaba un cuello delicado y una cabeza grande y compacta también. Rondaba los treinta y cinco años y parecía consciente de su fuerza, de la rapidez física y mental con que actuaba, como sí fuera el hijo de los allí presentes y estuviera dispuesto a hacerse cargo tanto de llevar las maletas como de supervisar cualquier papel que sus mayores tuvieran que leer o que firmar.

Diana Martín, en esa edad incierta que prolonga la treintena en las mujeres hasta los cuarenta y cinco, llevaba sólo dos años en España. Estudió en Harvard y puso en marcha una consultora en Miami con excelentes resultados. No obstante, desacuerdos afectivos con su esposo y socio la habían llevado a montar otra en España y nada hacía pensar que le pesara su nueva situación.

Manuel González era parco en palabras. Su pelo teñido no lograba ocultar su edad sino tal vez hacerla menos indolente, Aquel día cumplía sesenta y cinco años.

Por la mañana los cuatro habían cenado un acuerdo por el que venderían a un centro de investigación en Milán un microscopio electrónico de barrido procedente de Polonia valorado en setecientos mil euros. Ahora celebraban el cumpleaños de Manuel y el acuerdo. Diana y Manuel habían tratado con el funcionario italiano, Arrieta y Marcos se ocuparon de la negociación en Polonia. La comisión ascendía a noventa mil euros, de los que había que descontar los gastos del trasporte que ellos mismos, a través de Arrieta, se encargarían de gestionar.

El vino se estaba terminando. Arrieta sacó ron y whisky y todos se sirvieron.

– Cayó Tikrit, ya no queda nada -dijo Manuel González-. ¿Dónde están ahora todos esos agoreros que decían que Irak iba a ser otro Vietnam?

– En casa -dijo Marcos León-, sin hacer ningún comentario.

– Pero esperando -dijo Diana-. Nunca se cansan. Ahora estarán esperando a que los Estados Unidos cometan un error.

Arrieta callaba. Se levantó y trajo hielo y, en la misma bandeja, un plato de pequeñas raciones de dulce de guayaba con queso.

– Me lo han traído de Brasil -jugó a disculparse.

– Parecía cubano -dijo Marcos León, y todos rieron.

La conversación había agotado su mano, era preciso volver a repartir cartas y Diana Martín lo hizo cuando dijo:

– Mi hijo irá a Cuba este verano. No la conoce. Nunca ha estado allí.

Marcos León dijo:

– Yo nunca he estado en Japón. -Y todo el rectángulo de su cuerpo parecía una gruesa puerta cerrada.

– Ni yo -dijo Manuel González con violencia apenas contenida.

Absurdamente, Arrieta dijo:

– Yo nunca he montado a caballo.

– Pero habrás templado alguna yegua -dijo entonces

Marcos León estirando una pierna, adelantando un brazo, deshaciendo el rectángulo en su risa.

Los otros le secundaron, también Arrieta, cuya mirada encontró los ojos de Diana Martín más tímidos y atentos que el resto de la cara.

– Alguna -dijo Arrieta sin rehuir esos ojos pero sin alentarlos.

Manuel González se acarició la sien casi sin tocarla, como si temiera pintarse la mano. Después se recostó en el sillón y su voz intentaba buscar la calma, su propia calma:

– He oído -dijo- que están preparando una emisión de TV Martí en Cuba, con aviones de las fuerzas aéreas.

– ¿Cómo te has enterado? -preguntó Marcos León-. ¿Qué sabes?

– Es sólo un rumor -dijo González-. Mi mujer llegó ayer de Miami y allí estaban muy embullados con la idea. Emitiendo la señal desde los aviones sería posible que toda la isla lo viera.

– ¿Y qué piensan emitir? -preguntó Diana.

– No lo sé, ya sabes, se supone que es secreto, y a lo mejor son puras fantasías.

– Debe de ir en serio esta vez -dijo Arrieta-. A mí también me ha llegado algo.

Aún tardaron media hora en irse. Marcos y Manuel iban delante. Arrieta había ido a buscar las cosas de Diana. Ella recostó su espalda en el pecho de Arrieta mientras él le ponía la chaqueta. Cuando Diana se volvió, Arrieta le acarició la mejilla.

– Hace tiempo que he renunciado al fuego -dijo-. Pero si un día quisiera quemarme, ninguno mejor que el tuyo.

Diana Martín tomó con elegancia las dos manos de Arrieta entre las suyas, sólo un instante.

– Nos esperan -dijo.

– ¿Cuándo termine esto vas a volver a Cuba? -preguntó Pablo a Laura.

– Creo que sí.

El metro se detuvo sin motivo aparente en medio del túnel. Recién llegada a España a Laura le habían inquietado esas paradas. Después comprobó que las paradas eran normales, nadie se asustaba y el tren siempre volvía a ponerse en marcha. Tal vez porque ésta era la primera vez que iba en metro al aeropuerto había recordado ahora su antigua inquietud. Pero no ocurrió nada, el tren arrancó de nuevo, ya sólo quedaban dos estaciones. Iban a recoger a Armando Cienfuegos, quien había adiestrado a Pablo durante dos años y a Laura durante seis veranos. Le había enseñado cientos de pequeños trucos aunque, en realidad, una sola cosa: seguridad.

Agentes de la Seguridad del Estado, ése era el nombre oficial que recibían, y Armando le enseñó a no despreciarlo, a no considerarlo una cuestión formal. Ellos trabajaban pata que el Estado estuviera seguro y para eso ellos tenían que estar seguros. La primera vez que lo oyó Laura tenía diecinueve años. Solía temblar. Como otros se ruborizan, como otros son tímidos y no aciertan a hablar a quien quisieran y otros sí aciertan pero luego se arrepienten y farfullan y meten las manos en los bolsillos cuando están solos, Laura solía temblar. Parecía estarse dirigiendo a otra persona con dulzura o con indiferencia, o acaso divertida, y entonces su voz empezaba a temblar. No era un tartamudeo, era temblor, como una vibración en el origen de cada sílaba y también en las manos. Luego pasaba.

Cuando Armando les habló de segundad ella pensó no lo conseguiría. Habría querido hacer cualquier cosa por la memoria de sus padres y quizás no cualquier cosa pero sí muchas por Cuba y por la revolución. Cualquier cosa de las novelas de espías: fotocopiar, fotografiar, saltar, perseguir, ser perseguida. Haría cualquier cosa pero siempre con su voz llena de agujeros. Sin embargo Armando le pedía que dejara de temblar.

Llegaron. Laura estaba nerviosa como si hubiera robado algo. Sabía que Armando se daría cuenta. Al principio Laura lo había hecho, se había convertido en una agente de la Seguridad que era distinto de ser una persona segura, distinto del equilibrio, el autodominio y la convicción. Armando no pedía contar con individuos de carácter seguro, no le importaba el carácter sino algo anterior al carácter. Seguro como decimos: éstas son las llaves, seguro; mi amigo vendrá, seguro; la marea subirá a las dos, seguro. Seguro en la medida en que no está expuesto a dejar de ocurrir. «Ustedes no me digan que no hay nada seguro porque ya lo sé. Cambian la cerradura, matan al amigo, estalla el planeta tierra, pero ésas eran las llaves, pero el amigo venía, pero la marea iba a subir.» Laura lo hizo, aprendió a dejar de temblar en los momentos necesarios. Era casi como creer en Dios. Como llevar en un saco la armadura que le haría invencible y no usarla nunca pero saber que podría hacerlo. Era saber que su vida contaba. Después un día, no hacía tanto, todo había vuelto a ser como al principio.

Llegaban tarde, aunque el avión también. Corrieron por los pasillos mecánicos, confirmaron la puerta en la pantalla azul. Una vez en el sitio, Laura dejó que Pablo vigilara las pequeñas avalanchas de viajeros.

Ella fue a sentarse. Había recaído algunas semanas antes de conocer a Hull. Estaba sola, hacía frío, no funcionaba en su casa la caldera de la calefacción. Estaba con abrigo dentro de su casa y puso música, una canción sobre la infidelidad. Luego bailó sola en su pequeño salón sin ventana a la calle. Y el temblor vino. Lo único que Armando bahía conseguido era que no se le hubiera colado sin saberlo. Laura lo había reconocido y lo había dejado entrar, cal vez lo había llamado. Tal vez, más fuerte que el deseo de contar y de existir y de tener la armadura o el amuleto mágico que nos permitan seguir existiendo, seguir contando, tal vez más tuerte fuera el deseo del emborronamiento y de la confusión: no sostener los propios rasgos, no responder a un nombre ni a unas características, no ser en la foto movida las facciones que aún reconocemos sino lo que se mueve, la franja borrosa. Ser al fin el temblor que está en la voz, que pasa de unas voces a otras, de unas manos a otras, y no ser más en cambio la dueña de una voz que tiembla a veces. Después se había ido, a veces durante horas, a veces durante días. Pero siempre volvía. Sin llamar al timbre, sin tener un nombre.

Un temblor no identificado, pensaba cuando vio acercarse a Pablo con Armando Cienfuegos, cuarenta años, aunque ya debían de ser cuarenta y cuatro pero seguían pareciendo cuarenta o algo menos. El la saludó desde lejos, sonreía. Laura también sonrió.

– Si les presiono -decía Hull a Wilson- se darán de baja, dirán que no les interesa, -juega sucio.

– A mí no me pagan por jugar sucio. -Entonces diles que tienen que hablar conmigo. -¿Y si no quieren? -dijo.

– Tendrás que hacerlo tú. Tú te metiste en esto. -Para ser un mensajero, nada más.

– Vamos, Philip.

Ahora sólo se oía el zumbido del silencio en el teléfono.

– ¿Por qué tanta prisa precisamente ahora?

– Hay empresarios norteamericanos que quieren ganar dinero con Cuba. Y están cansados de los impedimentos que pone el exilio.

De nuevo el zumbido.

– Marian, ¿no es esto lo que vosotros llamáis un objetivo de oportunidad?

– Podríamos perderlo, perder la oportunidad.

– También se trata de un objetivo con una alta posibilidad de crisis, ya que te gustan los tecnicismos.

– Sí -dijo Hull.

– ¿Entonces?

– Espero vuestras órdenes.

– Quiero que nos ayudes a registrar la casa de esa chica. Y, lo más urgente, quiero que me digas ¡a marca y el modelo exacto de su teléfono móvil. También quiero a Sedal, tienes que averiguar cuándo le ve, dónde. Como ella no te lo va a decir, tendrás que dejarme que la siga de nuevo, pero esta vez contando con tu ayuda. Por otro lado, vas a ofrecerles los tres millones que querían y les dirás que sólo tienen quince días para entregarte los nombres.