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Philip Hull había estado dos veces más desnudo con Laura Bahía. La primera de nuevo en casa de Arrieta, tras prometerle que no volvería a pedirle la casa nunca más. La segunda mientras los chicos de Wilson peinaban la casa de Laura. Ellos salieron a cenar fuera de Madrid y se quedaron luego en un pequeño hotel cerca de un bosque. A cambio de su nuevo grado de implicación, Hull había pedido mayor libertad de movimientos. De manera que habían dormido juntos y habían amanecido en un pequeño cuarto desde donde se oía un río. Durante todo el tiempo supieron que estaban viviendo una experiencia delegada, dormir en esa cama en donde habían dormido y en donde dormirían cientos de parejas con encanto. Lo sabían, pero Hull no recordaba ahora el sol entre los árboles ni las tostadas o las tazas grandes del desayuno. Recordaba el calor de otra piel al lado de su piel y le extrañaba recordarlo. : Recordaba los ojos de Laura mirándole como si comprendieran todo.
Eran las doce y Hull había salido de la embajada aunque no debía hacerlo. Tenía una cita con tres parlamentarios del Partido Popular. Llegaría a tiempo. No obstante, el día anterior había visto un jersey azul claro muy fino, seguramente mezcla de lino y algodón. Hacía mucho que no compraba ropa a una mujer. A Ivana le había regalado libros y discos y una máquina de fotos y, una vez, unos pendientes. Entró en la tienda, luego metió el jersey dentro de su cartera. Anduvo de regreso presintiendo que se le Iba a conceder un plazo. No Wilson ni los jefes de Wilson ni tampoco los cubanos ni Laura, sino el azar iba a otorgarle un plazo para el asombro. Un plazo para no preguntarse si merecía (o que le estaba pasando, si era un castigo o era una dádiva.
Seguramente no lo merecía. Casi con toda probabilidad no era un castigo sino un don y no lo merecía pero el azar le deparaba ahora un plazo para no hacer preguntas y andar por la calle con un maletín en donde había un regalo envuelto. Buscó su cuerpo en un escaparate. Un hombre alto y un poco vencido, con un secreto. Entró en un restaurante con barra y pidió caté solo. Los camareros llevaban chaqueta blanca y pajarita, no había televisión, sobre las mesas ya estaban extendiendo manteles blancos.
Hull pensó que había envejecido y que le compensaba pagar más caro el café a cambio de ese bienestar silencioso. No merecía a una mujer a esas alturas de su vida, el plazo para no pensar ni siquiera importaba porque no le hacía falta pensarlo, porque lo sabía. Y recordaba a Miguel Arrieta, la soledad no se elige, hay un día en el que vemos que somos el pistolero, que no seremos el hombre de familia ni siquiera sí, como en su caso, se tenía un hijo y una nuera y un nieto. No merecía una mujer, bastante tendría con encontrar el tono en el que iba a escribir un libro, su libro. Como las cartas persas de Montesquieu serían las suyas cartas desde Bolivia, o Brasil, desde Managua o acaso cartas desde el error dirigidas a jóvenes estudiantes de relaciones internacionales en donde lo contaría casi todo, porque son los diplomáticos que se equivocan los que al fin saben.
Philip Hull miró el maletín cerrado y sus ojos subieron hasta la madera casi negra bajo su taza de café. Desde hacía años había sabido que no iba a dedicarse a hacer maquetas cuando le retiraran. No haría maquetas, no se compraría un terreno ni plantaría tomates sino que en largas páginas escritas a un solo espacio dejaría constancia del error y de la dicha. Sabía cómo hacer con el error, lo había imaginado en su despacho, en fines de semana, había tomado notas a veces en los interminables viajes de avión. En cuanto a la dicha, en cuanto a los minutos y los meses de dicha que habían sido reales y que ahora no parecían tan lejanos, Hull siempre supo que tendría que dar cuenca de ellos aun cuando sólo hablara de negociaciones y de operaciones, porque es la dicha lo que afirma y certifica y describe la voluntad de un hombre.
Pagó el café. Estaba desorientado. Lo estaba como quien vuelve a casa dispuesto a cenar algo, ver una película y meterse en la cama pero recibe una llamada y ha de quitarse las zapatillas, calzarse, abrigarse, salir de casa porque ha ocurrido algo y a las nueve, las diez, tai vez las once de la noche, la jornada vuelve a comenzar. Salió del bar llevando en su maletín la jornada que empezaba como un paseo nocturno, repentino. Salió pensando en la piel azul de aquel jersey envuelto. No merecía a una mujer ahora y sin embargo no tenía derecho a ocultarse ni huir. Estar con ella o no estar con ella era la medida de su tiempo. Y recordar poemas olvidados.
Laura Bahía y Armando Cienfuegos hablaban en otro de esos locales que algún particular les cedía cuando no querían usar la embajada ni sus propios domicilios. Esta vez se trataba de un pequeño despacho de abogados. Agustín Sedal llegó con retraso.
– Lo siento -dijo-. Parece que yo también estoy bajo vigilancia.
– Ya registraron la casa de Laura -dijo Armando.
– Estáis seguros, claro -dijo Sedal.
– Han sido cuidadosos, pero no tan cuidadosos -dijo Laura-. Yo había puesto mis trampas previsibles y otras que no podían imaginar. Armando me preparó bien.
– ¿Hay micrófono? -preguntó Sedal
– Por el momento no he encontrado nada -dijo Laura.
– En La Habana están apurados -dijo Armando-. Por otra parte, Laura acaba de contarme que han aceptado los tres millones.
– Ya, ¿cuándo ha sido? -dijo Sedal.
– Esta mañana -dijo Laura.
– Me sorprende -dijo Sedal-. Creí que iban a cubrirse más, que esperarían a estar seguros de que Laura o yo somos unos corruptos en potencia.
– Tal vez nos quedamos cortos y tres millones no representen tanto para Carter y los suyos -dijo Armando.
– El dinero siempre representa. Pero sin duda lo que pueden ganar, lo que imaginan que pueden ganar, es más todavía -dijo Sedal.
– Tú sabes que yo he apoyado esta operación desde su comienzo -dijo Armando-. El problema es que en La Habana no todos piensan lo mismo. Les preocupa la tapadera. El suicidio, las divisiones dentro del núcleo duro. Hemos jugado con fuego y podríamos quemarnos. -:. -La tapadera es buena -dijo Sedal-. Han registrado la casa de Laura, me siguen, a lo mejor registran la mía y ¿qué pueden encontrar? Sólo lo que nosotros queramos que encuentren.
– No es lo que encuentren. Es lo que han encontrado ya porque nosotros se lo hemos dado -dijo Armando-. Les hemos dado un rumor que puede ser riesgoso para nosotros mismos.
– No -dijo Sedal. Se había puesto de pie. Miraba a Laura y a Armando como si tuviera a sus espaldas tormentas de nieve, días de insolación, como si hablara en medio de la intemperie con la piel curtida y los ojos casi cegados-. El rumor de un suicidio no puede ser peligroso. No es peligroso sino que es necesario y todos lo sabíamos. Armando, no se nos ocurrió por casualidad. Era un rumor que teníamos que sacar afuera, precisamente porque todos lo hemos pensado alguna vez.
– ¿Quiénes sois todos? -preguntó Laura.
– Todos los que estarán en esa lista que te ha pedido el agregado. -Sedal volvió a sentarse. La mesa vacía del abogado presidía el cuarto y al otro lado los tres formaban un triángulo del que Armando era el vértice. Sedal ahora se dirigió a Armando-: No vamos a correr ningún peligro dando los nombres de esas personas precisamente porque todas han pensado alguna vez en el suicidio o, si quieres, en la suspensión temporal de la revolución.
– Yo no lo he pensado -dijo Armando Cienfuegos, dejando sus palabras firmes y claras suspendidas en el cuarto.
– Tú eres más joven. Está bien que no lo hayas hecho.
– Yo sí -dijo Laura-, yo sí lo había pensado. Cuando me lo contasteis, no me sorprendió.
Agustín Sedal no contestaba; para romper el silencio, Armando dijo:
– Entonces no es cuestión de edad.
– Sí lo es -fijo despacio Agustín Sedal-, Con setenta, uno piensa en decir: lo intentamos, no pudimos, otros tiempos vendrán en los que vuelva a ser posible. Lo piensa uno y desiste porque uno no es la revolución, porque hay muchas personas que se considerarían traicionadas, porque cientos de miles de vidas cubanas se irían al abismo en un sistema capitalista, y con setenta años ya no tienes edad de traicionar. Con cuarenta no lo piensas. Estás ahí, defiendes, inventas, intentas que las cosas salgan adelante, ves lo que pasa en los países cercanos y encuentras futuro. Con veintiocho, porque tienes veintiocho, ¿no, Laura?
Laura asintió.
– Con veintiocho, con veintitrés, con diecinueve, es lícito pensar cualquier cosa. ¿Qué tú piensas?
– Que hay demasiada presión -dijo Laura-. Que no es que el dibujo nos esté saliendo mal sino que nos sale mal porque nos empujan, nos mueven la mano, tiran del papel, nos obligan a dibujar a la defensiva. Y no hablo del bloqueo. También hubo presión sobre la Unión Soviética. No quiero que nos obliguen a hacer las cosas mal, que se aprovechen de que nos faltan lavadoras, casas. Pienso que sería mejor negarse a intentarlo. Decir que no lo haremos. No vamos a dibujar nada y esperaremos a que un día podamos hacerlo sin que nos empujen.
– Pero ese día no va a llegar -dijo Armando-, Forma parte del proyecto de una revolución saber que los poderosos estarán en contra y que harán cuanto puedan por destruirla.
– Sin embargo -dijo Laura- somos más. Los no poderosos somos más. ¿Por qué a la hora de la verdad siempre parece que somos tan pocos?
– Por la violencia -dijo Sedal-. Por el ejercicio constante v acumulativo de la violencia.
– Fue muy costoso, mucho, abrir una brecha en esa violencia -dijo Armando-. Y es peligroso pensar en cerrar lo poco que queda por nuestra propia voluntad. Además, sabemos que un repliegue es casi imposible. Sería un suicidio a secas, un suicidio con esperanza, idealismo puro, nada.
– No es peligroso, Armando. Es un cuento que les hacemos a los americanos. Además, en esa lista habrá sobre todo nombres de personas mayores de cincuenta.
– ¿Qué vais a hacer con los jóvenes? -preguntó Laura.
– Depende de a qué tú llames jóvenes -dijo Sedal-. Hay personas de veinte años, y de más edad, que están cansadas, que quieren otras oportunidades. Necesitamos tiempo para ellas. Es una larga tarea. Ahora bien, no querrás que involucremos precisamente a esas personas en una operación como ésta.
– Pero en la lista tendrá que haber personas jóvenes -dijo Armando.
– Las hay -dijo Sedal-. No pasará nada. Ya has oído a Laura. Una cosa es querer negarte a pintar y otra, la opuesta, es aceptar sobornos para que dejes de hacerlo. Las personas de esa lista no los aceptarían nunca.
– Tú puedes suicidarte -dijo Armando-, pero no te pueden suicidar, ¿es eso?
– Supongo.
– Está bien -dijo Armando-. El hecho es que en La Habana están preocupados, también por ustedes. Tienen que apurarse. Se empieza registrando un piso y no sabemos adónde pueden llegar.
– Los norteamericanos también tienen prisa -dijo Laura.
– Mejor-dijo Armando, y Sedal asentía.
Acordaron que Sedal y Armando Cienfuegos se verían una vez más para dar el visto bueno a la falsa lista de nombres. Después Sedal se fue. Armando y Laura se quedaron solos.
– Quisiera conversar un rato contigo -dijo Armando.
– ¿Podemos salir fuera?
El despacho de ahogados estaba en la Avenida del Doctor Arce. Una vez en la calle, anduvieron hacia el parque de Berlín. Era sábado, había en las indumentarias de las personas que encontraban un deseo de congraciarse con el buen tiempo que estaba haciéndose esperar. Armando y Laura imaginaron en voz alta, por un momento, cómo sería decirse adiós ahora y disolverse en la primavera madrileña, adónde irían.
– ¿Cómo te va? -preguntó Armando.
Laura miraba a un chico de unos catorce años que, sentado en lo alto del respaldo de un banco, apretaba botones en un móvil. Apenas podía recordar qué aspecto había tenido ella a esa edad, pero sí recordaba con nitidez su deseo, cómo entonces había pensado y creído saber que existiría para alguien en el tacto, en el perfecto aislamiento de un banco de la calle o de una tienda de campaña. Recordaba cómo se habían hecho realidad sus pensamientos, el banco, un viaje, dormir al raso. Y descubrirse, y tocarse, eso que lo había significado todo en los minutos, había terminado por no ser más que un paisaje visto desde muy lejos y a mucha velocidad.
Supo que Armando sabía porque no la apremiaba mientras ella seguía jugando a recordar cómo era, cómo era exactamente el tacto de lo prohibido, preciso e indeciso bajo la ropa. No contestó, sólo dijo:
– Qué sabes.
– Lo importante, lo se -dijo Armando. ~'.:"-Me estáis vigilando -dijo Laura con rabia-. No confiáis en mí.
– No es verdad, no te vigilamos. Piénsalo si quieres, pero nos hemos enterado de casualidad.
Laura depuso su actitud defensiva. Estaba ahora justo en la entrada del parque.
– De todas formas, yo os lo iba a decir.
– Te creo, pero tú sabes que es una locura.
– No, no sé lo que es.
– Por eso es una locura, Laura. Tú tienes que saber, en estos días tienes que saber codas las cosas.
– Pues no las sé, Armando. Y algunas no quiero saberlas. Quiero perderme. Quiero un poco de abandono.
– Tú tienes un trabajo que hacer -dijo Armando.
Habían llegado al final de un camino de arena. Armando se apoyó en el respaldo de un banco. Laura se movía a la derecha, hacia atrás, y luego regresaba junto al banco y volvía a alejarse.
– No olvido eso. No voy a olvidarme nunca. Pero vosotros me elegisteis.
– A lo mejor lo pensasteis. Tuvisteis que pensarlo, Hombre maduro, imaginativo, solitario, chica huérfana, dubitativa, que anda sin hacer ruido.
– Lo pensamos, Laura. Y lo descartamos. Precisamente no quisimos dejarnos llevar por ningún prejuicio machista. Tú podías hacer bien este trabajo y te dimos luz verde.
– Ya ves, resulta que al final os dejasteis llevar por el prejuicio. Justo por no querer hacerlo, os negasteis a ver lo que teníais delante.
Laura hablaba de perfil, quieta ahora frente a un grupo de árboles. Armando quedaba a su izquierda. Sin mirarle, sin moverse, siguió diciendo:
– Haré mi trabajo y lo haré bien. Ni Hull ni yo somos importantes. Sólo somos intermediarios. Pero no cometeré errores, Armando. Espero que me creas.
Armando tampoco se movió de su sitio ni dirigió sus ojos hacia el perfil de Laura sino a la pequeña muralla de edificios que custodiaba el parque.
– Yo te creo. Pero Hull sí puede cometerlos.
– Aunque yo no me impone -dijo Laura-, aunque renga ganas de no importarme, como todos, imagino, a veces las tenemos, voy a ir con cuidado, Armando.
Ahora Armando se acercó hasta donde estaba Laura.
– Laura-dijo.
– Puedes estar seguro.
Bajaron hacia un pequeño estanque. Atardecía.
– ¿Cómo os habéis enterado? -preguntó Laura.
Armando se encogió de hombros. Laura tomó un papel manchado de tierra que había en el suelo. Lo dobló hasta hacer un avión. El avión voló suavemente y aterrizó despacio en el agua.
Hull entró en el despacho de Wilson. No las tenía todas consigo pero mantenía el gesto grave, los movimientos pausados, los mismos mocasines de piel fina, los calcetines traslúcidos.
– ¿Qué han dicho? -preguntó Wilson sin saludar.
– Me darán la lista. Proponen hacer la entrega el cinco de mayo. Al mismo tiempo que el dinero, claro.
– Casi dos semanas de espera -dijo Wilson-. Cada vez me interesa menos este asunto. Carter no deja de llamarme. Está molesto y cansado. Si algo sale mal, cargaremos tú y yo con toda la culpa.
– No te preocupes. Todo irá bien. Los cubanos también tienen prisa. El turismo es una manzana podrida que está haciendo que se pudra lo demás. Tienen miedo a que algo ocurra y sean otros los que den carpetazo a la revolución. Cada vez más miedo.
– ¿Y la izquierda de los otros países latinoamericanos? ¿Cómo sabes que no te mienten? ¿Sólo por lo que te diga una chica entrenada para mentir?
– Tú también estás cansada y molesta.
– Un poco. En el piso de esa chica no había nada. Había menos que nada. Tampoco me gusta que use dos teléfonos móviles diferentes, nos complica el trabajo. No me fío, Philip. ¿Si tienen tanta prisa por qué esperar hasta el día cinco?
– Tienen que sacar el dinero de aquí. Necesitarán organizado. He pensado en irme fuera -dijo Hull tratando de no cambiar el tono de la conversación-. Tres días. Tengo días de vacaciones atrasados.
– ¿Con la chica? -preguntó Wilson.
– Sí, con la chica.
– De acuerdo. Hasta el domingo. Y procura averiguar cosas de Sedal. ¿Dónde vas a estar?
– Biarritz, Hendaya, San Juan de Luz. Uno de los tres pueblos. Te llamaré.
– Quiero que mañana vayas a buscarla a la asesoría. A la hora de comer. Quiero que la lleves a algún bar cercano y que allí hables con ella, que hables todo el tiempo para que te oigamos.
Hull volvió a su despacho consciente de que hasta que todo acabara siempre iba a tener a Wilson detrás, pero no le importaba. Ni siquiera quiso preguntar cómo iban a oírle, en qué situaciones les iban a oír a los dos. No le importaba su intimidad, no le importaba nada en absoluto. Si otros le oían, que le oyeran, él lo estaría viviendo. Y si Laura era sólo una intermediaria, y no tenía por qué ser otra cosa, qué le importaba sonsacarla, distraerla, hacer aquello que Wilson le pidiera. La operación se estaba agotando, saliese bien o mal debía terminar pronto y esos tres días en Hendaya le harían ganar tiempo. Tiempo para él. Tiempo para convencerse de que tenía derecho a vivir un espejismo a sus cincuenta y siete años. Tiempo y valor para preguntarse si podía haber un después, después del espejismo, cuando él y Laura hubieran terminado con aquello y a él le destinaran a otro país y entonces, tal vez, irse acompañado y, poco a poco, ir ganándose el derecho a otra vida a su lado todavía.
Sonó el teléfono en la centralita de la asesoría fiscal y después en la mesa de Laura. Ya había reservado los billetes, dijo Hull, y la habitación. Nunca había dormido en ese hotel de Hendaya, pero había entrado en él una vez y lo había recordado muchas. Era pequeño, el tejado rojo, las paredes rosadas. Aunque habían construido algunos edificios cerca desde que él estuvo, la dueña del hotel le había confirmado que el hotel seguía igual y que el lugar estaría tranquilo en esas fechas, ya había terminado la invasión de turistas de la Semana Santa.
Laura dijo que podía pedir el viernes libre, pero el jueves debía trabajar. También dijo que deseaba ir. Después colgó porque la apremiaban para hacerle una consulta. De un día para otro, como se rebasa el umbral de lo inaudible y ya oímos, o una temperatura disminuye medio grado y ya hace frío, como los ojos deslumbrados tardan pero distinguen las formas en la oscuridad, como en la noche el sueño parece inaccesible y sin embargo abrimos los ojos y han pasado las horas y estuvimos dormidos sin saber, como lo que no es empieza a ser, la planta, el embrión, el adulto en el niño, como se enciende la luz así se había llenado la ciudad de señales y codo podía ser recordado. Parecía como si Philip Hull hubiera existido, hubiera estado ahí para salvar a Laura Bahía, y ella para salvarle. No de los peligros, no siquiera de la soledad, sino de que nadie supiera su verdadero nombre. Pájaros y carne, un mensaje, una letra de canción partida, tocarse más allá del deseo, tocarse para la leyenda, tocarse y morir de amor por el suelo porque eso quedaría consignado en la pasión que se tenían y que era capaz de sacarles fuera hacia un tiempo nuevo que estaban haciendo suyo.
Laura siguió trabajando más concentrada que nunca, más certeras sus observaciones y más breves, redactó dos recursos, encontró una argucia para presentar otro fuera de plazo; entre medias organizaba las carpetas de las consultas previstas para ese día. Más concentrada pues al fin ya no necesitaba estar en otra parte mientras trabajaba sino que esa otra parte era real, existía, llamaba por teléfono, cruzaba calles.
Al anochecer, Laura acudió al Corte Ingles de Nuevos Ministerios, a la sección de sábanas y toallas. Ella y Sedal se pusieron a hablar junto a las cortinas de baño.
– Ayer por la tarde fui a ver a una amiga -dijo Laura-Tiene un bebé. Estábamos charlando y de pronto, por el aparato por donde se debería oír al niño, empezó a oírse nuestra propia conversación. Ella no se dio cuenta, fue-solo unos segundos. Luego, al volver a casa, estuve mirando todo lo que había en la mochila, en mis bolsillos. Estoy casi segura de que es mi móvil, el de la asesoría, porque era el único que llevaba. No sé cuándo han podido tocarlo, espero que no haya sido hace mucho.
– ¿Estaba en tu casa el día que la registraron?
– No, ya lo pensé, pero no, ese día llevaba los dos en la mochila.
– No te preocupes. Tiene que ser el de la asesoría, los nuestros son demasiado malos para admitir una manipulación -dijo Agustín-. Usa ese móvil. Comprueba cuánto te dura la batería. Úsalo todo lo que puedas pero no se te ocurra llevarlo contigo cuando estés con cualquiera de nosotros.
– Nunca los llevo -dijo Laura-. Ni el de la asesoría, ni el nuestro. Me lo advirtió Armando al principio.
– Ahora va a ser diferente. No deben saber que sabemos. Sería bueno que lo llevaras alguna vez que me llames por el otro para cosas que no nos comprometan. Y también, cuando estés con Hull, aunque sea en una situación íntima.
– Voy a irme tres días con él, al mar.
– ¿Puedo preguntar por qué? -La mano morena de Sedal se recortaba sobre un plástico transparente con lunares blancos.
– A veces encuentras a alguien que te calma -dijo Laura.
Sedal se internó entre dos cortinas lisas de tela, una blanca y otra amarilla, para cruzar al otro lado.
– Sabes que no voy a decir nada. Sabes que confío en ti.
Laura pasó con él al otro lado del perchero. Les rodeaban ahora toallas de rodos los tamaños y tres maniquíes con albornoces. Sedal, escoltado por dos de los maniquíes, parecía estar dentro de una comedia americana y sin embargo seguía emanando aplomo, como si aquel contexto no pudiera mezclarse del todo con él.
– Tendré cuidado -dijo Laura-. No por mí. No sólo por mí.
Se dirigieron a las escaleras mecánicas, camisones, colchas, ropa interior femenina. Al pie de las escaleras, Agustín reparó en el reloj de Laura:
– Sigues llevándolo, el reloj de tu padre -dijo.
– Lo llevaré hasta que deje de funcionar. Últimamente pienso que mi padre sabía lo que iba a pasarles, a mi madre y a él. Y que por eso me lo dio.
– Una sola vez en los once años que han pasado desde que murieron, voy a hablarte como lo habrían hecho ellos -dijo entonces Sedal.
Salió de la trayectoria de las escaleras. Se acodaron en un mostrador con sábanas para niños.
– El desastre -dijo Agustín-, la resignación, el deseo de perder para descansar, no merecen la pena.
– Son tres días -dijo Laura-. Tal vez averigüe algo.
Los dos se quedaron mirando una sábana desplegada y expuesta. Era de color azul marino con planetas rojos y naranjas, y un astronauta blanco y un cohete blanco.
– No, no. No lo utilices -dijo Agustín-. Es un consejo de viejo amigo, pero también es una orden.
– Entendido -dijo Laura, y apretó la mano de Sedal.
– No te lleves el móvil a ese viaje -dijo Agustín-. Cuando vuelvas, les daremos un recital.
Llegaron en avión, y después en taxi. Laura no había querido que Hull pagara su billete aunque sí aceptó que costeara el taxi y la habitación en el hotel. Le parecía que al pagar ella el avión se responsabilizaba de su ida y de su vuelta, mientras que el intermedio podría estar de verdad en otro mundo, como a veces se corta la respiración.
El hotel era pequeño y exquisito. Dos ventanas grandes, edredones granates, albornoces y zapatillas del mismo color, una mesa amplia con folios y lápices de madera, dos butacas y una mesa pequeña. No había botecitos con jabones sino un bote grande de color gris con un dibujo de rocas y un gel que era también champú y que olía a salitre. Las ventanas daban al mar, como el salón donde tomaron café. Más que estar cerca de la playa, el hotel estaba en la playa. Salieron por la puerta y ya pisaban la arena, anduvieron unos metros hasta la orilla dura y mojada. No hacía sol, nadie se bañaba. Dos o tres parejas y algún hombre y alguna mujer solitarios iban por la orilla vestidos como ellos. Philip le había pasado la mano por el hombro y Laura no sentía frío.
Llegaron casi hasta el final de la playa. Allí había una pendiente suave y arriba un pequeño paseo de arena y hierba con bancos de piedra. Se sentaron en uno de los bancos. A veces salía el sol entre las nubes y después se ocultaba.
– Cuando yo tenía nueve o diez años -dijo Philip- me empeñé en que me compraran uno de esos barcos que están dentro de una botella. Mi madre no quería. Mi padre no entendía por qué y discutieron. Casi nunca discutían delante de mí. Mi padre compró el barco. Yo le di las gracias pero al llegar a casa no sabía qué hacer con él. Me subí a una silla y lo puse en el estante más alto de mi cuarto. Pasó bastante tiempo. Un día fui a tirar una piel de plátano a la basura y lo vi ahí. No dije nada. Por la noche cenamos los tres callados. Yo miraba a mi madre todo el tiempo y ella hacía como que no se daba cuenta. Entonces miré a mi padre y vi que había llorado.
– ¿Qué había pasado?
– No lo sé.
– ¿No se lo preguntaste? ¿Ni siquiera después, años después?
– No. Me daba miedo hacerlo. -¿Y ahora?
– Mis padres murieron hace diez años. Primero murió mi madre, y dos años después mi padre.
– Los míos -dijo Laura- murieron los dos a la vez. -¿Cómo?
– Un accidente. Un accidente de autobús. Estaban en Angola, eran médicos. No sé qué habían ido a hacer allí exactamente ni por qué cogieron ese autobús, pero se salió de la carretera y cayó por una pendiente. Murieron casi todos los pasajeros.
– Lo siento mucho -dijo Philip.
Laura se tumbó en el banco de costado, con la mejilla apoyada en el muslo de Philip; él tuvo de nuevo la impresión de que podía contenerla, sujetarla en vilo. La iba peinando con los dedos.
El sol se fue del todo y empezaron a caer gotas. Ellos volvieron al hotel. Hull miraba el mal tiempo desde la j ventana cuando preguntó:
– ¿Crees que puede sátiros bien, el repliegue?
– No lo sé -dijo Laura.
– Ya, pero me gustaría saber lo que crees.
– ¿Por qué? A vosotros os da igual.
– Hombre, igual.
– Nunca apoyaríais esta operación. Sólo os importan nuestras divisiones.
– Eso es lo que dice Sedal.
– Philip, no tengo cinco años.
– Entonces dímelo -dijo Hull-. Dime qué piensas de todo esto.
– Éste es un día de historias -dijo Laura. Se sentó e una de las butacas de madera y le contó a Hull la historia del hombre de la plaza.
Una vez, en Cuba, con dieciocho años, se había enamorado de un hombre de treinta que a los pocos meses dejó la isla para irse a trabajar a un centro de biología en California. Laura nunca supo si él había llegado a tomarla en serio, Cuando le contó que iba a marcharse, no se molestó en buscar justificaciones. Le pagarían bien, podría seguir investigando con mejores medios. Laura recibió una sola carta suya que no quiso leer. Pero aún le recordaba. Recordaba sobre todo que el hombre le había mostrado una fotografía: sólo algo más de la mitad de una plaza rectangular, sin coches, con unos pocos árboles y edificios de a lo sumo cuatro pisos. «¿Quién hizo ¡a foto?», había preguntado Laura. «Y eso qué importa», dijo el hombre, añadiendo: «Yo querría vivir ahí.» El hombre se llamaba Julio, aunque Laura le había hecho desaparecer de su vida de tal modo que aún en sus recuerdos le llamaba el hombre. La plaza, en cambio, no había desaparecido. Nunca supo de qué país era, de qué ciudad. Si la viera ahora, o incluso si volviese a ver la fotografía, a lo mejor no la reconocía, porque a lo mejor la imagen que cita guardaba en su cabeza no era ya la misma de la fotografía. Sin embargo, lo cierto era que el hombre le había dado una plaza, los adoquines, los árboles, las puertas y los edificios quietos y como esperando.
– Pero -dijo Laura- yo no quiero vivir en ninguna plaza, yo quiero vivir en Cuba, en el único país que conozco que no ha aceptado la ley del sálvese quien pueda. Y que cada día intenta arreglárselas para ver si consigue vivir y que le dejen vivir en rebeldía contra esa ley.
– ;Lo consigue? -preguntó Hull, sentado ahora frente a Laura.
– Muchas veces no. Pero lo intenta. Y tú me preguntas si quiero que salga adelante el suicidio. Me preguntas si quiero quemar la plaza, la fotografía y mi recuerdo. SÍ quiero vivir sin eso.
– ¿Y quieres?
– Cuba lleva mucho tiempo resistiendo. Yo no quiero que se entregue. Pero no se puede vivir siempre resistiendo. Hace falta florecer.
– Cambiarás esa plaza por otro lugar.
– No -dijo Laura-. No haré eso.
– No te entiendo -dijo Philip.
– Yo creo que sí me entiendes.
Después de comer fueron a la parte antigua del pueblo. Había una tienda pequeña donde vendían pulseras, anillos, pendientes de formas irregulares, como esculturas minúsculas. Phillip quiso entrar. Laura señaló el final de la calle y dijo que le esperaría ahí, en una plaza redonda.
– Si es redonda -dijo Philip-, no es la tuya.
No se atrevió a elegir pulseras ni pendientes, nunca había visto a Laura con algo así. Había unos pasadores de plata como rectángulos partidos. Philip compró uno. Se lo dio a Laura después, cuando estaban dentro de un café. Laura rompió el papel y estuvo acariciando el pasador todo el tiempo.
– ¿Y tú -dijo-, cuál es tu plaza?
– Está -contestó Philip- enfrente de mí.
Laura le había mirado cuando hizo la pregunta y siguió haciéndolo mientras él contestaba.
– Quieren el dinero al mismo tiempo que la lista -dijo Marian Wílson.
– ¿Podemos dárselo? -dijo Carter.
– Sí podemos. Pero en mi opinión no deberíamos.
– ¿Ha ocurrido algo?
– No -dijo Wilson.
– Habla -dijo Carter, y Wilson oyó el clic del mechero v la respiración que seguía a la primera calada.
– Tres millones de dólares es demasiado dinero por una lista y una declaración que podría escribir cualquiera.
– El año pasado gastamos once millones para conseguir ¿qué?; unas cuantas denuncias de supuestas violaciones de derechos humanos.
– No sólo eso. Hubo proyectos, y muchas denuncias fueron más que supuestas.
– Otras muchas no.
– No es lo mismo -dijo Wilson-. Parte de ese dinero tal vez lo hayamos perdido, pero no se volverá contra nosotros.
– Que unos cuantos cubanos se fuguen con nuestro dinero no quiere decir que se vuelva contra nosotros.
– Te refieres a la posibilidad de que sean unos corruptos. Eso no sería tan malo. Pero ¿y sí no lo son? ¿Y si todo esto es una maniobra del gobierno cubano?
– ¿Otra vez con lo mismo? ¿Por qué iban a prender ellos la llama del suicidio, con un airo riesgo de quemarse, sólo a cambio de tres millones? Y aun poniéndonos en lo peor, ¿qué pueden hacer con tres millones? ¿Comprar manzanas y regalar una a cada cubano? ¿Dieciocho millones de manzanas?
– ¿Supón que lo hicieran. ¿Qué pasaría en Miami?
– No creo que llegaran a enterarse. Los cubanos serían los primeros interesados en que nadie se enterase. Marian, ¿sabes algo que yo no sepa? ¿Por qué estás tan segura de que mienten?
– No lo estoy. Es sólo que me preocupa más que a ti cometer una equivocación.
– Si nos equivocamos y el exilio se encera, les diremos que corrimos el riesgo. Es nuestro trabajo.
– Preferiría que no ocurriera.
– Yo también -dijo Carter-.Tres millones no son doscientos dólares. Nos la estamos jugando, ¿y? Nos han ofrecido algo interesante, lo más interesante que hemos oído en los últimos veinticinco años. Nos gustaría conseguirlo a cambio de nada. ¿Tienes alguna propuesta?
– En el exilio hay personas razonables.
– Sin duda.
– ¿No podríamos consultarles?
– No, no podríamos. Las personas razonables de las que hablas no están arriba,
– La entrega será pronto -dijo Wilson.
– Llegaré el domingo a media tarde -dijo Carter.
Esa noche Laura le hizo prometer a Hull que al día siguiente cogerían el ferry hasta Hondarribia.
– ¿Has estado allí? ¿Te gusta?
– No he estado -dijo Laura-. Me gustan los ferrys.
Salían de un restaurante y fueron a sentarse a un bar con terraza cubierta. El mar sólo se oía.
Laura llevaba puesto el jersey azul claro. Se había recogido el pelo con el pasador de plata, pero sólo una parte. Su melena castaña seguía cayendo a los dos lados de la cara, aunque más liviana ahora. Hull la miraba y pensaba en su plaza. Había jugado a la galantería al decirle que ella era su plaza pero ahora se preguntaba si no podía ser cierto. Solicitaría un destino diferente. En vez de tratar de imponer su legítima aspiración al puesto de consejero, pediría un cargo honorable y no mal remunerado en alguna organización internacional. La EAO, por ejemplo. Se lo había ganado. De ese modo las cosas no serían tan violentas para él ni tampoco para Laura. Dispondría de más tiempo. Viajarían. Empezaría a escribir su libro. Y ella estaría con él, en las noches y en los mediodías. Un cierto sentido del futuro, un sentido que él había dejado de usar hasta casi perderlo y que alentaba en ella, en su forma de hablar, en las palabras que decía, en su forma de frotarse los ojos. Un cierto sentido del futuro empezó a despertarse en las yemas de los dedos de Philip y era parecido a la excitación sexual, pero no idéntico.
– Cuando esto termine -dijo-, ¿tú seguirás involucrada? ¿Serás de las que estén en Cuba promoviendo el suicidio?
– No puedo contestar a eso.
– No intentaba sonsacarte. No se me ocurriría. Sólo quiero saber tus planes, qué piensas hacer.
– Piensas hacer -dijo Laura-. Es como esa otra expresión: qué te hace pensar. ¿Cuánto crees que vale la vida de un norteamericano, de un estadounidense?
– ¿Nuestra renta per cápita?
– No. imagina una media aproximada. La renta per cápita de un iraquí, considerando el petróleo, no es baja. Pero las vidas de los iraquíes valen poco. Las vidas de los norteamericanos valen más, ¿cuánto más?
– Valen igual -dijo Philip Hull, solemne.
– No, no. -Laura sonreía-. Deberían valer igual, a lo mejor un día llega a suceder, pero el hecho es que ahora valen más. Tú lo sabes. Todo el mundo lo sabe. ¿Cuánto más? Con sinceridad, anda.; ^Gen veces más.
.,'-Tiras por lo bajo, pero bueno. Pongamos que es así. ¿Y- también cien veces más que la vida de un boliviano?
– Digamos que noventa veces más.
– ¿Y que la de un mexicano?
– Sesenta veces más.
– ¿Y cuánto más que la de un chileno?
– Sesenta veces más.
– ¿Setenta? -preguntó Laura.
– No. Sesenta -dijo Hull mirando a Laura directa mente a los ojos como si quisiera demostrarle que podía aguantar, que estaba dispuesto a aguantar.
– ¿Y que la vida de un salvadoreño?
– Noventa veces más.
– ¿Y que la vida de un cubano? -dijo Laura.
Hull creyó sentir la bofetada, el círculo rojo en la piel Le habían ofendido y quiso levantarse, dejarlo todo, volver a Madrid. Pero Laura tomó su mano.
– No estoy pensando en nosotros dos. Te pido sol que me contestes como teórico, como experto en relaciones internacionales. Tú querías saber. Quieres saber lo haré después.
– La vida de un norteamericano vale treinta veces más que la vida de un cubano -dijo Philip Hull.
– Ése es tu cálculo, tu cálculo real, no lo dices por estar hablando conmigo.
– Es mi cálculo real, aproximado pero plausible.
– Entonces valemos más que los bolivianos, más que los salvadoreños, más que los chilenos y que los mexicanos.
– En este momento sí -dijo Huí!.
– ¿Y hace diez años?
Hull se quedó callado. Deseaba acabar de una vez con aquello, pero al fin dijo:
– Hace diez años también.
– ¿Lo ves? -dijo Laura.
– No -dijo Hull-. No sé qué quieres que vea.
– Quiero que veas que Cuba no debe de ser un país tan horrible como lo pintan si ha contribuido a aumentar un poco el sentido común, el sencido de lo que debieran ser las vidas.
– No te preguntaba por tus ideas, te preguntaba por ti, por lo que vas a hacer.
– Supongo que yo también soy mis ideas.
– Laura, ¿por qué esta guerra ahora? Yo no desprecio Cuba, ni mocho menos a ti.
– Pero quieres saber -dijo Laura. Le temblaban los labios y Hull se dio cuenta de que había imaginado cualquier cosa, cualquiera menos verla llorar.
Laura ya no estaba, se había levantado, la vio de espaldas poniéndose su gruesa chaqueta negra. Cuando volvió a sentarse, parecía tranquila. Sólo dijo:
– Me estaba quedando fría.
Philip pidió la cuenta y Laura aceptó que la invitara. Volvieron paseando. En la oscuridad se distinguía la silueta negra de las montañas que iban a dar al mar. Ellos atravesaban la franja intermedia, la zona de las casas y los árboles y el alumbrado público. Siempre ocurría igual, había grandes extensiones y en medio zonas habitables. Y Philip Hull pensaba que tenía que encontrar la zona habitable de Laura Bahía, la zona habitable de él con Laura Bahía. No sabía bien por qué tenía que hacerlo o si era sólo que le gustaría o quizás que le dolía no encontrarla. El hotel se hallaba más lejos de lo que les pareció en taxi a la ida. Mientras andaban el fondo último del mar atenuaba la violencia de estar callados, de seguir callados. Sin embargo, ése era un día de historias y Philip imaginó ahora una para Laura:
– Te voy a contar algo. Mí plaza -dijo- iba a estar en la mina de un lápiz. Yo iba a ser un anciano muy delgado, capaz de valerse por sí mismo. Viviría en una ciudad pequeña de un país con sol durante todo el año. Mi hijo y mi nuera vendrían a pasar una o dos semanas conmigo. Mi nieto, con veinte años ya, vendría por su cuenta para cambiar de aires y hablar con su abuelo de algo que no fueran mis propias batallas. Yo iba a vivir con cierta comodidad. Yo iba a esperar la muerte tomando vino blanco y aceitunas en las mesas al aire libre de un bar, quizás en el pueblo donde dicen que vivió uno de los atracadores del tren de Glasgow, Mojácar, en Almería. Pero mi plaza no escaria en Mojácar, ni en Almería, ni en Río, ni en Managua, ni en Maryland, el lugar donde nací. Mi plaza iba a estar en las minas de unos lápices de jóvenes desconocidos. Ellos, con sus lápices, habrían subrayado algunas frases de mis cartas desde Managua. Y mi plaza estaría allí, en las minas de los lápices, en los minúsculos fragmentos de grafito desprendidos para quedarse en el papel formando algunas líneas. Mi plaza iba a ser un momento cruzado entre dos tiempos: cuando yo escribía y cuando un joven o una joven estudiante de relaciones internacionales comprendiera alguna de las pocas no-verdades absolutas que ahora sé y que yo iba a dejar caer en ciertos párrafos de esas cartas bolivianas o nicaragüenses. Allí, en el grafito desprendido y también en el perfil del índice y el pulgar que sostienen el lápiz, en la fuerza precisa con que aprieta la mano. Ahí estaría mi plaza, pero ahora te toco -dijo Philip- y mi plaza no me parece suficiente.
Hull apretó el hombro de Laura como si fuera a cogerlo, como si pudiera cogerlo y llevárselo. Después le hizo cosquillas en la nuca suavemente y continuó:
– No me parece suficiente porque he imaginado al joven que subrayaría mi libro con mis años, escribiendo su libro y soñando su plaza en la mina de lápiz del joven que vendrá.
– ¿Y si ese chico hiciera algo con tus no-verdades? -preguntó Laura.
– ;Qué podría hacer? Nada. No podría…
Laura hizo callar a Hull poniendo primero una mano en sus labios y después su boca. El deseo estaba en la punta de sus pechos, en el borde de la piel, lo llevaba consigo y sólo hacía falca una leve mordedura para que toda ella le llamara y Philip Hull asentía con las manos rojas y eran los diez o quince minutos que aún les faltaban para llegar a la habitación como dar en el blanco de todas las imaginaciones, como saber, porque sabían, porque tenían la absoluta certeza, que iban a tocarse durante un sueño largo y nítidamente recordado y al mismo tiempo asible, real.