37993.fb2 El Lago Sin Nombre - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 12

El Lago Sin Nombre - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 12

Capítulo 6: El funeral

«No podemos quedarnos con la primavera, no importa lo mucho que lloren los pájaros, tirados por el suelo están el rojo hecho pedazos y la gloria mancillada.»

Wang Ann Gou, siglo ix

Todo cambió en China la primavera de 1989. La muerte de uno de los más altos dirigentes del Partido Comunista provocó un movimiento que se convertiría en la mayor manifestación multitudinaria del siglo y llevó a China a acaparar la atención mundial.

Pero cuando la nieve empezó a derretirse en el mes de marzo, nadie era consciente de todo aquello. Como era habitual, Pekín estaba expectante. Se habían guardado los adornos para la celebración del Año Nuevo Chino, los farolillos rojos se habían descolgado de las puertas y los recortes de papel de Shuang Xi -Doble Suerte- se habían despegado de las ventanas. Cerca de la ahora desierta pista de hielo había una señal de advertencia. El primer viento del sur reemplazó al viento del norte.

Me pasé todo el invierno esperando ansiosamente recibir noticias de las universidades norteamericanas en las que había solicitado plaza. Para que me quitara de la cabeza la agonía de la espera, mis padres me encontraron un trabajo por libre en la compañía turística propiedad de la compañía para la que trabajaba mi padre.

Era el principio del viaje de China hacia la prosperidad, y todo el mundo quería subir al autobús. Las empresas estatales, como aquella en la que trabajaba mi padre, habían establecido toda clase de filiales muy lucrativas. El turismo parecía la opción perfecta para la oficina de mi padre, puesto que sus responsabilidades incluían todos los parques de Pekín. Los burócratas se convirtieron en operadores turísticos, se pintaron logotipos nuevos en los autobuses que pertenecían al departamento y los viajes se anunciaron en el extranjero.

Agradecí aquella oportunidad. El año anterior, después de haber dejado el curso de posgrado, volví a mi antiguo departamento y solicité un empleo. (Tratándose de un país donde sólo el uno por ciento de la población llega a la universidad, sabía que estaba cualificada, aun sin ser la primera de la clase en la Universidad de Pekín.) Pero me dijeron que la distribución de empleos había terminado pocos meses antes. En el sistema chino, controlado desde el centro de poder, cada perno tiene su lugar determinado; era yo quien había abandonado la posición adjudicada y, como consecuencia, pasé a estar de más. El profesor Bai, el comprensivo catedrático de mi departamento, me dijo que podían volver a mandar mi Hukou, o permiso de residencia, al de mis padres. Al menos figuraría allí como persona a cargo.

– Pero ¿y tu expediente? -inquirió el profesor Bai.

– ¿Dónde colgaré mi expediente? -pregunté yo también. En China, todo el mundo tenía un expediente. Nadie sabía exactamente qué había en el suyo, pero sí teníamos una idea aproximada de lo que podía constar en él: cosas que habíamos dicho sobre el Partido, reflexiones sobre uno mismo, autocríticas que tuvimos que escribir a lo largo de los años, evaluaciones realizadas por los miembros del Partido, informes secretos que otros habían elaborado sobre nosotros… Sólo los dirigentes del Partido tenían acceso a los expedientes. El expediente de una persona constituye un perfil secreto, y allí adonde uno fuera, el expediente le seguía. Siempre se iba ampliando. En China, esto se llama Gua Dang, que significa literalmente «colgar un expediente». Todo el mundo necesitaba un lugar donde colgar el expediente y de este modo tener una existencia oficial.

Ahora que había quedado fuera del sistema, ¿adónde iría mi expediente? Sin mi expediente no existía como persona en China y, por tanto, no me darían el pasaporte.

De manera que me fui a casa con mi Hukou y mi padre se las arregló para dejarme «colgar el expediente» en su oficina. Pero no percibía sueldo alguno y de hecho estaba desempleada. En lugar de acabar pagándome mi propio camino con una beca para el curso de posgrado, pasé otra vez a depender de mis padres para todo. Estaba encantada de llevar de excursión a los turistas, así podía aliviar, aunque sólo levemente, la carga que soportaban mis padres.

Por desgracia, no era un trabajo con el que disfrutara. Siempre me pillaban en medio, pues los chinos tenían sus planes y los turistas, sus quejas. La mayor parte de los turistas con los que me encontraba eran ancianos chinos que venían del extranjero en busca de sus raíces y, probablemente, para ver el país por última vez. Muchos de ellos eran de Taiwan y habían hecho un largo viaje, pasando por Hong Kong, hacia la China continental. Era costumbre que, la noche antes de que terminara el viaje, los guías y conductores chinos amenazaran con no llevar a los turistas al aeropuerto si no se les pagaba cierta cantidad en concepto de propinas extra. Su argumento era que los turistas eran ricos y, por tanto, podían permitirse dichas propinas. Sostenían que querían una propina equivalente a la que un guía turístico o un conductor pueden conseguir en Occidente. Prescindían por completo del hecho de que el nivel de vida en China era mucho más bajo. «¿Por qué tienen que pagarnos menos sólo porque somos chinos?», decían. Las propinas que exigían suponían más de un año de salario para un chino corriente. También se mostraban alegremente displicentes en cuanto al hecho de que ellos no proporcionaban el mismo nivel de servicio que se solía dar en Occidente.

Al final los turistas siempre pagaban. Como yo trabajaba por mi cuenta, no me incluían en sus planes. Pero aun así me sentía fatal porque sabía lo que había ocurrido, lo cual me dificultaba las cosas cuando tenía que despedirme de aquellos abuelos y abuelas en el aeropuerto. Me sentía triste por ellos. Habían regresado a China para encontrar sus raíces y ver una patria que tal vez no volvieran a contemplar. ¿Y qué recuerdo se llevaban de vuelta? Me avergonzaba de las personas con las que tenía que trabajar, me avergonzaba de su cruel codicia y del hecho de que, de alguna manera, yo también era cómplice de ello. Yo siempre me limité a cobrar la riaga semanal de sesenta yuanes y a alejarme de allí lo más pronto posible. (En aquella época, sesenta yuanes eran unos nueve euros. Con veinte yuanes podías pagarte la comida. Varios años después, con eso sólo podrías comprarte un helado.) Le conté a mi padre lo de la exigencia de las propinas extra, pero él no podía hacer nada al respecto; en todas partes había corrupción.

Mientras tanto, yo seguía esperando la llamada o el grueso sobre procedente de Estados Unidos y, una soleada mañana de primavera, me llegó, en efecto, un sobre grande y muy lleno. Me habían dicho que las cartas finas querían decir que te habían rechazado, mientras que las gruesas significaban buenas noticias. Mis padres, que observaban con nerviosismo, tuvieron que esperar a que abriera el sobre para que les comunicara la noticia: me habían aceptado en la Universidad de Texas, en Austin, y me concedían una beca completa. Al día siguiente recibí una llamada de la otra universidad en la que había solicitado plaza, la Universidad William y Mary, en Virginia. Ellos también me ofrecían una beca completa. Le eché los brazos al cuello a mi madre y grité de alegría. La primavera llegaba a Pekín cumpliendo sus promesas.

Esperé a Dong Yi bajo el gran roble que había a la puerta del Salón Inglés. Hacía unos meses habíamos dado clases de inglés juntos y también habíamos hecho el examen GRE. El campus estaba tranquilo, la mayoría de estudiantes se había ido a leer o a echarse la siesta. El sol se filtraba a través de las ramas deshojadas y me daba en la cara con una tierna calidez. A lo lejos, el color había empezado a volver a las colinas. Los lirios violeta brotaban en distintas zonas a lo largo de la ladera sur del lago.

Apareció Dong Yi, una figura solitaria en bicicleta, con el sol a su espalda, como un príncipe que llegara con una brillante armadura. Siempre he pensado que la mejor clase de amor es aquella en la que, cuando miras unos ojos, ves tu hogar. Aquella tarde yo seguía viendo mi hogar en los ojos de Dong Yi cuando se sentó a mi lado. ¡Cómo envidiaba a Lan! Suspiré. Pensar en la mujer que poseía el amor que yo no podía tener me deprimió. Pero no lo dije. En lugar de eso, le conté a Dong Yi lo de las becas.

– ¡Dos becas! ¡Es estupendo! ¿En qué universidades? ¿Cuándo quieren que empieces?

Le hablé detalladamente de las ofertas que tenía.

– ¡Felicidades! Al parecer ya ha empezado tu partida.

Me dio la impresión de que Dong Yi estaba triste. Pero en seguida recuperó la sonrisa.

– No obstante, no te he pedido que vinieras aquí sólo por eso -dije-. Hay algo sobre lo cual me gustaría que me aconsejaras. Por favor, sé todo lo sincero que puedas porque, para mí, tu consejo es el más importante.

– Por supuesto -replicó Dong Yi.

– Sabes que Eimin ya ha terminado su doctorado y, por tanto, no puede ir a Estados Unidos como estudiante. -Miré a Dong Yi, que asintió con la cabeza y que poco sospechaba lo que iba a decir, y proseguí-: Dijo que encontrar un trabajo allí es casi imposible y puede costar años. Si quiero que venga conmigo a Estados Unidos, la mejor manera que tenemos de hacerlo es casándonos.

Dong Yi, sin moverse en absoluto, fijó en mí su mirada largo rato y su rostro perdió la sonrisa. No pronunció ni una sola palabra. Yo esperé, mordiéndome los labios. Entonces habló con una voz que nunca le había oído antes.

– ¿Te has vuelto loca, Wei?

Miré el severo rostro de Dong Yi y rompí a llorar. Hacía tan sólo unos minutos nos estábamos riendo alegremente. Ahora yo estaba llorando.

– Quiero ser feliz, Dong Yi, eso tú lo sabes mejor que nadie. Siempre ha sido la felicidad lo que ando buscando. ¿Y si Eimin es mi felicidad? Mi marcha me dejará sin él.

– Eimin no es tu felicidad.

– ¿Cómo puedes estar tan seguro?

– Porque tú no estás segura. Wei, por favor, escúchame. ¿Cuánto hace que os conocéis? Hará tres años. Creo que podría decir sin miedo a equivocarme que te conozco bien. Eres apasionada, confiada y llena de vida. Eimin no parece confiar en nadie. Es distinto… y no me refiero a que sea mayor. Mereces a alguien que te ame y a quien tú quieras de verdad.

– Bueno, tú te casaste -repliqué con acritud. Se hizo un breve silencio-. Lo siento. No quería ser desagradable. -Sabía que lo que había dicho estaba fuera de lugar y lo lamenté inmediatamente-. Pero no quiero estar sola, especialmente en Norteamérica… Estoy asustada.

Desde fuera, mi vida no podía haber sido mejor, ni mi futuro más brillante; pero en mi interior estaba desesperada. Había perdido la felicidad una vez y el mirar a Dong Yi no hacía más que recordarme el dolor de aquella pérdida. No podía permitir que me ocurriera de nuevo, aun cuando ello significara casarme con alguien menos que perfecto para mí. Era mejor que te quisieran que estar sola.

Dong Yi sacó el pañuelo y me enjugó las lágrimas con delicadeza, lo cual hizo que me entristeciera aún más. Dejó que me apoyara en su hombro y luego me tomó la mano y la sujetó con fuerza.

– Por favor, no te cases con Eimin, Wei, te lo ruego. Concéntrate en tu marcha a Estados Unidos. Tienes un montón de papeleo por cumplimentar. No te rindas. La felicidad les llega a las personas que esperan.

Lo dijo como si me estuviera haciendo una promesa.

El 14 de abril, Eimin y yo nos dirigíamos hacia el Spoon Garden bajo un cielo despejado cuajado de estrellas. Ya era bien entrada la noche en Pekín y cerca de las diez de la mañana en Virginia. De camino pasamos por delante de la intensamente iluminada biblioteca llena de estudiantes con la cabeza hundida en los libros. Fuera de la biblioteca había algunas personas paseando en parejas, al parecer tomándose un descanso en sus estudios. Las chicas iban de la mano como hermanas; los enamorados hablaban entre ellos en susurros.

El Spoon Garden era el único lugar del campus en el que se podían realizar llamadas internacionales a razón del sueldo de un mes por minuto. Había decidido ir a la Universidad William y Mary porque allí cursaría un master, en contraposición a un doctorado en la Universidad de Texas. Tenía la sensación de que no sabía suficientes cosas sobre Norteamérica ni sobre mis propios intereses como para entrar directamente en un programa de doctorado. Cuando se oyó la voz de la secretaria del departamento de psicología de la Universidad William y Mary al otro extremo de la línea, me sorprendió lo clara que sonaba, como si estuviera en la habitación de al lado. Dijo que estaban a la espera de mis noticias y me preguntó si tenía alguna pregunta sobre la oferta. Dije que no.

– Entonces, ¿deseas aceptarla?

– Sí -respondí con firmeza. Mi futuro, al menos, había empezado a tomar forma.

Nos enteramos de la muerte de Hu Yaobang en las noticias vespertinas del día siguiente. El antiguo secretario general del Partido, el número uno del Partido Comunista Chino y del Gobierno Central Chino, había fallecido a causa de las complicaciones de un ataque al corazón. Al igual que al resto del país, la noticia me impresionó y me entristeció. Hu Yaobang era un reformista y un dirigente de actitud abierta que simpatizaba con las protestas estudiantiles y, por tanto, era considerado como un amigo por los intelectuales y estudiantes chinos. Muchos creían que su afinidad con los estudiantes e intelectuales le había llevado a su caída del poder en 1987. Aquella noche, en el campus, nadie hablaba de otra cosa que no fuera la muerte de Hu Yaobang. De la noche a la mañana aparecieron carteles -tributos, artículos y poemas- en el Triángulo, un lugar que la universidad utilizaba normalmente para poner comunicados o anunciar la concesión de galardones. La mayoría de los artículos recordaban la integridad de Hu Yaobang y su contribución a la reforma. Muchos cuestionaban su injusta destitución e, implícitamente, el criterio de los dirigentes del Partido Comunista. Algunos lo llamaban el «Alma de China». A medida que se iban colocando más y más carteles durante el día, el 16 de abril, también aparecieron los llamamientos a la democracia y la libertad.

Por la tarde, el Triángulo estaba lleno de artículos, poemas y cartas abiertas. Una gran multitud se había reunido allí, la mayor parte para leer y reflexionar. Caminé a lo largo de los muros cubiertos de carteles y fui encontrando muchas cosas que leer.

«El camarada Hu Yaobang solía decir: "trabaja hasta morir y cuando mueras todo habrá terminado". Ahora está muerto nuestro querido amigo… Hu Yaobang nunca abusó de su poder ni buscó favores. Siempre se preocupó por la gente. Vivirá en nuestros corazones para siempre.»

«Hu Yaobang era un amigo de los estudiantes y un defensor de la educación… Pero actualmente nuestro gobierno gasta muchas divisas en coches lujosos importados de Japón o Alemania Occidental y pocas en educación… Éste es un momento crítico para la reforma. La reforma tiene que continuar.»

Seguí andando junto a la pared y leí:

«Han pasado setenta años desde el Movimiento del 4 de Mayo. Seguimos sin tener democracia ni libertad. El camarada Hu Yaobang tuvo que dimitir porque se apartó de la línea del partido y dio apoyo a los estudiantes… China necesita la democracia».

El Movimiento del 4 de Mayo de 1919 fue un movimiento universitario encabezado por los estudiantes que sentó la base de la cultura china moderna. Los estudiantes se echaron a las calles exigiendo un «Señor Democracia» y un «Señor Libertad» para China. Entonces mis coetáneos recordaban, lógicamente, el espíritu del 4 de Mayo y veían la muerte de Hu como una amenaza para la reforma y una pérdida para el proceso de modernización.

«Qué extraordinario -pensé yo- que la gente esté de luto y, al mismo tiempo, esperando que llegue el futuro.»

Finalmente, China -el gigante dormido- había despertado. La gente volvía a tomar el control. De pie en medio de la multitud, yo también me sentí poderosa.

Poco a poco la zona se fue llenando de centenares de estudiantes y, a medida que aumentaba el gentío, alguien empezó a gritar consignas. Como si estuvieran esperando aquella señal, la muchedumbre se llenó de entusiasmo y fuerte emoción. Algunos estudiantes pedían que el duelo se trasladara a la plaza de Tiananmen.

– Hagamos una corona.

– Y escribamos también unas pancartas.

Vinieron más estudiantes. La multitud empezó a reunir materiales para hacer pancartas. Algunos estudiantes repartieron brazaletes negros. Tomé uno y me lo puse en el brazo izquierdo.

La plaza de Tiananmen no era tan sólo el corazón de la China moderna, también era el lugar al que se desplazaba la gente siempre que había algún sentimiento popular que manifestar. Zhu Enlai, brazo derecho de Mao durante cincuenta años y primer ministro chino, había muerto a principios de 1976. También fue una persona que mostró compasión durante la Revolución Cultural, rescatando de los Guardias Rojos a muchos intelectuales y viejos revolucionarios. Para muchos chinos corrientes, Zhu Enlai era un sabio dirigente y un símbolo de humanidad. Muchos meses después de su fallecimiento, cuando se acercaba el 5 de abril, fecha del tradicional festival Qingming, o Festividad de los Muertos, cientos de miles de ciudadanos de Pekín desobedecieron la prohibición del gobierno de reunirse en la plaza de Tiananmen y llorar la muerte de Zhu.

Por primera vez en la historia de la China comunista, la gente había llegado a desafiar a los «héroes» caricaturescos, a aquellos que habían contribuido a fundar y dirigir la República. La gente llevó carteles, flores de papel blancas, panegíricos y poemas a la plaza de Tiananmen. Obreros, maestros, colegiales, intelectuales, soldados y ancianos colocaron coronas junto al monumento, formando capas que enterraron su base y alcanzaron casi los dos metros de altura. Otras muchas personas se quitaron las flores blancas de papel que llevaban en la chaqueta y las colocaron en los pinos y arbustos alrededor de la plaza. Al final, estas flores de papel blancas cubrieron los árboles y plantas de hoja perenne como si acabara de nevar en la plaza.

Yo tenía diez años, y recuerdo que observaba a mi madre y sus colegas mientras hacían una corona en nuestro salón. Todas las personas que había en la habitación llevaban un brazalete negro de luto; mi madre había hecho uno especialmente pequeño para que yo también lo llevara. Se habló muy poco. Los únicos sonidos eran los de las tijeras al cortar y el papel al doblarse. El vapor de las tazas de té caliente persistía en la atmósfera y daba calor a la estancia. Cuando terminaron la corona, mi madre se arrodilló y dijo:

– Wei, esta noche has ayudado mucho. Ahora es tarde. Deberías irte a la cama. Mamá tiene que llevar la corona a la plaza de Tiananmen.

Aquella noche las tropas de seguridad entraron en la plaza y quitaron todas las coronas. Cuando miles de personas acudieron a la mañana siguiente, sólo vieron los rotos pedazos que habían dejado. La ira se extendió por Pekín. Se llevaron más coronas, a pesar de que se bloquearon las entradas a la plaza. Se volcó una furgoneta de la policía que instaba a la gente a marcharse. El edificio de tres pisos de color gris que se utilizaba como Centro de Mando Unificado así como varios vehículos fueron incendiados. Por lo que supimos después, alrededor de las nueve de la noche, el primer secretario del Partido en Pekín, Wu De, habló por los altavoces y exhortó a la gente a que abandonara la plaza.

Muchos lo hicieron, pero cerca de un millar de personas se negó a irse. Tres horas más tarde se encendieron los reflectores y diez mil reservistas del ejército, así como tres mil policías irrumpieron en la plaza de Tiananmen y, blandiendo bastones y grandes palos, rodearon a los que allí quedaban. Innumerables personas fueron golpeadas y treinta y ocho, arrestadas.

Trece años después, al igual que mi madre antes que yo, acudí para permanecer bajo el Monumento a los Héroes del Pueblo. Había pedaleado durante más de dos horas con Chen Li y unos cuantos de sus compañeros de clase hacia la plaza de Tiananmen. Queríamos ver el luto público de Hu Yaobang con nuestros propios ojos y leer además los carteles que afloraban a millares. Aquel día, 19 de abril, más de cien mil estudiantes y ciudadanos se habían concentrado en la plaza de Tiananmen para llorar la muerte de Hu. Toda la base del monumento estaba cubierta de coronas y ramos de flores, junto con composiciones y poemas llorando a Hu y ensalzando la democracia y la libertad. En el centro mismo del monumento había un retrato gigantesco de Hu Yaobang y la pancarta proclamaba: «¿Adónde has ido? ¡El alma regresa!».

A medida que el infinito torrente de personas iba entrando en la plaza, las nuevas coronas tuvieron que pasarse por encima de las cabezas de la gente para ser colocadas en la base del monumento. Hubo algunos que leyeron poemas en voz alta; otros lloraban abiertamente. Cada vez se ponía de pie más gente para hablar en público llorando a Hu Yaobang, condenando la corrupción y exigiendo democracia. El público aplaudía y ovacionaba todos los discursos. Chen Li estaba muy excitado y aplaudía con todas sus fuerzas. Me contagió su entusiasmo y yo también empecé a proferir fuertes aclamaciones.

Al cabo de media hora de estar escuchando discursos, Chen Li y yo dimos la vuelta a la plaza y leímos los carteles. Unos cuantos artículos que ponían al descubierto la red de «Bandas Principescas» me llamaron la atención. Las Bandas Principescas estaban formadas por los hijos de funcionarios importantes y dirigentes del Partido que se servían de sus contactos para obtener buenos empleos, dinero y poder.

– No me extraña que haya enojo, mira cómo se han aprovechado del poder de sus padres -dijo Chen Li tras leer uno de los carteles. En aquella época, los gastos de la vida diaria se habían disparado para los chinos de a pie, la inflación era galopante y el abismo entre campo y ciudad, pobres y ricos, había aumentado de manera dramática.

– «En comparación, Hu Yaobang llevó una vida sencilla y se consagró al pueblo. ¡Pero ahora está muerto!» -leí en voz alta, sintiendo una profunda pena no solamente por la muerte de Hu, sino por lo que había representado: desinterés, honestidad y amor por su país.

La muerte de Hu Yaobang proporcionó al pueblo chino una oportunidad de expresar su dolor y su ira y la exigencia de un cambio, una voz que se había perdido cuando el gobierno aumentó el control de la prensa tras las manifestaciones estudiantiles de 1986.

Aquella tarde fui al Triángulo para leer los carteles nuevos. Mientras estaba allí, oí que la policía había dispersado a una multitud de diez mil personas, entre estudiantes que se manifestaban y espectadores, frente a Xinhuamen, una de las entradas al selecto complejo Zhongnanhai donde residen los dirigentes del Partido. Cuando los últimos centenares de estudiantes se negaron a marcharse, la policía los rodeó, tres o cuatro agentes por cada estudiante. Los golpearon y luego los arrastraron hasta unos autobuses que tenían aparcados en las cercanías.

Estaba a punto de abandonar el Triángulo, cerca de la medianoche, cuando varios estudiantes empezaron a distribuir unos panfletos con «la verdad sobre la tragedia del 20 de abril». Un estudiante que sujetaba un megáfono repetía una y otra vez a la multitud la historia de «la paliza a los estudiantes».

El sombrío humor que había en el Triángulo se convirtió en indignación. Aunque aquella noche yo estaba tan furiosa como cualquiera, me encontraba demasiado cansada para quedarme levantada. Había pasado el día en la plaza de Tiananmen y la tarde en el Triángulo y estaba agotada. Tomé el panfleto y abandoné el airado gentío.

A la mañana siguiente, en todo el campus aparecieron anuncios sobre un boicot. Los estudiantes se quedaron fuera de las salas de conferencia y de las aulas para persuadir a otros de que no entraran. Las palabras «Hoy huelga» estaban escritas en las pizarras de todo el campus. En cuestión de días, los estudiantes de treinta universidades e instituciones de educación superior de Pekín se habían declarado en huelga.

El funeral de Hu Yaobang iba a celebrarse en la Gran Sala del Pueblo, en el lado oeste de la plaza de Tiananmen, a las diez de la mañana del 22 de abril. Sólo iban a asistir dirigentes del Partido Comunista y funcionarios gubernamentales. Sin embargo, los cientos de miles de estudiantes que habían estado llorando la muerte de Hu querían presentarle sus respetos. Querían ver a su amigo por última vez.

La noche del 21 de abril, día en que regresó de Taiyuan, fui a cenar con Dong Yi. Después nos detuvimos en el Triángulo para leer los últimos carteles. El campus había empezado a prepararse para pasar la noche, cuando, de pronto, oímos gritos y cantos provenientes de la puerta este. La gente que había en el Triángulo empezó a correr. Algunos se subieron a las bicicletas de un salto y salieron lanzados hacia el lugar del que provenía el sonido.

– Dejad las bicicletas, corramos. Llegaremos más rápido -gritó Dong Yi.

Mientras corríamos para ver qué era aquel ruido, cada vez más fuerte, más estudiantes nos pasaron a toda velocidad en sus bicicletas. Las personas que estaban de pie a lo largo del camino también empezaron a correr.

– ¿Qué está pasando? -preguntó en voz alta uno de los estudiantes.

Habíamos llegado a la extensión de césped situada al este de la biblioteca cuando vi que una gran multitud avanzaba hacia nosotros. Al frente de la columna, una gran pancarta decía: «Universidad de Qinghua».

– ¡Qinghua, adelante! -gritaban-. ¿Dónde están nuestros compañeros de la Universidad de Pekín?

– ¡Democracia para China! ¡Libertad de expresión!

– ¡Cómo se atreven! -exclamó alguien entre la multitud que era entonces cada vez más numerosa frente a la biblioteca-. ¡ La Universidad de Pekín siempre va en cabeza!

Desde el Movimiento del 4 de Mayo de 1919, la Universidad de Pekín siempre ha estado orgullosa de su reputación de ser la cuna de la democracia y la libertad para China.

La noticia de que los estudiantes de la Universidad de Qinghua marchaban por el campus llamando a los estudiantes de la Universidad de Pekín para que participaran en el Movimiento a favor de la Democracia llegó a todos los rincones del campus. Miles de estudiantes de la Universidad de Pekín con pancartas y banderas de los distintos departamentos corrieron para encontrarse con las columnas de manifestantes de la Universidad de Qinghua.

– ¡Vamos a demostrarles quién es el líder del Movimiento Estudiantil! -gritó alguien al pasar por nuestro lado.

No tardaron en congregarse miles y miles de personas por el sendero principal que llevaba a la puerta sur, con las banderas ondeando y las pancartas en lo alto. Entonamos al unísono el himno nacional de China, «el pueblo chino ha llegado al momento más crítico…» y La Internacional Nuestros cantos resonaron entre los edificios y se elevaron hacia el cielo nocturno.

Más tarde también se sumaron estudiantes de otras universidades cercanas, como la Universidad Popular. Cuando el camino que conducía a la puerta sur estuvo hasta los topes de gente, decenas de miles de estudiantes salieron de la Universidad de Pekín hacia la plaza de Tiananmen. Dong Yi y yo saludamos con la mano y vitoreamos a nuestros compañeros estudiantes que marchaban por delante de nosotros. En una de las pancartas se leía «¡Larga vida a la democracia! ¡Larga vida a la libertad!». Otra decía «Llanto por el alma de China». Y otra «Castigad a los especuladores burocráticos». Las leí en voz alta, miré a Dong Yi y sonreí. Él me devolvió la sonrisa. Noté que el corazón me latía cada vez más fuerte y que estaba colorada; tanto fue el orgullo que sentí aquella noche.

Fuera, en las calles, los ciudadanos corrientes aclamaban a los estudiantes a su paso. Gritaban: «Larga vida a los estudiantes».

Aunque no quería abandonar la excitación de la Universidad de Pekín, aquella noche regresé al apartamento de mis padres tal como les había prometido. Cuando me levanté a la mañana siguiente, conecté el televisor para ver la retransmisión del funeral de Hu, que todos los canales emitían.

– Tienes que venir a ver esto -le dije a mi madre.

Debía de haber unos cien mil estudiantes sentados sobre las frías piedras delante de la Gran Sala del Pueblo, en la parte oeste de la plaza de Tiananmen. Había tres filas de policías armados sentados frente a frente con los manifestantes. La luz del sol se reflejaba en el Monumento a los Héroes del Pueblo y brillaba sobre los cuatro enormes caracteres, todos ellos de cuatro metros de alto y tres de ancho, que componían la palabra «dolor».

Desde una esquina de la plaza llegaba el sonido del himno nacional: «¡Construid otra Gran Muralla con nuestra carne y nuestra sangre! ¡China ha alcanzado un momento crítico! ¡Alzaos! ¡Alzaos!». Entonces se puso en pie la segunda oleada de estudiantes y continuaron el himno nacional. Después del himno vino La Internacional. «¡Arriba, parias de la tierra! ¡En pie, famélica legión!». Se izó la bandera nacional, que luego se arrió a media asta para rendir homenaje a Hu Yaobang.

Poco antes de las diez de la mañana, los altavoces que había en la plaza empezaron a transmitir en directo la ceremonia conmemorativa que tenía lugar en el interior, en tanto que todas las cadenas de televisión emitían la ceremonia oficial. Deng Xiaoping llegó a la Gran Sala y fue recibido por el secretario general del Partido Zhao Ziyang, el primer ministro Li Peng, hijo adoptivo del difunto Zhu Enlai, y otros de los miembros más antiguos del Partido. Zhao Ziyang pronunció el discurso conmemorativo en el que le faltó calificar a Hu Yaobang de «gran marxista» y, por tanto, héroe nacional, tal como habían sugerido su familia y algunos intelectuales destacados.

Al cabo de media hora, el funeral llegó a su fin. Los lujosos automóviles en los que viajaban los altos dirigentes del Partido se marcharon por detrás de las barreras de policía. Las cámaras se volvieron de nuevo hacia la plaza. La multitud de dolientes que allí había avanzó. Gritaban: «¡Queremos diálogo! ¡Queremos diálogo!». Unos cuantos representantes estudiantiles comenzaron a acercarse a la Gran Sala para presentar una petición. Mientras los estudiantes hablaban con el personal de la Gran Sala, los miles de dolientes de la plaza gritaba rítmicamente: «¡Que salga Li Peng! ¡Que salga Li Peng!».

«Qué irónica puede llegar a ser la historia», pensé al tiempo que miraba a mi madre, quien, trece años antes, había participado en el duelo público por el padre de Li Peng, el primer ministro Zhu Enlai, en la misma plaza.

En aquel momento apareció la imagen que llenó los ojos de lágrimas a todas las personas que había en la plaza y a los innumerables millones que estaban sentados en casa frente al televisor. Tres jóvenes se arrodillaron en los peldaños bajo las imponentes columnas de la Gran Sala sosteniendo una petición por encima de sus cabezas. La plaza se sumió en un repentino silencio y luego la multitud rompió en fuertes sollozos, como olas en un océano tormentoso.

Con las lágrimas rodando por sus mejillas, los jóvenes de la plaza les gritaban y chillaban a las tres diminutas figuras que había en los escalones de la Gran Sala: «¡Levantaos! ¡Levantaos! ¡Levantaos!».

– ¡Niños! -le gritó mi madre al aparato de televisión. Yo me quedé mirando fijamente la pantalla y se me obnubiló el pensamiento. De repente, las palabras parecían inadecuadas.

Los tres jóvenes no se movieron. Una escena que se había repetido durante dos mil años en China era interpretada, una vez más, a finales del siglo xx. Arrodillarse ante el emperador era el método por el cual los ciudadanos corrientes les suplicaban a sus gobernantes que recibieran sus quejas. Una acción semejante a menudo conllevaba la muerte del peticionario, pues disgustaba al emperador. A lo largo de la historia china, muchos de los valientes que habían osado realizar un acto como aquel habían perdido la vida. Ese día, mucha gente se preguntó si aquella generación de jóvenes chinos, al subir los peldaños de la Gran Sala, le estaba diciendo al mundo que estaba preparada para llevar a cabo un sacrificio similar.

Los tres jóvenes permanecieron de rodillas en los duros escalones de la Gran Sala del Pueblo durante cuarenta minutos. Su petición incluía tres demandas: (1) que se diera una vuelta a la plaza con el féretro para que los estudiantes pudieran presentar sus respetos al difunto por última vez; (2) que Li Peng mantuviera un diálogo con los estudiantes, y (3) que las noticias de las actividades estudiantiles de aquel día salieran publicadas en los periódicos.

Pero nadie salió a recibir su petición.