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«Que la promesa que escribimos con nuestras vidas despeje los cielos en nuestra República.»
Declaración de un manifestante en huelga de hambre, 13 de mayo de 1989
A final, más de cien mil estudiantes participaron en la marcha del 27 de abril, en tanto que un millón de ciudadanos observaba a lo largo de la ruta de marcha, mientras otros se unían a la manifestación. Chen Li y yo regresamos a la Universidad de Pekín con nuestra columna a primera hora del 28 de abril, después de una caminata de más de cuarenta y ocho kilómetros por la segunda carretera de circunvalación que rodeaba el centro urbano. Al aproximarnos a la puerta sur nos recibieron unos profesores y administradores universitarios de cabello cano, puestos en fila para dar la bienvenida a sus estudiantes. Estaban muy contentos de que hubiéramos regresado sanos y salvos. El sonido de tambores y gongs inundaba la atmósfera y los petardos estallaban en el cielo nocturno.
Pasé la mayor parte de los días que siguieron en casa con mis padres, preparando la solicitud del pasaporte. Había surgido entre nosotros un desacuerdo, con el apoyo de mi madre hacia los estudiantes y mi propia participación, por un lado, y con el convencimiento de mi padre de que la confrontación no era el medio para lograr una solución, sino el preludio del desastre, por el otro. Discutimos durante la cena. Pero, a pesar de nuestras opiniones, vimos las noticias de la televisión como una familia (más adelante, el gobierno censuró dichos informativos). El impacto de la manifestación del 27 de abril en Pekín no tardó en llegar a otras partes del país. Mi hermana escribió a casa para decir que había participado en protestas estudiantiles similares en Qing Tao, donde asistía a la universidad, y que los alumnos de su facultad estaban animados ante la perspectiva de un diálogo público entre estudiantes y gobierno.
A primeros de mayo, el gobierno, representado por el portavoz del Consejo de Estado y el viceministro de la Comisión de Educación del Estado, mantuvo varias reuniones con los representantes estudiantiles. No obstante, la postura gubernamental fue la de acceder a hablar sólo con el organismo estudiantil oficial, la Asociación de Estudiantes de Pekín, cuyos miembros no eran elegidos por el pueblo, sino nombrados por la Liga de Juventudes y el Comité del Partido de cada una de las universidades. Pensé en Yang Tao, quien me contó que dicho organismo había espiado los grupos extraoficiales de estudiantes, y supe, acongojada, que era improbable que aquello significara que habíamos hecho algún progreso, sino que en realidad sólo era la imagen que querían dar: los intereses de aquella gente no estaban con el movimiento estudiantil, sino más bien con sus propias ambiciones políticas. La mayoría de las reuniones se televisaron. Cada día los estudiantes de la universidad de mi madre se apiñaban en las dos salas de televisión del campus: estaban tan llenas que algunos tenían que venir a casa para ver las reuniones. A todos nos frustró lo que vimos: en lugar de entablar una discusión acerca de las demandas de los estudiantes, los funcionarios del gobierno se sirvieron de las conversaciones para pronunciar conferencias e incluso dirigir advertencias a los estudiantes.
Aun así, muchos líderes estudiantiles creyeron que se había conseguido una victoria y declararon el fin de la huelga el 5 de mayo de 1989. Todo el mundo volvió a las aulas. Continuaron las protestas en pequeña escala, pero circunscritas a los límites del campus. De vez en cuando seguía yendo a la Universidad de Pekín para leer los carteles de la pared. Los estudiantes de este centro habían votado en contra de la recomendación de la Asociación Autónoma de Estudiantes y prosiguieron la huelga, aunque incluso allí los ánimos habían cambiado y estaban más tranquilos. El entusiasmo de los últimos días, cuando decenas de miles de nosotros habíamos desfilado fuera del campus, parecía haberse esfumado.
También fui a ver a Dong Yi uno de aquellos días. Iba sin afeitar y tenía aspecto de estar cansado. Me pregunté en qué habría estado atareado; al fin y al cabo, en la Universidad de Pekín seguía habiendo huelga. Le hablé de la marcha del 27 de abril y de la discusión que tuvimos Eimin y yo la víspera, pero nuestra conversación quedó interrumpida.
– Hay una reunión en la Asociación de Escritores en el centro. Tengo que salir para allá ahora mismo. ¿Cuándo volverás por el campus? Quedemos para entonces.
Juntos nos dirigimos al piso inferior.
– No te imaginas la de veces que he querido ir a buscarte para hablar contigo; han pasado muchas cosas -dijo Dong Yi, cuyos cansados ojos brillaban de emoción-. Pero querías un poco de tiempo para ti, de manera que pensé que debía esperar a que fueras tú quien viniera a mí.
En la puerta de la residencia le quitó el candado a la bicicleta.
– Ahora estás aquí, pero tengo que irme. Lo siento, Wei. Te lo contaré todo la próxima vez que nos veamos. Deja que te llame a casa de tus padres.
– ¿Cuándo? -le pregunté mientras montaba en la bicicleta.
– Pronto -me aseguró.
Pero no llamó.
El 11 de mayo volví a ir a la Universidad de Pekín. Una vez más, el campus bullía de excitación, pero con una atmósfera de algo mucho más serio que antes. Un único cartel, escrito por un grupo de estudiantes de posgrado, había aparecido en el Triángulo, proponiendo una huelga de hambre en la plaza de Tiananmen. El cartel había desencadenado un intenso debate entre los estudiantes. Me encontré con el novio de Li, Xiao Zhang, cuando les llevaba comida a Li y a los demás, que estaban trabajando en la emisora de radio. Me contó que los estudiantes habían inundado la emisora con artículos y peticiones de espacio para hablar y que Li, al ser una de las organizadoras clave, no había podido descansar ni comer.
«¿Es esto lo que queremos hacer? ¿Favorece nuestra causa?» Muchos estudiantes se formulaban preguntas semejantes y discutían acerca de los méritos de adoptar una medida tan drástica. Algunos discursos señalaban la visita de Mijail Gorbachov prevista para el 15 de mayo.
«Demos la bienvenida al señor Gorbachov con nuestra huelga de hambre en la plaza de Tiananmen.»
«El señor Gorbachov ha logrado que se aprueben reformas políticas mucho más duras en la Unión Soviética. ¡Que venga y hable con los estudiantes!»
Entre las muchas personas que debatían los próximos pasos del Movimiento, así como la manera de utilizar la visita de Gorbachov para promover la causa estudiantil, se encontraba Chai Ling, quien, hablando desde la emisora, abogaba con vehemencia por una huelga de hambre inmediata. Al día siguiente, la Asociación Autónoma de Estudiantes dispuso unas hojas de papel para que los voluntarios para la huelga de hambre firmaran en ellas. Se decidió que empezaría el 13 de mayo a mediodía. Al mismo tiempo, los estudiantes entregaron una petición al Comité Central del Partido en la que se exigía que los dirigentes del Partido y del gobierno hablaran con los representantes de la electiva Asociación Autónoma de Estudiantes. Se les dijo a los funcionarios que los estudiantes iniciarían la huelga de hambre si no se cumplían dichas reivindicaciones.
La mañana del 13 de mayo, el gobierno seguía negándose a ceder a las demandas de los estudiantes. Así pues, había llegado el momento de la partida para los que iban a emprender la huelga de hambre.
«En este día de sol radiante del mes de mayo, hemos iniciado una huelga de hambre», decía la declaración de la huelga que se había colocado en el Triángulo.
«En los días gloriosos de nuestra juventud, no tenemos otra alternativa que la de abandonar la belleza de la vida. Sin embargo, ¡qué reacios somos y qué poco dispuestos estamos a hacerlo!… No queremos morir. Queremos vivir, y vivir plenamente, porque estamos en la flor de la vida. No queremos morir, queremos aprender todo lo posible… ¿Qué podemos hacer?
La democracia es la más noble de las aspiraciones humanas; la libertad es un derecho humano sagrado, innato. Hoy se deben comprar ambas cosas con nuestras vidas… Adiós, amigos, tened cuidado. La lealtad une a los vivos con los muertos. Adiós, personas queridas, tened cuidado. No queremos dejaros, pero debemos hacerlo. Adiós, madres y padres, perdonadnos, por favor. Vuestros hijos no pueden ser ciudadanos leales e hijos dignos al mismo tiempo. Adiós, compatriotas, dejad que correspondamos a nuestro país del único modo que nos queda.»
Habían acudido miles de personas para leer la declaración y para ver marchar a los huelguistas. Alrededor de las diez y media de la mañana, delante del edificio número veintinueve, debajo de los altavoces de la emisora estudiantil, centenar y medio de jóvenes decididos, hombres y mujeres, se reunió para comprometerse con el Grupo en Huelga de Hambre de la Universidad de Pekín.
Todos los huelguistas llevaban cintas en la cabeza. Aun siendo jóvenes, parecían todos extrañamente maduros. En contraste con la intensa emoción que había en los rostros de la gente que los rodeaba, ellos tenían un aspecto calmado. Una vez más vi a Cao Gu Ran con su chándal azul preferido. Llevaba una banda blanca en la que había escrito unas palabras tomadas del héroe revolucionario norteamericano Patrick Henry: «Dadme la libertad o la muerte». Sin apartar la mirada del estudiante que dirigía el juramento, con el puño de la mano derecha alzado, repitió con aire de gravedad junto con los demás huelguistas:
«Juro solemnemente que, para promover la democracia en la patria y traer prosperidad al país, iniciaré una huelga de hambre. Resuelvo obedecer las reglas del grupo en huelga de hambre y no interrumpiré mi ayuno hasta que hayamos conseguido nuestros objetivos.»
El silencio reinó entre la apiñada multitud de espectadores. Yo miraba, incrédula, preguntándome cómo habíamos llegado tan lejos con tanta rapidez. La mayoría de los huelguistas, en particular las mujeres, eran pequeños y delgados. Daba la impresión de que una simple ráfaga de viento se los habría de llevar por delante. ¿Cómo iban a sobrevivir los próximos días si se privaban de comer?
«Míralos bien ahora, vivos y respirando», me dije a mí misma. Traté de grabar sus rostros en mi memoria, buscándolos uno por uno, mientras un sombrío interrogante invadía mis pensamientos y me arrasaba los ojos de lágrimas. ¿Cuál de aquellos rostros no volvería a ver nunca más?
Entonces empezaron a moverse. Un fuerte aplauso rompió el silencio.
– ¡Diálogo ya, no más demora! -gritaba la muchedumbre-. ¡Abajo la corrupción! ¡Abajo la dictadura!
Seguimos a los huelguistas hasta el restaurante Yanchun Garden, donde los miembros más jóvenes del profesorado les ofrecían un banquete antes de su partida. Los jóvenes profesores, incluido Eimin, habían donado sus honorarios para brindar a los estudiantes una buena despedida. La multitud esperó fuera pacientemente.
Tras su último almuerzo, los huelguistas marcharon hacia la puerta sur, seguidos por compañeros de clase, amigos y miles de otros estudiantes. Unos trescientos voluntarios aproximadamente, entre los que se incluían monitores, personal de primeros auxilios, propagandistas y otras personas que ayudarían a organizar y proteger a los manifestantes en huelga de hambre, ya estaban esperando en la puerta sur. Se reunieron los dos grupos.
Disfrutando del espléndido sol del mes de mayo, salieron de la Universidad de Pekín llevando consigo la bandera de la universidad y una gran pancarta con las palabras: «Grupo en Huelga de Hambre de la Universidad de Pekín». Todos nosotros gritamos:
– ¡Adiós a nuestros héroes! ¡Estaremos aquí esperando vuestro regreso!
Los huelguistas entraron en la plaza preparados para morir. La nación estaba consternada y, al mismo tiempo, emocionada por su valor.
La emisora de radio del campus transmitía noticias desde la plaza de Tiananmen. «Más de mil estudiantes participan en estos momentos en la huelga de hambre que empezó ayer a las 5.40 de la tarde -decía la locutora con una mezcla de entusiasmo y preocupación en su voz-, y el número va en aumento mientras hablamos.»
Pero a mí me abrumaba una sensación de pena. Estaba terriblemente triste.
El campus era un hervidero de actividad; mucha gente se dirigía a la plaza de Tiananmen para apoyar a los huelguistas. En el tablón de anuncios de la puerta sur se colgó un ruego solicitando donaciones de emergencia. Hacía falta dinero para comprar agua, mantas y medicinas para los integrantes de la huelga de hambre y para alquilar camiones que transportaran dentro y fuera de la plaza al personal de apoyo. Dos chicas recolectaban dinero en la puerta sur. En la mesa de al lado, otro grupo de estudiantes pedía a la gente que firmara una petición exigiendo una reunión con Gorbachov. Entregué a las chicas mi asignación semanal, cinco yuanes, y firmé la petición.
Estaba triste por ellos, por mí misma y por todas las buenas personas de China. Por una petición tan simple como aquélla -poder hablar libremente y vivir sin temor-, los jóvenes tenían que jugarse la vida. «Pero ¿por qué hoy día, en el siglo xx, su alternativa tiene que ser la muerte? Mi hermosa pero sufrida patria, ¿por qué te cuesta tanto obtener cualquier cosa: independencia, respeto, prosperidad? ¿Cada paso de tu periplo tiene que estar manchado de sangre?»
Me sentía aislada, triste y deprimida. Necesitaba a Dong Yi. Necesitaba que escuchara mis pensamientos y compartiese mis cargas. Necesitaba oír su voz, tranquilizándome. Fui a verle.
Dong Yi no estaba en su dormitorio, pero su compañero de habitación me dejó entrar. Era un estudiante de primer año de posgrado al que no conocía bien. Charlamos un poco sobre el tiempo y mi marcha a Estados Unidos y después se marchó. Me senté en la cama de Dong Yi, hojeé el ejemplar de aquel día del Diario de la Juventud de Pekín, el periódico oficial de la Liga de Juventudes del Partido Comunista, que en aquellos momentos simpatizaba con los estudiantes. Dong Yi seguía sin regresar. Di vueltas por la habitación, miré por la ventana a los pocos corredores que había en la pista de atletismo, me volví a sentar y tomé el ejemplar de Guerra y paz de Dong Yi.
Él volvió al cabo de tres horas. Se sorprendió y al propio tiempo se alegró al verme.
– ¿Hace mucho que esperas? -Pero antes de que pudiera responder, sacó su jofaina y dijo-: Dame cinco minutos para asearme y vuelvo en seguida.
Cuando regresó se había lavado y afeitado. Me contó que acababa de volver en bicicleta de la zona este de la ciudad, donde había estado reunido con varios escritores e intelectuales.
– Vamos al lago Weiming -propuso-. Hace mucho tiempo que no hemos estado.
No había duda de que Dong Yi estaba de muy buen humor. De modo que, conmigo sentada detrás, fuimos al lago Weiming en bicicleta.
Cuando llegamos a lo alto de la colina, Dong Yi dejó que la bicicleta bajara sola, sin pedalear. Pronto alcanzamos tal velocidad que tuve que agarrarme a su cintura, mientras el cabello y el vestido color púrpura que llevaba se levantaban con la brisa.
En las márgenes del lago Weiming la vida estaba en plena floración. A lo largo de todo el sendero, los arbustos de los campsis florecían con lo que parecían grandes bolas de fuego. Dong Yi aparcó la bicicleta en el polideportivo que había en la orilla este y bajamos caminando hasta el agua.
Me dijo que durante las últimas dos semanas había estado hablando con intelectuales de Pekín para conseguir apoyo para los estudiantes.
– Si echas una mirada retrospectiva a la historia de China, los movimientos estudiantiles por sí solos nunca han llegado a ser una amenaza real para el gobierno. El Partido lo entiende así -explicó-. Por eso creo que, a menos que obtengamos un amplio apoyo por parte de la gente, todo lo que consigamos con las manifestaciones se perderá.
No había duda de que con la primera persona del plural se refería a personas como el profesor Fang Lizhi, la profesora Li Shuxian y Liu Gang.
Luego me habló de la Declaración del 16 de Mayo que habían firmado alrededor de treinta destacados escritores, artistas y estudiosos. La declaración criticaba duramente el tratamiento de la crisis por parte del gobierno y dirigía un llamamiento a los intelectuales de China para que participaran en el movimiento.
– Por primera vez en nuestra historia, los intelectuales chinos están expresando su postura como una fuerza unida -dijo Dong Yi con entusiasmo-. Se está organizando una marcha de treinta mil intelectuales que tendrá lugar mañana en la plaza de Tiananmen. La huelga de hambre está uniendo al país, Wei. -Se sentó en una piedra grande a la orilla del lago y añadió pensativo-: Ahora ya he cumplido mi cometido, es hora de ir a ver a los huelguistas. Los verdaderos héroes son ellos.
– ¡Déjame ir contigo! -exclamé.
Gracias a Dong Yi, renació en mí la determinación de que algún día tendríamos libertad. Su mirada me recordó a las decenas de miles de personas valientes. Quería unirme a él, formar parte de una gran marcha; aun cuando ésta condujera a la muerte, no me importaba. Iría con él a la marcha por China.
«Dadme la libertad o la muerte.»
El 15 de mayo, Mijail Gorbachov se convirtió en el primer líder soviético que visitaba China en treinta años. Con su visita llegaron los reporteros y las cámaras de televisión de todo el mundo que, a eso de mediodía, se habían reunido en la plaza de Tiananmen para cubrir las protestas estudiantiles.
Cuando Dong Yi y yo llegamos allí montados en la bicicleta, vimos a decenas de miles de personas que marchaban alrededor de la plaza y agitaban pancartas de apoyo a los estudiantes. Entre ellas distinguimos columnas de trabajadores blandiendo sus carnés de afiliados, personal de los ministerios gubernamentales y ciudadanos de a pie de Pekín. Las blancas pancartas del Banco de China llamaban particularmente la atención. Llegaron a acudir cien mil personas a Tiananmen para apoyar a los estudiantes. Entre esas cien mil, había treinta mil intelectuales.
Dong Yi y yo les llevamos agua y soda a los huelguistas. Los monitores estudiantiles habían acordonado la zona en la que se encontraban los manifestantes para que las personas ajenas a la huelga de hambre no pudieran entrar y causar problemas; comprobaban la identidad de cualquiera que quisiera acceder. Dong Yi le mostró su carné de estudiante a uno de los guardias y le dijo que habíamos venido de la Universidad de Pekín para ver a los huelguistas. Entonces nos indicaron cómo entrar en la zona de la huelga de hambre. Debía de haber cientos de miles de estudiantes más dentro y alrededor de dicha zona. Entre ellos, vimos pancartas y banderas de unas treinta universidades. En algunas de las pancartas se leía: «¡Libertad de prensa!». En otras: «¡Huelga de hambre: exigimos diálogo!». Y en otras: «Mientras exista dictadura no habrá paz en el país», «La corrupción es la causa de la anarquía» y «El hambre es soportable, la falta de democracia no».
No pude evitar sonreír al ver una gran pancarta escrita en inglés que decía: «¡Bienvenido, señor Gorbachov!».
Frente al Monumento a los Héroes del Pueblo vi la enorme pancarta con el sencillo mensaje: «Huelga de hambre». Allí se había establecido el centro de mando de la huelga de hambre y Chai Ling había sido elegida comandante en jefe. Cuando la huelga entró en su tercer día, el número de manifestantes se había elevado a casi tres millares. Entonces los estudiantes pedían diálogo, así como que se los reconociera como patriotas y demócratas.
En torno a los huelguistas había miles de estudiantes que habían acudido allí para mostrar su apoyo. Pronunciaban discursos y entonaban canciones patrióticas como La Internacional, el Himno Nacional y 18 de Septiembre. (El 18 de septiembre de 1931, Japón ocupó las tres provincias septentrionales de China, con lo que miles de chinos se vieron obligados a huir de sus hogares.)
¿Cuándo podremos regresar a nuestra hermosa tierra natal?
¿Cuándo podremos ver a nuestros padres y madres?
Padres y madres,
¿Cuándo podremos volver a estar juntos?
En la plaza la temperatura superaba los 25 °C, pero la sensación de calor era aún mayor bajo la brillante luz del sol. Los estudiantes que se habían sumado a la huelga de hambre hacía poco estaban sentados en pequeños grupos sobre las losas de la plaza y llevaban unas cintas blancas en la cabeza en las que ponía: «Juro vivir o morir con democracia» o «Ayuno hasta la victoria». Algunos de los estudiantes que hacía tres días que ayunaban estaban tumbados sobre colchonetas, otros tenían la cabeza apoyada en mantas enrolladas y abrigos acolchados. Aunque los días eran cálidos, por la noche seguía haciendo frío.
El Grupo en Huelga de Hambre de la Universidad de Pekín, que había aumentado hasta contar con casi quinientas personas, era, con mucho, el más numeroso. Dong Yi encontró al grupo de alumnos de su departamento. Le ayudé a repartir las bebidas y observé cómo se dirigía en voz baja a los huelguistas que conocía, preguntándoles qué tal lo estaban soportando y si necesitaban algo, como, mantas para pasar la noche. Hasta entonces, nadie había pensado que la huelga de hambre tuviera que prolongarse mucho más tiempo. Por el contrario, los estudiantes tenían la confianza de que el gobierno no tardaría en ceder.
Cuando terminamos de distribuir las bebidas, Dong Yi se quedó con los alumnos del departamento de física. Yo fui a buscar a Cao Gu Ran. Unos metros más allá encontré al grupo de nueve huelguistas del departamento de psicología. Casi todos ellos eran estudiantes de primer y segundo años a los que sólo conocía de vista. Pero no encontré a Cao Gu Ran ni allí ni en ninguna otra parte.
– ¿Habéis visto a Cao Gu Ran? -pregunté.
– Se desmayó y lo llevaron en seguida al centro de urgencias -contestó uno de los jóvenes del departamento de psicología.
Al momento empecé a preocuparme. Me pasaron por la cabeza unos pensamientos horrorosos.
De pronto oí la voz de Dong Yi:
– ¡Aquí hay uno que se ha desmayado!
Al levantar la vista vi que pasaban corriendo dos miembros del personal de primeros auxilios ataviados con batas blancas. En seguida se oyó el aullido de la sirena de la ambulancia y subieron a ella al joven a toda prisa. La Cruz Roja y el gobierno de Pekín habían organizado ambulancias para transportar a los huelguistas a los centros de urgencias cercanos a la plaza. Pasados unos minutos, la ambulancia se alejó de la plaza a toda velocidad.
Al cabo de media hora volvieron a sonar las sirenas y sacaron de allí a otro huelguista que se había desmayado. Mientras unos manifestantes caían, otros, incluido Cao Gu Ran, regresaban. Había cambiado. Estaba pálido. Caminaba despacio, a veces con paso inseguro, y tenía que apoyarse en dos componentes del personal de primeros auxilios. La banda que llevaba en la cabeza, ahora retorcida y medio doblada, sólo mostraba las palabras «libertad» y «muerte». Se alegró de verme. Se sentó sobre una manta extendida en el suelo y me contó lo sucedido. Se había desmayado por la mañana, en el centro de urgencias le habían dado suero salino y habían dejado que se recuperara durante cuatro horas.
– Ahora ya me encuentro bien -dijo con un hilo de voz.
– Ten cuidado, lo que estás haciendo es peligroso. Podría perjudicarte gravemente la salud -le comenté.
– A mi salud no le va a pasar nada. Recuerda, estoy en forma -replicó tratando de mostrarse alegre.
En aquel momento llegaron a la zona de la huelga de hambre dos profesores del departamento de psicología. El presidente del departamento, el profesor Bai, y la profesora Wang, ambos de poco más de sesenta años, habían recorrido en bicicleta todo el camino hasta la plaza para rogarles a sus estudiantes que pensaran en su salud y que volvieran a los campus.
– Míralos -me dijo la profesora Wang, que se puso muy emotiva-. Son demasiado jóvenes para esto, y por supuesto demasiado jóvenes para morir. ¿Qué puedo decirles para que cambien de opinión? Estoy desesperada. Son sólo unos niños…
– Estoy segura de que agradecen su preocupación -contesté-, pero no creo que pueda convencer a ninguno de ellos para que abandone el ayuno.
Cuando Dong Yi y yo regresamos al campus, faltaba poco para la hora de la cena. Ambos estábamos exhaustos, tanto física como psicológicamente. Los pálidos rostros de los manifestantes en huelga de hambre suponían una pesada carga en nuestro pensamiento y nuestra conciencia. Caminamos despacio hacia el Triángulo, uno junto a otro en cómodo silencio, el silencio del entendimiento y la satisfacción mutuos.
En cuanto llegamos al Triángulo, Dong Yi fue al comedor número tres para comprar algo que pudiéramos comer fuera mientras escuchábamos la transmisión de la emisora estudiantil.
Esperé a Dong Yi y a mi cena apoyada en la larga pared. La emisora estudiantil anunció: «Hoy Gorbachov vino de visita a China. Pero tuvieron que darle la bienvenida en el aeropuerto y no en la plaza de Tiananmen, como es la costumbre». La multitud, que se contaba por centenares de personas, gritó y aplaudió con fuerza. «¡Una vez más, le hemos demostrado al gobierno que los estudiantes somos una fuerza que se debe tener en cuenta!»
A continuación, la locutora leyó cartas de apoyo escritas por padres y estudiantes de universidades de toda China e informó de donaciones llegadas del extranjero. «¡Los estudiantes chinos de California nos han dado ocho mil dólares!» Miré hacia el comedor número tres con la esperanza de ver salir a Dong Yi con nuestra cena. Estaba hambrienta y el suave aroma de las lilas en el aire de la noche hacía que lo estuviera aún más. Entonces, saliendo de entre la multitud, vi a una joven sumamente hermosa que parecía estar buscando a alguien. Tenía un rostro perfectamente equilibrado, grandes ojos castaños, labios carnosos y una piel blanca y cremosa. Tenía la nariz alta y recta. Su aspecto era juvenil a la vez que maduro. No sólo era guapa, sino también sexy, lo cual era bastante raro en China por aquella época.
Entonces, para mi sorpresa, vi que hablaba con el compañero de habitación de Dong Yi. Antes de que pudiera entender nada, Dong Yi salió del comedor con nuestra cena. Cuando estaba a punto de hacerle señas con la mano, vi que la joven se dirigía corriendo hacia él. Cuando miré el rostro de Dong Yi, me di cuenta inmediatamente de quién era ella. Así fue como vi a Lan por primera y última vez.
No era como me la había imaginado. Aunque tal vez fuera físicamente vulnerable, poseía una fuerza oculta. Los observé mientras se alejaban sonrientes, hablando tal como deben hacerlo marido y mujer. El compañero de habitación de Dong Yi vino a decirme que había surgido algo urgente y Dong Yi se había tenido que marchar. Fingí no haber visto nada y me dirigí, con toda la calma de la que fui capaz, al comedor para comprarme la cena yo misma.
Incluso hoy, cuando me acuerdo de aquellos años en Pekín, es ese momento, más que cualquier otro, el que puedo recordar con total precisión. La forma en que se encontraron sus miradas y cómo el rostro de Lan se iluminó, la forma en que corrieron el uno hacia el otro y cómo iban abrazados mientras caminaban alejándose. Mi corazón dejó de latir, no podía respirar, me sentí como si ya no estuviera viva.
Supe que no podía competir con ella. Era hermosa y sexy; cualquier hombre querría estar con ella. ¿Cómo se me ocurrió pensar que podía quitarle a Dong Yi? No era de extrañar que Dong Yi no pudiera llevar a cabo el divorcio.
Mi sueño había quedado hecho pedazos; mi futuro era sombrío. Me di cuenta de ello con la misma claridad con que vi el fuego que se ocultaba tras aquellos grandes y preciosos ojos castaños. ¿Le habría dicho algo el compañero de habitación de Dong Yi? ¿Le dijo quién era yo? Aquellas miradas y aquel fuego, ¿iban dirigidos a mí?
Dentro del comedor hice las colas pertinentes y me compré algo de comer, no tenía ni idea de qué, y me senté en una de las mesas largas. Hacía rato que se habían ido, pero yo aún veía su cara, su rostro encendido y aquellos labios sensuales que se entreabrieron levemente al ver a Dong Yi. Aquellas imágenes se repetían en mi mente, una y otra vez, como una película, unos cuantos fotogramas a cámara lenta, dependiendo de la manera en que mi pánico, mi furia o mi tristeza influían en ellos. Estoy segura de que aquella noche había mucho ruido en el comedor, igual que cualquier otro día a la hora de la cena, pero yo no oía otra cosa que no fueran mis propios pensamientos.
No comí nada, ya no tenía apetito, ni me sentía feliz ni esperanzada. Volví a salir fuera, pero nada parecía haber cambiado de la forma en que yo lo había hecho. La atmósfera de la tarde seguía oliendo a lilas, en tanto que a unos veinte metros de distancia, la emisora de radio estudiantil continuaba transmitiendonoticias de la plaza de Tiananmen. Me quedé de pie entre la multitud, oyendo la voz de la locutora que flotaba débilmente en el aire que me rodeaba, como si fuera humo: estaba allí y al momento ya había desaparecido.
¿Qué debía hacer? Seguí adelante, intentando deshacerme de las imágenes que me perseguían. Deseaba estar sola. No quería irme a casa porque volver al apartamento de mis padres significaría inevitablemente tener que hablar de cómo me había ido el día, de la plaza de Tiananmen, de los manifestantes en huelga de hambre y de Dong Yi. Tampoco podía sentarme en mi habitación sin pensar en mi futuro sin él. Y no podía regresar a la residencia de Dong Yi, donde había dejado la bicicleta.
Rodeada por el gentío, me sentía tan sola y a la vez culpable que no pensaba en otra cosa que en mi propia infelicidad, cuando en la plaza de Tiananmen se desarrollaba una crisis mucho más grave. No podía dejar de pensar en Dong Yi y Lan y de preguntarme por qué había venido ella a Pekín. ¿Les habría sucedido algo a los padres o a la hermana de Dong Yi? ¿Quizá Lan había venido para formar parte de la vida de Dong Yi, sobre todo en aquel momento tan malo, para demostrarle que compartía sus ideas y creencias? ¿Había venido Lan a luchar por su esposo?
El hecho de ver a Lan en persona, tan diferente a como yo me la había imaginado, suscitó más preguntas de las que podía soportar. Quería saber quién era ella en realidad, qué pensaba y qué sentía. Lan me había importado muy poco en el pasado. Era informe, vacía, incolora, invisible y carecía de rostro. Era un fantasma. Entonces apareció viva, llena de colorido, respirando y sonriendo. Quería saberlo todo sobre Lan, hablar con ella y oírla hablar. Quería descubrir la verdad sobre ella, no sólo lo que Dong Yi me había contado. Quería saber el significado real de su relación.
Y mientras aquellos confusos pensamientos ocupaban mi mente, las piernas me alejaban lentamente de la multitud y de las tensiones del Triángulo y me llevaban hacia el lago Weiming. Frente a la biblioteca había pequeños grupos dispersos de estudiantes que hablaban en voz baja o leían, en tanto que una pareja parecía tener una discusión.
Por el sinuoso sendero que pasaba por detrás del edificio de biología con tejado en voladizo, se me unieron otras personas, la mayoría parejas. A menos de ochocientos metros del Triángulo, el lago Weiming era otro mundo, pacífico y delicado. Los grandes acontecimientos de los últimos días parecían haber pasado de largo el lago, sin que éste se viera afectado en cuanto refugio para enamorados y amigos. Atravesé la puerta de piedra roja y me dirigí a la orilla rocosa. Allí, desde un banco vacío bajo un sauce llorón, se veían las tranquilas aguas azules. El crepúsculo de colores suaves proyectaba sombras alargadas sobre el lago.
Me pregunté qué estarían haciendo Dong Yi y Lan. ¿Estaban cenando en el Yanchun Garden, el restaurante del campus no muy lejos de la residencia de Dong Yi al que solíamos ir los dos? ¿O estaban en uno de aquellos pequeños restaurantes familiares que bordeaban la concurrida calle Haidian, al otro lado de la puerta sur? ¿De qué estarían hablando? Después de cenar, ¿irían a escuchar la transmisión de la emisora estudiantil, tal como pensábamos hacer Dong Yi y yo? Poco a poco mi ira fue en aumento, no hacia Dong Yi y Lan, sino hacia mí misma. Me di cuenta de lo mediocre que era. Porque cuanto yo pensaba que eran las cosas especiales que compartía con Dong Yi, el ajetreo de la vida en la ciudad, nuestro amor por las palabras, las llamadas conversaciones intelectuales, nuestras ideas sobre el futuro, el Movimiento Estudiantil… de pronto lo vi todo como lo que era: la moneda corriente de cualquier relación. Allí no había nada de especial, Lan podía encajar sin dificultad. Y estar sentado junto a ella debía de alimentarle el ego a Dong Yi; sencillamente, era la mujer más sensual que había visto nunca. ¿Qué ocurriría en días venideros? ¿Cuándo volvería a ver a Dong Yi? ¿Qué noticias traería la siguiente vez que nos encontráramos?
Mientras pensaba en los lejanos días que estaban por venir, el día propiamente dicho tocó a su fin. Las farolas alumbraban alrededor del lago y el suave viento de la tarde se volvía másfuerte y frío. Ya no veía a los desconocidos que también habían acudido al lago. Quizá se hubieran marchado hacía mucho o habían desaparecido en el bosque que había en la ladera de la colina a mi espalda. De pronto se me ocurrió que Dong Yi y Lan podrían venir al lago. Me levanté de un salto, eché un vistazo a mi alrededor, inquieta, y empecé a alejarme. No quería volver a verlos juntos, al menos no tan pronto e, indudablemente, no allí. Pero, al tiempo que caminaba rápidamente por el sendero, no podía apartar ciertas imágenes de mi cabeza. No dejaba de imaginármelos juntos, de una manera íntima, de una manera en que Dong Yi y yo nunca habíamos estado. Al final conseguí librarme de aquellas imágenes.
Pero lo que no podía quitarme de la cabeza era la imagen de los grandes ojos castaños de Lan brillando de deseo. Me miraba directamente. Desde detrás de los árboles a mi derecha, el viento arreció de un modo que me heló los huesos. Me volví con brusquedad; la senda que descendía hasta la orilla del lago estaba vacía. Volví a girarme; por delante de mí, el camino que torcía en el edificio de biología también estaba vacío.
Bajé la colina casi corriendo. Cuando estaba a punto de salir a la plaza intensamente iluminada que había frente a la biblioteca, me detuve y contemplé el camino a mis espaldas, eclipsado entonces por las sombras. Allí volví a ver a Lan, con una sonrisa victoriosa en el rostro.
– Tienes razón, no puedo ganar -le dije, y luego corrí hacia la luz, el ruido y la realidad sin volver a mirar atrás.
El Triángulo todavía estaba lleno de gente, algunos escuchaban con atención el debate en la emisora, otros discutían. En comparación con unos días antes, había más hombres y mujeres de mediana edad codo con codo con los jóvenes. Algunos de ellos eran profesores y administradores de la universidad, mientras que muchos otros eran personas que vivían en el lugar, ciudadanos que se habían sumado más recientemente a la multitud del Triángulo en busca de noticias fidedignas sobre la batalla a vida o muerte que se libraba en la plaza de Tiananmen.
Me abrí camino por entre el gentío, pasando por entre las hileras de carteles.
Al doblar la esquina, alcé la mirada. En la ventana de la esquina del primer piso del Edificio para el Joven Profesorado había luz. En una noche como aquélla, la ventana tenuemente iluminada era como un faro en medio de una tormenta.
– ¡Mira quién está aquí! -exclamó Eimin al abrir la puerta. A juzgar por el tono de su voz, mi visita era una agradable sorpresa.
Sonreí y entré en su diminuto mundo. El escritorio estaba lleno de libros y papeles. «¿Cómo puede seguir escribiendo su libro mientras debajo de su ventana el mundo está patas arriba?», me maravillé. Pero decidí no preguntar, estaba demasiado trastornada. «¿Quién soy yo para juzgar a nadie?», pensé, y de nuevo mi mente regresó con Lan y Dong Yi.
Me acerqué al escritorio, dejando a Eimin de pie a mis espaldas, sonriendo. Me incliné para mirar por la ventana la silueta del gran álamo temblón contra el cielo oscuro y despejado. Pensé que debía de estar preguntándose por qué había ido a verle de pronto a aquellas horas de la noche, pero yo no dije nada. En aquel momento no me preocupaba gran cosa lo que él pensara.
Eimin apoyó la mano derecha en mi hombro. No me moví, seguí mirando fijamente por la ventana. Se acercó más y me puso la mano izquierda en la cintura. La derecha había avanzado por debajo de mi cabello y empezó a acariciarme el cuello lentamente. La mano izquierda trazaba círculos sobre mi estómago, giraba, daba vueltas, despertando mis sentidos. Luego me atrajo hacia sí y empezó a besarme el cuello y el diminuto pero sensible punto detrás de la oreja.
Seguí sin moverme. Cerré los ojos y dejé que sus manos y sus labios actuaran sobre mí. Mi respiración se hizo tan agitada como la suya, me di la vuelta y empecé a devolverle los besos. Eimin apagó la luz y me guió hasta su cama.
Los grandes ojos castaños de Lan habían desaparecido.
No veía nada más que oscuridad.