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Capítulo 10: Paz Eterna

«Las flores caen en el agua, la primavera desaparece, los espíritus se elevan hacia el cielo.»

Li Yin, siglo ix

Pasé el día siguiente debatiéndome entre la determinación de olvidar todo lo que tuviera que ver con Dong Yi y una ardiente necesidad de verlo y saber qué estaba pasando entre él y Lan. Mientras tanto, la vida pasaba por mi lado en el Triángulo y en la plaza de Tiananmen. Estaban sucediendo grandes cosas en China. Los estudiantes permanecían unidos como nunca lo habían hecho, para que las cosas fueran distintas y para cambiar el curso de la historia. ¿Por qué seguía viviendo en el pasado, esperando pasivamente a que alguien me dijera cómo podría resultar mi vida?

«¡Haz algo! Construye tu propia vida, Wei», dije para mis adentros.

Esos pensamientos me levantaron el ánimo y estuve realmente contenta durante un rato. Pero mi fortaleza se agotó en seguida y, a la hora de comer, mis deseos de ver a Dong Yi habían alcanzado un nivel insoportable. Por lo común, Eimin y yo comíamos en el comedor número tres, a la vuelta de la esquina. En los últimos días dicho comedor se había hecho muy popular entre los estudiantes debido a su proximidad con el Triángulo. Como consecuencia de ello, las colas que se formaban dentro eran enormes y prácticamente continuas. Aun así, seguíamos yendo porque seguro que allí te encontrabas con tus amigos y podías hablar con ellos de los últimos acontecimientos.

Dong Yi había estado en el comedor número tres sólo de vez en cuando, y en la mayoría de ocasiones conmigo. Pensé que en otro comedor más cercano a su residencia tendría más posibilidades de toparme con él. De modo que convencí a Eimin para ir allí, y así lo hicimos en cuanto abrieron para comer. A sabiendas de que tardarían un poco, le pedí a Eimin que me trajera un par de platos del wok pequeño, donde servían viandas recién salteadas. Durante la hora y media que estuvimos allí, no aparté los ojos de la puerta, con la esperanza de que aparecieran Dong Yi y Lan. Pero no lo hicieron. Aunque no habría sabido cómo reaccionar si en realidad los hubiera visto juntos, tenía muchas ganas de ver a Dong Yi.

Desde el momento en que vi a Lan, me había hecho centenares de preguntas y no sabía ninguna de las respuestas. Sin embargo, entre todas las conjeturas, recelos y sentimientos de amor y odio, quedaba un misterio: el propósito de la visita de Lan. ¿Por qué había aparecido precisamente en aquellos momentos? ¿Acaso traía noticias que pudieran cambiarlo todo?

Aquella tarde, Dong Yi tampoco estaba en el Triángulo. Una y otra vez paseé por allí, entre el gentío, y no lo vi ni a él, ni a Lan, ni a su compañero de habitación. Daba la impresión de que había desaparecido en su otra vida. Nuestros caminos ya no se cruzaban.

Estaba muy contrariada con Dong Yi; no porque entonces estuviera con Lan, al fin y al cabo su esposa. Era porque me había dejado con un somero «ha surgido algo urgente» transmitido por su compañero de habitación. Me disgustó que no hubiera considerado que podía explicarme lo que había ocurrido en realidad. ¿Acaso no me merecía eso al menos?

Miré a Eimin, que había estado leyendo los carteles muy concentrado. De pronto deseé que Dong Yi nunca hubiese mencionado el divorcio. Mi vida habría sido mucho menos complicada y tal vez más dichosa.

Regresé al apartamento de mis padres, resuelta a seguir adelante con mi vida. Entonces pasaba la mitad del tiempo con Eimin y la otra mitad con mis padres. Aquella noche, antes de irme a la cama, dispuse sobre la mesa todos los papeles necesarios para la solicitud del pasaporte y luego los metí cuidadosamente en un sobre grande de color marrón.

Tendida en la cama del apartamento en el que había pasado mi adolescencia y mis primeros años de adultez, me imaginé que veía los cuerpos de porcelana de Dong Yi y Lan entrelazados uno con otro como un par de manos. Entonces me dije que me había vuelto loca, imaginando escenas y pensando en el cuerpo de otra mujer, en particular de alguien a quien sólo había visto desde lejos.

Pero no podía evitar preguntarme si Dong Yi la quería. Él me había dicho que sí, y parecía evidente… desde el momento que sus ojos se encontraron con los de ella con alegría y afecto. Aquella mirada me había atravesado el corazón y me causó un dolor insoportable. Pero ¿cuánto la amaba? ¿Me amaba más a mí? ¿Y se alejaría algún día de ella? Entonces me acordé del fuego que había tras aquellos ojos castaños, grandes y sensuales. Lan nunca lo dejaría escapar. Mi corazón se hundía cada vez más en una oscuridad infinita. El amor sin esperanza es el más desdichado de los amores.

«Eimin es el que me ama a mí y a nadie más», me dije. Era el que estaba allí para mí cuando necesitaba a alguien, y siempre lo había estado. No me hacía preguntas cuando aparecía en el momento menos pensado. No preguntaba dónde había estado ni por qué había ido, simplemente me aceptaba, estaba allí para mí. ¿Por qué no tendría que casarme con él? Podríamos irnos a Estados Unidos y empezar una nueva vida, allí donde no hubiera más dolor ni vanas esperas. Con estos pensamientos, poco a poco me inundó una extraña sensación de paz y me quedé dormida sabiendo que dentro de unas horas amanecería un nuevo día.

Cuando tenía catorce años creía que el trabajo más fácil del mundo era ser meteorólogo en Pekín. Al parecer, lo único que tenías que hacer era pronosticar que haría sol y, como mínimo, nueve de cada diez veces acertarías. Amaneció, y el día, indefectiblemente, volvía a ser soleado, radiante y cálido hasta el cansancio. En el distrito Amarillo, los grandes castaños que flanqueaban el camino estaban cubiertos de hojas de un color verde intenso que proyectaban bajo ellas sombras en forma de encaje. Me dirigía en bicicleta hacia la puerta de la Universidad Popular donde tres semanas atrás me había visto frente a frente con la policía durante la primera marcha, cuando de repente oí que unas voces que me eran familiares me llamaban.

Me volví y vi a Hanna y a Jerry que se acercaban pedaleando por detrás.

– ¿Adónde vas con tanta prisa? -me preguntó Hanna en voz alta al tiempo que recuperaba el aliento-. Hace veinte minutos que te estamos llamando para que te detengas, ¡pero ibas demasiado rápida para oírnos!

– Voy al centro -respondí, y saludé a Jerry con una sonrisa.

– Nosotros también -dijo Hanna-. ¿Por qué no vamos juntos?

Seguimos pedaleando los tres en fila, Hanna en medio, y nos cruzamos con muy poco tráfico, aparte de los camiones llenos de estudiantes que iban agitando las banderas. Hanna llevaba una camiseta y unos pantalones cortos que dejaban ver sus piernas largas y bronceadas. Jerry, con su camisa blanca de manga corta y unos pantalones largos, parecía pálido junto al radiante tono broncíneo de ella.

– ¿Vas a la plaza de Tiananmen? -preguntó Hanna, y aminoramos la marcha para poder hablar los tres-. Jerry y yo hemos ido casi cada día. Es un acontecimiento muy emocionante, sobre todo para un historiador de Asia como Jerry. -Entonces se inclinó hacia mí y me dijo, no sin orgullo-: Jerry está pensando en escribir un libro sobre ello.

Le dije que iba a la oficina de pasaportes para entregar mi solicitud. Estaba un poco avergonzada, así que añadí:

– Pero la oficina de pasaportes no está lejos de la plaza. Después pasaré por allí para mostrar mi apoyo.

Hanna se sorprendió de que todavía no hubiera presentado la solicitud.

– Creía que habías recibido la beca hace tiempo, ¿por qué has esperado tanto para solicitar el pasaporte? Podría ser muy útil tenerlo, sobre todo ahora. -Se inclinó hacia mí y bajó la voz para que las otras dos docenas de personas que pedaleaban a nuestro alrededor no pudieran oírnos.- De momento todo va bien, pero nunca se sabe lo que podría ocurrir. El ejército podría hacerse con el control de la ciudad y cerrarse las fronteras. Yo llevo el pasaporte encima en todo momento, sólo por si acaso. -Entonces se enderezó en la bicicleta y se rió-. Mi problema es que no tengo un visado para ir a ninguna parte.

– Pero eso podría cambiar muy deprisa si aquí hubiera una crisis política -dijo Jerry.

Como iba al otro lado de Hanna, tuvo que levantar el tono de voz para que pudiera oírle. Trató de tranquilizarnos diciendo que los países extranjeros, incluyendo el suyo, ayudarían a los estudiantes.

– ¿De verdad piensas que ocurrirá algo como lo que ha dicho Hanna? -pregunté.

– Por supuesto que no -respondió Jerry-. Estamos hablando hipotéticamente, ¿no?

– Yo no -replicó Hanna-. Todo es posible en China.

En aquel momento nos detuvimos ante un semáforo. Jerry inclinó un poco la bicicleta, apoyó el peso de su cuerpo en el otro lado y se quedó, alto como era, encima del biciclo, como si fuera una estrella de cine. En el semáforo se pararon unos quince ciclistas más. Todos ellos, hombres y mujeres, se volvieron para mirarnos: las dos chicas chinas y el alto extranjero.

Un camión descubierto lleno de estudiantes se detuvo en el cruce. Una gran bandera roja, «Instituto del Hierro y el Acero de Pekín», se agitó lentamente cuando el camión frenó. Junto con los otros veinte ciclistas aproximadamente que esperaban a que cambiara el semáforo, los saludamos y les gritamos nuestro apoyo.

– ¡Gracias por vuestro respaldo! ¡Ayuno hasta la victoria! -respondieron a voz en cuello los estudiantes del camión.

Me di cuenta de que algunos de ellos llevaban cruces rojas en el brazo. «Debe de tratarse del equipo de apoyo médico para los que están en huelga de hambre», pensé. Sabía que a diario miles de estudiantes voluntarios trabajaban por turnos para cuidar de los huelguistas en la plaza de Tiananmen. Las noticias desde la plaza eran preocupantes; cada vez había más manifestantes que debían ser tratados por deshidratación, aunque no se había informado todavía de ninguna baja.

En aquel momento, un autobús medio lleno se detuvo detrás del camión. Algunos pasajeros se asomaron por las ventanas y, tal vez al advertir que nosotros también éramos estudiantes, nos saludaron agitando las manos y exclamaron:

– ¡Larga vida a los estudiantes! ¡Que tengáis un buen día!

Hanna, Jerry y yo nos miramos y soltamos unas risotadas.

– ¡Que tengáis un buen día vosotros también!

El semáforo se puso verde. Les dijimos adiós con la mano a los estudiantes cuando su camión tomó la delantera ruidosamente, soltando unas espesas bocanadas de humo por el tubo de escape. Los timbres de las bicicletas sonaron a nuestro alrededor, despidiéndose del camión.

Los viejos castaños en seguida dieron paso a sauces jóvenes y a nuevos y vulnerables álamos temblones. La calzada se ensanchaba después del cruce del zoológico de Pekín. La calle estaba bordeada de nuevos edificios residenciales en forma de caja de cerillas, con la colada enredada sobre los balcones como las banderas de un transatlántico. La luz del sol, ahora cegadora, rebotaba contra las paredes grises de los edificios.

Nos detuvimos ante una pequeña Lengyn Dian, una tienda de bebidas frías. El establecimiento estaba lleno de trabajadores del lugar, residentes y gente de paso, pero pocos se quedaban. Muchas de las personas que entraban, volvían a salir en seguida con sus compras. Aparte de nosotros tres sólo había otro cliente, un chico de unos quince años con la cara repleta de granos. Se estaba tomando un sorbete de alubias pintas; caldo dulce de alubias pintas vertido sobre hielo comprimido. Mientras consumíamos los helados, nuestro vecino bebía ruidosamente y trituraba el hielo con los dientes.

Contagiada del buen humor que imperaba en el entorno, dije con excitación:

– En este momento no quiero vivir en ningún otro sitio que no sea Pekín. Se diría que es el lugar más amistoso del orbe. Me siento conectada con todo el mundo, no importa quiénes sean: ancianos que acarrean sus jaulas para pájaros, madres de mediana edad con las cestas de la compra, incluso niños…

– Hasta yo me siento aquí como en mi casa, lo cual es bastante insólito para un extranjero, si quieres que te diga la verdad. -Jerry en seguida se hizo eco de mi sentimiento-. Casi tengo la sensación de que de pronto me han dejado entrar en un templo prohibido para que vea China tal como es.

– Espero que no te esté asustando, estos días no habla de otra cosa que de este asunto de la «verdadera China», sobre cómo es y cómo debería ser -dijo Hanna con cierto desenfado mezclado con preocupación-. No entiendo por qué de repente tienes que sentirte tan personal con China.

Al tiempo que ponía un gracioso énfasis en la palabra «personal», Hanna realizó su movimiento sexy característico: echarse el cabello a un lado a la vez que volvía la vista para mirar a Jerry, irguiendo su juvenil cuerpo como un delfín, como si la agarraran de sus largos mechones y tiraran de ella hacia arriba. La sexualidad de Hanna era muy distinta a la de Lan, mucho más manifiesta. Hanna era voluptuosa y, al igual que un volcán lleno de lava al rojo vivo, era imparable y lo inflamaba todo a su paso. ¿Qué veía Dong Yi en Lan? ¿Acaso también suscitaba en él un ardiente deseo?

– Así pues, ¿cuál es la verdadera China que se te ha permitido ver? -le pregunté a Jerry.

– Para empezar, creo que China es mucho más parecida a Occidente de lo se le da a entender a la gente.

– ¿No es típico? Los extranjeros creen que han comprendido China después de vivir aquí seis miserables meses -interrumpió Hanna-. Hablando de la verdadera China…, ¡qué tontería! ¡Nadie sabe nada de la verdadera China! Yo he vivido aquí toda mi vida y si alguien me pregunta cómo es en realidad, no sabría qué decirle.

– Pero a veces la gente de fuera ofrece unos puntos de vista muy perspicaces, porque…, bueno, precisamente por no haber vivido aquí toda su vida -dije yo-. Pueden ver cosas que nosotros no vemos o no queremos ver. Como dijo el poeta Li Bai, «estar dentro de la montaña hace que no puedas verla».

– ¿Recuerdas la última vez que nos vimos, cuando hablamos del paralelismo entre la política y la economía? -Tal vez mis comentarios habían animado a Jerry o tal vez intentaba exponer su punto de vista sobre China a pesar de la protesta de Hanna-. ¿Cómo se llamaba tu amigo, Wei?

– Chen Li.

– Eso es. Bueno, él no creía que China necesitara una reforma política. Le dije que la reforma económica de China se estancaría sin una próxima liberación política. Le dije que la libertad de expresión era un derecho fundamental del hombre sin el que nadie puede vivir y que la democracia es el único futuro para cualquier país. Mira las decenas de miles de personas que hay en la plaza de Tiananmen, ellos me comprenden y están de acuerdo conmigo. -Sin esperar mi respuesta, Jerry continuó con la arenga frente a su nueva audiencia-. La idea de que los chinos viven satisfechos bajo el estricto control de su gobierno y de que nunca se quejan es absolutamente falsa. Yo les digo a mis amigos: «Mirad estos estudiantes, están deseosos de dar sus vidas a cambio de la libertad y la autonomía. ¿En qué otro sitio encuentras esto?». Les digo a mis amigos que los chinos son el pueblo más valeroso. Los estudiantes chinos han proporcionado esperanza al resto del mundo.

– ¿Pero tú crees que al final ganarán los estudiantes? -pregunté.

– Diría que sí, porque estáis en el lado bueno de la historia. La democracia prevalecerá. -Jerry se estaba agitando mucho. Su tono de voz era cada vez más fuerte y eso me puso nerviosa-. Los estudiantes están haciendo lo correcto al mantener la presión. Es una gran oportunidad para China, así como para el resto del mundo. Imagínate el efecto que semejantes cambios en el país más poblado del mundo tendrían en el resto.

En aquellos días reinaba el optimismo entre los estudiantes y sus partidarios, lo cual equivalía a decir prácticamente todos los ciudadanos corrientes de Pekín. Al principio, muchos de sus habitantes, trabajadores y funcionarios recelaban del Movimiento Estudiantil. Aunque muchos cientos de miles de personas observaron y vitorearon la primera manifestación de estudiantes del 27 de abril, la mayoría de ellas no se sumó a la marcha. La mayor parte de los movimientos estudiantiles de la historia de China han estado mal organizados, sacudidos por las fricciones entre las distintas facciones y por ello, a la larga, han fracasado. Cuando los estudiantes comenzaron la huelga de hambre el 13 de mayo, no sólo demostraron al pueblo chino su determinación y valentía, sino también su capacidad para organizarse en un frente unido: la Asociación Autónoma de Estudiantes. El apoyo hacia ellos se incrementó con rapidez en la ciudad. Pronto, muchos trabajadores de fábricas, propietarios de pequeños negocios, empleados del gobierno e intelectuales se echaron también a la calle.

El 17 de mayo, el apoyo hacia los manifestantes en huelga de hambre había alcanzado un nuevo nivel, hasta el punto de que más de un millón de personas, incluidos estudiantes, intelectuales, tenderos y obreros, marchó hacia Tiananmen en un despliegue de unidad. Lo vi de manera fugaz cuando pasé por delante de la plaza de camino a la oficina de pasaportes.

Cuando Hanna, Jerry y yo llegamos a menos de ochocientos metros de la plaza, prácticamente todo el tráfico se había detenido. Grupos de personas que iban por ahí con banderas y pancartas, gente que empujaba bicicletas, camiones que transportaban a monitores estudiantiles y vehículos de abastecimiento que llevaban mantas estaban todos atrapados en el atasco. Al principio, los camioneros hicieron sonar las bocinas en un intento de avanzar, mientras los líderes estudiantiles gritaban desde lo alto del vehículo para que la gente abriera paso. Pero los grupos que marchaban en formación no se movieron para dejarlos pasar. Estaba claro que tenían preferencia y avanzaban a su ritmo, dando fuertes gritos ellos también. Los ciclistas tocaban el timbre y luego se bajaban de la bicicleta y seguían a pie. Había barreras de gente por todas partes. Para cuando llegamos a la esquina sudoeste de la plaza, la masa humana ya tenía un frente de diez personas.

– ¡Dios mío! ¿Cuánta gente hay aquí hoy? -exclamó Jerry, dos cabezas más alto que todos los demás, mirando hacia la plaza.

– ¿Más que ayer? -preguntó Hanna.

– Sin duda. La carretera de circunvalación y la plaza están hasta los topes. Diría que al menos hay el doble de gente que ayer.

Los periódicos calculaban que el día anterior se habían congregado cincuenta mil personas en la plaza.

En lugar de dejarse llevar por la lenta circulación de la carretera de circunvalación, Hanna y Jerry decidieron tratar de dirigirse hacia la Gran Sala del Pueblo. Jerry quería trepar por la verja de acero que rodeaba la Sala y obtener fotos para su futuro libro. Me despedí de ellos y me quedé observándolos mientras intentaban desesperadamente atajar por en medio de las columnas de manifestantes y a través de las barreras de espectadores. Luego inicié mi lento viaje hacia el este y, por tanto, hacia la oficina de pasaportes. Momentos después, cuando me volví para ver si los veía, la multitud ya los había engullido: habían desaparecido sin dejar rastro.

Desde el interior de las barreras de espectadores que avanzaban con lentitud, vi que habían acudido a apoyar a los estudiantes personas de todas las profesiones y condiciones sociales. Pasó una columna de alumnos de la escuela primaria, guiados por sus maestros. Las bufandas rojas que llevaban alrededor del cuello eran particularmente llamativas. Pero mi atención se desvió hacia una gran pancarta situada entre un grupo de obreros que agitaban los carnés de afiliados y en la cual se leía: «¡Deng Xiaoping, dimite!». Entendí que era la respuesta a una reunión televisada entre el secretario general del Partido, Zhao Ziyang, y el presidente Gorbachov que había tenido lugar el día anterior. En dicha reunión, Zhao le dijo a Gorbachov que, si bien Deng Xiaoping se había retirado oficialmente, continuaba siendo la persona que tomaba todas decisiones importantes. Todos los chinos que veían la transmisión interpretaron que, en realidad, Zhao aprovechaba la oportunidad para exponer a la nación la verdad sobre Deng. No supuso ninguna sorpresa que mucha de la ira fuera entonces dirigida a Deng Xiaoping, quien en última instancia tomaba las decisiones en China. Pero aquella pancarta pidiendo sin rodeos la renuncia de Deng me asustó. Recuerdo muy bien que fue en aquel momento cuando sentí un miedo terrible a que todo aquello acabara mal. La batalla se había convertido en algo personal por ambas partes.

En la oficina de pasaportes, la atmósfera de promesa, de esperanza, parecía estar en pleno apogeo. Reinaba un jovial ajetreo en el lugar, a pesar de las largas colas y la confusión en cuanto a dónde tenía uno que acudir para que le facilitasen un impreso, para que le respondieran a una pregunta o simplemente para entregar una solicitud ya rellenada. El ruido del interior se intensificó aún más debido al hecho de que todo el mundo daba consejos a todo el mundo, consejos que con frecuencia resultaban inútiles, cuando no erróneos.

– ¿Sabes si estas fotos valen para un pasaporte? -me preguntó alguien detrás de mí.

Me volví, solté un grito ahogado de asombro y exclamé:

– ¡Minnie Mouse!

– ¡Wei! -respondió también con un grito mi antigua compañera de habitación del internado.

Min Fangfang, Minnie Mouse, se había transformado en una femenina y moderna dama, tal como me había dicho Qing. Había cambiado las gruesas gafas de montura negra por lentes de contacto y se peinaba el cabello liso en suaves y largos rizos permanentes. Llevaba los ojos hábilmente pintados y los labios color rojo cereza.

– ¿Cómo es que estás en Pekín? Creía que estabas haciendo un curso de posgrado en Shangai -le dije.

– Estaba. Pero ahora ya no hay clases. Muchos de mis compañeros de curso han venido a Pekín para participar en la huelga de hambre y los que se quedaron en el campus se están manifestando en Shanghai -contestó Min Fangfang-. Fue estupendo. Tomé el tren desde Shanghai gratis. No sólo nos dejaron subir sin billete, sino que tanto el personal como los viajeros nos estuvieron animando durante todo el camino hasta Pekín. Decían: «Vosotros los jóvenes sois muy valientes. Seguid adelante, os apoyamos». Algunos nos dieron las gracias porque decían que lo estábamos haciendo por ellos. -Mi amiga me miró con una amplia sonrisa-. ¡Qué sorpresa! ¿Adónde te vas, a Estados Unidos?

– Sí, a Virginia, a una pequeña universidad llamada William y Mary. ¿Y tú?

– A Boston. A la Universidad de Boston.

Entonces hablamos de qué había sido de nuestras antiguas compañeras de clase. Me sorprendió descubrir que algunas de ellas ya se habían marchado a Norteamérica para continuar allí su educación. Al cabo de unas dos horas, ambas entregamos nuestras solicitudes y pusimos fin a nuestra prolongada conversación sobre la gente que conocíamos. Nos despedimos fuera.

– ¿Cuándo tienes previsto marcharte? -preguntó Minnie Mouse montada ya en su bicicleta.

– En septiembre.

– Yo también. Adiós y buena suerte -se despidió.

Luego me saludó con la mano y se alejó a toda velocidad.

Cuando regresé a la Universidad de Pekín para ver a Eimin todavía me duraba el buen humor que me había infundido el inesperado encuentro con mi antigua compañera de habitación. Eimin se alegró de que por fin hubiera presentado la solicitud del pasaporte, aunque su enhorabuena incluyó algunos incisos como «mi pajarito me dejará y se irá volando», que me hicieron sentir mal.

Aquellos comentarios sobre mi marcha a Estados Unidos se habían convertido en un verdadero escollo en nuestra relación. No me gustaba la manera en que Eimin parecía insinuar que tanto él como nuestra relación me importaban poco y que, al abandonar China, estaba destruyendo cruel y deliberadamente aquello que poseíamos. También se las arreglaba para hacérmelo entender con su constante testimonio de devoción, que, por regla general, iba seguido de comentarios del tenor de: «Pero yo sigo queriéndote a pesar de lo que estás haciendo», «saquemos el máximo provecho del poco tiempo que nos queda»… Aquellas palabras me hicieron sentir que tenía que defender mi honor reafirmando el amor y la gratitud que le tenía. Cuanto más lo hacía, más incómoda me sentía porque a Eimin le gustaba señalar:

– Si me quieres como dices quererme, sabes perfectamente cuál es la manera de que podamos estar juntos en Estados Unidos.

Sabía a qué se refería. Yo también me hacía la misma pregunta. Si lo quería tal como decía, ¿por qué no me casaba con él? Estaba claro que si no nos casábamos, Eimin no querría continuar con la relación cuando me hubiera ido. De este modo, de esta manera sutil o, tal como comprendí después, bastante explícita, me estaba dando un ultimátum.

Aquella tarde me llevó al restaurante Yanchun Garden para celebrar otro hito en mi marcha a Estados Unidos. El restaurante era un local del campus que tenía un comedor de techo alto,estaba situado cerca de la pista de atletismo y era frecuentado por los estudiantes con algo de dinero extra o por aquellos que recibían la visita de amigos o familiares. Era el lugar donde los manifestantes en huelga de hambre se habían alimentado por última vez en un banquete organizado por miembros del profesorado como Eimin.

Nuestra conversación se vio interrumpida.

– Acaban de decir nuestro número. Espera aquí, iré a buscar la sopa wonton.

Eimin se levantó y se dirigió al mostrador.

Eché un vistazo a mi alrededor y sólo vi caras desconocidas. A aquellas alturas esperaba haber tenido noticias de Dong Yi, pero hacía ya tres días que no lo veía. Sólo podía suponer que Lan seguía allí. ¿Qué habían estado haciendo durante aquellos tres días? ¿De qué habían hablado? ¿Me incluyeron alguna vez en sus conversaciones? ¿Cómo terminaría?

– Aquí está. -Eimin apareció con dos grandes cuencos humeantes llenos de sopa wonton. Me pasó uno de ellos, que tenía la cuchara de porcelana metida dentro-. Ésta es la tuya. A la mía le he puesto un montón de salsa de chile.

A Eimin le encantaba la salsa de chile y la añadía en todo lo que comía.

– No debes tener miedo. -Retomó nuestra última conversación donde la habíamos dejado al tiempo que removía la sopa con movimientos circulares para que se enfriara-. Habrá muchos hombres a quienes les encantará ayudarte. No te ofendas. Lo digo tal como es, porque lo vi muchas veces cuando estuve en Escocia. Había muy pocas mujeres en el extranjero, la mayoría de ellas casadas, y muchísimos más varones.

Sabía que estaba hablando de la comunidad de estudiantes chinos en el extranjero, a la que había pertenecido durante cinco años.

– Serás muy popular: joven, guapa, sin ataduras, sola… Pero ten cuidado. Se aprovecharán de ti. -Eimin siguió hablando, mientras trataba de enfriar un wonton caliente en la boca-. No intento asustarte. Sólo te estoy explicando a lo que tendrás que atenerte cuando vayas a Estados Unidos, sobre todo allí, donde hay mucha delincuencia. No será fácil para una joven como tú.

Me comí la sopa en silencio. De haber tenido diez años más, o incluso cinco, y de haber sabido más cosas sobre el mundo fuera de China, podría haber cuestionado las palabras de Eimin. Pero en aquel entonces, él creía estar pintando un panorama realista de mi vida en el remoto y desconocido país al que iba a viajar. Y yo pensaba que lo hacía porque me quería y estaba preocupado por mi bienestar. Era el duro amor de mi amante, un hombre con experiencia y, a mis ojos, un hombre de mundo.

Últimamente estaba cada vez más asustada con lo de irme a Estados Unidos, lo cual me tenía muy molesta. Tal vez lo que me daba cada vez más miedo era el hecho de que estaba a punto de dejar atrás todo lo que conocía. Quizá la imposible situación con Dong Yi había agotado mi fortaleza. También pensaba en mis padres. Cuando me marchara, los dejaría también a ellos, tal vez por mucho tiempo. ¿Quién se preocuparía por mí y me ayudaría cuando necesitara que me echaran una mano?

Tenía muchas ganas de ver a Dong Yi, aunque sólo fuera por unos segundos, desde lejos, incluso si no hablábamos. Creía que sólo con verlo obtendría paz. Pero aquella noche no encontraba paz alguna. Durante el camino de vuelta busqué a Dong Yi con la mirada, pero no lo vi en el Triángulo. Pensé que quizá él y Lan hubieran estado allí y ya se habían marchado; tal vez aquel día no habían ido. Eimin se encontró con un compañero de trabajo y empezaron a charlar. Yo di una vuelta para leer los carteles nuevos y, al mismo tiempo, con la esperanza de ver a Dong Yi.

Pero anocheció en seguida y ni rastro de Dong Yi.

Cuando Eimin y yo nos dirigíamos a su habitación, pasamos por delante de una mesa en la que había una petición que exhortaba a los dirigentes del Partido Comunista a iniciar un diálogo con los estudiantes.

– ¿Has firmado ya la petición? -preguntó una de las chicas de la mesa.

– Sí, ya lo he hecho -respondí.

– ¿Cuántas firmas tenéis? -quiso saber Eimin, que echó un vistazo al largo rollo de papel.

– ¡Seis mil! Han firmado muchos intelectuales destacados, incluidos profesores famosos -respondió la joven con excitación, y luego enrolló el papel hasta la última página escrita para que Eimin pudiera añadir su nombre.

Al llegar a la habitación de Eimin, le pregunté por qué había firmado la petición. Siempre se había mostrado prudente con esos temas, sobre todo con las peticiones. En más de una ocasión me había dicho que esas cosas nunca debían firmarse porque podrían convertirse en la prueba mediante la cual podrían destruirlo a uno más adelante. «Puedes manifestarte porque, mientras no haya pruebas concluyentes contra ti, como, por ejemplo, fotografías, siempre puedes negarlo. Pero no puedes negar tu firma», había dicho siempre.

Yo lo consideraba inteligente. Sabía que tenía experiencia en tales cosas por todo lo que había tenido que pasar durante la Revolución Cultural. Si entonces lo hubieran pillado haciendo lo que había hecho aquella noche, seguramente habría sido el fin de su carrera y su ruina, lo habrían encarcelado u obligado a trabajar hasta la muerte en un campo de trabajos forzados.

– Bueno, hay más de seis mil firmas en la petición, ¿qué me haría el gobierno? -dijo-. Además, si quieren, hay peces más gordos que freír. -Corrió la cortina-. De todas formas, no he firmado, he escrito mi nombre en letra de imprenta. Así, si alguien pregunta, todavía puedo negarlo y decir que debió de ser otra persona quien anotó mi nombre. -Se dio la vuelta y sonrió-. Soy listo.

Eso no podía negarlo. Si había algo de lo que estaba segura, era de que Eimin era un hombre inteligente.

Al día siguiente, 18 de mayo de 1989, yo me tocaba con un gran sombrero de paja y llevaba un vestido de algodón de color blanco. A primera hora de la mañana, un aguacero había limpiado las calles de basura y suciedad, que ahora se amontonaba a los lados. Había refrescado; notaba la caricia del aire frío y vigorizante en el rostro y el cuerpo mientras pedaleaba en mi bicicleta. Me sentía ridicula con el sombrero, pero Eimin había insistido en que lo llevara porque me taparía la cara.

– Créeme, la policía secreta sacará fotografías -dijo-. No querrás que tu imagen salga en la película y poner en peligro tu oportunidad de ir a Estados Unidos.

Eimin y yo íbamos de camino a la parada del autobús, en el extremo oeste del bulevar de la Paz Eterna, para participar en la segunda marcha de un millón de personas hacia la plaza de Tiananmen.

En la plaza, la huelga de hambre había entrado en su quinto día. Ya se habían desplomado más de setecientos huelguistas y el número aumentaba con rapidez. Pero el gobierno seguía negándose a hablar con los estudiantes acerca de sus peticiones. Para millones de ciudadanos chinos comunes y corrientes, aquello era escandaloso, vergonzoso y angustioso. Parecía estar claro para todo el mundo, salvo para los líderes de China, que si no había un pronto diálogo, alguien moriría en la plaza de Tiananmen y eso supondría una tragedia para el país. Tal vez el gobierno comprendía muy bien la situación y, sencillamente, optaba por no hacer caso de los huelguistas. Contemplar semejante posibilidad suponía empeorar mucho más la situación. Significaba aceptar que el gobierno podía ser insensible, arrogante y que podía demostrar un interés nulo por la vida. Aquello encendió la indignación y el disgusto entre la gente.

Cuando Eimin y yo encontramos la bandera del departamento de psicología en medio de la columna de más de kilómetro y medio de longitud que formaban los estudiantes de la Universidad de Pekín, mis antiguos compañeros de clase, a la sazón ya alumnos de posgrado, se alegraron mucho de verme y volvieron a recibirme entre sus filas con el mayor de los entusiasmos. Como siempre, Li estaba ocupada organizando las columnas. Lu Bin, el estudiante de último curso más alto y robusto, llevaría la bandera del departamento. Li intercambió unas palabras con los demás organizadores sobre si la marcha debía realizarse en grupos cerrados.

– De ese modo podemos asegurarnos que no se cuelen infiltrados -recalcó uno de ellos, un joven a quien no conocía. Debía de ser un estudiante de primer año.

– Es demasiado difícil mantener la formación. Sería mejor si dejáramos que todo el mundo fuese por donde quisiera. Con mucho gusto me iré paseando por entre la gente para cerciorarme de que no haya caras desconocidas -dijo Su, una estudiante de posgrado.

– Estoy de acuerdo con ella. Estemos todos alerta; ¿por qué no te encargas de la seguridad con Su? -dijo Li, dirigiéndose al joven de primer año.

En aquel preciso momento, un frágil anciano con bastón apareció delante de la multitud. Se quedó esperando con impaciencia a que se iniciara la marcha. Li fue corriendo a saludarlo a él y a quienes lo escoltaban.

Se trataba del profesor Huang, ya jubilado, que se había retirado en el departamento hacía cinco años. Yo había visto al profesor Huang en alguna ocasión en que asistió a actos del departamento, como la ceremonia en la que se nombró profesor honorario al premio Nobel Herbert Simon. Más adelante, cuando estaba considerando la posibilidad de marcharme a Estados Unidos, apelé a Huang, doctor por Stanford, para que me ayudara. Ya tenía más de ochenta años, no gozaba de buena salud y permanecía la mayor parte del tiempo sentado en el sofá de su salón, pero su mente seguía activa. Hablamos sobre el departamento, sobre mis planes de futuro y sobre sus experiencias en Estados Unidos casi medio siglo antes. Cuando le mostré mi expediente académico y le pregunté si le importaría recomendarme, contestó:

– Son las mejores calificaciones que he visto nunca. Por supuesto que no me importará.

– Muchas gracias por venir, profesor Huang -dijo Li en voz alta al tiempo que le tomaba la mano. Percibí la efusión en su voz.

– Me alegra que me hayáis invitado a venir. Hoy me siento bien. Estar con vosotros, los jóvenes, me hace sentir como si tuviera diez años menos -respondió el profesor con idéntico entusiasmo.

– ¡El profesor Huang ha venido a marchar con nosotros! -gritó Li para que lo oyera todo el mundo en el grupo de psicología. Su voz quedó inmediatamente ahogada por unos atronadores aplausos.

Pero hasta dos horas más tarde nuestra sección de la marcha no pudo avanzar. Resultó que los casi diez kilómetros del bulevar de la Paz Eterna del lado oeste estaban abarrotados de gente, a la que aún se sumaban personas que venían tanto por el norte como por el sur. El sol brillaba radiante cuando nuestra columna empezó a moverse, Lu Bin agitaba la bandera roja, que refulgía en lo alto. Yo caminaba junto al profesor Huang e intenté prestarle el apoyo de mi brazo. Pero al anciano profesor no le hacía falta ayuda. Caminaba con orgullo con su chaqueta Mao de un color gris que los muchos lavados habían descolorido, la barbilla alta y el paso firme.

El trayecto hacia la plaza de Tiananmen fue lento, puesto que había demasiadas personas y vehículos intentando acceder al lugar. Posteriormente se informó de que el 18 de mayo fue testigo de la mayor manifestación que había habido nunca en Pekín, con un número total de participantes que se calculaba en un millón y medio. En algunos cruces tuvimos que detenernos del todo. Por último, al cabo de más de una hora, conseguimos llegar a la plaza. Allí había más gente, banderas, pancartas, camiones y furgonetas que bloqueaban la carretera de circunvalación. Nos detuvimos en la esquina. Los estudiantes de la Universidad Fu Dan de Shanghai pasaron marchando en formación. El personal del Diario del Pueblo desfilaba con una enorme pancarta en la que se leía «¡Nosotros no escribimos el editorial del 26 de abril!» y que arrancaba aplausos dondequiera que se paraba.

No tardamos en girar a la derecha y avanzar hacia el sur pasando junto a la Gran Sala del Pueblo. En algún lugar entre la masa de espectadores divisé la alta figura de Jerry sacando fotos, y luego vi a Hanna junto a él, radiante como siempre. Los saludé con la mano, pero ninguno de los dos me vio.

– Son Hanna y Jerry. Hanna no bromeaba, ¡vienen cada día! -le comenté a Eimin.

Le dije que me gustaría acercarme a saludarlos, pero él me advirtió que no lo hiciera, por cuanto si me sacaban una fotografía hablando con un extranjero en la plaza me podrían tildar fácilmente de «enlace con un país extranjero», un grave delito.

Había muchos espectadores que llevaban cámaras. A veces los manifestantes también sacaban fotos de ellos mismos, de amigos con las manos levantadas haciendo el signo de la victoria o de pancartas que les llamaban la atención. Todo parecía inocente e inofensivo. Pero hice caso del consejo de Eimin y me quedé donde estaba. No dudé de lo que había dicho: sin duda, la policía secreta estaba allí, vestida de paisano, y registraba cuanto podía sobre la gente y los acontecimientos en la plaza.

Seguimos avanzando; desfilamos junto a los empleados de la librería Wanfujing, la más grande de China, y los trabajadores de la segunda compañía farmacéutica de Pekín con sus batas blancas, además de los miles de compañeros de la Universidad de Pekín. A diferencia del día anterior, ya no estaba nerviosa por las pancartas que exigían la dimisión de Deng Xiaoping, pues se habían convertido en algo habitual, como los renuevos de bambú que brotan del suelo tras la primera lluvia de primavera.

Aquel día, el 18 de mayo, fue lo mejor que había experimentado en todos mis años de vida en China; parecía como si la gente al fin pudiese decir cualquier cosa que quisiera abiertamente, sin temor a represalias. Aquel día fue cuando más cerca estuvimos de la verdadera libertad de expresión.

Una hora después llegamos al extremo sur de la plaza. No lejos de nosotros, un camión descargaba gente. Entonces sacaron una pequeña bicicleta azul que me llamó inmediatamente la atención; justo cuando empezaba a darme cuenta de lo que me recordaba, vi que mi madre bajaba del camión.

Llevaba puesta la camisa con estampado de azucenas que se había hecho ella misma y unos pantalones negros que no llegaban hasta los tobillos. Por aquel entonces, mi madre tenía poco más de cincuenta años. Pero a juzgar por su manera de andar, afanosa y ágil, nadie hubiera adivinado su edad.

Abandoné mi columna y corrí a verla. Dos estudiantes le habían ofrecido la mano para ayudarla a bajar del camión, gesto que se hizo sentirse bastante incómoda. Mi madre no era de las que reconocían su edad fácilmente. Al apresurarse para bajar por sí sola, resbaló y tuvo que sujetarse en las manos que le brindaban, con lo cual se sintió más violenta todavía.

Cuando me acerqué ya estaba sana y salva en el suelo y le decía algo a uno de sus estudiantes, al tiempo que sonreía y agitaba las manos.

– Mamá, ¿qué haces aquí?

– ¡Oh, cariño! -exclamó al verme. En lugar de contestarme, se volvió hacia sus alumnos y dijo con orgullo-: Ésta es mi hija.

Ellos me saludaron y les devolví el saludo con un movimiento de la cabeza.

– Id vosotros delante -les dijo a sus alumnos-. No os preocupéis por mí. Después puedo volver a la universidad en bicicleta. No hay problema.

– ¿Has venido para manifestarte, mamá?

– Oficialmente sólo estoy aquí para observar. Ya sabes que nos han dicho que no animemos a los estudiantes. Pero mis alumnos se alegraron mucho cuando les dije que iba a venir y se empeñaron en que subiera a su camión en vez de venir en bicicleta -explicó-. ¿Cómo te fue en la oficina de pasaportes?

– Bien -respondí. Entonces vi que mi columna avanzaba-. Ahora será mejor que me vaya.

Mi madre me miró con el tierno amor al que me había acostumbrado toda mi vida y dijo:

– Ten cuidado.

– Lo tendré, mamá. Tenlo tú también.

Me despedí de ella con un gesto de la mano y corrí para conectar con mis amigos. Cuando alcancé a Eimin y las demás personas de mi antiguo departamento, me di la vuelta para ver si la veía. Pero había desaparecido; aquel mar de gente se la había tragado.

La tormenta se repitió por la tarde y descargó con más furia que por la mañana, hasta empapar todo lo que había bajo el cielo. El día se convirtió en noche. Nos dirigíamos ya de vuelta a la parada del autobús para recuperar las bicicletas, cuando el cielo se oscureció. La columna entera se disgregó y la gente corrió en desbandada para refugiarse. Las pancartas blancas habían sido abandonadas: yacían sucias en la calle con la tinta corrida.

Eimin y yo no encontramos ningún sitio donde guarecernos de la lluvia que arreciaba. Los pocos lugares que había, como la caseta del guía en la puerta del Museo Militar, estaban abarrotados. La mayor parte de los árboles que había en el bulevar eran demasiado jóvenes para proporcionar protección y, de todos modos, con aquel retumbo de truenos y los estallidos de los brillantes relámpagos, nadie era tan estúpido como para resguardarse de la tormenta bajo los árboles.

Puesto que ya estábamos empapados, Eimin y yo decidimos regresar en bicicleta bajo la lluvia. Pero recorridos unos centenares de metros tuvimos que abandonar porque el intenso aguacero no permitía ver absolutamente nada.

En vez de terminar tan de repente como había empezado, como sucede con la mayoría de las tormentas de verano, aquella se convirtió en una sábana de lluvia fina que daba la impresión de querer continuar durante un rato.

Cuando al fin estuvimos de vuelta en la habitación de Eimin, nos quitamos la ropa mojada, nos secamos y bebimos un poco de agua hervida aún caliente. Era ya la hora del noticiario de las siete. Como siempre, el primer reportaje se dedicó a la plaza, para añadir luego que el gobierno insistía en que los estudiantes abandonaran la huelga de hambre.

– Los huelguistas se han negado a protegerse de la lluvia. Las condiciones en la plaza han empeorado considerablemente.

Entrevistaron a un médico.

– En estos momentos, los manifestantes en huelga de hambre están muy débiles y tienen el sistema inmunológico reducido. La cantidad de personas que han estado en la plaza, además de la lluvia, podrían desencadenar un brote infeccioso. -Entonces, el doctor miró a la cámara y agregó-: Queridos estudiantes, por vuestra propia salud, por favor, terminad la huelga de hambre y abandonad la plaza de Tiananmen.

A continuación, el informativo se hizo eco de la reunión que había tenido lugar durante el día entre el presidente Li Peng y los representantes estudiantiles en la Gran Sala del Pueblo. Wang Dan, de la Universidad de Pekín, y Wuerkaixi, de la Universidad Normal de Pekín, ambos líderes destacados del Movimiento Estudiantil y uno y otro de diecinueve años de edad, se encontraban entre los treinta representantes estudiantiles.

A poco de empezar la reunión, los delegados entraron en un enfrentamiento directo con Li Peng, quien advirtió a sus interlocutores que no crearan problemas en China. Al momento supimos, sin necesidad de oírlo en la emisora estudiantil, que la reunión no iba a ser positiva para los estudiantes, quienes seguían exigiendo la retractación del editorial del Diario del Pueblo que había calificado de anarquista el Movimiento Estudiantil. El gobierno volvió a negarse a cambiar su valoración. También se negó a considerar la reunión como una forma de diálogo.

Por lo que a mí se refería, las noticias que había estado esperando no llegaron; no sabía nada de Dong Yi. Aquella noche me sentía exhausta, no tan sólo por los acontecimientos del día, sino porque además estaba agotada emocionalmente. Pensé en Dong Yi, en Lan, en los estudiantes que yacían indefensos en la plaza, en Hanna y Jerry, en Eimin… Tenía el corazón roto. Al igual que aquellos que ayunaban en la plaza, había llegado el momento de asumir el control de mi vida. ¿Por qué esperar a que otra persona me dijera cómo podrían o no podrían resultar las cosas? Me dije a mí misma, con la voz de mi madre, que debía dejar de perseguir sueños imposibles y contentarme con lo que tenía. Quería ser feliz y me daba la sensación de que me lo merecía.

Apagué la luz y me fui a la cama. En la oscuridad, le susurré a Eimin:

– ¿Qué necesitamos para casarnos?