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Capítulo 11: Carta de Estados Unidos

«Para los verdaderos amigos, el horizonte está igual de cerca que la puerta de al lado.»

Wang Peng, siglo viii

A causa de la lluvia, el 19 de mayo sólo fue a la plaza de Tiananmen un reducido número de personas. Hubo más manifestantes en huelga de hambre que sufrieron colapsos debido a la combinación de la falta de nutrición, la humedad y el frío. Para ayudar a los mal equipados estudiantes a sobrellevar el repentino cambio de tiempo, la Cruz Roja de Pekín llevó noventa autobuses para resguardar a los mil estudiantes más débiles de los cuatro mil que estaban en huelga de hambre.

– ¡A continuación vamos a transmitir una importante información de última hora!

El informativo habitual del canal de la televisión de Pekín se interrumpió. Apareció un titular en la pantalla: «Noticia importante: Zhao Ziyang y Li Peng visitan a los huelguistas en la plaza de Tiananmen».

– ¡Ven a ver esto! -le grité a Eimin, que estaba trabajando en su libro.

La imagen mostraba cierto alboroto en el extremo de la plaza. Entonces, por debajo de la llovizna apareció un grupo de personas con trajes de color gris al estilo Mao. La cámara se movió con rapidez hacia los que llegaban. Encabezaba el grupo un hombre de unos sesenta años, algo más alto que los de su alrededor. Llevaba unas gafas cuadradas demasiado grandes y una chaqueta de sport de color claro. Un joven lo resguardaba con un paraguas. El resto del grupo caminaba respetuosamente tras él.

– Zhao Ziyang, secretario general del Comité Central del Partido Comunista, y Li Peng, primer ministro del Consejo de Estado, han acudido a la plaza de Tiananmen a las cinco menos cuarto de esta mañana para ver a los estudiantes en huelga de hambre.

Apenas podía creer lo que veía y oía. ¡El hombre que ocupaba la más alta posición del país había ido a la plaza de Tiananmen! El gobierno se había negado a mantener conversaciones con los estudiantes durante semanas. El día anterior, sin ir más lejos, Li Peng había vuelto a calificar de «anarquista» al Movimiento Estudiantil cuando se reunió con los representantes estudiantiles. ¡Qué raro e insólito que Zhao Ziyang fuera entonces a la plaza! ¿Significaba que el gobierno estaba considerando un cambio de postura?

– ¿Qué está pasando? Creía que el gobierno no iba a hablar con los estudiantes -comentó Eimin, que había venido a sentarse en el sofá.

– Tal vez eso es lo que pasa, que han cedido -dije, aunque sospechaba que era demasiado hermoso para ser cierto. Pero deseaba realmente que se produjera semejante milagro. Quería ver la victoria de los estudiantes.

En la plaza, dos delegados estudiantiles corrieron a saludar al secretario general. Zhao les estrechó la mano. Transcurridos unos minutos aparecieron más representantes estudiantiles. Zhao Ziyarig y Li Peng subieron a un autobús y estrecharon la mano a los estudiantes en huelga de hambre.

– ¿Dónde estudias? -preguntó Zhao con un marcado acento de Hunan al que todos los chinos estaban familiarizados gracias al su predecesor, Mao Zedong.

– En la Universidad Normal de Pekín -respondió el estudiante.

Teníamos los ojos fijos en la pantalla del televisor, y la incredulidad se mezclaba con el asombro ante aquella afectuosa escena en la plaza de Tiananmen. Para la mayoría de chinos, los dirigentes del Partido eran unos hombres canosos que vivían en su selecto complejo -Zhongnanhai- y viajaban en coches de lujo de ventanillas oscuras. No eran reales, eran símbolos del poder. Pronunciaban discursos tras puertas cerradas sólo para los llamados Representantes del Pueblo. Pero aquel día, el secretario general del Partido no sólo había ido a la plaza, sino que caminaba y charlaba con los huelguistas. Mostraba preocupación por su bienestar. En aquel momento, Zhao Ziyang se volvió humano y se convirtió en un amigo para todos los estudiantes.

Un joven que yacía bajo una manta gris intentó incorporarse. Zhao se lo impidió.

– Hemos venido demasiado tarde -dijo por un pequeño megáfono que le facilitó un estudiante cuando salió del autobús. Zhao Ziyang tenía lágrimas en los ojos.

Se me llenaron los ojos de lágrimas. A todo el mundo que lo oyó se le llenaron los ojos de lágrimas.

– Lo siento, compañeros estudiantes. No importa cuánto nos hayáis criticado, creo que tenéis derecho a hacerlo. Por favor, pensad en vuestra salud y abandonad la plaza antes de que sea demasiado tarde -rogó-. No es fácil para el Estado ni para vuestros padres criaros y enviaros a la universidad. ¿Cómo podéis sacrificar así vuestras vidas con tan sólo dieciocho, diecinueve o veinte años? Nosotros también nos manifestamos y nos tumbamos en las vías del ferrocarril cuando éramos jóvenes, sin pensar en el futuro. Pero hoy os pido que penséis con atención en el futuro. Hay muchos asuntos que acabarán por resolverse. Os ruego que pongáis término a la huelga de hambre.

Su alocución fue recibida con aplausos. Desde las ventanillas de los autobuses, muchas manos se alargaron hacia él. Mientras pasaba se acercaron a él más estudiantes que le tendían cualquier cosa que tuvieran a mano, un sombrero, una libreta, ropa, y le pedían un autógrafo.

Pero Zhao tenía razón. Era demasiado tarde para ambas partes, tal como después descubrimos. Zhao Ziyang, el reformador, abandonó la plaza exhausto, ya destrozado. Li Peng, partidario de la línea dura, impuso su influencia en lugar de Zhao. La huelga de hambre continuó.

Al día siguiente, fui con Eimin a ver a una persona del Comité General del Partido Comunista Universitario. Tomamos asiento en una gran aula con pupitres oscuros y largos bancos. No había dejado de llover durante los dos días anteriores. En el interior del aula, la atmósfera era fría y húmeda. Esperé a que empezara la reunión. A un lado de la habitación había tres ventanas pequeñas que permitían el paso de luz suficiente cuando hacía sol, pero que de nada servían en un día oscuro como aquél. No entendía por qué la reunión se celebraba allí, pero para entonces ya nada era normal. Sentada en aquella estancia vacía, tuve la inquietante sensación de estar en una tumba.

La mujer de mediana edad, cabello corto y cara redonda del Comité General del Partido Comunista Universitario tenía unos ojos pequeños que, vistos desde lejos, parecían casi invisibles. Saludó afectuosamente a Eimin y le recordó la última reunión universitaria a la que ambos habían asistido. Por sus palabras cuidadosamente escogidas, supe que tenía muy buena opinión sobre la trayectoria de Eimin. El sonido del papel entre sus dedos resonaba en la habitación. Cuando levantó la mirada, sólo se dirigió a Eimin.

– Me temo que no puede casarse, doctor Xu. Según esta solicitud, la camarada pequeña Liang aún no es mayor de edad.

– No. Pero cumplirá los veintitrés el mes que viene.

– ¿Y por qué no espera hasta entonces? -preguntó, y dirigió una rápida mirada a mi rostro y luego a mi vientre; al momento noté el aguijonazo de su sospecha.

– Wei se irá a Estados Unidos muy pronto. No tenemos mucho tiempo para establecer la…, digamos, «relación marido y mujer». Camarada Chang, como miembro importante del Comité, habrá visto mucho y sabrá más que cualquiera de nosotros. Podría ser que pasara mucho tiempo antes de que Wei y yo podamos volver a vernos. Por ese motivo estamos aquí hoy, para solicitar un permiso especial del Partido para poder contraer matrimonio.

Los párpados de la mujer del Partido temblaron.

– Entiendo lo que dice. -Le hizo un gesto cómplice con la cabeza a Eimin, como si existiera alguna especie de código secreto que compartían-. Personalmente haría cualquier cosa para ayudar a nuestros doctores que han regresado a la patria -continuó diciendo-, pero las excepciones son difíciles y no es algo que pueda decidir aquí y ahora. Tendré que consultar con los demás miembros del Comité.

– Claro. Agradecemos su simpatía y comprensión -la halagó Eimin con una amplia sonrisa.

La mujer del Partido estuvo a todas luces encantada de oír los elogios de Eimin.

– Hay mucha gente que piensa que los dirigentes del Partido somos unos burócratas clínicamente muertos y obsesionados con las normas. Pero usted es muy culto. Sabe que no es así.

Llegamos a la puerta. La mujer se volvió hacia Eimin y preguntó con toda tranquilidad:

– ¿Alguno de los dos ha estado involucrado en el Movimiento Estudiantil?

– No -respondió Eimin sin que su expresión cambiara lo más mínimo, al tiempo que sujetaba la puerta abierta para ella.

– No creía que lo estuvieran -dijo la mujer al salir-. Pero tenía que preguntarlo, ¿comprende? -Miró al cielo. Caían unas cuantas gotas-. Siempre he sabido que las manifestaciones terminarían mal. Lo dije desde el principio. Mire lo que nos han reportado.

– Los estudiantes son demasiado jóvenes para entender las consecuencias de sus acciones -coincidió Eimin.

– «Errores de los estudiantes, fallos de los profesores.» Muchos miembros de nuestro profesorado no han cumplido con su obligación -remachó la mujer del Partido.

– Bueno, gracias de nuevo por atenderme habiendo avisado con tan poca antelación. Aguardaré su decisión.

Eimin le estrechó la mano.

– No hay problema. Cualquier cosa por usted, doctor Xu. Además, no tengo muchas cosas que hacer estos días. Ya sabe a lo que me refiero. -Volvió a sonreír, como si Eimin y ella, en secreto, fueran miembros del mismo club especial-. Adiós. Espero poder ponerme en contacto con usted muy pronto.

Nos separamos. Sentí una sensación de alivio. Al fin, la conversación en la que no se me había pedido participar había concluido.

Aquella mañana se instauró la ley marcial en Pekín. Tuve que ir a casa porque sabía que mis padres estarían preocupados por mí. En el Triángulo, el ambiente se había serenado en comparación con el de hacía un par de días, y cuando pasé por allí para irme a casa encontré a muchos estudiantes leyendo los detalles de la declaración de ley marcial que se habían colgado en las paredes por la mañana:

1. A partir de las 10 de la mañana del 20 de mayo de 1989, los siguientes distritos estarán bajo la ley marcial: Este, Oeste, Chonwen, Xuanwu, Shijingshan, Haidian, Fengtai y Chaoyang.

2. Bajo la ley marcial, se prohiben las manifestaciones, las huelgas estudiantiles, los paros en el trabajo y cualesquiera otras actividades que sean un obstáculo para el orden público.

3. Queda prohibido inventar o difundir rumores, transmitir en cadena, pronunciar discursos públicos, distribuir panfletos o incitar a la anarquía social.

4. Los extranjeros tienen prohibido involucrarse en cualquier actividad de los ciudadanos chinos.

5. Bajo la ley marcial, los oficiales de las fuerzas de seguridad y los soldados del ELP están autorizados a emplear todos los medios necesarios, incluida la fuerza, para ocuparse de las actividades prohibidas.

Me pregunté qué significaban realmente aquellas palabras. Era la primera vez que se imponía la ley marcial en China y, como la mayoría, no tenía ni idea de cómo funcionaba ni de lo que podría ocurrir. Algo que sí sabía a ciencia cierta era que el ejército iba a tomar la ciudad. Pero, ¿cuántos soldados habría y cuáles serían sus funciones? ¿A qué se referían con «todos los medios necesarios»? ¿Qué clase de fuerza? Evoqué la imagen de la marcha de un millón de personas de hacía dos días. ¿Qué haría el gobierno si volvía a darse? No sería posible arrestar a diez mil personas, y muchísimo menos un millón.

Reflexioné sobre estas preguntas durante todo el camino hasta casa.

En las calles no se apreciaban cambios que indicaran que la ciudad se encontraba bajo la ley marcial. No se veían soldados ni vehículos del ejército, a los que yo había imaginado invadiendo la ciudad. De vez en cuando oía a los ciclistas que pasaban por allí cerca especulando sobre alguna de aquellas mismas cuestiones. Parecía que la gente estaba asustada, pero pocos sabían lo que sucedería.

En cuanto abrí la puerta de casa de mis padres supe que algo iba mal. En el apartamento, siempre tranquilo, resonaban fuertes voces; mis padres estaban gritando. ¿Y qué hacía mi padre en casa a aquella hora del día?

– Debes hablar con ella. Está en casa de Lao Chen esperando a que la llamemos -dijo mi madre en tono de urgencia-. Le dije que tenía que volver a casa inmediatamente. ¡El cielo se está viniendo abajo!

– Entonces, ¿a qué estamos esperando? Vayamos a la oficina de Correos ahora mismo. Tiene que volver a casa. Es una orden -afirmó mi padre. En aquel entonces, las llamadas telefónicas de larga distancia tenían que hacerse en la oficina de Correos.

– ¿Qué ocurre?

Cerré la puerta tras de mí. Mis padres se sobresaltaron. No me habían oído entrar.

– Es tu hermana. Ayer tuvimos noticias suyas que decían que se había estado manifestando en Qing Tao con sus compañeros de clase, impidiendo el paso a los camiones de suministros. -Mi madre apretó el bolso con fuerza, como si estuviera estrangulándolo, y le temblaba la voz-. ¿Por qué hace algo tan peligroso? ¡La mandamos a la universidad a estudiar, no a morir!

A la sazón mi hermana Xiao Jie cursaba su tercer año de carrera; estudiaba oceanografía en la universidad en la pintoresca ciudad costera de Qing Tao, una antigua colonia alemana en la costa oriental de China. Además de por su famoso brebaje -la cerveza de Qing Tao-, la ciudad era conocida por ser la sede de una base naval china.

– No es tan grave, mamá -intenté tranquilizarla.

– ¿No? Lo que está haciendo es crear problemas en el transporte y los suministros, interrumpir el trabajo normal de las fábricas. ¿No lo has oído? ¡El ejército puede disparar contra cualquiera que lleve a cabo actos semejantes!

– Tu madre le ha pedido a tu tío Chen que fuera a buscar a Xiao Jie a la facultad -dijo papá-. Sois todos unos idiotas. Ya no se trata de una manifestación estudiantil, ¡es una cuestión de vida o muerte!

– ¿Y yo qué tengo que ver con que no vuelva o no a casa? -protesté, sin que me hicieran caso.

– Vámonos antes de que cierre la oficina de Correos o de que el ejército paralice la ciudad. -Ahora era mi madre la que quería marcharse-. ¡Va a regresar en el primer tren que salga hacia Pekín! Pase lo que pase a partir de ahora, quiero tener a mis hijas cerca.

– De acuerdo, no empecemos a gritar otra vez -dijo mi padre-. Gracias al cielo, todavía no ha pasado nada. Os dije que esto iba a terminar mal. Todo el asunto no es más que un juego estúpido. ¿Ahora me creéis?

– Vámonos, vámonos -interrupió mi madre, que ya tenía un pie al otro lado del umbral.

En cuanto se marcharon mis padres, saqué una botella de coca-cola de la nevera y me fui a mi habitación. Encima del escritorio había una carta de Estados Unidos. Reconocí la letra de Ning inmediatamente.

La cogí en seguida, preguntándome por qué el sello era chino. Abrí el sobre. La carta estaba escrita en tres hojas de suave papel blanco. En medio de las hojas cuidadosamente dobladas había un cheque por valor de mil dólares. «Querida Wei», leí, y casi pude oír la dulce voz de Ning:

«Me alegré muchísimo al enterarme de tu beca para Estados Unidos. ¡Enhorabuena! La feliz idea de que vengas debe de haberme hecho mucho bien, ¡pues mis experimentos están dando unos resultados fantásticos! Sé que el principio -antes de que recibas el primer "cheque de la paga"- será para ti lo más difícil, de manera que adjunto un cheque de mil dólares. Puedes utilizarlo para comprar el billete de avión o para pagar el alquiler cuando llegues a William y Mary, dispon de él como te plazca. Por favor, no te preocupes por devolverme el dinero. Lo he sacado de mis ahorros y no me hace falta.

¿Qué me cuentas de Dong Yi? Me dijo que también estaba presentando solicitudes para cursar el posgrado en Estados Unidos. ¿Lo han aceptado ya en algún sitio? Hace un tiempo que no sé nada de él. ¿Qué se trae entre manos? ¿Ha regresado a Taiyuan?

Pensándolo bien, supongo que Dong Yi no se quedará en Taiyuan habiendo fuegos artificiales en Pekín, ¡qué emocionante debe de ser para vosotros! Os envidio a los dos. No sólo os tenéis el uno al otro, grandes amigos, sólo con doblar la esquina, sino que además podéis formar parte de un momento histórico extraordinario. ¡Ojalá estuviera allí! Quiero estar allí. Quiero unirme a vosotros y a nuestros compañeros de la Universidad de Pekín y luchar por el futuro de China.

Pero no puedo hacerlo, al menos no físicamente. Tengo que estar aquí para llevar a cabo mis experimentos. Algunas personas de mi universidad han regresado a Pekín para participar en el movimiento. El resto de nosotros, unos cuatrocientos, nos hemos quedado aquí y hacemos todo lo posible para obtener apoyo, tanto político como económico, para los compañeros estudiantes que están en casa.

Ayer organizamos otro acto para recaudar fondos en el centro estudiantil del campus. Las chicas prepararon bolas de masa chinas y rollos de primavera. Dos alumnos hicieron una demostración de pintura china con pincel. Y la verdad es que eran muy buenos. Muchos de los estudiantes donaron adornos y recuerdos que habían traído de China: artesanía de su región, jades de la familia, seda… Más de tres mil estudiantes asistieron al acontecimiento. ¡A última hora de la tarde ya lo habíamos vendido todo y recaudamos casi dos mil dólares!

Al igual que todos los demás estudiantes chinos del campus, he puesto una cesta de donativos en nuestro laboratorio. Mis compañeros y profesores han sido muy generosos en sus aportaciones. Antes de esto no tenía un especial trato social con los estudiantes norteamericanos o europeos de mi departamento. Ahora la gente se acerca a mí cada día para charlar sobre lo que está sucediendo en China y lo que han visto en la televisión la noche anterior. Nos enzarzamos en prolongadas charlas sobre China, política y democracia.

¿Has participado en las marchas? Claro que sí. ¡Tonto de mí! Cada noche, cuando vuelvo del laboratorio, voy cambiando de un canal a otro para ver toda la cobertura posible del Movimiento Estudiantil y busco rostros familiares. He deseado verte muchas veces, pero también temía encontrarte allí. Por mucho que apoye a los estudiantes y la huelga de hambre, espero que tú no seas una de las cuatro mil personas que ayunan en Tiananmen. Como amigo y como alguien a quien le importas mucho, espero que te encuentres a salvo y bien.

En estos momentos, mientras te escribo, el sol se está poniendo en el rojo desierto. Supongo que en Pekín también estará empezando a hacer mucho calor. Aunque estoy sentado en el laboratorio, con un jersey puesto porque con el aire acondicionado hace bastante frío aquí dentro, mi pensamiento ha regresado a Pekín. ¿Qué ha pasado hoy en China? ¿Están sanos y salvos mis amigos? ¿Será el de mañana ese día mejor que estamos esperando?

Tienes que venir a verme en cuanto te hayas instalado en Virginia. Iremos al Gran Cañón. Créeme si te digo que no hay nada más impresionante.

¡Cuídate mucho, por favor! Espero verte muy pronto.

Un abrazo,

Ning.

P. D.: Un amigo mío regresa mañana a Pekín. Se llevará esta carta y la echará al correo allí.»

La carta de Ning me hizo pensar en tiempos felices: blancas barcas en el Jardín del Bambú Púrpura, bachilleres cantando juntos, la luna sobre el lago Weiming, corazones llenos de esperanza… Su carta abrió el dique. De pronto sentí un insoportable y vehemente deseo de amor, de esa clase de amor que me levantaría el ánimo, que haría realidad mis sueños y me llegaría al alma. Mis pensamientos volaban hacia Dong Yi y me pregunté dónde estaría, por qué no había venido a hablar conmigo. Quería oírle decir algo, o nada en absoluto. Sólo quería oír su voz y estar un rato en su presencia. Lo echaba de menos.

Guardé el cheque en el cajón y volví a meter la carta en el sobre. Y decidí que no debía perder ni un segundo. Tenía que ir a ver a Dong Yi. Dejé una nota en la mesa del comedor diciéndoles a mis padres que tenía que regresar al campus inmediatamente: «Por favor, no os preocupéis por mí, sólo voy a ver a Dong Yi, no voy a tomar parte en nada. No voy a ir la plaza de Tiananmen».

Antes que nada me dirigí al Triángulo para ver si Dong Yi estaba allí. El Triángulo estaba más lleno de gente que por la tarde y se percibía una sensación de la noche antes de la batalla. Había personas valientes, otras temerosas, todo el mundo estaba involucrado. La emisora estudiantil emitía noticias y comunicados en directo.

«Zhao Ziyang ha sido destituido. Ahora está al mando Li Peng.»

«La Asociación Autónoma de Estudiantes de Pekín ha votado para poner fin a la huelga de hambre, que ha conseguido una gran victoria para los estudiantes.»

Como si hubiera habido una repentina nevada, las paredes del Triángulo se cubrieron con nuevos carteles. Algunos de sus autores estaban muy preocupados, otros proclamaban que había llegado la hora cero, otros exigían al gobierno que retirase las tropas y levantara la ley marcial y otros, como el autor del cartel que tenía ante mí, le abrían el corazón a su madre patria.

«Por la presente renuncio a mi condición de miembro del Partido Comunista Chino. Estoy avergonzado e indignado. El Partido que se declara a sí mismo servidor del pueblo acaba de decidir enviar tropas armadas contra las más inocentes, vulnerables y patrióticas de entre todas las personas: los jóvenes estudiantes. Si el Partido amara al pueblo, no haría esto. Si el Partido se preocupara del bienestar de nuestra patria, no haría esto. Cualquiera con un mínimo de decencia y humanidad no haría esto. Los dirigentes del Partido son unos tiranos. De ahora en adelante no quiero tener nada que ver con semejante Partido.

Apelo a mis colegas y compañeros estudiantes que son miembros del PCCh a que sigan mi ejemplo. ¡Por favor, unios a mí para rechazar al Partido que ordenó usar la fuerza sobre su propia gente!»

Lo firmaba Chen Li, candidato al master del departamento de económicas.

Estuve a punto de gritar. Hacía tan sólo dos semanas había estado hablando de él con Jerry y Hanna y recordándoles nuestras discusiones en el Spoon Garden Bar. ¿Se había vuelto loco? ¿Sabía a lo que estaba renunciando? ¿Al trabajo en Shenzhen que siempre había querido, a una prometedora carrera en un país donde la política y el Partido lo eran todo?

No sólo había plasmado un exaltado escrito en un cartel, sino que además se había saltado la norma de los autores de carteles y había firmado con su nombre y filiación. No tenía que hacerlo. Si lo hubiese dejado anónimo, como estaba la mayoría, nadie hubiera dudado nunca de su coraje y sinceridad.

Entonces fue como si viera el rostro de Chen Li, claro y honesto. Me miraba con sus ojos sinceros que parecían decir: «Nunca he rehuido la responsabilidad de mis palabras o mis actos. No voy a hacerlo ahora».

No pude sino admirar su valor. Interpreté que también quería decir a todas las personas de la Universidad de Pekín que había llegado el momento de que todos resistiéramos y nos hiciéramos valer.

– ¿Quién es este tal Chen Li? -me preguntó un universitario que estaba delante de mí.

Un gran gentío se había congregado para leer el cartel de un metro de alto de Chen Li.

– No lo sé. Nunca he oído hablar de él.

– ¡Sea quien sea, es un tipo con agallas! Mirad, ha firmado con su nombre, departamento, todo -comentó alguien allí cerca.

De pronto, la emisora estudiantil interrumpió aquellas observaciones.

«La Asociación Autónoma de Estudiantes de Pekín hace un llamamiento para que todos los estudiantes que estén ahora mismo en el campus se dirijan a la plaza de Tiananmen. ¡No podemos dejar que nuestros valientes compañeros caigan en manos de los militares!»

¡Cómo habían cambiado las cosas desde la última vez que vi a Chen Li, el 27 de abril, cuando marchamos juntos! Desde entonces, nuestra querida ciudad había visto huelgas de hambre, manifestaciones de millones de personas y ahora la ley marcial.

«¡ La Asociación también exhorta a todo el mundo a bloquear los cruces para impedir que los vehículos del ejército entren en Pekín!»

«Debo ir a ver a Chen Li pronto», me dije. Echaba de menos a mi amigo y nuestras largas y acaloradas discusiones sobre política y economía. Yo también tenía que participar en un momento tan crítico, y resistir y hacerme valer. Con la ley marcial en vigor, los estudiantes de la plaza de Tiananmen necesitaban más apoyo que nunca.

Pero aquel día no haría nada de todo aquello. Primero necesitaba ver a Dong Yi.

Caminé por entre la multitud, escudriñándola con detenimiento, pero no lo vi. Seguí andando en dirección contraria al torrente de personas que acudían al Triángulo y me dirigí a la residencia de Dong Yi con la carta de Estados Unidos en la mano.

El alboroto del gentío que había en el Triángulo fue disminuyendo gradualmente. Me había alejado del campo de batalla. Pero cuanto más me acercaba al edificio, más enojada me sentía. La sensación de paz que había creído que obtendría al ir a ver a Dong Yi no se había concretado. Empecé a hacerme preguntas. ¿Por qué Dong Yi no se había puesto en contacto conmigo? ¿Había desaparecido? ¿Tenía idea de lo que yo había hecho durante su ausencia? ¿Estaba mínimamente preocupado? Pero, por encima de todo, estaba enojada conmigo misma por haber esperado tanto tiempo para ir a verlo, por ser tan cobarde.

Entré en el edificio.

Había sido Ning, hacía tres años, quien me condujo hasta Dong Yi. Desde entonces, había recorrido el pasillo interior en muchas ocasiones, a veces enamorada, a veces con el corazón destrozado y, en otros momentos, rebosante de optimismo, pena o desesperación.

Aquel día entré una vez más en el conocido edificio.

Pero ¿había llegado demasiado tarde?