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«Se oye el ruido de las armas, del ejército qué avanza en mitad de la noche.»
Bai Juyi, siglo viii
Mi hermana Xiao Jie regresó a casa, tal como mis padres le habían pedido que hiciera. No la había visto desde que se marchó a la universidad a principios de febrero, tras el Año Nuevo chino. Aquel día llevaba un vestido de algodón de color rosa sin mangas y tenía un aspecto saludable y bronceado. Se había cortado la larga melena justo por debajo de los hombros.
– Estaba perfectamente bien -dijo-. ¿Por qué todo el mundo cree que corría peligro? -Se molestó en seguida cuando le pregunté qué tal le habían ido aquellos días en Qing Tao. Imaginé que mis padres ya le habían hecho las mismas preguntas, posiblemente más de una vez.
– Nuestros padres sólo quieren tenerte cerca si las cosas empeoran. Sencillamente, estaban preocupados -dije representando el papel de hermana mayor.
– Pero ¿por qué es más peligroso Qing Tao que Pekín? ¿Cuál es la ciudad que está bajo la ley marcial?
– Sabes muy bien que no se trata sólo de dónde estás, sino también de lo qué haces.
– ¿Podríais ir a comprar unos bollos al vapor para la cena, por favor? -pidió nuestra madre, llegando de la cocina.
Así pues, aquella cálida tarde de verano, salimos, como habíamos hecho toda la vida, hacia el comedor universitario para comprar bollos al vapor para la cena.
– No creo que marchando y manifestándome hiciese nada que tú no hicieras. Sé que estuviste en la plaza de Tiananmen.
– Mamá dijo que habías ido a detener unos camiones militares. ¿De qué iba eso?
– Fue pocos días después de empezar la huelga de hambre. Algunos de los cadetes de la Academia Naval China que habían marchado con nosotros dijeron que se hablaba de una ofensiva militar. De modo que fuimos a impedir que los camiones entraran o salieran de la base naval.
– ¿Cómo?
– Nos pusimos delante de los vehículos agarrados todos de los brazos.
El comedor estaba lleno de estudiantes hambrientos, del olor de la grasa utilizada para cocinar y del sonido de cientos de personas hablando en un espacio reducido. Intercambiamos nuestras experiencias de enfrentamientos con el ejército.
– No tendría que habérselo contado a mamá. Alucinó -siguió diciendo mi hermana-, y eso que no sabía que también fui a detener trenes. ¡Imagínate cómo hubiera reaccionado!
– ¿Que hiciste qué?
– Un día nos dijeron que las tropas se encontraban en un tren que iba hacia Pekín. De manera que fuimos corriendo a la estación y nos sentamos en la vía.
– ¿Y qué pasó?
– Vino el alcalde y nos aseguró personalmente que no había tropas en aquel tren. De modo que nos marchamos al cabo de tres horas.
La cola que teníamos delante disminuía con rapidez, como si dentro de la ventanilla hubiera un monstruo devorador de colas. En seguida nos llegó el turno. Pedí dos bollos normales y cuatro con carne y vegetales.
– ¿Estás muy disgustada porque nuestros padres te hayan obligado a volver a casa? -le pregunté a mi hermana.
– Al principio sí lo estaba. Pero después me enteré de que muchos de mis amigos han venido a Pekín. Están en la plaza de Tiananmen. He estado yendo a verlos. Pero, por favor, no se lo digas a papá y mamá.
Durante la cena les conté a mis padres y a Xiao Jie lo que había visto en las montañas del oeste. Les expliqué que los estudiantes dormían frente a los tanques para evitar que avanzaran y que los campesinos del lugar llevaron agua y comida a los soldados y les rogaron que no abrieran fuego contra los estudiantes. También les conté que había subido a uno de los tanques y había repartido unos periódicos.
– Estuve en lo alto de un tanque de verdad. Incluso toqué el cañón -dije con entusiasmo.
Mamá escuchó con gran interés y estuvo de acuerdo conmigo en una serie de puntos, pero a mi padre no le hizo gracia. De hecho, se enojó bastante conmigo y afirmó que era demasiado ingenua.
– ¿Vosotros, los jóvenes, qué creéis que es esto? ¿Un parque de atracciones? ¡Podríais haber resultado heridos!
– No te preocupes. El país entero, incluidos los soldados, está con los estudiantes. Hoy mismo, en Xi Dan, una sección del ejército se ha retirado después de que los estudiantes les hicieran frente. No quieren hacerles daño.
– Si piensas así, es que eres tonta -rebatió mi padre, con el rostro rojo como siempre que montaba en cólera.
– ¿Alguien quiere más arroz? -intervino mamá con prontitud.
Aquel día, el 2 de junio de 1989, el calor era particularmente bochornoso y cuando, después de comer, volví en bicicleta a la Universidad de Pekín, la voz de mi padre había desaparecido por completo. Cierto era que la situación se había vuelto más peligrosa. Además de los tanques que llegaban a las afueras de Pekín, había habido noticias de grandes maniobras militares y se habían visto soldados dentro de la ciudad. Mucha gente temía una ofensiva inminente. Pero aun así, parecía que la determinación de los estudiantes y ciudadanos de Pekín era lo bastante fuerte como para detener la amenaza. Y las muchas historias de estudiantes que triunfaban sobre soldados que en apariencia simpatizaban con ellos nos levantaban aún más el ánimo.
El campus era un hervidero de confianza. En cuanto pasé por el tranquilo riachuelo que serpenteaba por el jardín chino situado en las proximidades de la puerta sur, me encontré de inmediato a unos estudiantes que llevaban pinturas y pinceles. En un momento dado tuve qué parar y dejar paso a una gran pancarta en la que se leía: «Libertad para China». Un joven con el cabello largo y una banda en la cabeza y que llevaba una bandera plegada en una mano pasó por mi lado en bicicleta a toda velocidad; los dos extremos de la banda, anudados en la parte posterior de la cabeza, se agitaban en el aire como las alas de una mariposa blanca. Más estudiantes se dirigían al Triángulo, algunos iban asidos de la mano en silencio, otros hablaban en voz alta.
Mientras caminaba por el Triángulo, me fijé en varios carteles nuevos que cuestionaban la estrategia general del Movimiento y de los dirigentes estudiantiles. Aquellos llamados «pensamientos» habían aparecido con más frecuencia durante los últimos días. Uno de los carteles ponía en duda el estilo combativo de los dirigentes estudiantiles y argumentaba que ello podría aumentar la tensión y conducir a trágicas consecuencias. Unos días antes, temiendo un inminente derramamiento de sangre, la Alianza para Proteger la Constitución, un grupo de enlace entre trabajadores, ciudadanos y estudiantes había pedido a éstos que abandonaran la plaza, pero el Centro de Mando Estudiantil de la Plaza de Tiananmen, liderado por Chai Ling, rechazó la petición. Otro de los carteles de la pared planteaba la cuestión de las facciones políticas dentro de las más altas esferas gubernamentales, y afirmaba que algunos altos cargos podrían estar utilizando el Movimiento Estudiantil para eliminar a los reformistas. «Tened cuidado, queridos compañeros estudiantes, con los zorros astutos. No dejemos que nos utilicen. No sólo tenemos que ser valientes, sino también políticamente prudentes. De momento parece que han ganado los partidarios de la línea dura.»
De vuelta en mi nueva casa -la pequeña habitación de Eimin en el Edificio para el Joven Profesorado-, mi esposo me esperaba para ir a la puerta sur. Estaba previsto que hiciéramos el turno de noche en la plaza. Eimin insistió en que me llevara un jersey para la noche, pero no quise.
– Da igual. Ya he estado allí antes. La primera mitad de la noche tampoco hace demasiado frío. Y vamos a volver antes de medianoche, ¿no?
Bajamos y nos dirigimos hacia la puerta sur. Le hablé a mi nuevo marido sobre los textos provocativos que había visto en el Triángulo.
– ¿Tú crees que los estudiantes deberían abandonar la plaza? -pregunté.
– Personalmente creo que fue un error que el Centro de Mando Estudiantil rechazara la idea; he oído que, en realidad, la mayoría de los miembros de la AAE votó a favor de ella. Cuanto más se intensifica el conflicto, más hay en juego. Es necesario que uno de los dos bandos se eche atrás. Pero me temo que no va a ser el gobierno.
– ¿Por qué no?
– Porque las tropas y los tanques ya están aquí. Mao Zedong siempre había dicho, y con toda la razón: «El que tiene las armas tiene el poder» -respondió Eimin.
– Pero hemos detenido a los tanques. No pueden entrar. Lo que el gobierno está haciendo no es más que un Zhi Louhu, un tigre de papel, temible sólo en apariencia.
– ¿Por qué crees que ningún movimiento estudiantil que actuara solo ha tenido éxito alguna vez en la historia de China, incluido el Movimiento del 4 de Mayo? Los estudiantes universitarios son un grupo demasiado selecto en China. Sólo una persona de cada mil.
Hablaba de una manera un tanto extraña, como si no estuviera de parte de los estudiantes. Imaginé que se daba cuenta de su edad, así como de su posición como miembro del profesorado.
– Pero esta vez es distinto. Esto ya no es sólo un movimiento estudiantil; los obreros de las fábricas han marchado hacia la plaza de Tiananmen, y también periodistas, miembros del Partido y oficinistas. Esta vez está todo el mundo incluido.
– Pero el ejército no está del lado de los estudiantes, ¿verdad? -me interrumpió Eimin.
– No. Todavía no. Pero podría suceder, nunca se sabe. Tal vez uno de los generales se rebelará, igual que en 1910, cuando los soldados se implicaron en el levantamiento que derrocó al emperador.
– ¿De verdad piensas eso? -insistió Eimin.
– Bueno…, incluso si no obtenemos el apoyo del ejército, ¿qué puede ocurrir? Están aquí todos los periodistas extranjeros, un montón de cámaras de televisión. El mundo está observando -repliqué recordando las palabras de Jerry.
Eimin se detuvo. Habíamos llegado a la puerta sur.
– Supongo que eso es lo que nadie sabe. Pero ¿acaso al gobierno le preocupará tanto guardar las apariencias como para dejar que su poder se vea amenazado?
Acababa de detenerse un camión. No cabía duda de que los que estaban a bordo regresaban de un turno bastante largo en la plaza: iban sucios y tenían aspecto de estar exhaustos. Los vitoreamos, pero pocos respondieron. Algunos parecían tener problemas para mantener los ojos abiertos. Vi a Wu Hong, un antiguo compañero de clase, y lo saludé con la mano. Llevaba su característico cabello largo y ondulado metido en una banda blanca que entonces estaba torcida y tenía las letras, que se habían escrito con pintura roja, arrugadas. Me respondió con una sonrisa.
Subimos al camión en cuanto éste acabó de descargar al grupo anterior. Cuando el vehículo dobló la esquina en Zhongguancun, el barrio de la Puerta Media, nuestro jefe de grupo desplegó la bandera y dejó que ondeara.
En la calle, la gente agitaba las manos para saludar a nuestro paso y gritaban:
– ¡Apoyo a los estudiantes que se manifiestan!
– ¡Queremos libertad!
– ¡Larga vida a los estudiantes!
Nosotros respondíamos:
– ¡Gracias por vuestro apoyo!
– ¡Lucharemos hasta conseguir la victoria!
– ¡Larga vida a la libertad y a la democracia!
Nos agarrábamos a los paneles laterales del camión, agitando las manos y gritando con entusiasmo, con el viento en los cabellos y el sol en los hombros. Saludé a las personas que iban en los autobuses, a las abuelas que pasaban cargadas con la compra y a los niños con el cuello abrigado con bufandas rojas. Saludé a los peatones que caminaban por detrás de las vallas de las calles y a los que vivían en los altos edificios de apartamentos. Aquel día, mientras me desplazaba en el camión abierto, estaba de muy buen humor, lo mismo que todo el mundo en Pekín. Me moría de ganas de estar allí, en la plaza de Tiananmen. Sentía que estaba realizando mi contribución, por pequeña que ésta fuera, a un mejor futuro para China, que tal vez hasta podía estar ayudando a forjar la historia.
Llegamos a la plaza de Tiananmen en el camión abierto alrededor de la hora de la cena. Al igual que en días anteriores, decenas de miles de estudiantes llenaban la enorme plaza de cuarenta y nueve hectáreas. Algunos de ellos, que habían recorrido hasta ochocientos kilómetros en tren, se manifestaban a la manera tradicional china: sentados en silencio. Sentarse en silencio para desafiar a la ley marcial y al gobierno.
Habían llegado tiendas donadas por partidarios de Hong Kong y de otros países del sudeste asiático. Los manifestantes, agrupados por universidades, estaban sentados junto a las tiendas, bajo sus banderas y pancartas. En el extremo sur de la plaza, cerca de la Puerta Zheyang, la Puerta del Sol Sincero, había una pancarta desplegada a medias rezaba: «Democracia, Libertad, Derechos Humanos».
En el centro de la plaza se alzaba el Monumento a los Héroes del Pueblo. Iluminado por la cálida luz del sol, el obelisco parecía una espada gigantesca que penetrara en el cielo azul. Al pie del monumento había establecido su base el Centro de Mando Estudiantil de la Plaza de Tiananmen, una organización creada el 21 de mayo, un día después de declararse la ley marcial en Pekín. Los altavoces no dejaban de transmitir noticias y discursos de los dirigentes estudiantiles.
– Compañeros estudiantes, soy Chai Ling, comandante en jefe de la plaza.
Entre el monumento y la Puerta de la Paz Celestial, al norte, se alzaba la estatua blanca de diez metros de altura de una joven china que sostenía la antorcha de la libertad: la Diosa de la Democracia, inspirada en la famosa Estatua de la Libertad del puerto de la ciudad de Nueva York. Dicha estatua, hecha por un grupo de estudiantes de arte con espuma de poliestireno, se había erigido en la plaza dos días antes.
Desde las afueras de la plaza llegaba el ruidoso mundo. Camiones, autobuses, pequeñas furgonetas, coches, scooters y Sanlun Che (carretas de madera de tres ruedas) traían de todo, desde agua, comida, mantas y suministros médicos hasta estudiantes de refresco como nosotros. Unos monitores estudiantiles con brazaletes de color rojo hacían señas al tráfico para que éste fuera por uno u otro lado.
– ¡Adelante, muévete! -gritaban-. ¡Tú, tú no! ¡Por allí!
La entrada principal al Museo de Historia China, en el lado oriental de la plaza, se había convertido en un aparcamiento. A aquel espacio abierto rodeado de gruesos árboles llegaban camiones o autobuses con estudiantes para sustituir a los que habían estado en la plaza desde primera hora de la mañana. Para apoyar a los miles de manifestantes que había en la plaza se requerían otros miles más cada día que los ayudaran y protegieran: los estudiantes de medicina comprobaban continuamente las condiciones de los manifestantes, los suministros se organizaban y se hacían llegar. Varias hileras de personas formando cadenas humanas rodeaban la enorme plaza para defenderla y para cerciorarse de que hubiera orden y también seguridad para los que estaban dentro; por lo visto, la policía secreta había llevado a cabo algunos intentos de infiltrarse en la plaza. Puesto que la ocupación estudiantil seguía adelante, se había incrementado el número de líneas defensivas, además de fortalecer las medidas de seguridad, las cuales necesitaban refuerzos constantes.
Aquel día mi tarea era la defensa. Nuestro jefe de grupo, un campeón de natación de la universidad, agitaba la bandera en el aire con orgullo. Aquella bandera simbolizaba el alma y el espíritu de la democracia en aquel y en otros momentos de la historia moderna de China, como durante el Movimiento del 4 de Mayo.
Un autobús lleno de estudiantes se detuvo en el estacionamiento que había justo detrás de nosotros; la bandera de la Facultad de Comercio de Pekín iba al frente de los ocupantes del vehículo. Una mujer de piel oscura de unos veinte años gritaba por un megáfono: «En fila de a cuatro. En fila de a cuatro».
Algunos de los estudiantes traían cantimploras con agua; otros, sombreros de paja. Algunos llevaban chaquetas o jerséis para la noche. En cuanto estuvieron alineados, habló el jefe del grupo:
– Estudiantes, muchos de nuestros compañeros llevan más de quince horas en la plaza. Están muy cansados. Esta noche tendréis que tomar el relevo y cuidar de los manifestantes. El autobús de la universidad os recogerá en cuanto el siguiente grupo esté reunido y listo para sustituiros. ¡Luchad hasta la muerte! ¡No os rindáis nunca!
Con la bandera de su universidad en alto, hombres y mujeres jóvenes de ojos brillantes marcharon hacia el lado meridional de la plaza. Mirando sus rostros se podría pensar que eran un grupo de estudiantes de camino a un examen público para el cual habían sido elegidos y en el que sabían que se iban a lucir.
– ¡Compañeros estudiantes de la Universidad de Pekín! -gritó nuestro jefe de grupo a voz en cuello-. ¡Seguidme hacia nuestra posición! No os separéis…
El ruido de los camiones recién llegados y los autobuses que se marchaban de inmediato ahogó el final de su frase. Cuando cruzamos la carretera de circunvalación en dirección a la plaza, los estudiantes que controlaban el tráfico hicieron señales para que éste se detuviera. Aplaudieron y gritaron:
– ¡Demos la bienvenida a los estudiantes de la Universidad de Pekín!
Los conductores que aguardaban a ambos lados de la calzada participaron con sus bocinas. Nuestro jefe de grupo hacía ondear la bandera con orgullo y respondía a voces:
– ¡Da Jia Xin Ku! ¡Todo el mundo ha trabajado duro!
Estábamos muy animados y seguimos ufanos a nuestro líder hacia la plaza de Tiananmen.
Avanzamos hacia el norte de la plaza y caminamos a un brazo de distancia los unos de los otros. El sol se estaba poniendo. Al hacerlo, el cielo del oeste adoptó un color rojo oscuro y el suave aroma de una noche de verano empezó a penetrar lentamente a través del calor. A mi izquierda iba mi marido, el profesor de treinta y cinco años; a mi derecha, un joven de unos diecinueve años, pálido y delgado, con un ondulado permanente en el cabello. Detrás de él marchaba otro joven de aproximadamente la misma edad, de piel más oscura, con la típica mirada profunda de las personas de China meridional. A su lado avanzaba su novia. Recorrí la fila con la mirada y vi a más personas a las que no conocía y que tampoco me conocían a mí. Pero por aquella noche, y por aquel breve espacio de nuestras vidas, éramos compañeros de armas.
La noche del 2 de junio llegó tal como la tengo en el recuerdo: sentada en una cálida losa de piedra en el centro de la plaza que simboliza el corazón de China, contemplando cómo la puesta de sol inflamaba el cielo con sus maravillosos colores, regando un bocadillo de salchicha con una bebida espumosa llamada Chi Sui o agua gaseosa. Me encontraba entre cientos de miles de desconocidos y aun así nunca me había sentido tan conectada con la gente en toda mi vida.
Pronto oscureció. Detrás de nosotros, a unos doscientos metros de distancia, muy diseminadas entre los árboles que bordeaban la carretera de circunvalación, las farolas se encendieron sin proporcionarnos apenas luz, sino más bien una abundante oscuridad y sombras siniestras. Frente a nosotros, el mar de banderas, pancartas, tiendas y gente había desaparecido en la oscuridad. La única luz que había en la plaza la daban unos cuantos reflectores situados en la base del Monumento a los Héroes del Pueblo. Los altavoces seguían emitiendo.
«Compañeros estudiantes, compañeros estudiantes, soy Chai Ling, comandante en jefe de la plaza.» La voz aguda de mi antigua compañera de habitación nos volvió a llegar a través de los altavoces. Anunció a la multitud que acababan de recibir noticias de que los tanques apostados en las afueras de los barrios periféricos del oeste habían dado media vuelta y se habían retirado.
Aplaudimos la noticia. En aquellos momentos, sin embargo, no sabíamos que a unos mil seiscientos kilómetros de distancia, otra unidad del Ejército Popular de Liberación, el 27.° grupo del ejército, al mando del hermano del mariscal Yang Shangkun, presidente de China, había sido movilizado. Soldados muy bien armados, pertrechados con uniformes de campaña, vehículos blindados de transporte de tropas, tanques y camiones de camuflaje avanzaban rápidamente hacia Pekín en medio de la noche. Resultaba que los soldados, como aquellos con los que me había topado en las montañas del oeste, pertenecían a una unidad del EPL apostada no muy lejos de Pekín. Algunos de ellos provenían de ciudades más o menos grandes, pero la mayoría de soldados del EPL eran campesinos. Al parecer, su proximidad a la ciudad y la interacción que hasta el momento habían tenido con los estudiantes los habían convertido en una opción ineficaz para lanzar una ofensiva, de modo que los estaban relevando.
Durante un rato, la noticia de la retirada de los blindados pasó a ser nuestro principal tema de conversación.
– Esto demuestra que, siempre y cuando nos unamos, los estudiantes podemos derrotar al ejército -dijo el que estaba a mi lado.
– Los tanques se marchan, muy bien, pero ¿y los soldados que ya están en la ciudad? ¿Dónde están ahora?
Nos miramos unos a otros y nos quedamos en silencio. Empezaba a refrescar. Me froté los brazos desnudos con las manos y lamenté no haber escuchado a Eimin y no haberme traído algo más grueso que el vestido de algodón que llevaba puesto. Miré hacia la oscuridad. No veía nada. Parecía que la ciudad se hubiera acostado para pasar la noche. Los altavoces habían dejado de transmitir.
– Hay muchos lugares en la ciudad que pueden esconder a unos miles de soldados -dijo el estudiante delgado con el ondulado permanente en el cabello-. Por ejemplo, la Ciudad Prohibida.
La Ciudad Prohibida es el lugar en el que antaño residían los emperadores y en la actualidad es un parque cuya extensión equivale aproximadamente la mitad que la del Hyde Park de Londres.
– En la Ciudad Prohibida caben muchos más que unos miles -asintió Eimin.
– Pero no es posible. La Ciudad Prohibida está abierta al público y nadie ha visto nada.
– Hay zonas que no están abiertas al público -rebatió Eimin.
Conversaciones similares tenían lugar, en voz baja, entre nuestros vecinos de la línea defensiva, los rumores de radio macuto.
– He oído que allí, bajo la Gran Sala del Pueblo, hay un sistema de túneles secretos. -El estudiante del sur señaló hacia el oeste en la oscuridad-. Se construyeron a propósito para que los líderes del Partido pudieran escapar por ellos en caso de que los rodearan. Los soldados podrían haberse instalado allí sin que nadie lo sepa.
Mientras él hablaba, empecé a imaginar que las gigantescas puertas entre las imponentes columnas del edificio se abrían y que miles de soldados empuñando fusiles y otras armas relucientes irrumpían en la plaza.
«También podrían salir del Museo de Historia China», pensé. Miré hacia atrás, pero no había más que oscuridad y sombras. Empecé a preguntarme qué era cada sonido. Intenté aguzar más el oído, pero sólo me llegaban las palabras y los murmullos de mis compañeros estudiantes.
Me puse en pie, estiré un poco las piernas, traté de disimular el miedo que sentía; no quería que nadie supiera que estaba asustada.
Entonces oí la tensa voz de Eimin:
– Acabo de hablar con nuestro jefe de grupo. Dice que nuestros relevos no han llegado todavía y que no sabe cuándo vendrán. Ya es más de medianoche…, esto no es bueno. Si deciden atacar, las primeras horas de la mañana son el mejor momento. Mira la luna. La luz de la luna es perfecta para un ataque, pueden vernos con claridad.
Entonces me di cuenta de que él también tenía miedo.
Y resultó que nuestros temores estaban justificados. Sin que nosotros lo supiéramos, en aquellos momentos Li Peng había convocado una reunión extraordinaria del Comité Permanente del Politburó la mañana del 2 de junio de 1989: también asistieron los miembros más antiguos del partido, incluido Deng Xiaoping y su íntimo camarada Yang Shangkun. En la reunión, Yang Shangkun informó al Comité de que las tropas, en efecto, se habían trasladado a la Gran Sala del Pueblo, así como al parque Zhongshan, a los Palacios de la Cultura del Pueblo Trabajador y al complejo del Ministerio de Seguridad Pública. Todos los oficiales y soldados habían sido preparados a conciencia para desalojar la plaza de Tiananmen.
Li Peng dijo a los presentes en la reunión que la plaza se había convertido en el centro del Movimiento Estudiantil. Todos los sucesos que siguieron a la declaración de la ley marcial, tales como «crear un cuerpo dispuesto a todo para impedir el paso de las tropas de la ley marcial, reunir a unos matones para que irrumpan en el Departamento de Seguridad Pública de Pekín, realizar ruedas de prensa y reclutar al Cuerpo de los Tigres Voladores para que pase los mensajes», se tramaban y dirigían desde la plaza… o al menos eso dijo él.
Además, la plaza albergaba los cuarteles generales de algunas organizaciones ilegales, como la Asociación Autónoma de Estudiantes, la Federación Autónoma de Obreros y el Centro de Mando Estudiantil de la Plaza de Tiananmen. Muchos de los medios de comunicación de todo el mundo también habían centrado su atención en la plaza, y la ayuda material se enviaba asimismo allí. Por tanto, Li Peng manifestó que, para restablecer la estabilidad en Pekín y en China, la plaza tenía que ser desalojada.
Así pues, cuando la reunión llegaba ya a su fin, el Comité Permanente votó por despejar la plaza por la fuerza. Con el respaldo de dicha decisión, Deng Xiaoping dio la orden a Yang Shangkun para que la Comisión Militar Central ejecutara el plan.
Aunque en aquellos momentos desconocíamos la importancia del inminente peligro, la perspectiva de quedarnos atrapados en la plaza hizo estremecer a toda la línea defensiva. Cuando el silencio se volvía insoportable, hablábamos de nuestra procedencia y de lo que teníamos planeado hacer en el futuro. Aquellas conversaciones, normalmente importantes para personas de nuestra edad, aquella noche parecían tan superficiales que imagino que ninguno de los que estaba allí se ha acordado nunca de lo que dijo u oyó. Pero hablábamos porque el silencio y nuestra imaginación nos asustaban. Estoy segura de que muchos de nosotros pensamos en la muerte.
Al cabo de los años seguía recordando aquella noche con extrañas sensaciones. Parecía surrealista pensar en la muerte a los veintidós años. Pero a medida que fue transcurriendo el tiempo, el recuerdo se desvaneció y, con él, el miedo que había sentido en mi interior. Pero aún me sorprendo recordando aquella noche, a veces en los momentos más insospechados, como cuando voy conduciendo por las calles de París o caminando por la Quinta Avenida en Nueva York, o cuando estoy sentada en la escalinata de la plaza de España en Roma. En el preciso momento en que me digo a mí misma «¡Qué noche tan hermosa!», me acuerdo de aquella noche en concreto. Supongo que el miedo a la muerte y el amor por la vida son como hermanos siameses, inseparables. Y aún me encuentro preguntándome qué vida llevan hoy los demás y si sus recuerdos de aquellas noches en la plaza de Tiananmen también se deslizan sigilosamente en su cabeza, como hacen los míos.
Aquella noche, después de lo que pareció una eternidad, se me empezaron a entumecer las piernas. Entonces, súbito como un disparo, llegó el estruendo de los camiones; habían llegado nuestros relevos. Era alrededor de las 2.30 de la madrugada. Todos nos levantamos de un salto inmediatamente, abandonamos nuestras posiciones y corrimos como locos hacia el aparcamiento.
Eimin y yo seguimos a la multitud y encontramos los dos camiones que habían venido a buscarnos. Los grupos se habían mezclado por completo; las personas que estaban cerca de los vehículos se abrían paso a empellones para subir y las que se encontraban aún a cierta distancia se apartaban unas a otras para acercarse. Cuando nosotros llegamos, el primer camión ya estaba lleno. Todo el mundo se precipitó hacia el segundo. En la parte trasera había un estudiante alto y fuerte que controlaba cuanto podía a la multitud. Justo cuando quedaban unas diez personas entre nosotros y el camión, empezó a hacer retroceder a la gente.
– El camión está lleno. Ya no cabe nadie más.
La gente estaba enojada.
– ¿Y nosotros qué? ¿Va a venir otro?
– No. Esta noche sólo tenemos estos dos camiones. Tendréis que esperar aquí hasta que volvamos a buscaros.
– ¿Qué? Hay dos horas de aquí a la Universidad de Pekín. Será de día cuando volváis.
– ¿No podrías hacer una excepción? -preguntó Eimin.
El chico de seguridad lo miró por unos momentos.
– ¿Xu Eimin, psicología?
– Sí.
– El año pasado fui alumno suyo. Vamos.
Le guiñó un ojo a Eimin y nos ayudó a subir al camión. El vehículo tomó la carretera de circunvalación y torció a la izquierda por el bulevar de la Paz Eterna. A medida que nos alejábamos de la plaza de Tiananmen, noté que el corazón me latía más despacio. La noche más larga de mi vida había concluido.
Menos de veinticuatro horas más tarde, los tanques pasaron por el mismo bulevar y los soldados abrieron fuego.
Manó sangre del cielo.