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Capítulo 16: La mañana después

«Date la vuelta y mira, verás que la sangre y las lágrimas manan a la vez.»

Bai Juyi, siglo viii

Cuando ocupamos nuestros puestos, la neblina matutina se estaba disipando. Al otro lado de la puerta, la calle Haidian estaba vacía, en tanto que unos cincuenta estudiantes, más o menos, montaban guardia en el interior. Nadie decía nada. Sostenía un cóctel Molotov, había cuatro más alineados junto a mis pies y estaba segura de que podía notar cómo la muerte se nos acercaba. Tenía la mirada fija en el espacio blanco que había delante de mí; no se veía nada, ni siquiera una de los cinco millones de bicicletas que había en la ciudad. Escuchaba, pero no oía ningún sonido en ninguna dirección. No se veía nada más allá de las casas con patio interior del otro lado de la calle, pero se sabía dónde estaba el centro de la ciudad.

No sé cuánto rato esperamos; dio la impresión de ser mucho. Por otro lado, el tiempo parecía haberse detenido. Me daba igual. El tiempo importaba muy poco, por no decir nada.

Entonces oímos el ruido del motor de un camión. Empuñé otra botella. Los que estaban junto a mí también se pusieron en tensión. El corazón me empezó a latir aceleradamente.

El camión se acercaba, el motor rugía con estruendo, hasta que apareció delante de nosotros.

Era un camión militar.

Inmediatamente lancé las botellas contra el vehículo con toda la rapidez de la que fui capaz, aunque cayeron a muchos metros de distancia del objetivo. A mi alrededor, la gente tiraba piedras, ladrillos y cócteles Molotov contra el blanco, dando gritos, pero muy pocos alcanzaron su objetivo. El camión se detuvo. Dejó de oírse el ruido del motor. Salimos y lo vimos detenido en el centro de la calle desierta.

La gente se acercó a él a toda prisa.

Varios estudiantes treparon al camión y rompieron los cristales de las ventanillas a pedradas. Los fragmentos de vidrio salieron despedidos. Abrieron la puerta y sacaron al conductor a rastras. Era un joven de unos dieciocho o diecinueve años vestido con un uniforme de un verde descolorido.

Trató de protegerse la cabeza con los brazos. Le sangraba la cara.

– ¡Bestia! ¡Cabrón! -gritaba la multitud al tiempo que le propinaban puñetazos y patadas.

Intentó echar a correr pero lo atraparon en seguida. La gente que había en los extremos se colaba a empujones por entre los demás agitando los ladrillos que llevaban.

– ¡Dejadme pasar! ¡Dejad que le ponga las manos encima!

La noticia del camión solitario debió de llegar a los que estaban en el campus, y gran cantidad de gente acudió corriendo y profiriendo gritos:

– ¡Dadles una paliza! ¡Dadles una paliza!

– ¡Dejadlo, dejadlo! ¡Lo vais a matar! -chillé.

Pero el enorme gentío, que ya era de varios centenares de personas, siguió adelante en tropel. Puños y ladrillos se alzaban en el aire. Ya no veía al soldado, ni oía sus gritos. Debían de haberlo tirado al suelo.

Algunos registraron el camión. Por lo visto no encontraron nada. Enojados, lanzaron piedras contra las ventanillas ya rotas. La gente intentó volcar el vehículo, pero era demasiado grande y pesado.

– ¡Quemadlo!

Varios estudiantes arrojaron cócteles Molotov en la cabina del conductor. Se prendió fuego.

Llegó un grupo de monitores estudiantiles con brazaletes rojos.

– ¡Deteneos, compañeros! ¡Calmaos!

Tres de ellos eran unos tipos robustos. Se abrieron paso a empellones.

– ¡A la caseta del guardia, rápido! -gritaron algunos de los presentes.

Los monitores estudiantiles llevaron al soldado medio a rastras a la caseta. La muchedumbre no desistió. Un estudiante logró estrellar un pedazo de ladrillo en el occipucio del soldado. Éste emitió un grito al tiempo que se llevaba la mano a la cabeza para cubrir la herida. Cayó al suelo de costado y la sangre empezó a correr por su cara. Los monitores estudiantiles volvieron a levantarlo y siguieron adelante.

Los monitores lograron al fin meter al soldado en la caseta, echaron de allí a todo el mundo y cerraron la puerta con llave. El gentío seguía con sus gritos y chillidos mientras agitaba piedras y ladrillos en el aire. A través de las ventanas vi que los monitores sentaban al soldado en una silla. Uno de ellos rompió una larga tira de tela de su camisa y trató de vendarle las heridas lo mejor que pudo. El joven soldado lloraba como un niño.

– Comprendemos que estáis todos muy tristes y enfurecidos por lo que les ha ocurrido a vuestros amigos y a Pekín -dijo el jefe de los monitores estudiantiles a través del micrófono que había en la caseta-. Pero tenemos que mantenernos lúcidos, sobre todo en este momento crucial y confuso. Lo último que queremos es proporcionar al gobierno y al ejército una excusa para que ataquen el campus.

Los excitados ánimos de la gente empezaron a calmarse. En el interior del barracón, los monitores hablaban con el soldado, que seguía llorando.

Al cabo de diez minutos, el jefe volvió a hablar por el micrófono:

– Este soldado pertenece a la base militar que hay al este, a las afueras de Pekín. No tiene ni idea de lo que pasó anoche en la plaza de Tiananmen. Se dirigía al centro porque tenía el día libre.

En aquella época, el domingo era el único día libre de la semana en China, y el 4 de junio era domingo y fin de semana, es decir, el momento de estar con la familia y los amigos y de ir de compras. Pero aquel domingo todos nos habíamos olvidado de esas cosas.

La multitud empezó a dispersarse poco a poco. Los estudiantes se ofrecieron para llevar al soldado al hospital, pero él dijo que prefería volver a su cuartel. Subió al camión con la ayuda de algunos estudiantes. Habían apagado el fuego del interior del vehículo. Arrancó el motor, dio la vuelta y se alejó.

Consulté el reloj. Eran las ocho y veinte de la mañana, pero daba la impresión de que hubieran pasado muchas más horas, incluso días. Me quedé allí de pie, sin moverme; era el primer momento que tenía para mí misma. Me volví y vi el edificio de la residencia de Dong Yi a pocos metros de distancia. De repente sentí miedo por Dong Yi. Con el caos de la noche y la exaltación de la gente, me había olvidado de él. En aquel momento no importaba nada más; lo único que quería era ver a Dong Yi y saber que estaba a salvo.

Corrí hacia la entrada y subí las escaleras. El pasillo estaba vacío. Empecé a aporrear la puerta y grité: «¡Dong Yi!». Di golpes en las puertas contiguas y en las del otro lado del corredor, pero no salió nadie. Daba la impresión de que el edificio estaba abandonado.

Al cabo de unos diez minutos, me detuve. Reinaba tal silencio en el edificio que oía mi propia respiración. Apoyé la cabeza en la puerta, dejé los brazos colgantes y sollocé quedamente, en parte a causa del temor que sentía por Dong Yi y en parte porque la adrenalina que había generado mi cuerpo con la emoción de la mañana se había consumido.

Salí andando lentamente del edificio. El día era seco y la luz del sol, deslumbrante. Pisé la acera y me detuve. Me sentía agotada.

Miré hacia arriba. A través de la blanca luz solar vi un camión abierto que se acercaba por la puerta sur. Iba despacio y lo seguía una enorme multitud.

El camión pasó cerca de mí. Vi a un hombre con una bata blanca manchada de sangre entre las manos y la barbilla hundida en el pecho. Iba sentado al lado de varios estudiantes, uno de los cuales estaba herido en la cabeza. Parecían exhaustos. Caí en la cuenta de que debían de haber estado en la plaza de Tiananmen.

Me uní a la multitud que seguía al camión. Mientras caminábamos detrás, vi que había otra persona tumbada en el vehículo, tal vez malherida o demasiado cansada como para mantenerse erguida. El camión giró a la izquierda a la altura del teatro y se detuvo delante del comedor número tres.

– Queridos compañeros. -Uno de los estudiantes se puso en pie y empezó a hablar por un megáfono-. Venimos del centro de la ciudad, donde el ejército ha cometido el más sangriento de los crímenes, el de matar a gente inocente. Muchos de nuestros compañeros y vecinos también han resultado heridos. El doctor Fang pertenece a los Servicios de Urgencias de Pekín. Estaba en Tiananmen la noche pasada.

El hombre de la bata blanca se levantó. Tenía poco más de treinta años. Llevaba otra bata blanca en las manos. El estudiante le sostuvo el megáfono para que hablara. Él se aclaró la garganta y empezó:

– Fui a la plaza con la ambulancia y mi colega el doctor Liang a eso de la una de la madrugada. Cuando llegamos allí, desconectamos la sirena. Inmediatamente vimos que algo ardía en la esquina noroeste. -Volvió a aclararse la garganta-. A la luz de las llamas vimos a unas docenas de estudiantes que lanzaban piedras, ladrillos y bidones de gasolina. Muchos de los bidones se estrellaron contra el suelo no muy lejos de donde estaban ellos y empezaron a arder. El fuego iluminó las hileras de camiones y tanques aparcados a unos doscientos metros de distancia. Oímos disparos y vimos que algunas personas caían al suelo. -El doctor hizo una pausa; se le entrecortó la voz-. Cuando la ambulancia se detuvo cerca del fuego salimos de un salto. Oí a gente que gritaba: «Allí hay dos heridos». Corrimos inclinados hacia los heridos. Todos llevábamos las batas blancas con los brazaletes de la Cruz Roja, pero el tiroteo no cesó. Las balas pasaban silbando. Seguimos adelante. El doctor Liang gritó: «No disparéis, somos médicos».

Se calló de pronto. La muchedumbre lo miraba fijamente. El silencio era absoluto. El doctor mostró la bata blanca que llevaba. Estaba manchada de sangre.

– Pero le dispararon.

Le temblaba la voz. No pudo seguir hablando. Levantó la bata para que la gente la viera y para ocultar las lágrimas que rodaban por su rostro.

Lloré. Oía sollozos a mi alrededor.

Tras unos momentos, quien nos hablaba recuperó la voz.

– El doctor Liang murió intentando salvar a otros, murió por cumplir con su deber como médico. Era…

Su voz se fue apagando poco a poco. Un pinbanche, un carro de madera enganchado a una bicicleta, se detuvo junto al camión. En el carro había un estudiante con la bandera roja de la Universidad de Pekín. La gente se apartó para dejar pasar al carro.

El doctor se sentó y se tapó la cara con las manos, entre sollozos. Dos de los estudiantes saltaron del camión. El que llevaba la bandera se la pasó al conductor del carro y fue a reunirse con los otros dos. Empezaron a sacar a la persona que yacía en la parte trasera del camión.

Estaba muerto, no herido ni simplemente cansado, como yo había creído.

Se hacía difícil calcular su edad. Su rostro estaba pálido, con un matiz azulado, pero sin lugar a dudas era un estudiante. Incluso muerto, tenía el aspecto de lo que los campesinos llamaban «un hombre que lee libros». Las manos, que tal vez nunca sostuvieron otra cosa que no fueran lápices y plumas, le colgaban inertes. Era difícil decir dónde lo habían herido exactamente o cómo había muerto. Tenía sangre en la cabeza, en el pelo y en su chaqueta Mao de color gris, ahora desabrochada. El chaleco que había sido blanco era rojo.

Dejaron el cuerpo en el pinbanche con cuidado.

– Nuestro querido compañero murió en el bulevar de la Paz Eterna -dijo el estudiante del megáfono-. Murió defendiendo la libertad por la que tanto luchamos nosotros. Es nuestro héroe. Es el hijo más leal de nuestra patria. Su muerte no será en vano. Llegará el día en que los asesinos sean castigados.

Las lágrimas manaban copiosamente entre la multitud y pronto el único sonido que se oyó fue el de los sollozos.

El carro de madera empezó a avanzar. Los dos estudiantes se sentaron uno a cada lado del cadáver, como si fueran guardias, mientras que el tercero desplegaba la bandera. Iban a llevar el cuerpo por los senderos del campus. La gente tenía que ver al muerto con sus propios ojos y honrarlo.

Alguien empezó a cantar La Internacional. Los estudiantes que había de pie en el camión se sumaron al canto. El doctor se incorporó y cantó también. Cada vez cantaban más y más personas de entre la multitud:

¡Arriba, parias de la tierra,

en pie, femélica legión!

Atruena la razón en marcha,

es el fin de la opresión.

Me abrí paso a empujones para apartarme del gentío, ya no podía soportarlo más. Las lágrimas rodaban por mi rostro. En cuanto dejé la multitud, empecé a correr como si pudiera huir de la sangre, la muerte y el miedo.

Cuando llamé otra vez a la puerta de Dong Yi, me abrió su compañero de habitación. Ya se marchaba. Aquel día, en el campus, todo el mundo iba a alguna parte o estaba haciendo algo.

– ¿Sabes dónde está Dong Yi? -le pregunté.

– No lo he visto desde que se marchó anoche -respondió al tiempo que cerraba la puerta con llave.

– ¿Adónde fue?

– A la plaza de Tiananmen.

Se volvió para mirarme con el rostro lleno de tristeza, como muchos de los que había visto aquel día. Nos quedamos allí, mirándonos, unos segundos.

– Me voy -dijo, y desapareció escaleras abajo.

Es la manera que tenemos los chinos de despedirnos de alguien cuando no sabemos qué más decir.

No me moví. No podía pensar. Salí otra vez a la luz del sol y subí por el sendero bordeado de árboles hacia el Triángulo.

El camión ya no estaba. La gente se dedicaba a reunir y quemar sus carnés de miembros del Partido. Aparecieron nuevos carteles en la pared que instaban a la gente a darse de baja del Partido y de su Liga de Juventudes. La emisora anunció que los estudiantes que habían logrado salir sanos y salvos de la plaza de Tiananmen estaban llegando al campus en aquellos momentos.

La multitud empezó a moverse hacia la puerta sur. Nos alineamos y esperamos con impaciencia el regreso de nuestros compañeros. Llegaron a mediodía. Chai Ling iba al frente de la columna, saludando con la mano al gentío. La muchedumbre aplaudió. Mi antigua compañera de habitación había cambiado. Estaba más morena y más delgada, y parecía más segura de sí misma.

Los estudiantes daban la impresión de estar muy cansados por los acontecimientos de la noche anterior y la larga caminata de vuelta. La gente iba de un lado a otro tratando de encontrar los rostros de sus amigos y personas queridas. Saludaban con la mano y llamaban a gritos a los que reconocían. Miré con mucha atención todos los rostros de la columna que marchaba, pero no vi a Dong Yi.

Al cabo de veinte minutos nos reunimos todos en el Triángulo. Chai Ling nos habló desde la emisora estudiantil.

Dijo que los estudiantes se habían retirado de la plaza de Tiananmen para que no hubiera más víctimas. Pero aquello no era el fin de nuestra lucha. Al contrario, acababa de empezar una nueva pugna. Los estudiantes llevarían nuestra lucha al pueblo, a la clandestinidad. Nos exhortó a no cejar hasta que hubiera libertad y democracia en nuestra patria.

Entonces los estudiantes se dispersaron y se dirigieron a las habitaciones de las residencias para descansar. En el Triángulo, la multitud mermó. Parecía el final de un sueño.

Subí a ver a Eimin y sólo encontré una nota sobre el escritorio: «He ido al departamento». Volví a bajar y fui a almorzar yo sola al comedor.

En algún momento de la tarde, entre mi cuarto o quinto viaje a la habitación de Dong Yi, cuando ya estaba perdiendo la esperanza, me encontré con dos de mis antiguas compañeras de clase, Wei Hua y Li Xiao Dong, en la puerta sur. Estaban allí, junto con otra gente, para recoger los cócteles Molotov amontonados en la puerta.

– ¿Y si vienen las tropas? -pregunté.

– Hoy no vendrán. Están ocupadas. ¿No te has enterado de que los ciudadanos de Pekín están «causando disturbios» en el centro de la ciudad? -contestó Li Xiao Dong.

– Tenemos que llevar las botellas a un lugar seguro -dijo Wei Hua.

– Os echaré una mano. -Tomé dos botellas y llevé una en cada brazo-. ¿Aquél no es Cao Gu Ran? -le pregunté de repente a Wei Hua al tiempo que señalaba hacia la calle.

– ¡Vaya! ¡Sí lo es!

Vi que Cao Gu Ran bajaba de un pinbanche. Llevaba un grueso vendaje en la cabeza.

Dejamos las botellas y corrimos a saludarle. Nos miró con ojos turbios, intentó andar pero sólo consiguió tambalearse de un lado a otro. Lo sujetamos antes de que se cayera y lo ayudamos a llegar hasta las escaleras de la residencia de Dong Yi.

– ¿De dónde vienes? -pregunté.

– ¿Qué te ha pasado en la cabeza? -inquirió Li Xiao Dong.

– Del centro, creo.

Se tocó el vendaje y pareció sorprenderse del daño que le hacía.

– Eso te debe de doler -le dije.

– Sí, es como tener una jaqueca tremenda. Pero no recuerdo cómo me lo hice.

– ¿Te alcanzó una bala? ¿Fue en la plaza de Tiananmen?

– El doctor dijo que fue un garrote o un bate. No recuerdo dónde estaba. Sólo sé que era de noche. Corría. Había mucha gente corriendo. Entonces vi que unos soldados cargaban contra nosotros. No me acuerdo de cómo me hice esto. -Se palpó con cuidado la parte superior de la cabeza-. ¿Todavía sangra?

– No, ya no. ¿Qué más recuerdas?

– Que me desperté en el hospital. Eso no lo olvidaré nunca. Estaba tumbado en una estera en el pasillo con todo esto en la cabeza. Por todas partes había gente que lloraba y gritaba de dolor. Otra gente de bata blanca iba corriendo por allí. A los heridos los pasaban en camilla, sobre puertas o simplemente los traían a cuestas. Había sangre por todas partes.

– ¿Qué hospital era? -pregunté.

– No lo sé.

– ¿Cómo es que te dejaron salir? Tendrías que estar en el hospital. Tienes muy mal aspecto -dijo Wei Hua.

– ¿Ha empezado a sangrar otra vez? -preguntó Cao Gu Ran confuso.

– No, no sangras.

– Me fui sin que me vieran. Vi a un tipo con aspecto de policía que anotaba los nombres y afiliaciones de los heridos. Me asusté. Me fui sin que se dieran cuenta.

– ¿Y adónde fuiste? No podías llegar muy lejos con esta herida -dijo Li Xiao Dong.

– No lo pensé. Salí del hospital y empecé a andar hacia el oeste. Fui en dirección contraria a los disparos. No había llegado muy lejos cuando me recogió el chico que conducía el pinbanche. - Cao Gu Ran miró hacia la calle-. Él me trajo hasta aquí. No hablaba demasiado, pero iba tan rápido como el viento.

– Deberías ir al hospital de la universidad. Tiene que verte un médico -le dije.

– Lo único que quiero es volver a mi habitación y dormir.

– No -nos negamos-. Tenemos que llevarte a que te vea el doctor.

Li Xiao Dong dijo:

– Esperadme aquí. Voy por mi bicicleta.

– ¿Queréis saber lo que más me deprimió en el hospital? -preguntó entonces Cao Gu Ran. Wei Hua y yo lo miramos.

– No.

– La gente entraba para buscar a los miembros de su familia, parientes y personas queridas. ¡Qué maravilloso es que te quieran, incluso en el momento de la muerte! Pero sabía que a mí nadie iría a buscarme.

Wei Hua y yo nos miramos. No sabíamos qué decir.

– Tengo casi veinticuatro años y ni siquiera tengo novia. No quiero morir así -murmuró, y de pronto rompió a llorar.

– No vas a morir.

Miré a Wei Hua, que se encogió de hombros.

– Cálmate, por favor. Creo que la herida se te ha vuelto a abrir -observé.

– No me asusta la muerte, eso ya lo sabéis. Pero no quiero morir solo -sollozó nuestro amigo.

Nos costó un buen rato llevar a Cao Gu Ran al hospital universitario. La enfermera le puso una inyección. En cuanto se durmió, nos marchamos las tres en silencio y nos fuimos cada una por nuestro lado.

Caía la tarde. Pero no tenía apetito. Estaba decidida. Mientras me alejaba del hospital universitario, pensé que si no podía encontrar a Dong Yi en el campus, iría a los hospitales del centro. Iría a buscarle, dondequiera que me llevara la búsqueda. Encontraría a Dong Yi, estuviera vivo o no.

Con semejante determinación volví a llamar a su puerta. Se oyó el ruido de la cerradura y vi a Dong Yi delante de mí, con la camisa mugrienta. Habría acabado de llegar y, sin embargo, parecía como si estuviera a punto de marcharse otra vez.

Quise gritarle por haber ido a la plaza de Tiananmen la noche anterior, por haberme causado tanta preocupación. Por otra parte, también deseaba correr hacia él, abrazarlo, decirle lo feliz que era al ver que estaba de vuelta sano y salvo. Pero lo único que pude hacer fue quedarme de pie en el umbral de la puerta.

A pesar de toda la preocupación, inquietud, amor, pesar, odio y alegría que sentí al verle allí en aquel momento, no pude decir sino:

– Llevo todo el día buscándote.

– Ya lo sé. Me lo ha dicho mi compañero de habitación.

– ¿Dónde has estado?

– Me he pasado el día en bicicleta, pedaleando por callejones intentando volver. No me atrevía a ir por las calles principales.

– ¿El ejército las ha acordonado?

– No lo sé. Pero las tropas se desplazaban por las principales vías. No dejaba de oír disparos que resonaban en alguna parte. De vez en cuando pasaba por los cruces principales y veía camiones militares en llamas y escombros desparramados por toda la calle.

– ¿Dónde estuviste anoche? Tu compañero dijo que habías ido a la plaza.

– Iba a ir a la plaza, pero al final fui a Muxudi.

Muxudi es una parada de metro que hay en la prolongación oeste del bulevar de la Paz Eterna, a unos cinco kilómetros al oeste de la plaza de Tiananmen.

Nos sentamos en su cama, uno al lado del otro. Dong Yi metió la mano en el bolsillo del pantalón. Cuando abrió la palma, vi en ella un casquillo de bala.

– Wei, no creo que vuelva ya a ser el mismo, no después de lo que he visto.

Levantó la mano y dejó que el casquillo se deslizara hasta mi palma.

– Cuéntamelo -le dije en tono suave.

Entonces Dong Yi me explicó que probablemente fueran las diez cuando llegó a la estación de metro de Muxudi. Allí ya había unos cuantos centenares de personas, la mayoría vecinos del lugar y estudiantes de provincias. Entonces oyeron acercarse los tanques y vehículos blindados; habían cruzado el Puente de Muxudi. No tardaron en ver a los soldados, con sus fusiles.

La multitud empezó a lanzar piedras y ladrillos desde detrás de las barreras que bloqueaban la calle. Sabían que, hicieran lo que hiciesen, no podrían detener el avance del ejército, pero tal vez retrasaran su llegada a la plaza.

Protegidos por sus tanques y vehículos blindados, los soldados cargaron, apartando a un lado los autobuses y demás barreras. Desde el otro lado de los arbustos de la mediana de césped del centro de la calle, la muchedumbre gritaba: «¡Bandidos!». Algunos arrojaban losas que habían arrancado de las aceras.

Se detuvo por un instante antes de continuar:

– Entonces oímos disparos. Al principio hubo mucha gente que no se agachó porque nadie creía que fueran balas de verdad.

La multitud sólo echó a correr cuando vio caer gente ensangrentada al suelo. Dong Yi se encontraba a unos doscientos metros de distancia de los soldados, no demasiado cerca. Cuando vio que la gente se desplomaba y oyó que alguien gritaba «¡Son balas de verdad!», también echó a correr. Los proyectiles pasaron silbando junto a él e impactaron en el suelo; fue entonces cuando oyó gritar a una chica. Se volvió y la vio caer. Sus amigos querían detenerse y regresar en su busca, pero las balas pasaban zumbando.

Dong Yi me quitó el casquillo de las manos y lo sostuvo entre el pulgar y el índice. Cuando le dio la vuelta, el casquillo destelló una fría luz.

La chica chillaba y se retorcía de dolor allí, en la calle. Sus amigos, cinco de ellos, todos jóvenes, gritaban, lloraban y querían volver a su lado. Uno de los vecinos dijo que era demasiado peligroso que volvieran todos allí. De modo que fue él solo, arrastrándose por la calle. Llegó hasta allí, recogió a la chica y regresó corriendo. Lo alcanzaron justo cuando llegaba, aunque por fortuna no fue nada grave. Pero la chica sangraba por el estómago. Dong Yi la sujetó mientras sus amigos intentaban contener la hemorragia. Ella temblaba, chillaba, y la sangre seguía manando sin cesar. Sus amigos lloraban y le rogaban que no los dejara. Pero todos sabían que iba a morir.

A Dong Yi se le empezaba a entrecortar la voz.

En el bolsillo de la chica encontraron su carné de estudiante y un poco de dinero empapado de sangre. Era alumna de la Universidad Hefei, en la provincia de Ann Hui. Se había desplazado en tren con sus compañeros el día anterior. Tan sólo tenía diecinueve años.

Tomé las manos de Dong Yi entre las mías y las lágrimas rodaron por nuestras mejillas.

– Encontré este casquillo cuando ya me iba de Muxudi. Lo guardaré siempre. Es mi testigo.

– ¿Qué vas a hacer ahora? -pregunté mientras me enjugaba las lágrimas.

– Ahora que te he visto me siento mucho mejor. Iré a ver si puedo comunicar con Taiyuan. Quiero que sepan que estoy bien.

Sabía que diría eso y sabía que eso era lo que debía hacer. Tenía que llamar a su esposa, por supuesto. Pero aun así, sus palabras me dolieron y me entristecieron más todavía.

– Sí. Sí, tienes que hacerlo. Tal vez puedas llamar desde el Spoon Garden.

Salimos juntos y nos despedimos.

Había muchas cosas que hacer, gente a la cual ir a ver, personas queridas a quienes informar y planes que discutir. Anochecía.