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«No es preciso que ocultéis vuestros nombres, hoy hay muchos como vosotros.»
Li She, siglo ix
Eimin y yo abandonamos la Universidad de Pekín la mañana del 6 de junio. Nos llevamos dos maletas pequeñas con ropa, los cepillos de dientes, toallas, un despertador y el manuscrito de su libro, un libro de texto de psicología. Había más gente que se marchaba, pues los estudiantes que eran de Pekín se iban a sus casas. Los profesores que no querían que su familia estuviera por allí cuando la policía fuera a detenerlos enviaban a sus esposas e hijos con los parientes. Todo el mundo sospechaba que el próximo gran derramamiento de sangre tendría lugar precisamente allí, en el campus.
Por la noche, en el apartamento de mis padres, nos sentamos los cinco apretujados en el sofá a ver la televisión. Las tres cadenas, Central Uno y Dos y Pekín TV, emitían programas sobre «los delitos de los alborotadores». Dijeron que veintitrés oficiales y soldados habían muerto «durante los disturbios» del 3 y el 4 de junio. Cientos de camiones militares habían sido incendiados y ardieron en las calles de Pekín.
– La mañana del 3 de junio, de camino a la plaza de Tiananmen, un soldado se separó de su sección y fue capturado por unos alborotadores -dijo con gravedad un reportero, de pie ante el cruce de Chongwenmen, situado a más de tres kilómetros al sudeste de la plaza de Tiananmen-. Sus captores lo llevaron hasta este paso elevado que tengo a mis espaldas, lo rociaron con gasolina y le prendieron fuego. Luego lo arrojaron por uno de los laterales. Después, los alborotadores colgaron su cuerpo quemado en el paso elevado.
Mostraron unos primeros planos del cuerpo ennegrecido.
Entrevistaron a un oficial de la unidad a la que pertenecía el soldado:
– Estábamos demasiado lejos. No pudimos hacer nada más que ver cómo su cuerpo colgaba del puente.
– ¿Cómo reaccionó su sección?
– Todos mis soldados gritaron: «¡Muerte a los asesinos!». Pero yo les dije: «Somos el ejército del pueblo, los malos elementos son sólo un grupo reducido y no disparamos contra estudiantes o vecinos».
El reportaje se trasladó entonces a la ciudad natal del soldado caído. Se filmó a los dirigentes locales mientras visitaban a los padres, unos campesinos. El padre se dirigió a la cámara y, de un modo que sin duda estaba ensayado, dijo:
– Nuestro hijo murió como un héroe. Ha traído la gloria a su familia.
La madre lloraba en silencio.
– La gente nunca olvidará a vuestro hijo -dijo el funcionario del gobierno en tono solemne. Pero se notaba que disfrutaba al ser el centro de atención. Llevaba una chaqueta Mao nueva-. Os prometemos que los asesinos serán capturados y castigados.
En casa de mis pares nadie dijo nada. Aquellas espantosas imágenes del soldado me dieron ganas de vomitar. Nadie merecía morir de ese modo. Nadie merecía morir de ningún modo. Pero en aquella noche oscura, muchos hijos e hijas, demasiado jóvenes para saber nada siquiera sobre la muerte, fallecieron, en ambos bandos.
¿Cuántas madres y padres tuvieron que seguir viviendo sólo con los recuerdos de sus hijos?
En los días sucesivos, los programas como aquél se convirtieron en algo habitual. Primero, la descripción de la muerte, luego el funeral, a continuación los padres recibiendo la medalla del difunto, recuerdos de un vigésimo cumpleaños que no llegó a celebrarse y, por último, el cambio de nombre de una escuela primaria local que pasaba a llevar el del soldado muerto.
Al día siguiente decidí ir al centro. Quería verlo con mis propios ojos: los orificios de bala, los soldados con fusiles de asalto y la franja de calle donde murió tanta gente. También quería ir al lugar en que estuvo Dong Yi y en el cual fue testigo del derramamiento de sangre y la muerte. El gobierno había acordonado la plaza de Tiananmen y las calles que conducían a ella, pero dejó abierta la prolongación oeste del bulevar de la Paz Eterna para permitir el tráfico por el centro de Pekín. Mi hermana me acompañó; salimos de casa después de desayunar.
Las calles estaban siempre llenas de personas que se desplazaban una distancia considerable para dirigirse a sus puestos de trabajo. Por regla general, las horas punta eran sumamente ruidosas, con miles de ciclistas que competían con el tráfico motorizado en casi todas las calles. La gente charlaba con sus amigos, vecinos o compañeros de trabajo viajaban juntos, los niños a quienes llevaban al parvulario gritaban en la parte posterior de las bicicletas de sus padres. Los que iban con retraso hacían sonar los timbres con insistencia. Pero aquel día la multitud estaba silenciosa. Había muy poca cháchara y ninguna algarabía de timbres. Daba la sensación de que la gente prefería no estar en la calle a menos que tuviera que ir a algún sitio.
Al llegar al cruce con la Segunda Carretera de Circunvalación del sector oeste, una hilera de camiones del ejército se desplazaba de poniente a oriente. Eran camiones cubiertos. No pudimos ver nada ni a nadie en su interior, excepto los cañones de los fusiles que asomaban por debajo de la lona. Algunos centenares de ciclistas se habían detenido en el cruce. Mi hermana y yo estábamos de pie en la primera fila, junto a nuestras bicicletas. Los camiones pasaron a toda prisa con estrépito. Noté que el suelo retemblaba bajo mis pies.
Volvió el miedo que sintiera la última noche que estuve en la plaza de Tiananmen. Sólo que esta vez era mucho más intenso; ahora sabía que las armas que nos apuntaban estaban cargadas con munición de verdad.
«Por favor, por favor, que nadie grite, que ni siquiera hablen en voz alta. Que nadie haga ningún movimiento brusco», rogué en silencio.
Me quedé mirando fijamente los oscuros fusiles que sobresalían de los camiones y no podía dejar de rezar para que nadie fuera ni tan idiota ni tan valiente como para maldecir a las tropas que pasaban.
Habíamos oído historias acerca de que abrían fuego siempre que oían gritar a la gente. Habían matado y herido a muchos vecinos de la zona en el curso de arrebatos semejantes.
Agarré con fuerza el manillar de mi bicicleta e intenté calmar los latidos de mi corazón. Miré hacia atrás. Unas cuatrocientas o quinientas personas se habían detenido detrás de mí. Con cada minuto que pasaba aumentaba mi nerviosismo; me aterraba que nos dispararan porque alguien gritara, porque un niño llorase o incluso porque se cayera un paquete grande de alguna bicicleta.
Los camiones seguían adelante, a un ritmo continuo, con su enorme estruendo.
A mi espalda había un silencio absoluto.
Oía los latidos de mi corazón y notaba que me temblaban los pies.
Al final acabó de pasar el convoy después de cinco minutos. Me había puesto demasiado nerviosa como para contarlos todos, pero no podía haber menos de cincuenta camiones. En cuanto se perdieron de vista y ya no podían hacer daño, la paralizada multitud empezó a moverse. La gente volvió a montar en sus bicicletas y siguió avanzando en silencio hacia dondequiera que se dirigieran.
– Gracias al cielo que nadie ha hecho el menor ruido. No hubiera soportado tener que esperar un minuto más -le dije a mi hermana.
Al cabo de media hora llegamos a Muxudi. A ambos lados del puente, a un brazo de distancia uno de otro, se alineaban soldados armados que apuntaban con sus fusiles de asalto a la gente que cruzaba.
– Bajaos de las bicicletas y empujadlas. -El jefe de una sección agitaba su pistola en la cabeza del puente-. Avanzad deprisa. No os paréis. No habléis.
Mi hermana y yo hicimos lo que decía.
– No los mires -susurró mi hermana-. Sobre todo a los ojos. Sólo faltaría que se molestaran.
Mantuvimos la cabeza baja y caminamos lo más deprisa que pudimos. Por el rabillo del ojo vi los oscuros cañones de las armas y los dedos bien apoyados en el disparador. No me atreví a levantar la mirada ni a echar un vistazo a mi alrededor. Seguimos avanzando hacia el otro lado, con paso rápido y en silencio. Recé para que todos los que iban tanto delante como detrás de nosotras hicieran lo mismo.
En cuanto dejamos de ver fusiles y el terreno volvió a nivelarse supimos que habíamos cruzado el puente Muxudi. Mi hermana y yo volvimos a montar en las bicicletas y seguimos nuestro camino. Al cabo de unos cien metros llegamos a la estación de metro de Muxudi, donde había estado Dong Yi la noche del 3 de junio. Miramos hacia atrás. Las columnas de ciclistas que empujaban sus bicicletas por el puente parecían no tener fin.
Allí, las aceras para los transeúntes estaban separadas de la calle por unas vallas de acero. A cierta distancia de las vallas, a ambos lados, se alzaban edificios residenciales. Hasta aquel mismo mes de junio el sector era una de las zonas residenciales más deseables de Pekín. La ubicación era perfecta. Al este, la calle giraba hacia el hermoso bulevar de la Paz Eterna, que se abría camino por el centro de la ciudad. Dada la comodidad del metro, cerca de allí había centros comerciales de reciente creación. Muchos funcionarios de alto rango del gobierno y sus familias vivían en los espaciosos apartamentos de aquellos edificios.
La noche del 3 de junio, muchos residentes habían observado la masacre desde detrás de los cristales de sus ventanas. Algunos de ellos soltaron maldiciones y arrojaron botellas, latas y otros objetos a los soldados, otros se limitaron a dejar las luces encendidas mientras permanecían frente a las ventanas. Las tropas respondieron con disparos: rociaron de balas los edificios, mataron a varios e hirieron a muchos residentes. Las balas habían dejado muescas en las paredes de cemento del edificio, algunas del tamaño de una nuez.
Mi hermana y yo nos detuvimos en la valla del lado norte. Habían despejado la calle. Vimos orificios de bala a todo lo largo de las barras de acero, algunos diseminados y otros concentrados. Los toqué y sentí el frío metal y el poder mortífero de la guerra moderna. Me quedé mirando el tamaño de los agujeros de bala y me pregunté si se trataba de balas de gran calibre o si estallaban al hacer impacto. Pensé en los cuerpos humanos que otras balas habían alcanzado y en los que habían estallado, la carne blanda y cálida, la sangre caliente brotando a borbotones. La joven que murió en brazos de Dong Yi, con su sangre y su cuerpo enfriándose.
– ¡Moveos!
Me sobresalté y me di la vuelta. El cañón de un fusil de asalto me apuntaba a un par de centímetros de la cara. Casi pude notar el frío del metal.
– ¿No sabéis que no se puede parar? -dijo el soldado, hosco.
Me di cuenta de que tenía el dedo en el disparador.
– Ya nos vamos. Lo siento, ya nos vamos.
Mi hermana tiró de mí y se me llevó de allí a empujones.
Montamos en las bicicletas y seguimos adelante. Pero en seguida tuvimos que detenernos y dar la vuelta. Habían cortado el bulevar de la Paz Eterna en dirección a la plaza de Tiananmen.
– ¿Has visto esos autobuses y camiones quemados? -preguntó mi hermana-. ¿Por qué siguen allí, junto a las aceras?
– Yo pensaba que ya lo habrían quitado todo.
– Debía de haber demasiados.
– ¿No dijeron quinientos ayer en la televisión? -pregunté.
– Eso creo -respondió mi hermana.
Cuando volvimos a pasar por delante de la Universidad de Pekín, ya de regreso, el campus estaba rodeado de soldados bien armados, con varios controles militares. Había patrullas en las calles, rodeando la universidad.
– Hay grandes noticias -dijo mi madre en cuanto entramos en el apartamento-. Fang Lizhi y su esposa están en la embajada de Estados Unidos. Tratan de lograr asilo político.
– ¿Cómo ha ocurrido? -pregunté pensando en la policía secreta que había ante la puerta de casa del profesor Fang Lizhi.
– ¡Qué humillación! -rió mi madre-. ¡A quienquiera que los estuviera vigilando se le va a caer el pelo!
– ¿Qué les va a pasar? -preguntó mi hermana.
– El gobierno chino no puede hacerles nada mientras estén dentro de la embajada -respondió Eimin, que había estado esperando con mi madre a que volviéramos-. El terreno de la embajada de Estados Unidos está bajo jurisdicción norteamericana, no china.
– Pero no pueden abandonar el país, ¿no? -preguntó mi madre.
– No. Seguro que los detendrían en cuanto pusieran un pie fuera de la embajada.
En el informativo de la noche se dieron pocos detalles sobre el incidente, pero sí retransmitieron las duras palabras con que se exigía al gobierno estadounidense que entregara al profesor Fang y a su esposa, lo cual era sorprendente. El gobierno de Estados Unidos no tardó en responder, negándose a satisfacer las exigencias chinas. Inmediatamente los dos países entraron en un intenso pulso político y tanto la cámara de representantes como el senado de Estados Unidos aprobaron por unanimidad la decisión del presidente Bush de suspender la cooperación militar con China. El gobierno norteamericano anunció que los cuarenta y cinco mil chinos que había en Estados Unidos podrían quedarse allí aun después de que caducaran sus visados.
Cuando la embajada norteamericana volvió a abrir al cabo de unos días, se les concedió un visado a todas las personas que habían estado esperando fuera en largas colas. El gobierno chino, ansioso por demostrar que las drásticas medidas del 4 de junio sólo iban dirigidas a «un pequeño grupo de elementos contrarrevolucionarios», no impidió que la gente que ya tenía el pasaporte solicitara un visado para Estados Unidos. Sin embargo, lo que sí hizo el gobierno chino fue no expedir más pasaportes nuevos. El profesor Fang y su esposa permanecieron algún tiempo en la embajada. Al final se les permitió abandonar China en 1991.
Unos días después recibí una carta de Hanna diciéndome que ella y Jerry se habían casado y que abandonaban China en seguida.
«Espero que tú también salgas pronto -me decía-. Cuando llegues, llámame desde donde estés.»
El 9 de junio, Deng Xiaoping apareció en público por primera vez desde la matanza y ofreció una recepción para oficiales de alto rango del ejército en su complejo de Zhongnanhai. Más tarde se hizo pública una versión simplificada de su discurso. Deng Xiaoping inició la recepción proponiendo que «nos pongamos de pie para rendir un silencioso tributo a los mártires» de las tropas. Les dijo a los asistentes que el editorial del Diario del Pueblo del 26 de abril no se equivocaba al catalogar el Movimiento Estudiantil como «anarquía». «La palabra anarquía es apropiada -siguió diciendo-. Lo que ha ocurrido demuestra que la afirmación era correcta. También era inevitable que la situación se fuera transformando en una rebelión contrarrevolucionaria.»
Para los ciudadanos chinos de a pie, la aparición y el discurso de Deng Xiaoping suponían un claro mensaje. Nos estaba diciendo quién ejercía el mando cuando los tanques entraron en Pekín y quién seguía al mando en aquellos momentos.
El verano se había hecho aún más caluroso. No salí mucho, en parte por el calor y en parte porque no tenía ningún motivo para hacerlo. Soldados armados patrullaban por las calles de Pekín y había controles en todas partes. Las empresas extranjeras habían repatriado a sus empleados y en algunos casos habían suspendido toda su actividad en China. La gente que tenía que ir a trabajar así lo hacía, pero regresaba directamente a casa en cuanto podía. Me pasaba la mayor parte del día leyendo, sobre todo libros; no había nada que me interesara leer en los periódicos oficiales. Toda la prensa extranjera estaba prohibida y los periodistas de otros países se habían marchado o habían sido expulsados.
«Los habitantes de Pekín ofrecieron un caluroso recibimiento a las tropas que restablecieron la ley marcial -decía un artículo del periódico-. Para combatir el calor agobiante, grupos de vecinos llevaron agua fría a los soldados que vigilaban las calles y los edificios importantes. Las cuadrillas también organizaron repartos de comida a las tropas, con sandías incluidas.» Un par de días después, el mismo periódico escribía: «Para mantener el mayor estado de alerta y seguridad, las tropas han confiscado la comida y el agua de los individuos no organizados». Unas páginas más adelante, un pequeño artículo informaba de que veinte soldados habían resultado envenenados después de beber el agua que les había llevado una simpática ancianita.
El 12 de junio se expidieron sendas órdenes de arresto contra Fang Lizhi y su esposa Li Shuxian, todavía refugiados en la embajada de Estados Unidos. Al día siguiente, en las noticias de la tarde del canal Central Uno dieron a conocer la lista de las veintiuna personas «más buscadas», acompañada de fotografías:
Número uno: Wang Dan, estudiante de primer curso de la Universidad de Pekín, presidente de la Asociación Autónoma de Estudiantes (AAE), estatura media…
Número dos: Wuerkaixi, estudiante de primer curso de la Universidad Normal de Pekín, líder de la AAE. Alto, ojos grandes…
Número tres: Liu Gang, licenciado de la Universidad de Pekín…
Número cuatro: Chai Ling, alumna de posgrado en la Universidad Normal de Pekín, comandante en jefe del Centro de Mando Estudiantil en la plaza de Tiananmen. Estatura: 1,55 metros, cara redonda, cabello corto, ojos pequeños…
Número catorce: Feng Congde, estudiante de posgrado en la Universidad de Pekín…
El presentador continuó diciendo:
«La mayoría de estos fugitivos ha huido. Pero el ejército y la policía los capturará. El gobierno apela a los ciudadanos de la calle para que muestren un espíritu revolucionario y entreguen a los elementos anárquicos».
Miré los rostros de las personas que conocía en la pantalla del televisor. Me sorprendió ver a Liu Gang en uno de los puestos más altos de la lista de los más buscados, aun cuando no era líder de la AAE y no participó en la reunión con Li Peng. Entonces pensé en su antigua amistad con el profesor Fang Lizhi, el grupo con el que también Dong Yi estaba relacionado, y lo entendí. En aquel momento me di cuenta, además, del gran peligro que debía de correr Dong Yi y de por qué había tenido que abandonar a toda prisa Pekín. De pronto temí por su vida.
– Hay muchos de la Universidad de Pekín -comentó mi madre.
– Me alegro de que nos hayamos mudado -dijo Eimin.
– ¿Adónde irán?-pregunté.
– Da lo mismo. Los buscarán. Si hay una cosa que el Partido Comunista sabe hacer es volver a las bases -repuso Eimin con tono firme.
– Tal vez vayan a su ciudad natal -dijo mi hermana-. De vuelta con sus padres. Probablemente ellos serán los únicos que no los entregarán.
– Sin duda, no pueden confiar en nadie más -confirmó mi madre-. La gente hará cualquier cosa para salvarse. Fijaos en la Revolución Cultural, las tías entregaron a los sobrinos, las hermanas a los hermanos y los amigos se delataban unos a otros.
– Pues yo espero que escapen todos -tuve que interrumpir. No podía soportar la idea de que alguien que conociera delatase a Dong Yi.
La imagen de Chai Ling no me abandonó durante gran parte de la noche. No podía dormir, no hacía más que dar vueltas en la cama tratando de apartar su rostro de mi pensamiento. Me pregunté qué habrían pensado de ella los millones de telespectadores. Tenía un aspecto demasiado joven y frágil, un rostro demasiado aniñado para ser comandante en jefe. Me acordé de que, una vez, Chai Ling se había llevado unas ratas del laboratorio y las había soltado en la residencia. Al principio estábamos muertas de miedo, pero al cabo de un rato nos estábamos riendo tanto que lo único que pudimos hacer fue dejarnos caer en la cama. ¿Adónde habían ido a parar aquellos días de inocencia? Tenía los ojos fijos en la oscuridad y me preguntaba dónde estarían aquella noche mi antigua compañera de habitación y su marido, que ahora eran fugitivos.
A finales de junio habían sido arrestados en Pekín más de mil alborotadores «contrarrevolucionarios» y «elementos anarquistas», entre los que se contaban estudiantes, profesores, ciudadanos de a pie y obreros. Muchos de ellos fueron condenados a muerte a toda prisa en un carrusel de juicios y ejecutados públicamente de un disparo en la nuca. Luego, las familias tuvieron que pagar el precio de la bala antes de poder llevarse el cadáver.
Muchos estudiantes vivían con el miedo de que serían arrestados en cualquier momento, de que su futuro, inevitablemente, estaba arruinado. Algunos tenían tanto miedo de que los castigaran por haber participado en el Movimiento que ya no lograban dormir por la noche. Un día que estaba en casa ordenando fotografías de la época de mi infancia, uno de aquellos estudiantes vino a ver a mi madre. Tanto mi padre como Eimin se habían ido a trabajar y mi hermana había ido a visitar a su amiga del edificio de al lado.
– ¿Se acuerda de la concentración que hicimos en apoyo a la huelga de hambre, profesora Kang?
– Sí -respondió mi madre-. Asistió casi toda la universidad.
– Pronuncié un discurso en la concentración, ¿lo recuerda? Sí, aquel día habló mucha gente. Pero ¿y si alguno de los funcionarios de la universidad o tal vez un miembro de la policía secreta se acuerda de mí? He intentado no pensar en ello, pero no puedo evitarlo. Estoy aterrorizado. Hace días que no duermo. No, no tenía intención de hacerlo. Fue una cosa del momento. ¿Qué voy a hacer? Estoy agotado.
Habiendo pasado los horrores de la Revolución Cultural, cuando el encarcelamiento y la muerte eran moneda corriente para aquellos que expresaban sus objeciones a la política de Mao, poco podía decir mi madre con sinceridad para calmar a su alumno. En lugar de eso, tal como había hecho con todos los que habían venido antes, mi madre le dio unas hierbas chinas que le ayudarían a conciliar el sueño.
Pronto se instó a la gente a que utilizara una línea telefónica directa para delatar de manera anónima a los «elementos anarquistas» y «alborotadores contrarrevolucionarios». Los animaron, sobre todo, a que denunciaran a las personas de su entorno más próximo: amigos, compañeros de trabajo, vecinos o parientes. El establecimiento de aquella línea directa provocó oleadas de miedo que recorrieron toda la ciudad. Lo peor de todo era que cualquiera podía llamar desde un teléfono público y originar tu arresto; ni siquiera podías discutir la exactitud de la información, puesto que el testigo no tenía nombre ni rostro.
Todos los días me preguntaba si me habrían denunciado y cuándo y cómo podría presentarse la policía en casa de mis padres. Cada día que pasaba sin ningún incidente se convertía en un premio, una vida perdonada, pues yo creía que la puerta de escape se cerraría algún día, la red se tensaría y quedaría atrapada.
La víspera de mi cumpleaños, a finales de junio, fui a la Universidad de Pekín con Eimin. Él se dirigió a su oficina y yo me encaminé a la librería. Era un día seco y soleado y por todas partes flotaba un polvo asfixiante. En las calles, los jóvenes sauces recién plantados, vencidos por el calor, se habían secado. Hasta los normalmente umbrosos castaños abatían sus hojas, rendidos al sol ardiente.
El Triángulo había vuelto a su estado normal con comunicados universitarios y material de propaganda cuidadosamente colgado en el interior de las vitrinas. Uno de los comunicados afirmaba que era falso que el número oficial de muertos de la Universidad de Pekín ascendiera a centenares de personas: sólo habían sido tres. El comunicado denunciaba a la AAE por engañar a los estudiantes de forma deliberada.
Leí sus nombres, edades y los departamentos a los que pertenecían. No conocía a ninguno de ellos. Traté sin éxito de encontrar una declaración sobre dónde y cómo murieron.
Seguí adelante y leí otro comunicado:
«Dadas las circunstancias, la universidad ha concedido su autorización para que el segundo trimestre termine pronto y las vacaciones de verano empiecen inmediatamente. La universidad insta a los estudiantes a que aprovechen el verano para reflexionar y ejercer la autocrítica. Se exige que todos los alumnos se presenten ante los dirigentes del Partido de su departamento a comienzos del primer trimestre con un relato fidedigno de cuáles fueron sus actividades durante la anarquía.»
No seguí leyendo. En las universidades chinas, lo normal es que el segundo trimestre dure hasta primeros de julio. En la Universidad de Pekín no había habido clases desde el mes de abril. Y muchos estudiantes se habían marchado después del 4 de junio, lo cual significaba que, de hecho, las vacaciones de verano habían empezado. Imaginé que la universidad no hacía sino reconocerlo.
Cerca de la librería, un cartel anunciaba la proyección de un vídeo con secuencias de «los actos heroicos de las fuerzas del ejército. Estas secuencias contarán la verdad sobre lo que ocurrió el 4 de junio». Me pregunté cuánta gente iría a verlo.
Tanto mi padre como mi madre habían recibido un comunicado interno del Partido con descripciones más detalladas, a veces gráficas, de la muerte de los «héroes» del ejército, algunos de ellos quemados vivos en el interior de sus vehículos blindados, otros mutilados. El comunicado también cifraba el cálculo oficial por parte de la Municipalidad de Pekín de civiles muertos y heridos durante los días 3 y 4 de junio en doscientos dieciocho y dos mil, respectivamente. Un informe del Departamento de Seguridad Pública de la capital decía que entre los muertos se incluían profesores universitarios, obreros, propietarios de pequeños negocios y alumnos de instituto y de la escuela primaria. El más joven tenía nueve años y el mayor era un obrero jubilado que ya había cumplido los setenta. Nunca se reveló el número de soldados que participaron en la ofensiva ni la magnitud de su arsenal bélico, pero, a juzgar por la cifra de heridos (cinco mil) y de vehículos militares incendiados (quinientos), no era difícil calcular el arrollador poderío de las fuerzas militares que cayó sobre los civiles desarmados de Pekín durante aquellos dos días.
En la librería, el ventilador del techo giraba lentamente. Por lo que yo recordaba, la tienda siempre había estado concurrida, frecuentada por los veinte mil estudiantes de la Universidad de Pekín y sus amigos. La librería, claro está, vendía muchos libros de texto, pero también novelas, poesía y obras de ficción, reflejo de los gustos de los estudiantes, la élite intelectual de la juventud china. Me acordé de que, tres años antes, todos habíamos acudido allí para comprar David Copperjield, de Charles Dickens, la historia del éxito de un joven que alcanzó su posición gracias a su propio esfuerzo, y Las penas del joven Werther, de Goethe, sobre el amor, el desamor y el suicidio en la Alemania del siglo xviii. En aquellos días todo el mundo quería ser Copperfield y deseaba poder triunfar, como el personaje de la novela, gracias al talento, la inteligencia y el trabajo sin tregua. Además, la mayoría de nosotros nos sentíamos próximos al joven Werther, pues China acababa de abrirse y la joven generación estaba aprendiendo a experimentar las maravillas, así como las penas, del amor. Pero allí no podíamos conseguir libros prohibidos, para eso teníamos que ir al mercadillo del distrito Haidian, donde el librero podía sacar un ejemplar de El amante de Lady Chatterley del interior de un saco de arroz que tenía debajo de la mesa.
El ventilador del techo mantenía fresca la librería, al menos cerca del expositor, situado justo debajo. Eché un vistazo a los libros. Había muchas novelas sobre la vida y la muerte durante la Revolución Cultural, obras que gozaban de popularidad entre los estudiantes antes de las manifestaciones. Pero aquel día no vi a nadie que las comprara. Personalmente ya no me apetecía leer tragedias políticas noveladas.
Al final compré una recopilación de poemas de Gou Mourou. Gou era uno de los principales escritores del Movimiento del 4 de Mayo de 1919. Su obra se había hecho popular entre los estudiantes tanto antes como durante el Movimiento Democrático Estudiantil. Pensé que si conseguía irme a Estados Unidos, me gustaría llevarme aquel libro como recuerdo.
A la hora del almuerzo, Eimin no apareció por el comedor tal como habíamos acordado, de modo que fui a su oficina. Las oficinas de administración del departamento de psicología estaban situadas detrás de la pagoda del lago Weiming. Aparqué la bicicleta en medio del patio y vi a un grupo de gente congregado ante la oficina de administración. La puerta de al lado, la del despacho del presidente del departamento, estaba cerrada, y también la del despacho de Eimin, la segunda puerta a la derecha. Entré en la oficina de administración. Allí, el presidente del departamento, el profesor Bai, Eimin, mi amiga Li, el administrador del departamento y dos secretarias estaban hablando.
– ¡Es horrible! ¿Qué vamos a hacer? -exclamó el administrador del departamento.
– No podemos hacer gran cosa, ¿no? -dijo Li-. Las líneas telefónicas están abiertas a todo el mundo. Ni siquiera hace falta que diga su nombre.
– Sabía que no era trigo limpio. Lo supe desde la primera vez que vi a ese tipo. Tiene la nariz afilada y los ojos diminutos -declaró la secretaria de más edad, la señora Cao.
El profesor Bai parecía resignado y se ofreció a asumir toda la responsabilidad.
Me acerqué a Eimin con discreción y le susurré al oído:
– ¿Qué pasa?
Él me respondió también con un susurro que Ling Huyuan había vuelto y quería recuperar su trabajo. Decía que si no se lo devolvían, llamaría a la policía por la línea directa y «desenmascararía a los elementos contrarrevolucionarios» del departamento.
Recordaba a Ling Huyuan, un joven maleducado al que le gustaba beber. Antes trabajaba de auxiliar en el departamento.
– Tal vez podríamos dejar que volviera, ¿no? La hermana mayor Cao y yo haremos su trabajo. No nos importa, ¿verdad? -dijo la secretaria más joven.
– He oído que su tío es un funcionario de alto rango en el gobierno de Pekín -añadió el administrador del departamento.
– La emprenderá contra nosotros igualmente -discrepó Li.
– Tengo dos hijos. ¿Qué voy a hacer? -gimió la señora Cao al borde del llanto.
– Pues que vengan y me arresten. Si quiere ver arruinado a alguien, que sea a mí -decidió el profesor Bai, que por entonces estaba enojado y se estaba poniendo rojo.
– Cálmate, Lao Bai -dijo Eimin-. Nos ocuparemos de ello cuando ocurra. Pero de momento no sabemos qué tipo de cosas dirá.
– ¡Ojalá pudiera marcharme! -suspiró la secretaria más joven-. ¡Qué suerte que te vas a Estados Unidos, Wei!
– Bueno, no estoy segura.
Pensaba en el miedo que tenía de que alguien pudiese llamar a la línea directa y delatarme antes de que volvieran a abrirse las fronteras. Tal vez ya estuviera en la lista negra. Quizá en alguna parte, en un pequeño despacho caldeado y mal ventilado, había fotos mías marchando o agitando periódicos en el tanque apiladas encima de un expediente y mi solicitud de pasaporte estaba a punto de ser rechazada. No sabía qué podría ocurrir a partir de entonces; nadie lo sabía. Todo el mundo se temía lo peor.
Celebré mi vigésimo tercer cumpleaños en medio de la preocupación y el terror. Mis padres hicieron sus fideos «de longevidad» especiales.
– Da igual que tengas pastel o no, debes comer fideos de longevidad -dijo mi madre.
– Trae mala suerte no hacerlo -añadió mi hermana.
– Ya lo sé. ¿Recuerdas que nací tres años antes que tú?
– ¿Sabes por qué se les llama fideos de longevidad?
– Papá, todos los años me preguntas lo mismo.
– Es verdad; pero ¿lo sabes?
– Sí, es un fideo muy largo.
– Si comes fideos de longevidad vives para siempre -dijo mi padre con una sonrisa.
– Eso son tonterías. -Desestimé de inmediato el sermón de mi padre-. Todo el mundo come fideos de longevidad por su cumpleaños, pero no todo el mundo tiene una larga vida. Quizá yo tampoco la tenga. Quizá me muera mañana.
– ¡No hables así! -exclamó mamá muy ofendida-. Si no funciona es porque no se hicieron bien los fideos.
– Lo lamento, Eimin. ¿No es increíble? Mis padres son intelectuales, ¿cómo pueden creer en semejantes supersticiones?
No obstante, me comí los fideos y después Eimin sacó un pastel con veintitrés minúsculas velas encendidas. Él y mi hermana cantaron Cumpleaños feliz. Mis padres sonreían a la luz de las velas. Soplé las velas y mi madre volvió a encender la luz. Todos tomamos un poco del pastel al «estilo occidental».
Aquella noche la policía armada se llevó a alguna persona de una de las residencias de estudiantes situadas a unos centenares de metros de allí, lo cual suscitó el temor a una ofensiva generalizada. Al día siguiente, tras una prolongada discusión, mis padres decidieron que Pekín se estaba convirtiendo en un lugar demasiado peligroso.
– Wei podría ir conmigo a mi ciudad natal -dijo Eimin-. Allí estaríamos más seguros.
Mis padres estuvieron de acuerdo. Mamá dijo:
– Tan pronto como abra la oficina de pasaportes iré a leer el tablón de anuncios. No te preocupes. Nos pondremos en contacto con vosotros en cuanto tu nombre salga en la «lista de aprobados».