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«El destino llega, no puede buscarse.»
Zhang Joling, siglo vii
Al cabo de dos días me encontraba en el campus de la Universidad de William y Mary, en Virginia, con la misma sensación que si acabara de entrar en algún sitio tan vasto y tranquilo como el cielo vespertino de una noche de pleno verano. Delante de mí, unas extensiones de césped recién cortado se sucedían sin interrupción hacia una línea de delicados edificios de ladrillo rojo de dos pisos. Acababan de regar el césped y las gotas de agua relucían bajo la luz del sol sobre la hierba verde y húmeda.
Ningún muro rodeaba el campus. Nadie miraba por encima de mis hombros o escuchaba a escondidas mi conversación. No circulaban mortíferos cuchicheos. De haber gritado, no habría habido eco. Si hubiese alzado las manos y hubiera empezado a bailar por el césped, allí no habría habido miradas que me juzgaran. Al fin era libre.
Había llegado inesperadamente pronto para el año académico que iba a empezar, de modo que el presidente de mi departamento, el profesor Herbert, y su esposa me recibieron en su casa mientras esperaba a que se abrieran las residencias para los alumnos de posgrado, dos semanas más tarde. Los Herbert vivían en una vieja casa marrón enclavada en lo profundo del bosque; unos groselleros silvestres crecían a lo largo del camino de entrada. La señora Herbert era una amable mujer de alrededor de cincuenta y cinco años que en su cálida cocina hacía guisos y preparaba lo que para mí eran nuevos manjares occidentales. Después de cenar, el profesor Herbert solía subir a su estudio para finalizar cualquier trabajo que quedara del día. La señora Herbert y yo quitábamos la mesa, cargábamos el lavavajillas y luego nos sentábamos en la mesa del comedor para hablar de nuestras vidas. Ella era la que más hablaba; me enseñaba fotografías de sus hijos y me contaba historias de su niñez y de sus visitas a su hijo y su hija, entonces ya mayores. Yo no entendía casi nada de lo que me explicaba, a excepción de unas pocas palabras como «hija», «trabajo», «Washington DC», «novio» y «coche deportivo». La mayor parte del tiempo me limitaba a sonreír. Le enseñé el puñado de fotografías de la familia que llevaba conmigo e intentaba explicarle, con gran dificultad, quiénes eran y cómo se ganaban la vida. Cuando no encontraba las palabras adecuadas, lo intentaba con gestos.
Después de nuestra charla, yo me dirigía al primer piso, a la antigua habitación de su hija, donde dormía. Las fotografías de su hija adolescente y sus amigos que veía en las paredes me mostraban la infinita libertad y belleza con las que aquélla había crecido y, aunque era agradable verlas, a menudo me hacían sentir terriblemente sola. A cada momento se me recordaba, de forma inequívoca, que me encontraba en un país extranjero respecto al cual no tenía una verdadera comprensión; todo cuanto me había imaginado resultaba ser por completo inadecuado o erróneo. Pero la amabilidad de la señora Herbert me recordaba a mi madre, muy parecida a ella en cuanto a edad y ternura. En mi mente aún veía el pequeño apartamento de mis padres y sentía el amor que rebosaba en aquel minúsculo lugar. Esparcí las fotografías de mi familia que le había enseñado a la señora Herbert y lloré. Echaba de menos mi hogar y quería volver. Me sentía como si fuera un recién nacido que deseara regresar al calor, la seguridad y la nutrición que le proporcionaba el útero materno.
Escribí muchas cartas durante aquellos días: a mis padres diciéndoles que quería volver a casa y a mi marido Eimin rogándole que viniera a Estados Unidos lo antes posible. Durante aquellas largas tardes también pensé en Dong Yi y me preguntaba dónde estaría. A veces me lo imaginaba en su felicidad doméstica preparándose para la llegada de su primer hijo, mientras que otras veces temía cosas horribles. Me acordé de la visita que una vez hice a una prisión, dos años antes, cuando estaba escribiendo un artículo sobre psicología criminal para el periódico de la universidad. Cuando llegamos, los presos se alinearon en el patio y entonaron canciones revolucionarias. Los internos a quienes entrevistamos nos contaron cuánto se habían beneficiado de los trabajos forzados y lo mucho que habían aprendido gracias a ellos. Dijeron que se habían arrepentido de sus delitos contra el pueblo y que querían pagar su deuda con la sociedad trabajando duro. Me imaginé a Dong Yi como uno de ellos, vestido con unas ropas carcelarias que no eran de su medida y con el cráneo rapado. Me asusté de mis propios pensamientos.
Le escribí y en el sobre anoté la dirección del departamento de física de la Universidad de Pekín, el único lugar que se me ocurrió para enviar la carta. Le conté lo de mi matrimonio con Eimin, explicándole que para mí era el único paso posible, como ambos sabíamos, y lo mejor para todo el mundo.
«Con frecuencia no podemos conseguir lo que queremos en la vida, pero al menos sé que alguien me quiere. Ser querida es siempre mejor que estar sola, y mucho más ahora que llevo una existencia solitaria en Estados Unidos -le decía en la carta-. Pero lo que lamento, sobre todo ahora que estoy a miles de kilómetros de distancia y no sé cuándo volveremos a vernos algún día, ni siquiera si lo haremos, es no haberte contado antes la verdad. El tiempo siempre seguía pasando cuando necesitábamos que se detuviera y ahora parece haberse detenido, pero tú no estás aquí para escuchar. Tengo la sensación de haberte engañado y mentido, aunque nunca fue mi intención hacerlo. ¿Podrás perdonarme? Espero que sí. De nada sirve que ninguno de nosotros culpe al otro por las cosas que hicimos y que no hicimos.»
Pero no recibí respuesta. Al cabo de dos meses volví a escribir. Dong Yi no me contestó nunca. Mientras tanto, la vida transcurría con rapidez. En mi clase sólo había ocho chicas, de manera que estudiábamos juntas, nos divertíamos juntas, viajábamos juntas para asistir a conferencias, como hermanas. Mi inglés mejoró rápidamente y pronto pude dejar de grabar las clases. Asistí a mi primera fiesta de Halloween a finales de octubre, vestida con un disfraz de gato que me prestó Ellen, mi compañera de habitación, y bailé con mis muchos amigos. Al mes siguiente, Ellen me invitó a pasar el día de Acción de Gracias en casa de sus padres, en Washington DC.
Así pues, cuando el primer trimestre tocaba a su fin y las Navidades estaban a la vuelta de la esquina, me encontraba entre un montón de amigos agradables y ya no me sentía sola. El hecho de haber sobrevivido a mis primeros seis meses en Estados Unidos también me ayudó a descubrir una fuerza interior que ignoraba que poseía. Me di cuenta de que podía valerme por mí misma y de que no necesitaba a nadie que me rescatara o protegiese. Dicho discernimiento me abrió los ojos y por primera vez vi lo que en realidad me llevó a casarme con Eimin: había tenido miedo, como siempre, de estar sola, sobre todo con la perspectiva de un mundo desconocido y peligroso en el extranjero. También me asustaba el rechazo; durante mucho tiempo había llevado una vida aislada y solitaria y sabía lo que era eso. Pero ahora escudriñaba en mi corazón y no encontraba el amor que antes sintiera por Eimin. Tal vez nunca lo había sentido, tal vez lo había confundido con otra cosa, como la confianza que me inspiraba el hecho de que él estuviera siempre allí y no me fallase nunca. Aquéllas eran las virtudes de Eimin, que yo había considerado la base de nuestro amor, pero entonces me di cuenta de que no eran sino sucedáneos.
De modo que cuando Eimin llamó un día para decir que el papeleo -que yo le había enviado durante mi primer mes en Estados Unidos- ya estaba listo y que llegaría justo a tiempo para Navidad, sentí pánico. Quería disponer de más tiempo para considerar las cosas con detenimiento y tomar una decisión. Me sorprendió la manera en que los acontecimientos se habían precipitado de pronto, como si Eimin se hubiese dado cuenta de que debía actuar con rapidez. En las últimas cartas le había insinuado que mis sentimientos hacia él habían cambiado, pero sabiendo lo mucho que deseaba marcharse de China, no me pareció bien impedir su viaje. «Al menos eso se lo merecía -me dije-. Me culpo por este matrimonio, que cada vez parece un error más grande.» Era joven y estaba confusa.
Pero no quería verle, todavía no, no antes de saber lo que le diría. De modo que, mientras tanto, le pedí que se alojara en casa de uno de sus muchos amigos que habían llegado a Estados Unidos vía Inglaterra. Con la certeza de que era una petición bastante razonable y siendo Eimin una persona muy sensata, no hice ningún preparativo para su llegada, por lo que me pilló totalmente de sorpresa cuando apareció en el departamento con su equipaje.
Aquella noche, cuando Ellen ya se había acostado, tuvimos una gran pelea.
– ¿Cómo se te pudo ocurrir pedirme que fuera a casa de un amigo? ¿Qué iban a decir? -exclamó Eimin.
– ¡No sabía que te preocuparan tanto las apariencias! -repliqué con acritud.
– ¿Qué quieres, volver a casarte? ¿Te has enamorado de alguien aquí? -inquirió mirándome fijamente.
– No.
No tenía tiempo para pensar detenidamente qué quería. Lo único que pedía era un poco de tiempo, pero él no estaba dispuesto a dármelo. Me di cuenta de que ya no se podía hacer otra cosa que encontrar un apartamento pequeño para los dos y estirar los seiscientos dólares mensuales a que ascendía mi beca. Eimin había venido como persona a mi cargo; no se podía hacer nada hasta que no encontrara trabajo.
De modo que dejé de discutir. No sé si Eimin creyó que ya había pasado la crisis o si sencillamente optó por hacerle caso omiso, pero en seguida se puso de excelente humor mientras hacíamos planes para pasar la Navidad en Boston. Eran las primeras Navidades de mi vida. Quedé fascinada con las luces que iluminaban la ciudad y me sentí perdida en la abarrotada zona comercial del centro. Había nieve por todas partes y también gente que cantaba villancicos. Tenía la sensación de haber llegado a un paraíso.
Nos quedamos en casa de Wang Baoyuan, un amigo de Eimin que estaba en el Instituto Tecnológico de Massachusetts. Por la noche, otros amigos, todos ellos varones de más o menos la misma edad que Eimin, acudieron al apartamento de renta limitada en un piso elevado sobre el río Charles.
– Sí, está aquí, en Estados Unidos -gritó Wang Baoyuan al teléfono-. ¿Cuándo podéis venir? Venid en seguida, conoceréis también a su guapa y joven esposa.
Vinieron, bebieron cerveza, fumaron, rieron, gritaron, sintieron calor y abrieron las ventanas. Hablaron de los viejos tiempos, de viejos amigos y conocidos. Hablaron mucho sobre el matrimonio y las mujeres, en particular de las mujeres chinas que vivían en Estados Unidos. Eran el mismo tipo de personas que Eimin, que había vivido la dureza de la Revolución Cultural. Habían sido muy reservados en el Reino Unido y Estados Unidos, pero se enorgullecían de saber mucho sobre la cultura occidental y les encantaba compartir conmigo sus ideas sobre su nuevo país. A pesar de haber vivido muchos años en el extranjero, eran hombres chinos tradicionales y se aferraban a sus valores del pasado. Eimin pertenecía a ese grupo de hombres y en seguida me di cuenta de que era un chino mucho más tradicional de lo que yo nunca había sido como mujer china. Tuve plena conciencia de lo poco que conocía al hombre con quien me había casado.
Aquella noche, cada vez que miré a Eimin lo vi con una sonrisa de triunfo. Sus amigos, muchos de los cuales seguían solteros, lo envidiaban. Me acordé de que, en una de las raras ocasiones en las que se sinceraba, me contó que cuando terminó el posgrado en la Universidad de Edimburgo había intentado, sin éxito, encontrar trabajo en el Reino Unido o en Estados Unidos. Se sentía inferior porque, a diferencia de la mayoría de sus amigos, no había conseguido quedarse en Occidente. Pero ahora todo había cambiado.
Al mirar a Eimin, las palabras de Dong Yi volvieron a mi pensamiento: «Eimin no es tu felicidad».
¿Por qué había tardado tanto en darme cuenta?
Cuando todo el mundo se hubo marchado, Eimin y yo nos sentamos en el suelo con nuestro anfitrión y vimos unas cintas de vídeo con reportajes de los informativos occidentales sobre la masacre de Tiananmen.
– En China no hay oportunidad de ver nada de esto -dijo Wang Baoyuan en tono confidencial.
En Pekín había oído hablar de la matanza. Mis amigos y testigos presenciales me lo habían contado. Pero no había visto ninguna imagen de las muertes tal como ocurrieron realmente: los cuerpos aplastados y las calles ensangrentadas llenas de cadáveres. No vi aquellas imágenes hasta que llegué a Estados Unidos; y hablaban del horror y el dolor de un modo tan profundo que lloré igual que había llorado la primera vez que oí hablar de la carnicería que se produjo la fresca mañana del 4 de junio, cuando escuché el relato del acongojado doctor y vi cómo bajaban del camión el cadáver del estudiante o cuando cogí el casquillo de bala de la mano de Dong Yi. Desde entonces había visto con frecuencia las famosas secuencias del joven que se cruza una y otra vez en el camino de la fila de tanques. Y siempre que las veía pensaba en Chen Li y en lo que le había ocurrido.
– ¿Vosotros participasteis? -preguntó Wang Baoyuan.
– Sí, claro -respondió Eimin con orgullo-. Fuimos muchas veces a la plaza.
– Tal vez os veáis aquí -dijo Wang Baoyuan, al parecer impresionado.
Fijé la mirada en la pantalla del televisor, pero mi pensamiento estaba en otro lado, en la noche que Dong Yi me había contado lo de la chica moribunda en sus brazos en la calle Muxudi, el casquillo de bala en la palma de su mano mientras me lo explicaba y su voz diciendo «Nunca lo olvidaré». Me pregunté dónde estaría Dong Yi en aquellos momentos. El año estaba a punto de terminar y uno nuevo, 1990, iba a comenzar. Me pregunté qué haría en el año nuevo y en la nueva década.
Al cabo de tres días fuimos al baile de Nochevieja organizado por la Asociación de Estudiantes y Becarios Chinos de Boston. Eimin se sentó en la mesa con sus amigos, sonriendo y charlando. Yo tuve muchas solicitudes y bailé sin parar. Pero, si bien daba vueltas por el salón de baile, mi cabeza y mi corazón estaban en otra parte. Aquella noche, la única realidad para mí era otra noche, una noche sin luna a orillas del lago Weiming cuando el tiempo pasaba y no había dicho cómo me sentía cuando tuve la oportunidad.
«¡Qué joven soy! -pensé mientras bailaba-. ¿Cuántos años de vida junto a Eimin tengo por delante?» Sentí el futuro como un peso que se me venía encima, aplastándome. Tuve la sensación de que me estaba muriendo.
En cuanto regresamos a la Universidad de William y Mary empecé a presentar solicitudes para cursos de doctorado en otros lugares. Aunque todavía me quedaba por cursar un año del master en psicología, decidí cambiar. Tenía que marcharme de allí. En marzo de 1990 me aceptaron en la Universidad Carnegie Mellon para un curso de doctorado en empresariales, y en mayo me trasladé a Pittsburgh.
Eimin había encontrado trabajo en Virginia y no tuvo ningún inconveniente en que me marchara. Fuimos tan educados y razonables como dos amigos diciéndose adiós. Una de mis últimas noches en Virginia estábamos viendo la televisión en nuestro pequeño apartamento. Casi todas mis cosas se hallaban ya metidas en maletas y cajas. De pronto dieron una información de última hora según la cual Chai Ling había conseguido huir a París, donde apareció ante los medios de comunicación. A raíz de las drásticas medidas adoptadas por el gobierno contra los activistas del Movimiento Democrático Estudiantil, Chai Ling y su marido habían pasado a la clandestinidad. Durante el año siguiente se las habían arreglado para eludir al gobierno chino trasladándose de una provincia a otra, escondidos por ciudadanos que simpatizaban con la causa.
Tres días después, Chai Ling y su marido llegaron a Estados Unidos. En Washington DC habían organizado una concentración de bienvenida.
Me detuve allí de camino a Pittsburgh. En el parque se había dispuesto un podio bajo una enorme pancarta que proclamaba: «¡Bienvenida a Estados Unidos, Chai Ling!». Más de un millar de estudiantes chinos y partidarios se habían congregado para recibirla.
Mientras esperaba con toda la demás gente a que ella apareciera, aspiré el agradable aroma de la hierba y los árboles. Durante el último año me había sentido como un pequeño bote empujado hacia el mar, a la deriva, sin ancla ni destino. Echaba de menos los días en que mi vida tenía miras más elevadas -cuando me sentí parte de la lucha por un mañana mejor para China- y anhelaba compartirlas con personas a la que respetaba, gente de mi generación. Allí de pie bajo el sol brillante, rodeada por mil personas chinas de ideas afines, volví a tener aquella sensación de unidad, aquella sensación de tener un objetivo. Eché un vistazo a mi alrededor; allí, el aire, la tierra y el cielo, todo parecía tranquilo y en orden, y nada podía perturbarlo. Allí no había peligros, nada que tuviera que temer nadie. ¡Cuánto nos habíamos alejado todos de aquellos días en China!
Entonces vi a Chai Ling, una frágil figura rodeada de un grupo de gente. Llevaba un vestido floreado y el cabello, recogido detrás, más largo de lo que nunca se lo había visto.
Una señora norteamericana se acercó al micrófono para presentar a Chai Ling.
– Señoras y señores, partidarios del Movimiento por la Democracia en China, estamos aquí para dar la bienvenida a una mujer valiente y joven cuya lucha simboliza el coraje del pueblo chino. -Para los medios de comunicación que se habían reunido en primera fila, continuó diciendo-: Chai Li fue una de las más famosas dirigentes estudiantiles del Movimiento Democrático de 1989 en China. Fue comandante en jefe en la plaza de Tiananmen y uno de los líderes del Movimiento más buscados por el gobierno chino. Después de la sangrienta represión del 4 de junio se vio obligada a esconderse. Tras un largo año en la clandestinidad, Chai Ling y su marido, Feng Congde, escaparon por fin de China. -Hizo un gesto hacia Chai Ling y añadió-: Y ahora estoy encantada de presentarles a la candidata al premio Nobel de la paz, la señora Chai Ling.
La multitud prorrumpió en un fuerte aplauso. Ella se acercó despacio al micrófono, una figura visiblemente frágil. Empezó a hablar con aquella voz aguda que yo conocía tan bien, pero su voz era tan débil que apenas oía el final de sus frases. Sabiendo cómo era antes, me di cuenta de que no estaba bien. No tenía color en la piel y había adelgazado demasiado. Sólo podía hacer conjeturas sobre cuáles fueron las condiciones y las presiones diarias bajo las que tuvo que vivir durante el último año.
– Gracias por venir. Agradezco vuestro apoyo.
Chai Ling habló brevemente sobre el 4 de junio, el Movimiento Estudiantil y el año que había pasado en la clandestinidad. Dio las gracias a aquellos que habían arriesgado su vida para ayudarla durante los días aciagos en la sombra. Pero su discurso fue corto. Desde donde yo me encontraba, a unos cien metros del podio, veía con claridad que mi amiga estaba exhausta.
Su marido también dio las gracias a los asistentes por su apoyo, pero no hizo ninguna alocución. Entonces volvió a acercarse al micrófono la señora rubia.
– Chai Ling está muy cansada. Todavía se está recuperando de su terrible experiencia en China.
Había esperado poder hablar con ella o al menos saludarla, por lo que me llevé una decepción cuando se la llevaron de allí a toda prisa. Aquel mismo año, 1990, Chai Ling volvió a ser nominada para el premio Nobel de la paz. En 1992, Feng Congde y ella se divorciaron; alegaron que el año pasado en la clandestinidad y las tensiones que había provocado en su relación eran la razón del fracaso de su matrimonio.
Pittsburgh cumplió la promesa de un nuevo y feliz comienzo. Me encantaba mi nuevo curso y mis profesores eran sumamente amables y alentadores. Al principio viajé varias veces a Virginia para tratar de arreglar las cosas con Eimin. Pero en cada ocasión que nos veíamos, la ternura que quedaba en nuestra relación se esfumaba y no tardó en quedarnos claro a ambos que aquel matrimonio ya no tenía arreglo. Nos divorciamos.
En 1994 acabé el curso de posgrado y me convertí en profesora de administración de empresas en la Universidad de Minessota. Y durante todo este tiempo nunca dejé de pensar en Dong Yi. Con frecuencia me preguntaba dónde estaría y por qué no se había puesto en contacto conmigo. Pero, poco a poco, mientras mi vida tomaba un nuevo rumbo, estas ideas aparecieron cada vez con menos asiduidad. Mis pensamientos hacia Dong Yi se fueron haciendo de modo gradual más abstractos, como las ideas sacadas de un libro o las conversaciones recordadas a medias sobre oportunidades perdidas y la indefectibilidad de las cosas. Mi vida en China retrocedía cada vez más hacia un segundo plano, para convertirse en algo que había sucedido hacía mucho tiempo en una tierra lejana. La realidad diaria era mi integración en la sociedad norteamericana y el comienzo de una carrera académica exitosa. Un nuevo mundo se abría ante mí poco a poco y encontré un círculo de amigos, gente de todo el mundo, de cuya compañía disfrutaba. A través de un amigo italiano, conocí al hombre que se convirtió en mi segundo marido. Nos casamos en 1995.
En la primavera de 1996, el decano de la Universidad Popular, una de las universidades más importantes de Pekín, visitó la universidad de Minnesota, donde yo hacía dos años que daba clases, y me invitó a que impartiera el curso del primer master en administración de empresas que habían programado nunca. Para que encajara con mi actividad en Estados Unidos, mis anfitriones condensaron el curso de catorce semanas en tan sólo un mes, con frecuentes conferencias. Así fue como en mayo de 1996 regresé a Pekín por primera vez desde las manifestaciones en la plaza de Tiananmen.