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Capítulo 21: Vuelta a casa

«¿Dónde estás ahora, viejo amigo mío? Ventanas heladas, sueños que persisten, recuerdo el camino que solíamos recorrer juntos.»

Zhang Yan, siglo viii

En cuanto aterricé en Pekín, fui consciente de lo mucho que había olvidado sobre el estilo de vida en China. Me había acostumbrado a sentarme en nuestro porche trasero en Minnesota y observar a los pájaros que bajaban al pantano. Para mí lo normal eran los reflejos de la puesta del sol en mi bañera de mármol blanco mientras leía una nueva novela de la que se hablaba mucho, con un vaso de Merlot a mi lado, y mi marido trabajaba con su ordenador en el estudio. Los detalles de mi vida pasada habían empezado a desdibujarse: las expresiones de mis padres, su apartamento, las calles que llevaban a la universidad, la pagoda en el lago Weiming, la tímida sonrisa de Dong Yi…

Durante el tiempo que duró mi visita, cada mañana mi padre iba al mercado de granjeros y regresaba con las especialidades gastronómicas locales. El suave aroma de los bollos al vapor, los palitos fritos y la leche de soja me traían olvidados recuerdos de mi niñez. Miraba a mis padres atareados en la cocina, con sus cabellos blancos y sus frágiles movimientos, y sus rostros, en cambio, llenos de felicidad. Me sentí culpable. Podrían haber disfrutado de aquella felicidad durante siete años, sencillamente estando con su hija. Yo los había privado de ello, los había dejado solos con su oscuro apartamento y una vida de trabajo duro. Hay un antiguo proverbio chino que dice: «Las preocupaciones de una madre siguen a la hija en su viaje de mil kilómetros». Todas aquellas preocupaciones se habían transformado en profundas arrugas en el rostro de mi madre.

En cuanto me recuperé del desfase horario, llamé al departamento de psicología. Llevaba mucho tiempo ausente de China y no sabía cuándo regresaría. Sentí el impulso de volver a sumergirme en mi antigua vida. Me preguntaba cuántas cosas había olvidado.

Para mi gran alegría, descubrí que Li seguía allí, entonces como profesora adjunta. Se sorprendió al enterarse de que estaba en Pekín.

– No habías vuelto desde 1989, ¿verdad? Ven el viernes, sólo tengo que dar una clase práctica. Me muero de ganas de verte. ¿Has cambiado mucho, Wei?

– No mucho. Pero ya lo verás por ti misma; puede que me equivoque -agregué pensando que ella podría juzgar mejor que yo cuánto había cambiado.

El taxi me dejó en la puerta oeste. Pagué al conductor y empecé a andar bajo el radiante sol de verano. Centenares de personas se dirigían en bicicleta a toda prisa hacia la puerta con tejado a dos aguas haciendo sonar los timbres, con un estruendo colectivo muy superior a lo que recordaba. Algunos se apearon de sus bicicletas al acercarse al guarda uniformado, pero la mayoría se limitó a aminorar la marcha sin detenerse.

Me dijeron que los guardas universitarios no se convirtieron en una institución formal hasta después del Movimiento Democrático Estudiantil de 1989. Al parecer, la restricción de movimientos de las personas se había revelado como la clave para la estabilidad; el hecho de que se hubiera sacrificado la libertad en nombre de dicha estabilidad no parecía preocuparle a nadie. Después de haber vivido como un ser libre durante siete años, me encontré con que no podía tolerar a un guardia ni pasar junto a él sin sentirme enojada. Ello debió de hacer que llamara más la atención. Naturalmente, el guardia me detuvo.

– ¿Adónde vas? ¿A quién buscas?

Cuando le dije que iba a ver a una amiga, me condujeron a la caseta del guardia y me pidieron que rellenara un formulario y les mostrara mi documento de identidad. Como no lo tenía, les di mi carné de conducir de Minnesota, lo cual sólo sirvió para empeorar las cosas.

– Has dicho que te llamas Wei. ¿Y qué pone aquí, en el carné?

– Mi nombre inglés.

Al igual que muchos chinos que vivían en Occidente, había adoptado un nombre inglés al trasladarme a Estados Unidos para facilitar la comunicación

– Dices que tu amiga trabaja en el departamento de psicología y que tú te licenciaste en el mismo departamento, pero, sin embargo, no te acuerdas de dónde están las oficinas.

– No, lo he olvidado. He estado fuera siete años. Además, no tengo que encontrarme con ella allí. Hoy está dando una clase práctica.

De modo que llamaron al hospital universitario. Llamaron a Li por megafonía. Confirmó mi identidad por teléfono y dijo que me estaba esperando.

– Pues tiene que venir aquí a recogerla. Es necesario que firme en el libro de entradas.

Li apareció al cabo de un cuarto de hora. Conservaba exactamente el mismo aspecto que yo recordaba. Llevaba la larga cabellera recogida en una cola de caballo. Su cara, sin rastro de maquillaje, tenía pecas en algunas zonas. Parecía como si tuviera veinticinco años. Hasta reconocí la blusa con estampado de flores moradas que llevaba puesta.

– Mi querida Wei. -Me tomó de la mano mientras salíamos de la caseta del guardia-. Es un placer verte. Pero tendría que haber pensado en esto antes. La seguridad se incrementa siempre que se acerca el 4 de junio.

Seguimos el curso de un riachuelo hacia el Spoon Garden y luego torcimos por el frondoso sendero que pasaba por delante del Salón de Inglés. Las bicicletas, que relucían bajo la dorada luz del sol, estaban perfectamente alineadas a lo largo de los soportes que había en la entrada, en tanto que a través las ventanas abiertas se oía la salmodia de palabras y frases en inglés.

El hospital universitario era un edificio de dos pisos, muestra de la arquitectura china tradicional, y tenía el tejado curvado con las cuatro esquinas vueltas hacia arriba. Había una amplia entrada ubicada justo en medio del simétrico edificio. La oficina de Li estaba en el primer piso, con una vista panorámica de las obras de construcción al pie de la pequeña colina del otro lado de la calle.

– Tú también eres psicóloga -dijo mi amiga-. Les diré a mis pacientes que has venido a observar mis sesiones. Por regla general no tienen inconveniente.

Permanecí sentada mientras ella terminaba de ver a sus pacientes, haciéndoles preguntas tales como cuándo empezaron a tener ideas delirantes o a oír voces que sonaban en su cabeza. Entonces daba consejos y prescribía fármacos. Su voz era seca y distante. Analizaba sin involucrarse.

El hecho de observar a Li hizo que me diera cuenta de que tal vez podíamos envejecer sin arrugas en el rostro y sin ganar peso. Miraba a mi vieja amiga y, por unos momentos, cuando ladeaba un poco la cabeza y hablaba en tono monótono, vi a una cansada mujer de mediana edad que parecía haberse vuelto indiferente a la vida, como las estatuas de piedra de los dioses en un templo.

Siete años antes la había visto correr, bañada en lágrimas, hacia la emisora estudiantil la mañana del 4 de junio. Entonces yo también tenía lágrimas en los ojos. Pero siete años es mucho tiempo. Hacía tanto que no lloraba… Ya no había ninguna necesidad de que me sintiera triste, al menos por mí o por mis amigos más íntimos. Llevaba una vida cómoda y tranquila en Estados Unidos. Pero ahora que había vuelto me encontraba con que también volvían los recuerdos de mí misma como una apasionada chica de veintidós años. Había dejado mi juventud y aquellos días memorables congelados en China. Ahora que había regresado me encontré recordando mi juvenil, apasionado y valiente ser. Pero ¿era realmente yo? ¿Alguna vez fui yo?

Unas cuantas veces vi que Li dirigía la mirada hacia donde yo estaba. ¿Qué veía? ¿Me encontraría tan cambiada como ella me lo parecía a mí?

Almorzamos en el comedor número cinco y luego fuimos andando hacia el Triángulo. El cielo estaba completamente despejado, no había ni rastro de nubes. Chicos con pantalones cortos planchados y muchachas con vestidos floreados se dirigían paseando hacia sus residencias para dormir la siesta. El viento suave enviaba leves ráfagas de aire caliente que pasaban rozándonos.

– Ahora estoy casada -me dijo Li-. Es probable que te acuerdes de él, Xiao Zhang. Después del 4 de junio lo enviaron a su ciudad natal.

El 4 de junio es la manera que tenemos los chinos de referirnos al Movimiento Democrático Estudiantil de 1989. Li me contó que se habían casado hacía cuatro años y que desde entonces su marido se había trasladado a Pekín y trabajaba en una empresa privada.

Le pregunté si había tenido algún problema con las autoridades después del 4 de junio.

– No por mucho tiempo. Como ya sabes, en la Universidad de Pekín todo el mundo era considerado igualmente culpable o partidario. Lo único que tuve que hacer fue asistir a unas sesiones de estudio. -Me explicó que en aquellas reuniones leían artículos de periódico y comunicados del Partido y que luego, bajo la supervisión del secretario del Partido del departamento, reflexionaban sobre las lecturas y discutían lo que habían aprendido-. Pero algunas personas, como los jóvenes profesores universitarios que apoyaron abiertamente a los manifestantes en huelga de hambre, tuvieron que escribir una autocrítica -continuó diciendo-. Ahora la mayoría ya no está. Algunos perdieron el trabajo. Muchos se marcharon después de que ascendieran repetidas veces a otras personas relegándolos a ellos. A los estudiantes les ocurrieron cosas peores -suspiró-. Ahora todos los estudiantes universitarios de la Universidad de Pekín tienen que realizar entrenamiento militar. Así pues, antes de poder empezar sus cuatro años de universidad, tienen que pasar un año en campos de entrenamiento militares.

No podía creer lo que acababa de oír.

– Pero ¿por qué? No han hecho nada. Ni siquiera estaban en la universidad cuando ocurrió lo del 4 de junio.

– Es… «una medida preventiva» -dijo.

Empezaba a enojarme y me pregunté por qué hay gente que le tiene tanto miedo al poder de la mente y del pensamiento. ¿Por qué pensaban que enviar a los jóvenes más inteligentes de China a campos de entrenamiento militares sería bueno para ellos o para el país? «Qué tontería», pensé. Y también estuve pensando que hay personas que no comprenden que las dificultades físicas nunca impedirán el vuelo de la mente. En realidad, es probable que sea justo al contrario. Cuanto más sufren las personas, con mayor ahínco buscan una respuesta. Sentía el peso de una profunda tristeza en el corazón. Los campamentos y las rehabilitaciones masivas habían sido el sello característico de la Revolución Cultural. Ahora, a los veinticinco años de que hubiera terminado, seguían llevando a la gente a esos campamentos para «educarla».

Entonces Li me contó que el año anterior el gobierno había cambiado totalmente de política.

– Pero eso no rige para la Universidad de Pekín -prosiguió-, que sigue estando considerada como un terreno fértil para las ideas democráticas: el lugar más peligroso del país -concluyó con un asomo de orgullo en su voz del que a mi vez me contagié.

En aquel momento atravesamos el Triángulo y nos detuvimos frente al Edificio para el Joven Profesorado.

– ¿Todavía vives aquí?

Me sorprendió y a la vez me sobresaltó haber parado en la puerta de mi antiguo hogar con Eimin. De pronto resurgieron los recuerdos de aquella diminuta habitación del rincón. Levanté la mirada hacia la ventana de la esquina y vi unas cortinas con un estampado de flores en ambos lados. Me pregunté quién viviría allí entonces.

– Sigo en la misma habitación. Ahora en lugar de una compañera de habitación, tengo un marido. -Sus palabras me sacaron de mi ensimismamiento. Nos reímos las dos-. Comprenderás por qué estamos deseando ansiosamente que se termine de construir la nueva residencia de profesores -añadió esperanzada.

Me despedí de Li en la puerta del edificio y me encaminé al lago Weiming. Tomé el sendero que pasaba por detrás del edificio de biología y ascendí la colina. Una ligera brisa revoloteaba entre los arbustos a lo largo de la umbría senda. Cuando torcí a la izquierda para tomar el camino ancho, el sendero empezó a descender abruptamente y unos blancos álamos temblones dieron paso al agua transparente y verdosa. El lago estaba tan tranquilo y hermoso como cuando lo dejé. Las largas ramas de los sauces se inclinaban sobre el agua y encuadraban la vista de la tradicional pagoda china en el extremo oriental. Las jóvenes pasaban por allí ataviadas con largas faldas de seda; los chicos les llevaban las bolsas.

A medida que me aproximaba, mis pasos se hicieron más lentos, la respiración se hizo más agitada y el corazón se me aceleró. Tuve que sentarme. Era allí donde solíamos encontrarnos. La orilla rocosa no había cambiado en absoluto, a diferencia de casi todo lo demás en mi vida, alterado hasta tal punto que resultaba irreconocible.

Sentada bajo el sauce llorón, observé el puente de piedra blanca a lo lejos y pensé en mi vida anterior: los pausados paseos a la orilla del lago, el cielo estrellado en las noches de verano, los poemas leídos mientras la luna se reflejaba en el agua. Una brisa sopló desde las colinas de atrás y envió unas perezosas ondas por el lago. En aquel preciso instante, mis tranquilos pensamientos sobre el pasado se vieron alterados por una idea sorprendente: ¿y si las cosas entre Dong Yi y yo hubieran salido bien? ¿Cómo sería entonces mi vida? ¿Estaría también allí sentada sintiendo la misma nostalgia?

Regresé al apartamento de mis padres poco antes de cenar. El ventilador estaba en marcha. Vi a mi madre sentada en una esquina, en la sombra. Unos cuantos cabellos se le agitaban con la brisa. En cuanto entré supe que algo iba mal, estaba blanca como el papel.

– ¿Qué ocurre? -pregunté.

– Yang Tao acaba de irse. Ha venido a verte.

Yang Tao era el diplomático con el que había salido en la universidad.

– ¿Cómo se ha enterado de que he vuelto a Pekín?

– Se lo dije yo. Le llamé para pedirle que devolviera tus diarios.

– ¿Mis diarios? ¿De qué estás hablando?

– ¿No te acuerdas? Te dije que volvió en septiembre de 1989 durante un permiso de la embajada con la esperanza de convencerte para que no te marcharas a Estados Unidos. Pero tú ya te habías ido. Al marcharse se llevó tus diarios.

Me acordé. Y me acordé de lo furiosa que me había puesto cuando mi madre me lo dijo. Aquellos diarios eran míos. Eran privados.

– Nunca he comprendido por qué dejasteis que se los llevara -dije sintiendo de nuevo algo de mi furia original.

– ¿Y qué podíamos hacer? ¿Cómo podíamos detener a un joven fuerte de más de metro ochenta de estatura?

– ¿Va a volver? -pregunté.

– Ha dicho que volvería. Quiere encontrarte.

De repente mi madre se echó a llorar.

– No te lo dije porque papá y yo no queríamos preocuparte, pero ha estado aquí muchas veces durante los últimos años; siempre quería lo mismo, tu dirección y número de teléfono. Dijo que en cuanto tuviera oportunidad, se iría a Estados Unidos a buscarte. El viejo Zhang me dijo que había vuelto hacía un par de meses, después de una larga misión en el extranjero, de modo que lo llamé al Departamento de Asuntos Exteriores. ¿Cómo es posible que las cosas llegaran a este extremo? Siempre te dije que tuvieras cuidado al amar. Ahora lo entiendes, ¿no?

Lo lamenté por mi madre, que había visto demasiada tristeza. Otra vez había añadido más dolor a su atribulada vida sin saberlo.

– Si vuelve a venir, le dices que no quiero volver a verlo nunca.

Le di unas palmaditas en el hombro y me fui a mi habitación. Sólo entonces vi a mi padre, de pie en la oscura cocina, silencioso, con rostro inexpresivo.

Cerré la puerta detrás de mí. Estaba triste y enojada. Quería volver volando al otro lado del océano donde mi vida era libre.

Fuera caía la noche. Tumbada en la cama con las manos cruzadas detrás de la nuca, me pregunté por qué Yang Tao había venido aquel día. Durante ocho años no había querido tener nada que ver con él. Tenía que saberlo, pues mis padres se lo decían cada vez que iba a verlos. El collar de oro que regaló cuando vino a pedirme que me quedara en China todavía estaba en la librería del salón.

Pensé en mis diarios. Llevé un diario desde que cumplí los dieciséis años hasta que dejé la universidad. Seis años de mi vida, todos mis pensamientos y emociones personales estaban detallados en aquellos diarios. La idea de que estuvieran en manos de Yang Tao me ponía enferma.

Mi padre llamó a la puerta para avisar que la cena estaba lista. Corrí la cortina y me miré en el espejito del escritorio; mis ojos ardían de ira y furia. Veía el rastro de mis lágrimas, de modo que me limpié la cara con las manos y me aparté el pelo suelto de la cara.

Mis padres me esperaban sentados a la mesa. Eran ancianos y estaban preocupados. Me senté y les dije:

– Olvidaos de esos diarios. No los quiero en absoluto.

Ya les había causado bastantes problemas. ¿De qué les servía a ellos -y de qué me servía a mí- mi antigua vida?