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«La flor del ciruelo disfruta con una buena nevada;
no debería sorprenderte encontrar unas cuantas moscas congeladas.»
Mao Zedong, 1962
En mi recuerdo, el paisaje de mi niñez es un paisaje de arrozales y montañas verdes que se extienden hasta el final del cielo, más allá de las nubes; el aire lleno del suave aroma de las flores silvestres, los ríos serpenteando más abajo, repletos de vida y de balsas de bambú tripuladas por fuertes chicos miao que aparecen y desaparecen de la vista, deslizándose por la sinuosa vía fluvial. Cuando caía la noche y la luna estaba alta en el cielo, las canciones de amor resonaban al otro lado del río.
Pero, al parecer, mi niñez tendría que haber sido diferente. Todos mis amigos, los hijos de los colegas de mi madre, crecieron en un campo de trabajo de la costa oriental de China. Yo solía preguntar a mis padres: «¿Por qué fuimos a Sichuan en vez de a Shandong?». Al final, un día, me lo explicaron.
– Porque allí destinaron a tu padre, y decidimos que la familia debía permanecer unida -dijo mi madre.
– Pero ¿por qué papá no podía ir contigo a tu campo de trabajo? Mis amigos me han dicho que allí no se morían de hambre y que había pesca en abundancia.
Mi madre suspiró. Cuando yo nací, mi padre era un oficial del Ejército de Liberación Popular destinado en Pekín y mi madre, una estudiante universitaria. En aquella época la gente tenía que vivir en el lugar que constaba en su permiso de residencia o Hukou. Entonces mi padre dejó el ejército y lo enviaron de vuelta a su ciudad natal, Shanghai. Mi madre se sintió afortunada de que le permitieran quedarse en Pekín. Una vez casados, a mi padre le permitieron visitarla en Pekín dos veces al año, y ella también podía ir a verlo a Shanghai otras dos veces anuales. Intentaron por todos los medios conseguir permiso para trasladar el Hukou de mi madre a Shanghai, pero resultó ser más difícil de lo que ellos creían. Los acontecimientos se les adelantaron.
Yo nací en 1966, el año de la Revolución Cultural. Mis padres se vieron atrapados en medio del caos que se extendió por todo el país: las fábricas suspendieron la producción, las casas de los dirigentes del partido y de los intelectuales fueron registradas y destruidas y las pidouhui, o palizas públicas, tenían lugar a diario en toda China. Los estudiantes de colegios e institutos, a los que ahora llamaban los jóvenes expulsados, fueron trasladados a las Cooperativas Populares que había por todo el país para que viviesen y trabajaran con los campesinos. Entonces, en 1970, a los intelectuales (un término reservado para aquellos que, al igual que mis padres, habían recibido educación universitaria) empezaron a mandarlos a campos de trabajo para que trabajaran «con sus manos» y de ese modo se rehabilitaran y cumplieran con la visión de Mao de una sociedad basada en el campesinado.
La cuadrilla de trabajo de mi madre, que estaba relacionada con el Departamento de Asuntos Exteriores, había levantado su campo de trabajo en una hermosa zona de la campiña en la provincia de Shandong, cerca del Mar Amarillo. El campo de trabajo de mi padre era muy distinto. Estaba situado en una remota región montañosa al sudoeste y era menospreciado porque estaba habitado por la minoría miao y no contaba con viviendas modernas. Allí, a los intelectuales se les asignaban trabajos forzados en la construcción de instalaciones militares secretas para destinarlas a la protección en caso de un hipotético ataque nuclear por parte de Occidente.
– Tu madre y yo tuvimos la oportunidad de elegir -me contó mi padre-. Podíamos ir a campos de trabajo separados, o tu madre podía intercambiar su sitio en el campo «mejor» con alguna persona de mi cuadrilla. Tu madre optó por ir conmigo a Sichuan.
Al decir eso, la miró y sonrió. Intercambiaron las miradas con la misma naturalidad y poco esfuerzo con que habían compartido sus vidas. Parecía que eso fuera la cosa más sencilla que uno podía hacer, estar juntos como una familia.
Así pues, los primeros recuerdos de mi niñez se originaron en una de las regiones más hermosas y mágicas de China. El campo de trabajo se hallaba en las profundas montañas del condado de Nachuan, una región que limita con las provincias de Sichuan y Yunnan, al sudoeste del país. Las montañas eran gigantescas, verdes e infinitas. Cuando llegaba la estación de las lluvias, los distintos tonos de verde se difuminaban y mezclaban para componer otro tono distinto e indescriptible, y rebosaban por los bordes como pinturas disolviéndose sobre la tela.
Los miao -una tribu de las montañas que se estableció en el sudoeste de China en el siglo ix- son un pueblo de canciones, danza y artesanía. Las mujeres miao llevan unos vestidos largos encima de unos pantalones anchos y sueltos. Los adornos de flores, pájaros y bellas formas bordados a mano en colores brillantes infunden vida a sus atuendos, y muchas de ellas se tocan con sombreros a juego. Por las mañanas, de regreso del mercado, normalmente en pequeños grupos, con las mercancías dentro de unos cestos que transportaban encima de la cabeza, subían por los senderos de la montaña cantando. Oía sus canciones mucho antes de verlas a ellas.
Cuando caía la noche y la luna estaba en lo alto, chicos y chicas se reunían en las cimas a ambos lados del río y se declaraban su amor y la admiración que se tenían. Para el pueblo miao, el cortejo y el canto son inseparables; decían que el modo de llegar al corazón de una muchacha miao era a través de la canción. Con aquellas canciones de amor resonando por las montañas, a mí me parecía que la vida siempre estaría llena de melodías románticas.
Por desgracia para mis padres, la vida en el campo de trabajo no tenía nada de romántico. Las viviendas se habían construido en la cúspide de una montaña, en tanto que la obra estaba abajo, en el valle. Cada mañana mis padres me hacían levantar temprano para dejarme en el jardín de infancia antes de bajar andando por el sendero de la montaña para ir a trabajar. Todos los días, los intelectuales acarreaban ladrillos desde los almacenes hasta la obra o simplemente los colocaban. La obra estaba vigilada por el Ejército de Liberación Popular (ELP) y los ingenieros militares supervisaban a los trabajadores.
Después de trabajar en la obra de construcción durante la mayor parte del día, mis padres tenían que asistir a unas sesiones de estudio en grupo, durante las cuales leían y discutían los editoriales del Diario del Pueblo o pasajes del pequeño libro rojo de Mao. Al igual que todo el mundo en aquellas sesiones de reeducación, mis padres tenían que hacer autocrítica y prometer lealtad al partido y al presidente Mao. Cualquier vacilación o crítica sobre lo que tenían que leer suponía severos castigos, como palizas públicas y temporadas en prisión.
Como criaturas inocentes que éramos, mis amigos y yo no teníamos ni idea de la opresión política bajo la que vivían nuestros progenitores. Mientras nuestros padres trabajaban lejos, en la obra del valle, nosotros acudíamos al jardín de infancia. Mi profesora favorita era la señora Cai, una amable mujer de cincuenta y tantos años, de voz suave. Un día nos habló de su ciudad natal, en una isla en el Mar de China Meridional llamada Taiwan, y nos enseñó una canción popular que su madre le cantaba cuando ella tenía nuestra edad. La canción me encantó y me moría de ganas de cantársela a mis padres aquella noche. Pero me llevé una desilusión. Mis padres no estuvieron encantados como solían estarlo cada vez que les mostraba algo nuevo que había aprendido en el jardín de infancia.
– ¿Quién te ha enseñado eso? -preguntó mamá. E inmediatamente añadió-: No vuelvas a cantarlo. No sabes quién podría estar escuchando.
Yo no comprendía por qué a mis padres les daba tanto miedo que cantara mi nueva canción. Al fin y al cabo, la señora Cai también nos había enseñado muchas canciones revolucionarias.
A la mañana siguiente, unos cuantos padres vinieron a nuestro apartamento, todos con las mismas preocupaciones.
– Somos sus padres, lo que canten o aquello de lo que hablen nos perjudica -dijo uno de ellos-. Tenemos que hacer algo antes de que nos causen problemas.
– La vida ya es bastante dura sin que ellos vayan cantando canciones contrarrevolucionarias o hablando sobre Taiwan -intervino otro.
De modo que nuestros padres decidieron denunciar a la señora Cai a las autoridades. Un par de días después, nuestra profesora desapareció. Nadie, ni siquiera los padres, sabía qué había sido de ella. Muchos años después, mis padres todavía hablaban de la señora Cai y se sentían culpables por lo que pudiera haberle sucedido. Pero en aquella época les pareció que no tenían elección. Debían proteger a su familia. Hasta ese punto llegaba el miedo en el campo de trabajo, al igual que en otras partes de China en aquellos tiempos.
La vida en el campo de trabajo era difícil. Puesto que las viviendas estaban en lo alto de las montañas, el agua tenía que traerse desde el río que había más abajo. Luego se vertía directamente en un enorme depósito al aire libre para que la utilizaran todas las familias. Mucha gente enfermaba al beber el agua. La comida se repartía una vez por semana y era distribuida por la cuadrilla de mi padre. La carne escaseaba: aunque se suponía que a cada familia le correspondían dos kilos de carne al mes, había meses que sólo recibíamos la mitad. Teníamos una pequeña cocina de carbón junto a la puerta. Cada noche, en cuanto mis padres regresaban de la obra cansados, sudorosos y sedientos, mi madre preparaba la cena con lo poco que nos daban. A la hora de cenar, la escalera siempre se llenaba con el olor del aceite y del humo que emanaba de las pequeñas cocinas, mientras las esposas y madres charlaban en voz alta arriba y abajo de la escalera.
A mis padres, la posibilidad de vivir juntos en Shanghai después del campo de trabajo les daba fuerzas para soportar las penalidades. Antes de ir al campo, a mi madre le hicieron vagas promesas de que, si podía demostrar al partido su buena voluntad para «tragarse el resentimiento y soportar el trabajo duro», podría ganarse la aprobación necesaria y quizá se le permitiera trasladarse a Shanghai. No obstante, a mi madre le había resultado particularmente difícil trasladarse al campo. Unos cuantos meses antes, el 3 de septiembre de 1969, nació mi hermana pequeña Xiao Jie. Al imaginar las probables condiciones en el campo de trabajo, mis padres decidieron que sería mejor dejar a mi hermana en Shanghai, con mi abuela paralizada y una niñera.
El hecho de que no se le permitiera ir a Shanghai a ver a su hija empeoró aún más la situación para mi madre. Había dos razones. La primera, que el Hukou de mi hermana no estaba en Shanghai aunque hubiera nacido allí. Su Hukou tenía que estar con el de mi madre, en Pekín. En segundo lugar, como entonces mi padre se había «marchado» de Shanghai, mi madre ya no tenía ninguna relación oficial con la ciudad.
Mi madre echaba muchísimo de menos a Xiao Jie. Por la noche, tras un largo día de duro trabajo trasladando y poniendo ladrillos, mamá se tumbaba en la cama y le hablaba a mi padre de su segunda hija, contaba los meses que habían pasado desde su nacimiento, se preguntaba si le habrían salido los dientes e imaginaba el aspecto que tendría entonces. Mientras fuera la lluvia batía contra las hojas estivales, ella lloraba al recordar la última vez que vio a su hija recién nacida.
Algunos meses después de que mis padres y yo llegáramos al campo de trabajo, mi padre hizo su primer viaje a Shanghai para visitar a su madre y, lo que era más importante, comprobar cómo estaba mi hermana. Tomó un autobús de largo recorrido para un viaje de dos días hasta Chongqing, ciudad que se hallaba en el otro extremo de la provincia de Sichuan y era puerto fluvial del río Yangtsé. Una vez allí, tomaría un barco mensajero que descendería por el majestuoso Yangtsé hasta Shanghai. El viaje en barco duraba otros cuatro días. Cuando regresó, trajo consigo las cosas más maravillosas que jamás había visto: caramelos envueltos en papel de colores muy llamativos y galletas que olían divinamente.
– Escucha, Wei, estos dulces y galletas tienen que durarte mucho tiempo…, hasta la próxima vez que vaya a Shanghai. Cada semana tendrás tu parte, pero no más.
Papá metió los caramelos y las galletas en dos botes de aluminio y los guardó bajo llave en el armario que había bajo el cajón de la mesa.
Durante las semanas siguientes, mi mayor alegría era recibir los dulces y galletas que me daban mis padres, hasta que un día hice un descubrimiento asombroso. Descubrí que si sacaba el cajón que había encima del armario cerrado con llave, podía alcanzar los botes. Me comí todo lo que pude con toda la rapidez de la que fui capaz. Al final mis padres se dieron cuenta de lo que había hecho cuando encontraron los botes vacíos. Aún me acuerdo del modo en que mi madre y mi padre me miraron, suspirando. Entonces comprendí que los había entristecido porque pasarían muchos meses antes de que pudieran darme más.
Cuando llegó de nuevo el invierno, papá hizo otro viaje a Shanghai. Una mañana fresca y despejada, los tres bajamos por el sendero de la montaña para acompañar a papá a la parada del autobús. Al igual que los niños miao, yo llevaba en los hombros mi diminuta cesta como si fuera una mochila. Me había guardado cuatro mandarinas de las que había distribuido la cuadrilla para que mi padre se las llevara para el viaje. Mi corazón rebosaba de expectación y ansiedad por lo que podría traer aquella vez cuando volviera.
Un día, cuando parecía que habían pasado meses desde que papá se marchara a Shanghai, regresé a casa, de vuelta del jardín de infancia, y me encontré con que las habitaciones en que vivíamos estaban abarrotadas de gente. Se oían fuertes voces y risas. Me metí entre la multitud con bastante curiosidad y me alegré de ver a mi padre de pie en el centro de la habitación. Resultaba que acababa de regresar de Shanghai.
– Acércate, Wei -me dijo casi en la cara una vecina corpulenta y de voz potente-. Ven a ver a tu hermanita.
Aunque yo sabía que tenía una hermana, me esforcé en hacer memoria pero no pude recordar nada de ella. Sólo más tarde, por la noche, después de mucho apuntarme mis padres, me acordé vagamente de haberme asomado a una ventana y ver a mi madre llegar a casa con un bebé.
Pero allí estaba mi padre, en el centro de la habitación, sosteniendo una criaturita bastante flacucha con unos cabellos cortos que le crecían en todas direcciones. Parecía que se acabara de despertar. Por un momento puso cara de aturdida y luego se volvió hacia la vecina de voz potente y dijo: «Ma-má».
– No, tu mamá es ésta.
La mujer estaba avergonzada y de un tirón hizo salir a mi madre de entre el gentío. Todos los que estaban en la habitación prorrumpieron en grandes carcajadas.
Aunque nos dieron más golosinas envueltas en papel de celofán, tal como nos habían prometido, yo me llevé una desilusión. De pronto todo el mundo estaba pendiente de Xiao Jie, mi hermana pequeña. Mis padres ni siquiera dedicaron tiempo a explicarme cómo debía racionarme los dulces. No obstante, papá había traído otra novedad: fideos de huevo. Aquellos fideos eran muy bonitos comparados con la pasta de color negro, hecha con una mezcla de cereales, a la que yo estaba acostumbrada, y además olían de maravilla. Por desgracia eran sólo para mi hermana, puesto que todavía era demasiado pequeña y necesitaba la nutrición adicional que proporcionaban.
Muy pronto Xiao Jie empezó a andar con paso seguro, y yo me moría de ganas de hacer de hermana mayor.
La primavera era la estación más hermosa en Nanchuan y una infinidad de azaleas florecían en las montañas. Durante muchas semanas, los montes verdes quedarían completamente cubiertos por una alfombra roja, densa y gruesa. Gracias a los campos de azaleas aprendí a querer a mi hermana menor. Para mí, la infancia perdurará en el tacto de las manos diminutas de Xiao Jie, las risas de mis padres y el grato aroma de las azaleas.
El clima en el sudoeste de China es extremadamente húmedo. Para hacer frente a la humedad, los vecinos del lugar recurren a una dieta muy condimentada -la famosa cocina de Sichuan- que contribuye a la estimulación de la circulación y del sudor. Por regla general, el verano es muy caluroso en Sichuan, tanto que la gente del campo de trabajo sólo podía trabajar por la mañana. A media tarde, cuando el efecto de lo que los habitantes llamaban el «sol venenoso» aminoraba y se hacía más soportable, papá y mamá nos llevaban a nadar.
En verano, el río que fluía al pie de la montaña era nuestra salvación. Siempre íbamos a una parte del río que no era demasiado ancha, aunque en el centro la corriente podía ser fuerte en ocasiones. Había unas enormes rocas diseminadas en el agua que convertían la natación en una aventura peligrosa si no se tenía cuidado; de modo que nuestros padres nunca nos permitían adentrarnos demasiado en el río. Xiao Jie y yo, que tampoco sabíamos nadar muy bien, solíamos pasar un rato estupendo jugando en las riberas poco profundas. De vez en cuando, yo iba a buscar flores silvestres en las montañas que nos rodeaban. A veces algunos chicos valientes se zambullían en la blanca corriente desde la gigantesca roca que había en medio del río, apareciendo triunfalmente en algún lugar río abajo, y yo aplaudía con deleite. Para mí, el río era fresco, claro y hermoso; alguna que otra vez también me preguntaba qué había corriente arriba.
– La verdad es que no lo sé, Wei -dijo mi madre-. Supongo que algunas ciudades o pueblos.
Lamentablemente, no tardamos en descubrir qué había allí arriba. En septiembre de 1971, la habitual estación lluviosa llegó pronto, en cuanto terminó el verano. Estuvo diluviando durante muchos días y muchas noches. Junto con la lluvia llegó también una epidemia de hepatitis. Mucha gente del campo de trabajo creía que la provocaba una industria química situada río arriba que vertía residuos en lo que también era nuestra fuente de agua potable. Aunque las autoridades nunca confirmaron esta teoría, un par de años más tarde cerraron la industria.
En el campamento contábamos con una pequeña clínica y un médico. El hospital más cercano se hallaba a «muchas montañas de distancia». Se pidió a las familias que primero trataran a los enfermos en casa. La propagación de la enfermedad no tardó en llegar a extremos demasiado preocupantes como para dejar el aislamiento y los cuidados médicos de las personas contagiadas en manos de sus familiares. Los ingenieros del ejército levantaron un campamento-hospital que consistía en varias tiendas militares de gran tamaño.
De los miembros de mi familia, Xiao Jie fue la primera en caer enferma. Una tarde empezó a tener mucha calentura y a presentar síntomas de la enfermedad. Mis padres se dieron cuenta del peligro inmediatamente; Xiao Jie sólo tenía dos años en aquel entonces. Mamá se puso el impermeable y salió corriendo a buscar al médico. Papá se quedó con Xiao Jie y se ocupaba de su fiebre poniéndole una toalla caliente en la frente. Pero ella no mostraba indicios de mejoría. Lloraba y se revolvía de dolor.
– Wei, métete en tu habitación y no vuelvas a salir -me gritó papá-. ¿Es que también quieres ponerte enferma? ¡Vuelve allí ahora mismo!
Regresé al cuarto que compartía con Xiao Jie, pero dejé la puerta ligeramente entornada, de modo que pudiera ver y oír lo que ocurría en la habitación de mis padres.
Mamá volvió al cabo de un rato, empapada por la lluvia.
– ¿Qué ha dicho el doctor? -preguntó papá.
Mamá estrechó a Xiao Jie con fuerza entre sus brazos. Mi hermana había empezado a perder la voz a causa del llanto constante. Las lágrimas corrieron por las mejillas de mi madre.
– El único médico que hay está de guardia en el campamento-hospital. No tiene tiempo para venir a ver a Xiao Jie, ni su ayudante tampoco. Están abrumados con la cantidad de enfermos que hay en el campo.
– ¿Y de la medicina? ¿Hay algo que podamos darle a Xiao Jie para hacer que le baje la fiebre?
– Tienen penicilina, pero sólo para los pacientes del campamento-hospital. La enfermedad se ha propagado por toda la región y las medicinas se están agotando. Los médicos descalzos de los pueblos cercanos se han ido a casa a descansar.
Los médicos descalzos eran campesinos que habían recibido una formación médica básica para que así pudieran ocuparse de los problemas de salud en regiones y pueblos remotos.
No creo que ninguno de nosotros durmiera mucho aquella noche. Mis padres no podían hacer otra cosa que ponerle toallas calientes en la frente a Xiao Jie con la esperanza de que, al sudar, la fiebre disminuyera. A medida que transcurría la noche, Xiao Jie se fue quedando callada. Había perdido la voz por completo, tenía la cara colorada y estaba ardiendo. Mamá y papá se pasaron toda la noche con ella en brazos, por turnos. Por la mañana, cuando mi madre se llevó a Xiao Jie al campamento-hospital, tenía los ojos enrojecidos a causa de sus propias lágrimas.
Durante los dos días siguientes, mamá no durmió mucho. Como Xiao Jie estaba gravemente enferma, el doctor la ingresó en la unidad de aislamiento y no permitía que nadie fuera a visitarla. Mamá se quedaba levantada casi cada noche, recorriendo el apartamento, preguntándose cómo estaría mi hermana, rezando y albergando esperanzas. También estaba preparada para dirigirse al campamento-hospital en cualquier momento si a mi hermana le ocurría lo peor y estar junto a su cabecera lo antes posible. Mi padre se quedó levantado con ella esas noches, consolándola cuando rompía a llorar. Aquellas noches yo permanecí en mi cama escuchando el incesante golpeteo de la lluvia en la ventana; con la mirada fija en la oscuridad, esperaba volver a ver pronto a mi hermana.
Tres días después de que mi hermana ingresara en el campamento-hospital, mis padres recibieron la buena noticia de que Xiao Jie había superado el período crítico de la enfermedad y ahora podían ir a visitarla al campamento. Al volver estaban locos de alegría y no podían parar de hablar del buen aspecto que tenía.
– ¿Cuándo podré verla? -les pregunté en cuanto entraron y dejaron afuera la lluvia.
– No lo sabemos. Quizá tengas que esperar un poco. El doctor dijo que tenía que permanecer algún tiempo en la unidad de aislamiento antes de poder entrar en contacto con las demás personas.
– ¿Puedo ir contigo a visitarla?
– No -respondió severamente mi madre-, no queremos que te pongas enferma.
Aquella tarde, a pesar de los esfuerzos de mis padres por mantenerla alejada de mí, yo también contraje la hepatitis. Quizá porque era mayor que Xiao Jie o quizá porque el hecho de vivir en las montañas me había fortalecido, no me puse, ni mucho menos, tan enferma como ella. Aunque hubo que ingresarme en el campamento-hospital, no tuve que ir a la unidad de aislamiento. Cuando llegué a la unidad para niños con mamá, me encontré con que todos mis amigos del jardín de infancia estaban allí. Muchos de ellos estaban hinchados y tenían un color de piel amarillento.
A finales de mes, la mayoría de las personas del campo de trabajo habían contraído la enfermedad y tuvieron que trasladarse al campamento-hospital. La falta de médicos, enfermeras y medicinas había retrasado seriamente la recuperación de muchos pacientes. La mayor parte del tiempo, los médicos sólo podían centrarse en reducir el número de bajas. Se decía que la epidemia se había extendido aquel año por toda la provincia y que el gobierno central había organizado la entrega de medicinas de emergencia para ayudar a combatir la hepatitis. Por desgracia, puesto que Nanchuan se hallaba muy apartada de las ciudades importantes de la provincia, los medicamentos tardaron en llegar.
El segundo mes, todas las mujeres que todavía no habían contraído la hepatitis eran necesarias para atender a los afectados. Mi madre se presentó voluntaria, en parte para estar cerca de su familia, puesto que, para entonces, mi padre también había caído enfermo. El campamento-hospital duró al menos tres meses. Finalmente llegaron las medicinas y la mayoría nos recuperamos. Cuando me dieron de alta del campamento-hospital, la verdad es que me entristecí. Se acabó eso de pasarse el día jugando sin ir a la escuela. La vida volvió a la normalidad, pero entonces el jardín de infancia se me hacía aburrido.
A finales de 1971, la noticia de la muerte de Lin Biao llegó al campo de trabajo. Lin Biao era el ministro de Defensa y vicepresidente de China. También era el brazo derecho de Mao, que lo había elegido como sucesor. Los primeros recuerdos de mi niñez incluyen una imagen del vicepresidente Lin agitando el pequeño libro rojo. Me dijeron que nadie quería tanto al presidente Mao como el vicepresidente Lin.
La versión oficial fue que Lin Biao había estado conspirando para asesinar a Mao. Cuando el intento falló, trató de huir a la URSS y murió cuando su avión, en el que iba también su hijo, se estrelló en Mongolia. La muerte de Lin Biao fue una sorpresa para muchos, incluidos mis padres.
Recuerdo que vecinos y amigos vinieron a casa tras recibir la noticia.
– ¿Quién hubiera pensado que Lin Biao conspirara para derrocar al presidente Mao? -dijo nuestra vecina corpulenta y de voz potente-. Yo creía que era el seguidor más leal de Mao.
– Ya ves, por eso su engaño resultó tan bien, y el presidente Mao fue prudente al estar sobre aviso. El presidente Mao siempre dijo que «debemos tener cuidado con aquellos que tienen miel en la boca y un cuchillo en la mano» -dijo otra-. Lin Biao era de los más peligrosos. Consiguió engañar a todo el país con su «nunca dejéis que el pequeño libro rojo [de Mao] abandone las manos» y con el «larga vida al presidente Mao» siempre en los labios.
Muchos años después, tras la muerte de Mao, nos enteramos de que la crisis de Lin Biao había creado un vacío en el sistema de poder de aquél. En aquellos años, Mao había llegado a tener mucha confianza en Lin y sus amigos. Con la muerte del vicepresidente, y cuando casi todos los comisarios habían sido denunciados por expresar su opinión en contra de la Revolución Cultural, Mao se vio frente a la perspectiva de perder el control de la fuerza más poderosa en la política China: los militares. El presidente tuvo que ceder y traer de vuelta a los desacreditados funcionarios del gobierno que todavía tenían mucha influencia en el ejército. Poco después, Deng Xiaoping «saldría de las montañas».
Cuando llegó la primavera a Nanchuan, nuestras vidas volvieron a cambiar. Por fin la instalación militar secreta estaba terminada, pero se encontraron con que no tenía ninguna utilidad. Para entonces, los efectos de la Revolución Cultural habían afectado enormemente la economía del país. El nivel de vida de los chinos había descendido más aún. Mao también era consciente de que, a menos que la gente viera mejoras en sus vidas, podría estallar el resentimiento e incluso la rebelión, y así, con un cambio completo respecto a su anterior política, ordenó que los intelectuales volvieran a las ciudades y cumplieran con sus obligaciones habituales. El campo de trabajo se cerró.
Mamá albergaba la esperanza de que, después de haber pasado casi tres años en el campo de trabajo, se hubiera ganado el derecho a trasladarse a Shanghai con mi padre. Sin embargo, a pesar de las promesas anteriores, no obtuvo permiso para hacerlo.
– Lamentablemente, el gobierno central tiene el control absoluto del movimiento de trabajadores -le dijeron fríamente.
Mamá estaba muy disgustada y enojada. Ahora tenía que volver a su antigua cuadrilla en Pekín. De manera que se decidió que mi hermana y yo iríamos a Pekín con mi madre y asistiríamos a la escuela allí. Mi padre regresaría a su cuadrilla en Shanghai y más adelante intentaría encontrar un modo de trasladarse a Pekín.
La primavera pasó muy deprisa mientras todas las familias se preparaban para realizar largos viajes de vuelta a casa. Los que se marchaban invitaron a cenas de despedida a las pocas personas que decidieron renunciar al Hukou en la ciudad para quedarse en Nanchuan. Una de ellas era un joven y atractivo soldado del ejército, Xiao Li, que se había casado con una mujer miao; había sido un buen amigo de mi padre durante los dos últimos años. En casa teníamos principalmente el mobiliario básico que la cuadrilla había distribuido entre nosotros. Dicho mobiliario no era de buena calidad y se consideró que no valía la pena que nos lo lleváramos a Pekín. Mis padres le regalaron los muebles a este joven para que estableciera su hogar. Él lo agradeció mucho.
Diez años después, Xiao Li viajó a Pekín y vino a visitarnos. Yo esperaba su llegada con gran impaciencia. Todavía recordaba al atractivo joven de suave piel blanca. Una vez más, mis pensamientos volvieron a las montañas de rojas azaleas y ríos de aguas niveas. Cuando por fin llegó, no podía creer lo que veían mis ojos. Tenía la piel del rostro morena y áspera. Aunque era quince años más joven, parecía tener la misma edad que mi padre.
Xiao Li le dijo a mi padre lo agradecido que seguía estando por la amabilidad de mi familia. Sacó unas hermosas plantillas hechas a mano con el típico diseño miao, unos obsequios tradicionales de los miao para que los zapatos resulten más cómodos.
– Las ha hecho mi mujer. Unas para la hermana mayor -se volvió hacia mi madre que traía el té- y unas para ti, viejo Liang. Éstas son para las niñas. Espero que os vayan bien, porque mi esposa ha decidido el tamaño a ojo.
Se tomó el té. Estábamos todos sentados alrededor de la mesa, mirándole. Por nuestras cabezas pasaban pensamientos distintos, pensamientos que se remontaban a diez largos años. Busqué en mi memoria al joven que con frecuencia venía a nuestro apartamento a comer y ante quien me encantaba presumir de mis aptitudes para la lectura.
– Es un buen té -le hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza a mi padre. Nos contó que quería volver a trasladar a su familia a Shanghai para que así su hijo pudiera ir a una escuela decente y tener un futuro-. Hablé con mucha gente en Nanchuan, Chengdu (la capital de la provincia de Sichuan) y en Shanghai, pero nadie quiso ayudarme. Me dijeron que había renunciado a mi Hukou en Shanghai y que ahora no pueden hacer nada. -Sorbió más té y continuó hablando.- Dijeron que mi hijo había nacido en Nanchuan y que el Hukou de nuestra familia estaba allí, de modo que era en Nanchuan donde teníamos que permanecer el resto de nuestras vidas. Pero si nos quedamos, mi hijo no tendrá ningún futuro; con el tipo de educación que se imparte allí, ni siquiera tendrá la oportunidad de ir al instituto.
Después de que Xiao Li se hubiera marchado y el té se enfriara, mis padres hablaron largo y tendido de los años en el campo de trabajo, de aquel joven y de la suerte de otros a los que conocimos.
– No debería haber renunciado a su Hukou en Shanghai -dijo mi madre en cuanto se fue Xiao Li-. Vale su peso en oro. -Entonces se volvió hacia mi padre, que retiraba la tetera y las tazas.- ¿Te acuerdas de lo que me costó intentar que me trasladaran a Shanghai? ¡Y eso que era una licenciada altamente cualificada! Tuvimos que vivir separados doce años.
– Al final tuve que intercambiar mi Hukou en Shanghai con una persona de Pekín antes de poder trasladarme aquí -se hizo eco mi padre-. Un Hukou vale más que su peso en oro. Pero no fue culpa suya -continuó diciendo papá, ahora con enojo-. Nadie sabía el giro que darían los acontecimientos. Primero fue el «Gran Salto Adelante»: mandan a todo el mundo a producir acero. Luego vino el «Dejad que florezcan mil flores», cuando se esperaba que uno criticara los defectos del Partido.
– Si lo hubieras hecho, te habrían encarcelado durante el «Movimiento Antiderechista» -dijo mamá.
– Luego fue lo de «subir a las montañas y bajar al campo» -añadí yo al recordar a los hermanos y hermanas mayores de mis amigos, muchos de los cuales habían ido a trabajar a las comunas populares durante la Revolución Cultural.
– De pronto eras rojo y al cabo de un momento, negro. Un año nos mandaron al campo de trabajo y al cabo de tres años regresamos. Era la revolución… reorganizando toda la sociedad -evocó papá-. Al igual que todos nosotros, Xiao Li sólo quería vivir su vida. Lo hizo lo mejor que pudo.
El rojo era el color comunista bueno. El negro era malo, una manera conveniente de referirse a los capitalistas. Durante la Revolución Cultural, a las personas se las catalogaba de rojas o negras en función de su origen. Los rojos incluían a los campesinos, obreros, dirigentes revolucionarios y a sus hijos. El negro tenía nueve categorías que incluían a los terratenientes, capitalistas, «malditos intelectuales» y a sus descendientes. Otra de las categorías del negro era la de «espía», la cual, hablando en términos generales, incluía a cualquiera que tuviera contactos en el extranjero. Las personas de las categorías negras se convirtieron en el objetivo de la Revolución Cultural. Muchas de ellas fueron privadas de su trabajo y posición y enviadas a los campos de trabajo, encarceladas o incluso asesinadas.
Siempre reinaba una gran tristeza cuando mis padres recordaban cómo la Revolución Cultural había arruinado la vida de muchos de sus amigos y colegas. Pensaban en sus propias vidas y en cómo podría haber sido todo si la Revolución Cultural no hubiera tenido lugar. Venían a la mente tantos «¿y si…?».
Al fin llegó el verano en Nanchuan, y el día de nuestra partida. Varios amigos de mis padres, incluido Xiao Li, vinieron a ayudarnos.
Decidimos partir a primera hora de la mañana para poder evitar así las horas en que el sol quemaba con más dureza. En realidad, nos fuimos tan temprano que aún había niebla en las cimas de las montañas. Dos hombres jóvenes y fuertes empujaban las carretas cargadas con nuestras pertenencias, en tanto que otras cinco personas transportaban pequeños bultos del equipaje. Mi madre llevaba a Xiao Jie en brazos, mientras papá sujetaba una caja de cartón llena de vajilla con una mano y me daba a mí la otra. Debí dejar atrás mi adorada cesta, puesto que no serviría de nada en Pekín.
Al descender lentamente por la montaña oíamos el sonido del río en el valle. A nuestro alrededor no había más que vegetación infinita hasta allí donde alcanzaba la vista. Las flores silvestres asomaban aquí y allá. A medida que íbamos bajando, el campo de trabajo en el que habíamos vivido durante los últimos tres años se perdió de vista. En seguida vimos la carretera al pie de la montaña. Habíamos recorrido el sendero por última vez.
En cuanto el equipaje estuvo cargado en la baca del autobús, dijimos adiós con la mano a los que nos habían ayudado. El autobús empezó a moverse. Me di la vuelta, miré por la ventanilla trasera… y vi a una niña pequeña que bajaba por el sendero de la montaña con una diminuta cesta en la espalda, sola, rodeada de innumerables azaleas de un rojo intenso.