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Capítulo 2: Carita blanca

«Magníficas fortalezas y un largo camino, duro como el acero,

hoy iniciamos nuestro viaje desde el principio.»

Mao Zedong, 1935

Cuando regresamos a Pekín, mi madre descubrió que le habían quitado tanto el trabajo como la vivienda.

Mientras los intelectuales estaban en los campos de trabajo, un nuevo movimiento llamado «Ayuda a la izquierda» se había extendido por las ciudades. El personal del ejército se instaló en los edificios gubernamentales y en las universidades para apoyar a los insurrectos guardias rojos, que se habían hecho cargo de la dirección del país. Así pues, desde el verano de 1972 hasta la primavera de 1973, los intelectuales regresaron con gran ilusión a las ciudades… sólo para encontrarse con que sus familias no tenían un lugar donde vivir. Además, a pesar de su regreso, China como nación seguía ocupada haciendo la revolución. La mayor parte de los trabajos de oficina se habían eliminado. Las fábricas funcionaban, pero lo hacían exclusivamente bajo las órdenes de los guardias rojos o de los líderes del joven Partido Comunista.

Nos vimos obligados a residir en un alojamiento temporal durante muchos meses, y al final, aquella incertidumbre hizo que mi madre se decidiese a enviar a mi hermana a Taiyuan, con sus padres, durante un año. Por segunda vez tuvo que renunciar a su hija menor.

Muchos meses más tarde, a mi madre le dieron un trabajo como administradora en un programa de reeducación que se impartía en un campus abandonado situado en el extremo del distrito universitario en Pekín oeste. Antes de la Revolución Cultural, la universidad había educado a los muchos diplomáticos chinos. Comenzada la Revolución Cultural se cerraron las universidades de todo el país. Mandaron a los jóvenes chinos al campo, a trabajar la tierra para las Cooperativas Populares y a recibir educación de los campesinos revolucionarios.

Mientras reeducaban a la juventud en el campo, en la ciudad continuaba la rehabilitación de los intelectuales. Se crearon muchos programas de reeducación llamados Xuexiban, o clases de aprendizaje, con el objetivo de enseñar marxismo, leninismo y las propias ideas de Mao a los intelectuales que habían regresado. «La reforma del pensamiento es una larga marcha de 10.000 kilómetros», dijo Mao. Después del campo de trabajo, a mi madre aquellas clases le parecían inútiles, aunque no demasiado duras.

Mientras mi madre asumía sus nuevas obligaciones, yo fui a la escuela primaria de Dayouzhuang. En chino, Dayouzhuang significa «el pueblo que tiene muchas cosas». Pero nada más lejos de que fuera cierto, pues, en realidad, Dayouzhuang tenía muy poco. La calle principal del pueblo era un camino de tierra en el que sólo había dos comercios: una pequeña tienda de artículos diversos en la que se vendía de todo, desde salsa para cocinar, especias y jabón hasta toallas y almohadas. Frente a dicho establecimiento había un tendero que vendía frutas, verduras y, algún que otro día, carne. La mayor parte del tiempo el mostrador de la carne estaba vacío.

La escuela primaria estaba situada en el extremo oeste del pueblo, en una casa tradicional china con patio interior, que antes de 1949 había pertenecido al terrateniente del lugar. Casi todos los alumnos de la escuela primaria de Dayouzhuang eran hijos de campesinos de los pueblos vecinos. La escuela tenía un pésimo prestigio académico y era conocida por los delitos y disturbios que en ella acontecían. Por desgracia para mí, era la que le correspondía a la cuadrilla de mi madre.

No teníamos calefacción en las aulas. Cuando el invierno se volvía despiadadamente frío, entre diciembre y febrero, se distribuía una pequeña estufa para cada aula. Todos los alumnos nos quedábamos después de las clases para hacer bolas de carbón para esas estufas: teníamos que hacer rodar el carbón hasta conseguir unas bolitas lo bastante pequeñas para alimentar las estufas del aula. El viento huracanado de Mongolia nos agrietaba la piel de las manos y la cara mientras permanecíamos sentados en los peldaños del patio de la escuela intentando hacer bolas de carbón perfectamente redondas. Cuando ya había oscurecido demasiado para trabajar en el patio, mis compañeros de clase y yo abandonábamos la escuela con las manos ennegrecidas y nos íbamos a casa a ver qué tipo de plato fabuloso habían ideado nuestras madres con lo único que comíamos durante todo el invierno: col.

Resultaba que la mayoría de mis compañeros de clase, los hijos de los campesinos, no tenían col suficiente. Sólo los empleados del gobierno tenían el privilegio de disponer de cuatro kilos de col (que tenían que durarles todo el invierno) por cada persona de la casa. Como mi padre vivía en Shanghai, el día que mi madre iba a recoger la col que le correspondía era siempre un gran acontecimiento para ella. Tenía que empezar organizando la carreta de madera y la ayuda de sus compañeros de trabajo con unos cuantos días de antelación para poder volver con las coles. En aquellos tiempos, la cola más larga de Pekín era la que se formaba en la puerta del centro de distribución de col. Recuerdo haber tenido que esperar medio día para entregar nuestro cupón y luego otro medio para traer las coles. Luego, mi madre y yo las metíamos en cestas que guardábamos fuera, en las ventanas. Entonces mi madre se pasaba los días siguientes preparando col con vinagre mientras yo contaba las «flores de hielo» que se formaban en la ventana. Nuestra sala de estar-cocina, una de las dos habitaciones que mi madre tenía asignadas, iba a estar todo el invierno llena de tarros de arcilla con col en vinagre. El olor era espantoso, y cada día, al volver de la escuela, tenía que detenerme en el umbral de la puerta para dejar que mi olfato se acostumbrara a él. Para asegurarse de que nos durase todo el invierno, mi madre hacía sopa de col en vinagre casi en cada comida. Después, durante muchos años, cuando llegaba el invierno, o incluso cuando empezaba a notarse un poco de frío en el aire, yo tenía la sensación de que olía a col en vinagre hervida.

No obstante, me gustaba el invierno. Era la época en que el suelo se helaba y los campesinos se acurrucaban en torno a las estufas en las que ardía el carbón. En invierno se interrumpía el Xue Nong o «Aprender de los campesinos», un programa de reeducación para escolares. Allí en el norte, donde el clima era riguroso y los campos menos fértiles que los del sur, la mayor parte de las Comunas Populares producían trigo o maíz. El trigo se plantaba en cuanto ya no había peligro de helada y luego se cosechaba en agosto. Como los inviernos eran largos, los campesinos no podían hacer mucho con los campos después de la cosecha y ello significaba que la prosperidad y el nivel de vida en el norte siempre eran más bajos que en el sur.

El Xue Nong solía empezar de forma acelerada en verano y terminaba después de la cosecha. Siempre era un gran acontecimiento para la escuela, pues tenía mucho peso sobre el prestigio de la misma a ojos del Partido y de los comités de distrito. Antes de que los alumnos fueran conducidos a los campos, siempre había una «sesión de mentalización», durante la cual nuestros maestros exponían las metas y reglas, además de reiterar las enseñanzas de Mao sobre lo que se aprende de los campesinos.

– Nuestro gran líder el presidente Mao dice «la cuestión fundamental que se le plantea al Partido Comunista Chino no es el problema de los trabajadores, sino el problema de los campesinos». Los campesinos son la base de la revolución -decía nuestra profesora-. Por ese motivo, el presidente Mao ha apelado a los jóvenes del país para que se reeduquen «subiendo a las montañas y bajando al campo». Millones de jóvenes han respondido al llamamiento de nuestro gran líder y han ido con entusiasmo a trabajar en las Comunas Populares. Vosotros también necesitáis volver a las raíces de los valores revolucionarios porque, tal como ha dicho nuestro querido presidente Mao, «aprender de los campesinos es una reeducación que debe empezar pronto en la vida». Mañana iremos a la Comuna Popular número catorce para ayudar a nuestros tíos y tías campesinos en la recolección del trigo.

Nuestra profesora, la señorita Chen, prosiguió:

– La mayoría de vosotros sois de familias campesinas. Por tanto, deberíais destacar en el Xue Nong. Es el momento de que podáis demostrar a vuestros mayores que seguís las tradiciones rojas que habéis heredado. Para los pocos que no tienen la suerte de contar con estos orígenes revolucionarios, ha llegado el momento de que aprendáis de vuestros tíos y tías campesinos y de que desarrolléis el espíritu comunista. En cualquier caso, quiero que mañana trabajéis duro en los campos. ¡No seáis una vergüenza para vosotros mismos ni para la escuela! El año pasado quedamos terceros en la tabla de resultados del Xue Nong de nuestro distrito. Este año queremos hacerlo mejor, ¡queremos alcanzar y superar al campeón del año pasado, la escuela primaria Puerta Norte del Palacio!

Con mi sombrero de paja y los zapatos de plástico sin punta, balanceando los brazos con ímpetu y respirando profundamente el olor a los excrementos humanos y al estiércol con que se fertilizaban los campos, yo siempre estaba ansiosa por entonar las canciones revolucionarias a pleno pulmón. Atravesamos el pueblo; una niña pequeña que llevaba un bebé en la espalda se sentó en un alto umbral de madera y nos miró con su rostro oscuro y sus ojos alargados. Marchamos por senderos de tierra amarilla a través de los campos. En ocasiones, las mujeres que trabajaban la tierra se erguían y se frotaban la espalda a nuestro paso. Unos jóvenes campesinos, sentados perezosamente en unos carros tirados por caballos, nos lanzaron unas cuantas miradas al tiempo que se llevaban a la boca unas semillas de girasol tostadas. El conductor agitó la fusta con estrépito y gritó: «Jia, Jia». Los caballos orinaron y soltaron estiércol al pasar por nuestro lado.

El sol apretaba mucho al mediodía, y ya estaba sudando antes de llegar a los campos de trigo. Pero no me limpiaba el sudor. Hasta ese punto deseaba ser una estudiante modelo en los campos. Para mí, el Xue Nong era un reto. Unos días antes habíamos ido a otra Comuna Popular para ayudar a segar el trigo. Yo no podía empuñar el gigantesco Lian Dao, la guadaña curva para segar, y mucho menos cortar nada con él. Los campesinos que trabajaban no me querían por allí, decían que no hacía más que estorbar. Mis compañeros de clase se reían a mi costa mientras blandían hábilmente el Lian Dao delante de mí.

Aquel día habíamos ido a un campo donde el trigo ya había sido cosechado. Nuestro trabajo consistía en recoger los restos de trigo que se les habían caído a los campesinos. La profesora desplegó a los alumnos de manera que cada uno cubriera un radio de dos metros. Entonces toda la línea avanzaba a la vez. Yo recogí con toda la rapidez de la que fui capaz, con los ojos abiertos de par en par por miedo a que se me pasara por alto un solo pedacito. Al final de la jornada, con los ojos más secos que un desierto, continuaba siendo la última. Mientras que mis compañeros de clase ya habían llegado al final del campo, yo aún seguía recogiendo bajo el sol ardiente. Mi madre suspiró al cuidar de mis manos y brazos ensangrentados, llenos de pinchazos del afilado rastrojo. Durante los tres años siguientes, siempre fui la última en las clases del Xiao Nong. Los profesores me ponían mala nota y me advertían que tenía tendencia a ser una «asquerosa princesa capitalista».

Había otra parte del programa «Aprender de los campesinos», el Kang Shuang o combatir el hielo, que era mucho más física de lo que incluso algunos de los hijos de campesinos podían soportar. El otoño es corto en Pekín. Podía ocurrir que el invierno, y por tanto las heladas, llegara deprisa y sin avisar. El hielo era especialmente dañino para las coles si se dejaban en los campos. Así pues, el Kang Shuang se convertía en el trabajo y la prioridad de todo el mundo. Cuando se producía la primera helada se reunía rápidamente a los oficinistas y escolares para que ayudaran a recoger y trasladar las coles al lugar de almacenamiento.

Una mañana de helada en Pekín podía llegar a ser muy fría y oscura. Cuando llegábamos a los campos de coles había mucha gente que ya estaba atareada. Las lámparas de aceite se encendían y se colocaban en altas columnas en los campos. Los campesinos encargados de la supervisión agitaban sus lámparas de aceite y gritaba a la gente que se diera más prisa. En uno de aquellos días, mis compañeros de clase y yo nos colocábamos en fila para coger las coles que nos ponían en los brazos y luego nos las llevábamos para que las almacenaran bajo plástico.

– ¿De verdad puedes llevar tres? -me preguntó el campesino.

– Sí -insistí. Tenía muchas ganas de demostrar que era tan buena como cualquier hijo de campesino.

– Con dos es suficiente. Ni siquiera llevas guantes -replicó él al tiempo que colocaba dos grandes coles en mis brazos extendidos.

Estaban heladas. En cuanto empecé a andar noté inmediatamente que las manos perdían toda sensibilidad. Aquella mañana, mi madre se había olvidado de darme los guantes de invierno, aunque de todas formas no habrían sido de ayuda porque no eran impermeables. Las hojas inferiores se descongelaron en seguida y el agua me iba empapando las mangas.

A mi espalda, mi profesora gritó: «Ve corriendo. El tiempo es oro».

Los campesinos que agitaban las lámparas de aceite también gritaban: «Corre, corre» y «más deprisa, más deprisa».

Yo corría todo lo que podía mientras intentaba no caerme en la oscuridad. A lo lejos, las llamas de las lámparas de aceite brillaban, como unos ojos cansados que intentaran permanecer despiertos. Los campesinos apilaban las coles en grandes montones que luego envolvían con unas cubiertas de plástico. La humedad del aire no tardó en atravesar mi abrigo acolchado. Notaba que cada vez se me pegaban más los pantalones. Tenía el cabello mojado y probablemente helado. Ya no sentía las manos. En cuanto dejé las coles, me limpié la nariz, que me goteaba, con las mangas. La respiración me había reblandecido la punta, que muy pronto se me puso roja e irritada.

Al día siguiente tenía mucha fiebre. Muchos de mis compañeros de clase también estaban enfermos. Mientras permanecía en la cama reponiéndome de mi enfermedad, la radio emitía historias heroicas del Kang Shuang y de los magníficos resultados que se habían obtenido. Se salvaron miles de jin (medio kilo) de coles en tal o cual Comuna Popular; de modo que se había salvado nuestra dieta invernal.

Como no era hija de campesinos, mis compañeros de clase me llamaban «carita blanca», una imagen sacada de la ópera china tradicional que aludía al chivato astuto e inteligente que vivía a costa del campesinado rojo. A mis compañeros de clase les daba igual que mis dos progenitores fueran miembros del Partido Comunista. Al fin y al cabo, sólo tenían diez años; aprendieron a odiar porque así se lo dijeron: mis padres eran intelectuales y, por tanto, mi sangre no era tan roja como la suya. Tardé años en perdonarlos y en aceptar que no eran sino niños inocentes que trataban de jugar a un juego de adultos. Lamentablemente, a veces la inocencia también puede ser mortal.

Empezó una mañana de invierno, cuando llegué a clase. Vi que algunos niños ya estaban sentados en sus asientos; parecían estar de buen humor. Como siempre, mantuve la cabeza gacha y me senté en el pupitre sin decir nada. Saqué todos los libros de mi bolsa y empecé a ponerlos en el pupitre, pero no entraban. Miré en su interior y vi que estaba repleto de cenizas. Los chicos que había sentados detrás de mí se rieron con regocijo.

No me volví ni alcé la cabeza. Aunque la mente me decía que hiciera caso omiso de sus risas y cuchicheos, agucé el oído para enterarme de lo que decían. Cada vez iban llegando más compañeros de clase. Cada vez había más risas y más cuchicheos.

– Se lo merece -certificó una voz de chica.

– Y ahora a ver qué hace -dijo otra voz, a lo que siguieron unas risas alborozadas.

No sabía qué hacer y me puse los libros en el regazo.

Sonó el timbre y entró nuestro profesor de ciencias, un joven musculoso de veintitantos años. Inmediatamente el delegado de curso gritó: «¡En pie!».

Pero yo, con todos los libros en el regazo, no podía levantarme.

El profesor se acercó a mí y me miró fijamente a la cara.

– ¿Por qué no te pones en pie?

Todo el dolor y las lágrimas que con tanto esfuerzo había tratado de contener fluyeron a la vez. Los lagrimones mojaron mis libros cuidadosamente apilados.

– ¿Qué ocurre? -me preguntó en tono suave tras acercarse más.

El llanto me impedía hablar, miré el pupitre y cayeron más lágrimas.

– ¿Alguien quiere decirme qué está pasando? -dijo el profesor con severidad dirigiéndose al resto de la clase.

En el aula sólo se oían mis sollozos.

Tras lo que pareció una eternidad, una vocecita casi imperceptible dijo: «Alguien le ha puesto carbón en el pupitre».

El profesor dio la vuelta y vio por sí mismo la mesa llena de carbón quemado.

– ¿Quién ha hecho esto? -gritó-. ¿Quién? -se estaba poniendo colorado-. Pequeños bastardos. Será mejor que confeséis. Si descubro quién ha sido, lo vais a pagar. Lo vais a pagar muy caro. No creáis que no lo descubriré… y cuando lo haga, lo lamentaréis. ¡Si creéis que podéis hacer algo así bajo mi vigilancia, estáis muy equivocados! -Sus gritos se convirtieron en alaridos y la cara se le puso más roja-. Y ahora, ¿quién va a ayudarme a limpiar el pupitre?

Se acercó un chico campesino de complexión robusta. Entre los dos se llevaron el pupitre afuera y tiraron las cenizas en el patio. Mientras estaban fuera noté la mirada de todos mis compañeros de clase fija en la espalda y oí unos quedos cuchicheos. Sabía que la mayoría estaba disfrutando con aquello. Me senté en la silla sintiéndome humillada. Pero sólo me odiaba a mí misma. Pensaba que ojalá fuera más fuerte, lo suficiente como para defenderme. En mi cabeza, una voz fuerte, con el tono de mi madre, me dijo que dejara de llorar. Me mordí los labios y apreté los puños con fuerza para que las lágrimas cesaran, pero sin éxito.

A partir de aquel día me pusieron en la primera fila y allí me senté durante los tres años siguientes. No obstante, las cenizas no dejaron de aparecer en mi pupitre; sin embargo, yo ya no lloré más ni les dije nada a los profesores. Un día, cuando entré en el aula y me encontré más cenizas en la mesa, me limité a volcar el pupitre y las tiré en la parte anterior de la clase. Cuando el profesor de geología preguntó qué pasaba, yo miré fijamente hacia delante y no dije ni una palabra.

Y entonces se terminaron las cenizas. Quizá cuando dejé de demostrar lo mucho que me importaba dejó de ser divertido para los perpetradores. Pero el campo de batalla se trasladó entonces fuera de la escuela, donde se me podía infligir mayor sufrimiento.

Yo siempre había tomado parte en las actividades extraescolares. Durante algún tiempo participé activamente en el grupo de danza de la escuela, que llegó a ganar premios en competiciones por Pekín. Incluso interpreté un papelito en una película propagandística. Por lo común, los ensayos del grupo de danza eran difíciles e interminables. Dos bailarines profesionales del Grupo Cultural de Canto y Danza venían periódicamente a dar lecciones.

Después de los ensayos recorría la calle principal del pueblo con la bolsa del colegio colgando del hombro y a veces recogía algunas especias para mamá. El estrecho camino de tierra estaba bordeado de largos muros y casas de barro a ambos lados.

– ¿Adónde vas, carita blanca?

Apareció un rostro por encima de una de las casas de barro.

Me asusté. Al levantar la mirada vi a una pandilla de niños, adolescentes en su mayoría, sentados en lo alto de las paredes de barro. Reconocí a dos niños más pequeños que iban a mi misma escuela.

Me volví y, sin mediar palabra, empecé a alejarme caminando más deprisa.

– ¿Te crees mejor que nosotros, no es cierto? -gritó el chico mayor-. ¡Bah! Mírate, con esa camisa y esas manos blancas… ¡Carita blanca capitalista!

Seguí andando. De pronto, una cosa dura me dio en la espalda y me hizo avanzar dando traspiés. Cuando me di la vuelta para ver lo que había ocurrido, me arrojaron otra piedra que me dio en el brazo izquierdo. Noté una sensación punzante y vi que me salía sangre del codo.

Eché a correr. Las piedras siguieron viniéndoseme encima, seguidas por fuertes risas.

A mi madre casi se le saltaron las lágrimas al limpiarme las heridas. Yo me senté en mi pequeño taburete mientras mi madre se arrodillaba junto a mí con una toalla húmeda y caliente. En el suelo, la camisa blanca, entonces manchada de sangre, flotaba en un cubo de agua y la sangre empezaba a disolverse lentamente.

– ¿Cómo ha ocurrido? ¿Quiénes eran esos chicos malos? -preguntó mamá.

– No lo sé. Al mayor lo he visto por el pueblo, pero no sé quién es. No es un alumno de la escuela.

Mamá me puso un poco de yodo en la herida y dijo:

– Esto te va a doler, pero te irá bien. La herida empezará a curarse en seguida. Y mañana iré a hablar con el director y averiguaré quiénes eran esos chicos malos.

Mientras mi madre y la escuela intentaban identificar a los implicados, los ataques continuaron. No importaba lo tarde que me fuera de la escuela, la pandilla parecía estar siempre esperándome en el múrete de barro. La situación de los cortes y moretones iba cambiando en función del lugar donde me daban las piedras. A veces, justo cuando se me había hecho costra en una vieja herida, otra piedra la volvía a abrir. A medida que el tiempo se hacía más caluroso y moscas y mosquitos se multiplicaban, se me empezaron a infectar las heridas. El pus espeso y amarillo salía por debajo de la nueva costra y formaba otra. De modo que a veces tenía un codo tan grueso que no podía doblar ni tapar con la camisa.

Mi hermana regresó de casa de mis abuelos para vivir con nosotros y, al mes de enero siguiente, con cinco años, tuvo edad para entrar en la misma escuela primaria que yo. Pronto resultó obvio que era mi hermana y empezaron a acosarla a ella también. Podría haber soportado más abusos por parte de mis compañeros de colegio, pero no podía ver cómo empujaban a mi hermana al arroyo cuando volvía a casa o le llamaban de todo simplemente por ser de mi familia. A veces hasta venían a casa para meterse con ella.

Un día estaba en mi habitación haciendo los deberes cuando oí gritar a mi hermana pidiendo ayuda. Me asomé por la ventana y vi que un grupo de matones de la escuela la estaba intimidando en el patio. Los matones le sacaban una cabeza a mi hermanita y hacían dos como ella. La empujaban de uno a otro y luego le gritaban: «¿Tratas de pegarme?». Antes de que pudiera recuperar el equilibrio, volvían a empujarla. Caía al suelo y con cada caída lloraba más fuerte. Se me subió la sangre a la cabeza. Cogí un cuchillo grande de cortar sandía y empecé a bajar las escaleras corriendo. Apenas sabía lo que hacía. Lo único que sabía era que no soportaba lo que le estaba pasando a mi hermana y quería ponerle fin. Un vecino me oyó gritar y salió. Me detuvo en las escaleras cuando vio el cuchillo y me preguntó qué iba a hacer con él. Cuando al final salí, gritando, chillando y llorando, acompañada por el vecino, los matones ya se habían ido. Mi magullada hermanita se quedó de pie junto a su cuerda de saltar, sollozando.

Finalmente mi madre dio con el jefe de la pandilla, un alumno de enseñanza media que había abandonado los estudios y vivía con su abuelo en las afueras del pueblo. Como no era alumno de la escuela primaria, los profesores no podían hacer nada. El comité del Partido de la Comuna Popular a la que pertenecía su abuelo no quiso involucrarse. Como el chico tenía un largo historial de violencia, le dijeron a mi madre que fuera a la policía en vez de tratar el asunto con ellos.

– Lo hemos intentado, créame, camarada Kang -le dijeron a mamá-. Es un tigre que ha crecido demasiado para esta montaña.

La policía se rió de mi madre cuando ella fue a verles.

– ¿Qué quiere que hagamos? ¿Ha muerto alguien? Tenemos un montón de trabajo cada día deteniendo a contrarrevolucionarios, ¿y usted nos pide que investiguemos las intimidaciones que se dan en el colegio?

Puede que el acoso en la escuela sea un pequeño delito para la policía, pero es un gran cuchillo clavado en el corazón de una madre. Desesperada, mi madre me llevó a ver al abuelo del chico con la esperanza de que una charla entre adultos pudiera evitar que nos hiciera daño a mi hermana y a mí.

Una nublada tarde, mi madre y yo recorrimos el sendero enlodado hacia el extremo del pueblo. Allí las cabañas bajas de los campesinos parecían estar en peligro de derrumbarse en cualquier momento. Unos niños pequeños con el trasero al aire jugaban juntos con la tierra. Unas ancianas, en cuclillas frente a las cabañas, se llevaban a la boca semillas de girasol tostadas, las partían ruidosamente y luego escupían las cascaras haciendo girar la lengua.

Había una cabaña inclinada hacia el campo de al lado que olía a estiércol y excrementos humanos. Mi madre llamó a una puerta que apenas se tenía en pie. Contestó una voz de anciano. Mi madre empujó la puerta lentamente y, cuando ésta se abrió, la luz de media tarde inundó la oscura estancia.

De la mano de mi madre, vi ante mí al hombre más viejo que había visto nunca. Estaba sentado en el rincón oscuro; debajo de él, los troncos de maíz secos que le hacían de cama. El interior de la cabaña olía exactamente igual que la inmundicia del exterior. El anciano entrecerró los párpados para intentar distinguir quién había entrado en su casa.

Mi madre se acercó al anciano y, al ver que no había más mobiliario, se quedó de pie frente a él y le explicó el propósito de su visita.

– Ese bastardo inútil. Nos ha buscado la vergüenza a toda la familia. Debe de ser el maleficio de nuestros antepasados. Estamos pagando los pecados de nuestros antecesores. A su difunta y pobre madre la llevó a la tumba. ¿Sabe que él la llevó a la tumba? -El anciano asentía con la cabeza como para demostrar que estaba convencido de ello-. Nunca fue un buen estudiante, tuvo que repetir dos años en la escuela primaria. Luego lo expulsaron de la escuela media por pelearse. Catorce años, no tiene adónde ir y nadie lo quiere. ¿Qué hicieron nuestros antepasados? Su difunta y pobre madre…

El viejo suspiró.

– Abuelo, por favor, ¿puede decirle que deje de atacar a mi hija? Ella no le ha hecho daño a nadie -le suplicó mi madre.

– Estoy medio ciego y no soy de mucha utilidad en la Comuna Popular ni en ningún otro sitio. Al menos mi nieto me trae agua a casa y me echa una mano cuando está por aquí. Ya no me escucha, si es que lo hizo alguna vez. Su difunta y pobre madre se rompió la lengua tratando de enmendar al chico. ¿Qué puedo hacer yo, compañera? Los pecados de nuestros antepasados… Su difunta y pobre madre… -no dejaba de repetir el anciano.

Mi madre me tomó de la mano y nos fuimos. Las nubes se habían hecho más densas y parecía que iba a llover.

Durante años detesté la escuela. Aborrecía todos los santos días que tenía que pasar allí y, lo que es más, odiaba volver a casa. Antes de terminar el día recogía todos mis libros en silencio. Era como un soldado a la espera de una orden o como un velocista que aguarda el pistoletazo de salida. En cuanto sonaba el timbre, me levantaba de la silla de un salto y salía corriendo del aula. Corría de la misma manera en que vuela un pájaro. Luchaba por ser libre. Corría lo más rápido que podía bajo la lluvia torrencial, el viento huracanado o la nieve espesa. Era la única manera de poder escapar a los ataques: salir de Dayouzhuang antes de que los matones hubieran tenido tiempo de prepararse para mí. Más adelante, en el instituto y la universidad, mis entrenadores quedaron sumamente impresionados por mi capacidad para las carreras de larga distancia. El entrenador del instituto, al verme correr por primera vez en competición, dijo: «Tienes mucho talento. Eres una medallista de oro nata». Desgraciadamente no fue mi talento, sino mi deseo de escapar lo que me convirtió en una buena atleta. En mi escuela había otras dos hijas de intelectuales que sufrían abusos similares, aunque no tan terribles, por parte de la pandilla. Creo que tal vez me eligieron a mí porque en mi casa no había ni un padre ni un hermano que me protegiera.

En casa siempre se estaba caliente. Cada día, al volver de la escuela, encendía la cocina, ponía la olla de las gachas y luego me sentaba en el escritorio a hacer los deberes. Pasarían otras dos horas antes de que mi madre volviese a casa. Al otro lado de la ventana veía jugar a los niños en el patio. Pero nunca me unía a ellos. El mundo era muy frío allí afuera.

Odiaba a mis profesores, puesto que, por mucho que me compadecieran, no me ayudaban. Odiaba a mi madre, que parecía demasiado débil para protegerme; y a quien más odiaba era a mi padre. De no ser por las fotografías del álbum, me habría olvidado de su aspecto. Cada año aparecía durante unos días y luego me dejaba sola contra el mundo entero. Cuando lo necesitaba para que me acompañara al salir de la escuela, para que me ayudase a plantarles cara a los malvados a los que me enfrentaba, para tranquilizarme, darme esperanzas y fe de que en algún lugar, algún día, el sol me alumbraría, él no estaba allí. Yo sentía que me enfrentaba al mundo sola y, hasta cierto punto, esa sensación siempre ha permanecido conmigo.

Cuando en 1976 a mi padre finalmente le concedieron permiso para trasladarse a Pekín, se pintaron las paredes, se lavaron las cortinas y se cambió la disposición de los muebles. Cuando salíamos, tanto vecinos como amigos y conocidos le preguntaban a mi madre sobre las noticias que le habían llegado.

– ¿Lao Liang va a venir pronto?

– Sí, en julio -respondía mi madre, radiante.

– Estupendo. Podrás contar con alguien -decían, como si mi madre no se las hubiera arreglado sola para criar a dos hijas y tener una profesión durante casi diez años. Hacía doce años, justo después de graduarse en la universidad, peinada con dos coletas, la llamaban Xiao Kang, Pequeña Kang. Ahora, en su madurez, con dos hijas y bolsas bajo los ojos, la gente la saludaba respetuosamente como Lao Kang, la Vieja Kang.

Pero a mi madre no le importaba. Sencillamente era feliz y esperaba ansiosa la reunión de su familia. Yo me alegraba por ella y también por mí, porque entonces creía que había alguien que podría poner fin al acoso.

La noche en que llegó mi padre fue mágica, pero quedó ensombrecida por lo que ocurrió a la mañana siguiente. Me desperté y lo vi gritando encima de mi cabeza: «¡Despierta! ¡Despierta!». En cuanto abrí los ojos, mi padre me sacó de la cama y me sacó de la habitación a toda prisa.

Por encima de nosotros el techo temblaba, la pintura y el enlucido se caían, las bombillas se resquebrajaban, había cristales rotos por todas partes. En el pasillo resonó un fuerte estrépito de cazos y ollas que se caían y a los que la gente daba patadas al salir, dirigiéndose a todo correr hacia las escaleras. Por todas partes la gente gritaba aterrorizada: «¡Un terremoto! ¡Un terremoto!».

Fuera, a unos quince metros de distancia, se hallaban la mayoría de nuestros vecinos y mi madre con mi hermana en los brazos. «¡Wei!» Mamá agitó la mano como una loca cuando nos vio salir del edificio. Corrí hacia ella inmediatamente. Dejó a mi hermana en el suelo y me abrazó con fuerza, como si no fuera a soltarme nunca más.

El cielo siguió dando vueltas y el suelo temblando. Unos fuertes crujidos provenientes del centro de la tierra provocaron el miedo en todas y cada una de las personas que se encontraban en el patio. El patio estaba rodeado por todos lados por edificios de tres pisos que podían derrumbarse en cualquier momento. Algunas ventanas estaban hechas añicos. De vez en cuando, unas luces brillantes destellaban en el cielo, la gente se apretujó más y se preguntaba dónde ardía el fuego.

Cuando disminuyó el ritmo de las réplicas, la gente volvió a entrar y sacó sillas y mantas. El 18 de julio de 1976, la reunión de mi familia empezó mientras estábamos sentados en nuestras sillas y acurrucados bajo las mantas. Juntos, dimos la bienvenida al amanecer del nuevo día.

El terremoto, que alcanzó los 7,8 grados en la escala de Richter, tuvo lugar a las 3.42 de la madrugada. Sacudió Pekín y sumió en el caos a la capital, pero se centró en Tangshan, una ciudad situada a 200 kilómetros al este de Pekín, famosa por su porcelana y su carbón. Arrasó por entero Tangshan y en cuestión de minutos dejó enterrados bajo los escombros a un cuarto de millón de sus residentes.

En cuanto despuntó el día, el cielo se cubrió de nubes y empezó a llover. La lluvia cayó torrencial e interminablemente. El miedo a las réplicas hizo que todo el mundo se quedara fuera. Al igual que los demás, mis padres ataron un gran trozo de plástico encima de cuatro cañas de bambú e hicieron un tejado. También armaron nuestra cama plegable de viaje bajo el plástico para que mi hermana y yo pudiéramos dormir un poco. Pero, a medida que la lluvia caía con más fuerza, nuestra pequeña tienda se fue haciendo bastante inestable. El agua no tardó en empezar a entrar por las grietas de los bordes, el suelo se embarró más y las sábanas se fueron empapando.

Vivimos fuera durante un mes. En ese tiempo mis padres sacaron dinero de sus ahorros para comprar un plástico más grande y duro, y nuestra tienda creció de tamaño. En cuanto cesó la lluvia, el sol salió y no dejó de brillar en dos semanas. Durante el día, la temperatura en el interior de nuestra tienda de plástico podía llegar a los cuarenta grados centígrados. Luego, por la noche, los mosquitos entraban a centenares hasta por el agujero más pequeño.

En medio de toda aquella locura y caos, me enteré de que una buena amiga, Dong Nian, había perdido a sus progenitores en el terremoto. Sus padres eran colegas de mi madre, que había estado trabajando en Tangshan el año anterior. Iban a marcharse a casa y ya estaban alojados en un hotel cuando ocurrió el terremoto. Días después del sismo, a Dong Nian, de once años, y a su hermana, de quince, les dijeron que el hotel donde se alojaban sus padres había quedado arrasado y no había ninguna posibilidad de que hubieran sobrevivido. Dong Nian y su hermana se quedaron huérfanas de la noche a la mañana. Nunca se recuperaron los cuerpos de sus padres. Durante años, cada vez que la veía no podía evitar pensar en el día en que me enteré de la noticia, y a menudo pensaba en cómo debió de cambiar su vida en aquel momento. Pero nunca me atreví a mencionarle a sus padres. Veinte años después la vi jugando al sol con su hijo. Parecía feliz y contenta y aun así, en su sonrisa, creí notar la misma sombra que había estado allí durante los últimos veinte años.

Se reanudaron las clases, pero nada volvió a ser normal. Como la estructura de la vieja escuela había sufrido daños durante el terremoto, estuvimos más de dos semanas dando clase fuera. Al final, en septiembre, llegó el momento de volver al reforzado edificio de la escuela y al acontecimiento que cambió China, y nuestras vidas, para siempre.

La mañana del 9 de septiembre de 1976, las tres emisoras de radio (Central Uno, Central Dos y Pekín) no dejaron de difundir que habría un comunicado importante a las 4 de la tarde. Todo el mundo se preguntaba qué podría ser. Nos reunieron en el aula para escuchar la transmisión.

Primero, una música fúnebre sonó una y otra vez en las tres emisoras de radio. Después, a la hora en punto, las noticias anunciaron: «El presidente del Comité Central del Partido Comunista Chino, fundador y líder de la República Popular de China, Mao Zedong, falleció a las doce y diez de la madrugada del 9 de septiembre de 1976».

Hacía algún tiempo que Mao no estaba bien y aquel año ya había sufrido un par de ataques al corazón. Al final, el 2 de septiembre, otro infarto masivo resultó insuperable para aquel hombre de ochenta y tres años. El gobernante de una cuarta parte de la población mundial y de un país más vasto que Europa entera murió al cabo de siete días.

De camino a casa pensé en lo que había dicho nuestra profesora. Nos contó que el presidente Mao nos había amado y que debíamos estar tristes y llorar su muerte. Me dije a mí misma que tenía que llorar por tan gran hombre, el líder que había rescatado a China de la humillación por parte de las potencias extranjeras. Una música triste resonaba por todos los rincones, y a pesar del amor que nos enseñaron a tenerle al gran presidente Mao, no lloré.

Mis padres y sus colegas estaban de un humor sombrío. Las cuadrillas habían organizado ceremonias masivas para llorar la muerte de Mao. Pero el nivel de emoción no era el que se tiene por la defunción de un ser querido. Con la muerte de Mao, la gente se sintió como si le hubieran quitado un apoyo, habían perdido a una persona de la que habían dependido durante los últimos veintisiete años y, con ella, la seguridad. Durante todas sus vidas, Mao había dictado su suerte y el destino de China. Entonces, con su desaparición, la gente tenía dudas y se preocupaba por el futuro de China y por cómo podrían verse afectados personalmente.

Durante las dos semanas siguientes, todo el país estuvo de luto. Las visitas organizadas para dar el último adiós provocaron interminables colas de gente en la Gran Sala del Pueblo, donde yacía el cuerpo de Mao debajo de una bandera del Partido Comunista. Se celebraron ceremonias funerarias en todas las cuadrillas del país para conmemorar las grandes acciones de un gran hombre y dar gracias por ellas. Los artículos de los periódicos enumeraban una y otra vez los grandes logros de Mao, tales como que China se convirtiera en miembro permanente del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y en una potencia nuclear.

Para entonces se me consideraba una alumna modelo en la escuela, de modo que me nombraron locutora para el sistema de megafonía. Así pues, mi trabajo consistía en releer el discurso conmemorativo de las exequias del 18 de septiembre. Antes de salir por antena había practicado con mi madre y un gran número de veces yo sola, para poder leerlo de un modo lo más adecuado y profesional posible. Segura de mí misma y con un talante tranquilo, aquel día empecé mi emisión.

En cierto momento de la transmisión empecé a reírme. Tal vez fuera el contraste entre mi seriedad y la despreocupación de las demás personas que había en la habitación o que la constante práctica me hubiera hartado de mi propia voz, el caso es que no podía parar de reír. El supervisor quedó aterrado y me sacó de la sala de emisiones inmediatamente.

– ¿Qué te pasa? -bramó.

Seguí riéndome, me caían lágrimas de los ojos y apenas podía mantener la espalda erguida.

– ¡Vuelve a clase! -gritó, y de un empujón me echó de la estancia.

Hasta la fecha no he podido explicar por qué hice aquello. Fue una de esas cosas raras. Por fortuna, no me castigaron por tener tendencias contrarrevolucionarias. Sencillamente me echaron.

Apenas un mes después de la muerte de Mao llegaron noticias del arresto de la «Banda de los Cuatro». Se le dijo al país que después de que Mao Zedong muriera, la señora Mao y tres de sus aliados habían estado conspirando para derrocar al Comité Central del Partido y a Hua Guofeng, primer ministro de China y el heredero elegido por Mao. Primero, tres de los aliados de la señora Mao -Wang Hongwen, Zhang Chunqiao y Yao Wenyuan- fueron arrestados en la Gran Sala del Pueblo. Al cabo de una hora, la viuda de Mao fue arrestada en su residencia de Zhongnanhai.

Inmediatamente tuvieron lugar manifestaciones masivas en la plaza de Tiananmen para celebrar las noticias. El resto del país siguió el ejemplo. Mis padres participaron en las celebraciones con alegría. «A partir de ahora todo irá bien. ¡Vienen tiempos mejores!», decían. La Banda de los Cuatro, que había sido la responsable de muchas atrocidades durante la Revolución Cultural, fue juzgada más adelante y condenada a quince años de prisión. En 1995, la señora Mao se suicidó en su celda.

La Revolución Cultural, que había arruinado la vida de millones de chinos durante los últimos diez años, finalmente había terminado.