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«Búscalo mil veces, date la vuelta, está de pie,
solo, bajo la luz brumosa.»
Xi Qi Yi, siglo ix
Inmediatamente después de la muerte de Mao tuvieron lugar unos cambios dramáticos. Deng Xiaoping volvió al poder a principios de 1977. Hua Guofeng, el sucesor elegido por Mao, pronto fue relegado a una posición más baja en la jerarquía del Partido. Resurgió la vieja guardia, que había sufrido enormemente durante la Revolución Cultural. Volvieron a establecerse los sistemas educativos tradicionales y se reabrieron las universidades. Millones de jóvenes expulsados, que ahora eran adultos, estaban casados y tenían hijos, con los sueños hechos trizas y la espalda doblada, regresaron a casa buscando desesperadamente un trabajo.
Parte del esfuerzo para restablecer la normalidad en el país incluyó la reapertura, en 1978, de cuatro internados de élite en Pekín. Estas cuatro escuelas alojaban a los 800 mejores alumnos de entre los 300.000 que habían terminado la escuela primaria. Saqué una de las puntuaciones más altas en el examen de ingreso y me convertí en una de las primeras internas de la Escuela Media Número 174 (que más adelante recibió el nombre de Escuela de la Universidad Popular). Aquel mismo año, Estados Unidos y China establecieron relaciones diplomáticas. China se abrió al resto del mundo tras treinta años de aislamiento.
Al igual que al resto del país, se me ofreció una nueva actitud hacia la vida. Mientras que la generación anterior pasó la mayor parte de sus años escolares haciendo la revolución y los mejores años de su edad adulta en las Comunas Populares, a mí en la escuela se me permitió estudiar y aprender lenguas extranjeras y, cuando me gradué en el instituto, ir a la universidad.
Tras el fin de la Revolución Cultural, pasaron diez años rápidamente. Cuando estaba a punto de cumplir los veinte era delgada, de ojos brillantes, con un largo cabello negro y unas cuantas pecas en la cara. Y era mi segundo año en la Universidad de Pekín, donde estudiaba psicología. Corría el año 1986, Top Gun era la película de más éxito en Estados Unidos, el reactor nuclear de Chernobyl se accidentó en Ucrania y conocí a Dong Yi.
Había roto con mi novio de primer año, Yang Tao. Yang Tao era políticamente ambicioso, una persona que iba por el camino rápido y que, antes de pasar un año en el extranjero, había ascendido hasta convertirse en presidente de la Asociación de Estudiantes Universitarios de Pekín, patrocinada por el gobierno. Por aquel entonces su temperamento dominante me acobardaba, y me alegré mucho de que se fuera al extranjero para cursar su último año en la universidad. Puse fin a nuestra relación poco después de que abandonara China.
Estaba libre de preocupaciones, inmersa en mis estudios y sin expectativas de conocer a nadie más en aquella época. Pasaba mucho tiempo libre sola, leyendo y escribiendo en el lago Weiming -el Lago sin nombre- en el centro del campus de la Universidad de Pekín. El nombre del lago está sacado de un poema anónimo:
«Aunque aún no tiene nombre
porque el mañana es eterno
porque ya llegará el día».
El lago estaba rodeado de verdes colinas, edificios con el característico tejado en voladizo, sauces llorones y una tradicional torre china de cuarenta metros de altura: la pagoda. Era particularmente hermoso por la noche, cuando la luz de la luna se mecía en el agua, los enamorados paseaban por los senderos de piedra alrededor del lago y los ruiseñores cantaban en los fragantes bosques. Muchos poetas habían declarado que era uno de los lugares más románticos de la ciudad.
Me enamoré del lago cuando fui a visitar el campus a los diecisiete años. La Universidad de Pekín era la mejor de China (como Harvard o Yale en Estados Unidos, o como Oxford o Cambridge en el Reino Unido) y, naturalmente, la primera elección de todos los bachilleres seguros de sí mismos. Por desgracia, en aquella época yo no tenía confianza. Pero en cuanto vi el lago supe dónde se hallaba mi destino. Durante los cuatro años que pasé en la Universidad de Pekín fui allí a menudo con mis libros. Sentada junto al lago, siempre fui la persona que quería ser: una escritora y una amante.
La tarde en que iba a cambiar mi vida yo volvía del lago en bicicleta y me dirigía a la residencia de estudiantes. El fragante aroma de las flores de primavera inundaba el aire. Una suave brisa me levantaba el largo cabello suelto. Al pasar junto a la biblioteca vi que se había reunido una multitud frente a la entrada este, al pie de la estatua de Mao Zedong de dos pisos de altura. La biblioteca se había terminado hacía poco, pero la estatua de Mao había estado allí desde antes de que yo naciera. En aquella imagen, nuestro desmesurado líder era de mediana edad, vestía su distintiva chaqueta y se tocaba con una gorra del Ejército de Liberación Popular. Tenía el brazo alzado como para saludar a todo el que pasara. Nos miraba con su sonrisa paternal, que era suficiente para dar escalofríos a cualquiera. Era muy real, pero Mao había muerto a los ochenta y tres años, diez años antes.
Cada miércoles por la tarde se convocaba un Rincón Inglés al pie de la estatua. Estudiantes chinos y occidentales acudían allí para hablar entre ellos en inglés. El Rincón Inglés era un fenómeno que había comenzado un par de años atrás, en una esquina del Jardín del Bambú Púrpura, uno de los parques de Pekín, cuando algunos estudiantes chinos empezaron a encontrarse con occidentales cada domingo para practicar el inglés. Por aquel entonces, China tenía una semana laboral de seis días y el domingo era el único día de fin de semana. Las reuniones informales fueron creciendo gradualmente. Cientos de personas acudían al Rincón Inglés, muchas de ellas desde kilómetros de distancia. Cuando el Rincón se convirtió en un lugar demasiado concurrido, la gente inició sus propios Rincones Ingleses en otras partes de la ciudad, en cualquier espacio que podían encontrar, en parques comunitarios o bajo las antiguas murallas de la ciudad. Pronto todas las universidades de Pekín tuvieron su propio Rincón Inglés.
Había pasado por delante del Rincón del campus muchas veces, sin participar porque mi inglés no era bueno. Pero aquella tarde me sentía más valiente de lo habitual e impulsivamente decidí detenerme. Apoyé la bicicleta en la verja del césped y entré sin querer en algunas conversaciones en curso. Durante media hora fui pasando de una conversación a otra sin entender de qué se hablaba y preguntándome si no debería irme. Entonces, un joven de hombros fornidos y un par de grandes ojos muy hundidos en el rostro me pidió, en un inglés fluido, que me uniera a su grupo. Cuando se dio cuenta de que mi inglés no era del nivel necesario, se esforzó por hablar más despacio, repitiendo una y otra vez sus palabras y aguardando pacientemente mi respuesta. Los demás se impacientaron y se marcharon.
– ¿Te sentirías más cómoda hablando en chino? -preguntó amablemente cuando ya sólo quedábamos nosotros dos. Asentí con la cabeza. Nos alejamos de la multitud.
– Es la primera vez que vienes a un Rincón Inglés, ¿no?
– ¿Tan evidente es? -dije.
– No. -Sonrió-. Yo vengo cada semana. No te había visto nunca. No, tu inglés no es espantoso. Sólo te hace falta un poco más de práctica. Entonces te sentirás más cómoda.
Su inglés era muy bueno y así se lo dije, y le pregunté cómo se las había arreglado para tener un nivel tan avanzado.
– Más que nada es cuestión de práctica. Además, necesito mejorar mi inglés si quiero obtener una buena puntuación en el TOFFLE y el GRE.
Sabía que el TOFFLE era un examen de inglés como segundo idioma que todas las universidades de Estados Unidos exigían a los aspirantes de habla no inglesa. Pero nunca había oído hablar del GRE, que, según me explicó, era un examen de ingreso para unos cursos de posgrado en Estados Unidos.
– Me presento para los programas de doctorado en física cuántica, mi especialidad.
Así fue como conocí a Ning, un licenciado en física y uno de los primeros que me encontré del cada vez mayor número de estudiantes que se estaban preparando para abandonar China para ir a estudiar y hacer su vida en el extranjero. Ning era inteligente (registró una patente mundial a los veintitrés años) y una buena persona. Un día su generosidad me ayudaría en el momento en que más lo necesitaba. Después de conocernos venía a visitarme casi cada día. Leía los libros que yo estaba leyendo y me traía poesía. Cuando nos fuimos viendo más a menudo, percibí en él una especie de inquietud, siempre agitaba la mano o daba golpecitos con el pie al hablar. Parecía incapaz de tolerar el silencio y siempre necesitaba estar de un lado para otro. Ning no tardó en decirme que estaba enamorado de mí. Yo podría haberme enamorado de él, pero el amor es una cosa rara. Aveces interviene el destino y dicta a quién amamos y cuándo.
Al cabo de unas tres semanas de conocer a Ning, fui a visitarle a su residencia de estudiantes. Me abrió la puerta un compañero de habitación y dijo que Ning no estaba, pero que no podía tardar en volver y que si quería, podía esperarlo allí.
– A propósito -dijo sonriéndome-, soy uno de los compañeros de habitación de Ning, todo el mundo me llama Dong Yi.
En la Universidad de Pekín (en realidad, en casi todas las universidades chinas), las habitaciones de las residencias eran demasiado pequeñas para que tuvieran cabida las sillas. Yo vivía con otras siete chicas en una habitación; teníamos cuatro literas y una mesa en medio. El nivel de vida en los alojamientos de los licenciados era mucho mejor. Había tres camas individuales en la habitación de Ning, pero seguía sin haber sillas. De modo que Dong Yi y yo nos sentamos, como era habitual, en las dos camas a cada lado de la mesa.
– Éste de aquí se irá pronto a Estados Unidos, ahora ya rara vez está aquí. -Dong Yi señaló la tercera cama. Parecía dulce y tímido-. Tú eres la chica de psicología. Ning nos ha hablado mucho de ti.
– Espero que todo, fueran cosas buenas -dije.
– Oh, sí. Cosas absolutamente fantásticas.
Su voz era suave pero segura. Tenía el mismo efecto que una sonrisa, comprendiéndote tal como tú quieres que te comprendan, halagándote en la medida en que crees merecértelo y expresando una opinión siempre favorable sobre tu persona.
– Pues él nunca te mencionó. Yo creía que, a estas alturas, conocía a todo aquel que significaba algo en su vida.
De repente me sentí enojada con Ning.
Dong Yi se rió.
– Los compañeros de habitación no suelen ser importantes. ¿Quieres un poco de agua? Yo voy a beber un poco.
– Sí, si no es mucha molestia.
A diferencia de los estudiantes universitarios, que teníamos que amontonar los libros en la cama, a los licenciados se les proporcionaba espacio para una librería compartida. Dong Yi tomó dos tazas de su parte de la estantería; una cortina hecha en casa ocultaba los libros, papeles y recuerdos cuidadosamente alineados. Cuando se levantó para ir a buscar el hervidor de agua, inspeccioné su cama con la mirada. A diferencia de los desordenados catres tan frecuentes entre los estudiantes del sexo masculino, Dong Yi mantenía el suyo limpio y ordenado. Había dos libros apilados junto a la almohada. Una lámpara de lectura fijada a la cabecera iluminaba un gran calendario de pared; el retrato del mes de mayo era el de una joven actriz de próxima aparición.
– El agua está caliente. Acabo de traerla de la sala de calderas.
Dong Yi sirvió dos tazas de agua de su hervidor; el agua de Pekín tenía que hervirse antes de poder beberla. Tomé la taza y cuando nuestros dedos se rozaron se me aceleró el corazón.
Dong Yi era guapísimo. Tenía un rostro que parecía sacado directamente de una escultura de mármol del chino perfecto, combinando los pómulos altos del sur y la composición simétrica del norte. Sus labios eran carnosos y, lo mismo que sus ojos, capaces de pronunciar las intimidades más profundas.
– ¿Estás leyendo a Tolstoi? -le pregunté, a sabiendas de cuál sería su respuesta.
Dong Yi tomó el libro que tenía junto a la almohada.
– Sí. Me lo dio alguien. ¿Lo has leído? -preguntó con su tierna sonrisa y sus ojos curiosos.
Me pasó Ana Karenina. Abrí el libro por la página que estaba señalada. Ana iba en el tren de vuelta a San Petersburgo.
– Sí. Pero me gusta más Guerra y paz. Aunque es más sangrienta y el príncipe Andrei muere al final, la historia de amor no es tan triste como la de Ana Karenina. Es una historia de amor más esperanzadora que condenada al fracaso -dije.
– Gracias por contarme el final.
– Ya tendrías que saber cómo termina Ana Karenina. Es el libro más popular del momento.
Me reí. Ana Karenina era entonces el libro de moda entre los chinos cultos. La gente parecía haber encontrado ciertos paralelismos entre la Rusia del siglo xix y la China del siglo xx. En realidad, las normas sociales eran más severas en China en el siglo xx de lo que lo habían sido en Rusia en el xix. Poder amar libremente todavía era un sueño remoto para muchos chinos; fugarse por amor aún podía significar la muerte de los dos enamorados. La sociedad castigaba cruelmente a aquellos que no seguían las directrices.
– No, me refiero al final de Guerra y paz -replicó Dong Yi en broma-. Tal vez debería leerlo algún día. Ning dice que tú también eres escritora, ¿es así?
Aquel día, Ning regresó bastante tarde, de modo que Dong Yi y yo tuvimos mucho tiempo para conocernos. Me contó su historia.
Con veinticinco años, era cinco años mayor que yo y provenía de la ciudad natal de mi madre, Taiyuan, la capital de la provincia de Shanxi. Shanxi es una productora de carbón situada en las Tierras Altas Amarillas, cerca de Mongolia Interior. La provincia no cuenta con muchos más recursos, la tierra es en gran parte estéril y la región sufre los contrastes del clima, glacial en invierno y achicharrante en verano. En la década de 1950, en respuesta al llamamiento de Mao para reconstruir el interior de China, sumido en la pobreza, el padre de Dong Yi se trasladó desde la provincia de Guandong, cerca de Hong Kong, a la de Shanxi. Era profesor de matemáticas en un instituto cuando empezó la Revolución Cultural en 1966. De la noche a la mañana, sus estudiantes empezaron a llamarse a sí mismos los Guardias Rojos, autoproclamados guardianes de las ideas de Mao Zedong y soldados de infantería en la batalla para acabar con los Cuatro Viejos (las viejas ideas, la vieja cultura, los viejos hábitos y las viejas costumbres). Quemaron los libros y torturaron a sus profesores.
En las ciudades de toda China se robaban libros de bibliotecas, librerías y casas particulares, se amontonaban en las plazas principales y se les prendía fuego. Se obligaba a los profesores a asistir a las pidouhui -reuniones para dar palizas a gente- en las que los torturaban públicamente. En pocos meses mataron a miles de personas solamente en Pekín, y muchas de ellas eran profesores. Fueron golpeados hasta morir, fusilados en público o enterrados vivos.
Tras la fase inicial de matanzas de la Revolución Cultural, que por último incluyó tiroteos entre distintas facciones de los mismos Guardias Rojos, Mao decidió que era mejor terminar con aquel caos, que casi era una guerra civil, y envió a los Guardias Rojos al campo para que trabajaran en las Comunas Populares. Se cerraron las escuelas. El padre de Dong Yi sobrevivió, pero durante los siete años siguientes lo obligaron a trabajar limpiando las calles.
Dong Yi y yo estábamos sentados uno a cada lado de la mesa y bebíamos agua hervida caliente. Yo le hablé de mi madre, que estudiaba periodismo en la universidad antes de la Revolución Cultural. En aquellos diez años revolucionarios no escribió ni un solo reportaje. En lugar de eso pasó la primera parte de la década en un campo de trabajo y la segunda parte dando «clases de aprendizaje del pensamiento de Mao Zedong» a intelectuales sin empleo.
Aquella tarde le conté a Dong Yi muchas cosas sobre mi familia y mi infancia, algunas de las cuales nunca le había contado a nadie. Tenía la sensación de que había una misteriosa conexión entre nosotros. Dong Yi era diferente a todas las personas que había conocido; hablaba de responsabilidades, como hijo hacia sus padres y como ciudadano hacia su país. A diferencia de Yang Tao, a él no le interesaba ganar poder político. Simplemente, quería corresponder y hacer feliz a la gente.
– ¿Qué piensas de Taiyuan? -preguntó Dong Yi al tiempo que me servía otra taza de agua.
La primera vez que estuve allí tenía tan sólo doce años. Taiyuan me dio la impresión de ser una ciudad muy pobre. Sus tiendas estaban casi vacías, incluso durante el Año Nuevo Chino. Mi abuelo me había comprado unos caramelos de color negro que tenían un sabor horrible. Mis tías y tíos llevaban unos viejos abrigos Mao acolchados. Cuando tenía necesidad de ir al baño, tenía que levantarse uno de los adultos en mitad de la noche y acompañarme hasta una serie de agujeros cavados fuera, en el suelo. El hedor que desprendían era tan sofocante que no podía respirar.
– Verás, mi abuelo era un miembro de alta jerarquía del Partido del gobierno provisional de Shanxi, a mi hermana y a mí nos pasó a recoger su chófer por la estación, porque era una buena persona. Cuando me marché de allí, juré que nunca volvería. -Me reí al recordarlo.
Había mantenido la promesa hasta el año anterior, en que mis padres me pidieron que volviera a acompañar a mi hermana hasta allí. En aquella ocasión vi que la vida había mejorado. Mis abuelos se habían trasladado a una nueva casa de dos pisos construida especialmente para funcionarios de altorango, con más de un cuarto de baño. Pero fuera del complejo del gobierno provincial, la vida habitual seguía pareciendo atrasada. Cuando me fui, me reafirmé en mi convicción de no volver nunca más.
– Espero no haberte ofendido -le dije a Dong Yi, lamentando de pronto que tuviera tan pocas cosas bonitas que decir sobre su ciudad natal-. Pero, no sé por qué, tengo la sensación de que puedo decirte exactamente lo que pienso.
– No, no. -Dong Yi no tardó en responder-. Me alegro de que seas tan sincera. Si tengo oportunidad, yo tampoco quiero regresar. Además, cuanto más tiempo hace que estoy fuera, cada vez tengo más claro lo intolerante y reprimida que es la gente en Taiyuan.
La brillante luz de la tarde se debilitó y se hizo más tenue. Los pájaros se llamaban unos a otros desde los álamos temblones, como los dos corazones que había en el interior, haciéndose eco el uno al otro en armonía. Volvió Ning. Dong Yi le dijo afectuosamente:
– ¿Dónde has estado? Wei lleva horas esperándote.
– Esperándote en la puerta de tu residencia. -Ning me miró fijamente y habló con enojo. Luego arrojó los libros encima de su cama sin mirarnos a ninguno de los dos-. ¿Y de qué habéis estado hablando? ¿De mí?
– Me temo que no. Dong Yi me ha estado contando cosas sobre su familia y su niñez. ¡No vas a creerte cuánto tenemos en común!
– ¿De verdad? Me alegro por ti -seguía pareciendo enfadado-. Pero si no te importa, ahora me gustaría descansar.
Cogí mi bolsa y me marché. No me importó en lo más mínimo.
Aquella tarde me había enamorado.
Durante toda mi vida había llevado una existencia solitaria, rechazada por la sociedad, por la gente de mi edad y, pensaba yo, por mi padre. Sabía que no era justo culpar a mi padre por no haber estado allí cuando crecía, y no obstante me molestaba tener que valerme por mí misma cuando él no estaba allí para protegerme de los matones de la escuela y los oscuros años de la Revolución Cultural. Durante aquellos años, las hermanas entregaban a los hermanos, las esposas denunciaban a sus maridos, y amantes y amigos se traicionaban entre ellos. La gente lo hacía para escapar de la muerte y el encarcelamiento, o para proteger a sus hijos, que de otra manera hubieran sido castigados por asociación. Vivir tiempos semejantes y tratar de encontrarles un sentido era difícil para cualquier niño, sobre todo si no tenía padre. Aprendí a protegerme y a guardar mis sentimientos; y no confiaba en nadie.
Ahora que había conocido a Dong Yi, me sentí súbitamente conectada con el mundo. Me sentía parte de una familia que sale de excursión un día cálido y soleado, en un rincón de una verde extensión de césped donde los niños juegan y ríen tontamente. Aquel día sentí que podía ir con él hasta la eternidad y volver, y repetir el viaje una y otra vez hasta morir. En Dong Yi había encontrado el verdadero significado del amor: confiarse a otra persona, creer en la humanidad y, por tanto, tener fe en ella. Supe entonces, igual que sé ahora, que siempre podría contar con él, sin importar que nos separara el tiempo o el espacio. Entonces no sabía, como descubrí más tarde, lo que aquella fe significaría para ambos en los años venideros.
Al día siguiente Ning vino a pedirme disculpas.
– Lo siento, Wei. Ayer me comporté como un tonto, lo sé. Espero que me perdones. No tengo derecho a estar celoso, pero me sentí herido. Por supuesto no fue culpa tuya, pero cuando se trata de ti soy egoísta. Perdona, ya sabes lo que quiero decir. No puedo competir con Dong Yi. A todo el mundo le gusta Dong Yi. Es bien parecido, agradable y maduro. Por favor, no estés enfadada conmigo. Podría haber fingido ser una persona noble y haber dicho que estaba preocupado por si te había pasado algo. Al fin y al cabo, tiene novia.
– No te preocupes. No estoy enamorada de él.
Hice caso omiso de los comentarios de Ning con toda la tranquilidad de la que fui capaz mientras sus palabras me aplastaban. ¿Por qué habíamos tenido que conocernos y había tenido que enamorarme de él? ¿Por qué, en un mundo tan extenso, no podía haber conocido a otra persona, a alguien que fuera libre de corresponder a mi amor?
Pero no podía dejar de pensar en Dong Yi, ni dejar de ir a verle. Él era para mí como la luz a una palomilla, demasiado hermosa para resistirse a ella. Quería estar a su alcance, estar cerca de él, oír su voz, confiarle mi vida. De algún modo estaba convencida -o quizá más bien tenía la esperanza- de que llegaría un día en que él aceptaría mi confianza y apreciaría mi corazón, tal como parecían asegurarme sus ojos cada vez que lo veía.
Mi vigésimo cumpleaños fue a finales de junio, dos semanas antes de las vacaciones estivales. Ning y Dong Yi tenían que venir a las ocho de la tarde para celebrarlo conmigo. Todas mis compañeras de habitación se habían ido a estudiar. Me senté en la cama y me quedé mirando fijamente la caja del pastel. Ya eran más de las ocho y media. ¿Dónde se habían metido?
La tarde era tranquila, Al otro lado de la ventana, por encima de los álamos temblones, centelleaban las silenciosas estrellas. Oía los latidos de mi corazón, mi respiración, la expectación cada vez menor y la muy conocida soledad al ser aislada del mundo. Me sentía triste. Lo veía todo en blanco y negro. Tal vez aquella iba a ser la verdad sobre mi vida; tal vez iba a quedar separada del resto mientras la película en tecnicolor se proyectaba en algún lugar apartado de mí, fuera de mí.
Y entonces, de pronto, se abrió la puerta y entraron Ning y Dong Yi sujetando un paquete envuelto en papel marrón.
– Lo siento, lo siento, llegamos tarde -gritaba Dong Yi.
Sonreí, la felicidad se elevó en mi interior como las burbujas en el champán.
– Todo es culpa suya. -Ning se dejó caer en la cama al otro lado de la mesa mientras recuperaba el aliento-. Dong Yi se empeñó en comprarte un pollo asado. Buscamos por todas partes, pero sólo lo hemos encontrado en el distrito Amarillo.
El distrito Amarillo estaba a media hora de distancia.
– No teníais que haberlo hecho, de verdad. Es mucha molestia.
– Yo ya se lo he dicho. Pero él decía que tenía que ser especial -dijo Ning mientras señalaba a Dong Yi al tiempo que agitaba la mano como para quitarle importancia a lo que acababa de decir.
Miré a Dong Yi, que sujetaba el paquete de pollo sonriendo. Su rostro estaba iluminado por la dicha de haber ido al fin del mundo para traer la felicidad, sólo para mí. En aquel momento creí que me quería.
– Vayamos al lago. Han salido las estrellas -dijo Dong Yi a la vez que alargaba la otra mano para llevarse la caja del pastel.
Una hora más tarde nos habíamos terminado el pollo asado, el pastel y el Chi Sui -«agua gaseosa»- que compramos en la tienda de la universidad. La noche era cada vez más oscura, las estrellas más brillantes. Estábamos tumbados en la hierba de la orilla. La osa mayor se sostenía elegantemente en el cielo, donde unas delgadas nubes flotaban las unas hacia las otras. Seguí su curso hasta la estrella polar, radiante en el firmamento. Era la estrella que podía conducir a los viajeros perdidos a un lugar seguro pero, ¿dónde estaba mi estrella polar? ¿Quién iba a guiarme? ¿Qué debía hacer? ¿Debía decirle que lo amaba?
– Desde esta perspectiva, el mundo parece tan grande y nosotros tan pequeños e indefensos… -dijo Dong Yi.
Me volví para mirarle; su rostro estaba sereno bajo la luz de las estrellas. Si le explicaba cómo me sentía, ¿cuál sería su respuesta? Tenía muchas ganas de saber cuáles eran sus sentimientos hacia mí. No osaba preguntar, pues tenía miedo de que el más leve susurro lo hiciera desaparecer de mi mundo.
– A mí me gusta ser pequeña. ¿Sabes a lo que me refiero? Cuando te conviertes en algo tan pequeño como un puntito, todos tus problemas también desaparecen -le dije.
Estábamos tan sólo a un brazo de distancia, pero parecía que todo lo que podíamos compartir era el vasto firmamento en lo alto y el recuerdo de aquella noche. Quería gritar, pero me había quedado sin voz.
Me quedé para el curso de verano mientras que Dong Yi y Ning se fueron a casa. Hice un curso de historia del Islam, otro sobre el arte de hacer películas (la única vía de acceso al cine occidental). El fin de semana volvía al apartamento de mis padres y a veces salía de compras con mi hermana.
En las calles de Pekín, los que «se hicieron ricos primero» empezaron a destacar de la multitud y se exhibían a bordo de motocicletas Yamaha. En 1978, Den Xiaoping había establecido políticas y zonas económicas especiales para «permitir que algunas personas se hicieran ricas primero». Pero, para la mayoría de chinos, la vida pasaba deslizándose lentamente en bicicleta, con pocas diferencias de un día a otro. Padres y madres se iban a casa con los comestibles metidos en los cestos que colgaban de sus manillares, hombres y mujeres jóvenes regresaban a los apartamentos de sus padres y abuelos. Tenían un aspecto cansado y poco entusiasta, pedaleando pausadamente entre millares de bicicletas, sin mucha convicción de llegar a ninguna parte.
Aun así, era verano y a mí me gustaba el verano. Daba la impresión de que todo era más fácil. No tenía que preocuparme por hacerlo bien en los exámenes porque los cursos de verano no formaban parte de mi licenciatura. No tenía que luchar demasiado con mis sentimientos hacia Dong Yi, puesto que sabía que no iba a verlo durante dos meses. En verano los días eran más perezosos y más verdes y tenía más tiempo para leer. Iba mucho al lago, me sentaba bajo los sauces llorones y leía a Dickens, a las hermanas Brontë, a Hugo y a Dostoievski.
No obstante, aunque me gustaba mucho el verano, estaba lista para volver a la facultad en cuanto el primer viento otoñal desdibujó los perfectos reflejos del lago. La separación durante el verano parecía habernos unido más a Ning, a Dong Yi y a mí; en cuanto empezó el nuevo trimestre, los tres nos hicimos inseparables. Empezamos a ir a comer juntos a los comedores estudiantiles, salíamos para ir a restaurantes, por las tardes nos íbamos a correr juntos y, por supuesto, asistíamos juntos a los salones democráticos que surgían en el campus.
En 1986, China atravesó un período relativamente liberal. A los estudiantes se les permitía manifestarse en las calles a favor de la libertad de expresión y la democracia. Dentro de las universidades, los salones democráticos se convirtieron en la nueva moda, donde la gente sorbía café instantáneo (otra nueva moda en China: los chinos tradicionalmente no beben café) y debatía las ventajas de varias soluciones políticas. No se consideraba peligroso. Al fin y al cabo, el propio Mao había asistido a ellos en la década de 1920. La mayoría de salones democráticos ocupaban habitaciones oscuras sin calefacción y carentes de decoración. Los pupitres y las sillas estaban agrupados en círculos. Los temas cambiaban cada semana y eran asimismo distintos en cada salón. A pesar de la tolerancia política hacia ellos, los debates siempre tenían un tono peligroso, que me daba la sensación de que estaba matizado de elitismo y nostalgia. A medida que transcurrían las tardes, la habitación se llenaba con el aroma del café, el denso humo del tabaco y los estudiantes de ojos enrojecidos.
La primera vez que asistimos los tres a un salón democrático, Dong Yi permaneció en silencio la mayor parte del tiempo. Yo estaba bastante decepcionada y no hablé mucho una vez hubimos salido del salón. Por otro lado, Ning seguía excitado por el debate y continuaba con sus ideas.
– Estoy totalmente a favor del modelo asiático: económicamente libre, políticamente controlado desde un gobierno central. ¿Por qué no? Fijaos en Singapur y Taiwan, dos de los Pequeños Dragones: ahí tenéis la prueba tanto de estabilidad como de prosperidad económica.
– Yo iría con cuidado con el llamado modelo asiático -dijo Dong Yi-. El problema es que tú das por sentado que la prosperidad económica puede alcanzarse sin democracia ni responsabilidad.
– Sí, así es. Porque China es un país demasiado grande para ponerlo a funcionar libremente, sería como un tren descontrolado -replicó Ning.
– ¿Qué me dices de la corrupción? ¿Qué haces cuando el jefe del gobierno no es el «hombre sabio y desinteresado»? ¿Qué haces entonces? -preguntó Dong Yi.
– Idearemos un sistema para imputar la responsabilidad a los funcionarios del gobierno -contestó Ning.
– ¿Cómo puedes hacer que el gobierno sea más responsable si no hay democracia? Esos funcionarios del gobierno no responderán ante nadie. El modelo asiático depende demasiado del «carácter y la naturaleza» de los líderes. Es peligroso. Una vez China confió en un carismático líder llamado Mao Zedong, y mírala ahora.
A mi parecer, a la réplica de Dong Yi no le faltaba seguridad.
En aquel momento me sentí sumamente atraída por Dong Yi. Aunque no era agresivo en sus argumentos, vi claramente su convicción en lo que él creía que era cierto. Vi la inteligencia y la sabiduría bajo sus modales tranquilos y aquello me dejó boquiabierta. Durante los meses siguientes, a medida que asistíamos a más salones democráticos y más debates sobre el futuro de China, mi respeto por Dong Yi fue en aumento. Me sentí más atraída por él y, poco a poco, mis propias opiniones se vieron afectadas por las suyas.
Pero, en todo aquel tiempo, nunca olvidé lo de la novia que Ning había mencionado. Yo no pregunté y Dong Yi tampoco habló de ella por propia iniciativa. Sólo las palabras de Ning sobre ella se introducían en los lapsos entre clases y estudios y, las noches en que no podía dormir, tenía prolongados e inquietantes pensamientos sobre ella, sobre quién era, sobre cómo era y cuánto la quería Dong Yi.
No acudía a los salones democráticos únicamente con Ning y Dong Yi. A veces iba sola para escuchar los debates o a veces acompañada de otros amigos, entre ellos un estudiante de primer año de posgrado en económicas llamado Chen Li. Había conocido a Chen Li en una de las manifestaciones estudiantiles.
El año 1986 fue emocionante para China. Hu Yaobang todavía era el secretario general del Partido y la atmósfera política era más tolerante de lo que nunca había sido. Los grupos de estudiantes de élite y los intelectuales miraban hacia Occidente en busca de ideologías y sistemas políticos alternativos; los estudiosos como el profesor Fang Lizhi escribieron sobre los abusos de los derechos humanos y la falta de democracia en China. En la Universidad de Pekín, los estudiantes debatían en el Triángulo, el punto de reunión en el centro del campus, y colgaban carteles en las paredes exigiendo más libertad y democracia en China.
Desde que el primer emperador de la dinastía Qin unificó Zhong Gou, el Reino Medio (el nombre chino de su país), en el año 221 a.C, China había caído bajo un estricto dominio controlado por un poder central. A lo largo de los dos mil años siguientes, los carteles se convirtieron en un medio importante -y con frecuencia el único- para que los chinos comunes y corrientes expresaran sus opiniones. Los carteles continuaban siendo la opción preferida de los estudiantes que se manifestaban en la China comunista porque casi todas las demás vías de comunicación eran controladas por el Partido y, por tanto, no estaban a disposición de los ciudadanos de a pie.
Las reformas económicas que habían tenido lugar desde 1978 ocasionaron cambios enormes en China. Los experimentos con la economía de libre mercado en las zonas económicas especiales establecidas por Deng Xiaoping habían resultado grandes éxitos. El nivel de vida medio de los chinos había aumentado enormemente. Sin embargo, en 1986, la reforma parecía haber llegado a un punto muerto. La inflación aumentaba más y más, la corrupción era endémica. Los funcionarios del gobierno y los dirigentes del Partido abusaron de su poder y «se hicieron ricos» primero. Muchos intelectuales, por lo tanto, habían cuestionado si el comunismo podía coexistir con la economía de libre mercado -la política fundamental de Deng Xiaoping- y exigieron también reformas políticas. Los estudiantes universitarios se echaron a la calle en varias manifestaciones reivindicando libertad de expresión, elecciones libres y democracia.
En una de aquellas noches, en medio de un tradicional espectáculo de celebración y apoyo -desde las ventanas de la residencia caían papeles y tiras de tela encendidos, como chispas que llovieran del cielo-, conocí a Chen Li. Vivía en la residencia de estudiantes de posgrado que había al otro lado de la calle y, al igual que yo, se encontraba en el exterior del edificio aclamando a los manifestantes que pasaban por allí. Al cabo de unos veinte minutos marchamos junto a nuestros amigos hacia el Triángulo y luego hacia las calles.
Chen Li me llevó a muchos debates en los salones democráticos e iba perfeccionando sus argumentos en cada uno al que asistíamos. Él siempre decía que ser un economista político significaba que prefería considerar la política desde el punto de vista económico: ninguna política era buena si no conducía a avances económicos, y viceversa.
– Éste precisamente sería el caso concreto de China, porque China se cuenta entre los países más pobres del mundo y la mayor parte de sus habitantes no ha recibido suficiente educación -explicó Chen Li.
Había mucha gente en los salones que no estaba de acuerdo con él. Los estudiantes de historia china entendían que la política no tenía nada que ver con la economía. En China, las «luchas de pensamiento», tal como había expresado Mao, siempre habían tenido prioridad sobre el bienestar de la población, desde las antiguas dinastías hasta el Estado comunista. Era la mente y no el cuerpo lo que preocupaba a los gobernantes.
Cuando el otoño dio paso al invierno, el lago Weiming se heló. Se abrió la pista de hielo. Los estudiantes, con sus gruesos abrigos acolchados, llenaban el lugar y las chicas tenían un aspecto especialmente vistoso con sus sombreros y largas bufandas de lana tejidas en casa. Dong Yi me pidió que le enseñara a patinar.
Lo intenté, pero no hacía más que caerse encima de mí, encima de otros patinadores o, simplemente, sobre el hielo.
– Es inútil, me rindo -dijo al fin, y se agarró a mí mientras yo lo arrastraba hasta la cerca.
– No te des por vencido. Aún es temprano. Podríamos dar unas cuantas vueltas más. Lo único que puede ayudarte es la práctica.
– Hoy no. Es el cumpleaños de Liu Gang. ¿Te dije que damos una fiesta en su honor? Su novia ha venido a propósito desde Hangzhou. Tengo que preparar las cosas -explicó, y se sentó para desatarse los patines y entonces dijo, casi como si se le acabara de ocurrir-: ¿Por qué no vienes conmigo a la fiesta?
Liu Gang vivía en una habitación situada unas cuantas puertas más allá de la de Dong Yi, y lo había conocido una noche que asomó la cabeza por la puerta de Dong Yi para saludar.
De modo que me fui con Dong Yi a la fiesta de cumpleaños de su amigo. La habitación de Liu Gang había sido transformada para la ocasión. Habían colocado las camas a un lado, las tres mesas juntas y un «Feliz cumpleaños» pegado en la pared. Los invitados traían comida que habían comprado en los comedores estudiantiles, coca-cola y cacahuetes tostados. Dong Yi y yo llevamos cerveza Qing Tao.
– Bienvenido, Dong Yi. ¿Cómo estás, Wei?
Liu Gang estaba contento. Era un joven de cara seria. Cuando lo conocí no me cayó bien porque parecía no sonreír nunca. Después de habernos visto un par de veces más continuaba siendo frío y antipático, y le dije a Dong Yi que, probablemente, yo no le gustaba. Pero Dong Yi me aseguró que ése no era el caso; sencillamente, Liu Gang era el tipo de persona que sólo se encuentra a gusto entre amigos íntimos. Aquella noche entendí por qué.
– Me alegro de verte, Mai Li. -Dong Yi le sonrió a una mujer delgada de voz ronca que resultó ser la novia de Liu Gang-. ¿Cuándo has llegado? Aquí hace mucho frío, ¿no te parece?
– Llegué anoche y voy a quedarme unos días -respondió Mai Li -. Para mí es una época de mucho trabajo. Liu Gang también está atareado con las clases y, además, la revista.
En aquel momento, Mai Li y Dong Yi bajaron la voz y empezaron a dirigirse a la esquina de la habitación. Yo eché un vistazo a mi alrededor preguntándome si debía marcharme. Dong Yi se dio cuenta de mi incomodidad. Me tomó de la mano y me susurró al oído: «Liu Gang es el editor de Free Talk».
Sabía que Free Talk era una revista política clandestina dedicada a la democracia, la libertad y las reformas políticas en China. La habían hecho circular discretamente, con mucho entusiasmo, durante las manifestaciones estudiantiles masivas de 1986, aunque yo nunca había leído ningún ejemplar.
Mai Li le preguntó a Dong Yi si creía que Liu Gang corría algún peligro.
– Francamente, no lo sé con seguridad. No hay duda de que Free Talk ha llamado la atención del gobierno. Hasta ahora, Hu Yaobang se ha mostrado tolerante con las protestas estudiantiles y los debates políticos. No obstante, como todos sabemos, el clima político en las altas esferas podría cambiar en cualquier momento. -Dong Yi hizo una pausa de un segundo y luego le preguntó a Mai Li -: ¿Qué has oído? Hay algo que te preocupa.
– ¿Qué ha oído de qué? -preguntó Liu Gang, quien se acercó por detrás y con los brazos rodeó a Mai Li por la cintura.
– Cambios políticos -dijo Dong Yi en voz baja.
Liu Gang miró a su alrededor; los demás invitados estaban ocupados charlando, bebiendo cerveza y llevándose cacahuetes tostados a la boca.
Nos susurró que se había enterado, por medio de una fuente fiable, que pronto iba a haber un cambio muy importante en la política hacia los estudiantes por parte del gobierno, y que éste no tardaría en prohibir todas las reuniones públicas y manifestaciones estudiantiles.
– ¿Tú que piensas de eso? -se volvió hacia mí y me preguntó de pronto. Me miró fijamente, esperando. Pero mi mente parecía haberse congelado.
– Nosotros…, nosotros, por descontado, no nos rendiremos. No vamos a asustarnos -balbucí, y me puse colorada. Me sentí como si el profesor me estuviera haciendo una prueba delante de unas personas cuyas opiniones me importaban mucho.
– Mientras tengamos a jóvenes así no hace falta que nos asustemos. Estaremos bien.
Liu Gang me sonrió por primera vez. Me sentí a gusto inmediatamente. Él miró a su novia y sonrió como si quisiera disipar cualquier preocupación que ella hubiera podido albergar.
Posteriormente, en particular durante el Movimiento Democrático Estudiantil de 1989, me di cuenta de la trascendencia del papel de Liu Gang en el Movimiento Democrático en China. Era un pionero, alguien que, a diferencia de la mayoría de dirigentes estudiantiles que aparecieron en primera línea política durante la primavera de 1989, había optado por una vida de disidente con anterioridad.
– Vamos a cenar un poco -dijo Liu Gang.
Nos dirigimos al centro de la habitación. Mai Li en seguida pasó a hablar de otras cosas. De repente le preguntó a Dong Yi por su novia, a la que llamó Lan.
– ¿Vendrá pronto a verte? -quiso saber ella.
Dong Yi siguió sonriéndole a Mai Li, pero yo me di cuenta de su incomodidad momentánea, que logró disimular casi inmediatamente. En ese punto me alejé. Al fin había oído su nombre. Su existencia había sido confirmada.
Nos sentamos a la ampliada mesa. Se preparó el té, que circuló por la mesa, se encendieron cigarrillos, se abrieron las botellas de cerveza, se destapó el arroz al vapor, el cerdo cocinado dos veces y el pollo Sichuan. La fiesta se animó.
– Probad los Huevos milenarios. Mai Li los ha traído a propósito desde Hangzhou. -Liu Gang cortó uno de ellos para abrirlo. La clara del huevo era marrón y traslúcida, la yema, negra y sólida-. A esto lo llaman oro negro. Sé que ninguno de vosotros ha comido unos Huevos milenarios tan buenos como éstos -recalcó.
Un hombre se acercó a Dong Yi cuando estábamos sentados juntos.
– ¿Cómo estás, Dong Yi? -dijo-. ¿Te acuerdas de mí, el Lou Xiang de Liu Gang?
Lou Xiang es una palabra china que no tiene traducción exacta y significa alguien de la misma provincia o ciudad natal, que, por consiguiente, puede reivindicar una relación tan estrecha como la de un pariente cercano.
– Ésta debe de ser tu novia. ¿También ha venido de Shanxi? -preguntó el Lou Xiang.
– No. Ésta es Wei -respondió Dong Yi con brusquedad-. Es una estudiante universitaria de psicología.
– ¿Rompiste con tu antigua chica? Hay mucha gente que cambia cuando viene a una gran ciudad como Pekín. Pero tú vas muy deprisa.
– Wei es sólo una amiga -insistió Dong Yi.
– ¡Ah!
El Lou Xiang vació casi media botella de cerveza de un solo trago. Le dio una palmada en la espalda a Dong Yi.
Me quedé allí sentada en medio del calor y del humo y me pregunté quién era yo para Dong Yi. Estaba enfadada. ¿Era sólo una amiga o su chica en la ciudad? ¿Significaban algo para él el tiempo que pasamos juntos, toda la ternura que le demostré?
Dong Yi se incomodó tan sólo un momento antes de relajarse con su círculo de amigos. Yo hice todo lo que pude para charlar con personas desconocidas de lo que estaba descubriendo en mi carrera sobre Freud y otros psicólogos famosos, de música o incluso del tiempo, pero ninguna de esas cosas me interesaba aquella noche. De vez en cuando miraba a Dong Yi con la esperanza de cruzarme con una mirada suya que me asegurara que seguía allí, conmigo. Pero estaba ocupado siendo feliz, estando con amigos y bebiendo.
Al terminar la fiesta, Dong Yi me acompañó de regreso a mi residencia. Aquella noche hacía un frío glacial. La temperatura rondaba los diez grados bajo cero. El viento rugía. Me dolía cuando respiraba.
– Lo siento, Wei. Creí que te lo pasarías bien en la fiesta.
El vaho y el olor a cerveza emanaban de la boca de Dong Yi cuando hablaba.
– No pasa nada. Me lo he pasado bien -mentí. Me dolía tanto la cabeza que me parecía mejor limitarme a dejar que se me resquebrajara.
– No me esperaba toda esa charla sobre Lan. Lo lamento mucho.
– No hay por qué preocuparse, de verdad, estoy bien -volví a mentir. El alcohol y las conversaciones insulsas me habían agotado. Tenía jaqueca, estaba atontada y quería irme a dormir.
Pero no podía conciliar el sueño. Di vueltas en la cama pensando en Lan. ¿Venía a menudo a Pekín? Tal vez Dong Yi me ocultaba sus visitas. ¿Le ocultaba a ella el hecho de que pasaba conmigo la mayor parte de su tiempo libre? ¡Oh, cómo me dolía la cabeza! ¿Qué había entre ellos, y entre nosotros?
Al final, no sé cómo, me quedé dormida. Cuando me desperté ya me había perdido el desayuno y la clase matutina. Me fui a un restaurante del campus llamado Yanchun Garden en el que servían desayunos hasta las once de la mañana. Me compré un tazón de gachas de arroz y dos bollos de carne y verduras al vapor justo antes de que cerraran la ventanilla de los desayunos. Después de comer sentí la cabeza mucho mejor. Conté el dinero que me quedaba en el monedero, se lo di todo al hombre de rostro grasoso que había detrás del mostrador y compré una botella de champán chino.
Cuando llamé a la puerta de Dong Yi, él aún dormía. Al cabo de unos minutos abrió la puerta, con aspecto aturdido. Llevaba el pelo despeinado, apuntando en todas direcciones.
– ¿Qué hora es? -preguntó al tiempo que me dejaba entrar.
– Casi las doce del mediodía.
Dejé el champán sobre la mesa.
– ¿Y esto? ¿Hay algo que celebrar?
– No. Me sobraba suficiente dinero para comprarla. ¿Tenías clase esta mañana? ¿No? Bueno, yo me perdí la mía. He pensado que, total, podríamos seguir bebiendo.
De modo que bebimos champán en tazas de té. Dong Yi no desayunó. A la media botella de champán, estaba bastante borracho.
– Cuando empecé a salir con Lan, tenía diecinueve años, como tú -me dijo Dong Yi después de que yo le hablara de Yang Tao-. Éramos compañeros de clase en el instituto. La ayudé a preparar los exámenes de ingreso a la universidad. Yo entré, pero ella no.
Llevaban seis años juntos.
– Sí, seis años es mucho tiempo. Uno piensa que, después de tanto tiempo, dos personas deberían conocerse, pero me da la impresión de que ahora sé menos de Lan. Nunca hablamos de las cosas que tú y yo discutimos. Ni de filosofía, ni de política, ni de literatura, nada.
– ¿Ella siempre ha sido así?
– No lo creo. Antes nos llevábamos muy bien. Podíamos hablar de verdad, durante horas. Las cosas parecen haber cambiado desde que vine a Pekín.
Entonces explicó que Lan era una persona frágil, con muchas posibilidades de contagiarse en cuanto alguien enfermaba. Había llegado a depender de él porque tenía muchos problemas con sus padres, en especial con su padre. Eran personas que no habían recibido educación. Su madre trabajaba en una fábrica textil y su padre era minero. Le habían dicho que su felicidad dependía de si se casaba bien.
– ¿Vais a casaros? -pregunté, temiendo la respuesta. Para ella sería un buen matrimonio, un marido con un master en física de la Universidad de Pekín.
Dong Yi sonrió turbado y no contestó a mi pregunta.
– ¿Sabes que he dejado pasar una oportunidad de estudiar en el extranjero? -preguntó en cambio-. Mi antigua universidad quería enviarme a Estados Unidos para hacer el curso de posgrado a condición de que regresara para enseñar aquí. Dije que no. ¿Sabes por qué? ¡Porque quería irme de Taiyuan!
– Bueno, ya lo has hecho. Ahora estás en Pekín.
– Pero no puedo quedarme. Lan no puede trasladar su Hukou. -Dong Yi parecía triste. Nunca lo había visto triste-. A veces te preguntas por qué vivir una vida así. ¿Qué sentido tiene? -suspiró.
Se supone que el champán te hace entrar en calor, pero en lugar de eso me hizo temblar. No, no era el champán, era por ver el dolor de mi amado. No podía soportarlo. No podía verle sufrir.
– No desesperes. Tal vez haya algunas cosas que puedas hacer para traer a Lan aquí. No sé cuáles, pero trasladar un Hukou es posible. Mi padre se trasladó a Pekín.
– Sí, desde Shanghai. Siempre es más fácil ir de pleamar a bajamar, pero imposible en dirección contraria.
– ¿Qué estás diciendo?
– No tengo más remedio que abandonar mi carrera y volver con Lan después del posgrado.
No podía creer lo que acababa de oír. ¿Cómo podía ser que un joven destruyera el futuro que se había ganado con su propio esfuerzo? Dong Yi estaba cargando con mucha responsabilidad. Era demasiado noble, demasiado abnegado. No podía dejar que lo hiciera.
En su voz percibí el grito del ansia de escapar. «Ven aquí, amor mío -pensé-. Dame la mano. Hemos llegado muy lejos. ¡Ahora ya estamos muy cerca!»
De pronto regresó Ning e interrumpió nuestra conversación. Se nos había pasado el día. Ya casi era última hora de la tarde, la botella de champán hacía ya rato que estaba vacía.
En la China en la que me crié, sencillamente no era aceptable que los miembros de una pareja que no estuvieran casados vivieran juntos o practicaran sexo. En el campo, donde los matrimonios concertados son habituales, la novia y el novio se conocían, se casaban y tenían un hijo en cuestión de un año. Incluso en ciudades como Pekín, la vía principal que tenían los jóvenes para encontrar esposa era mediante una boda concertada. Así se conocieron mis padres. Cuando dos personas han sido presentadas, normalmente pasan un tiempo conociéndose y luego se casan antes de un año (en ocasiones al cabo de unos pocos meses). De modo que una relación de seis años era, como mínimo, poco frecuente, si no una señal de problemas e infelicidad.
Aquella noche me senté y le escribí una carta a Dong Yi. Decidí que había llegado el momento de explicarle cómo me había sentido desde el día que lo conocí y de pedirle que tomara mi vida en sus manos.
«Queridísimo Dong Yi:
Espero no molestarte escribiéndote esta carta. No quiero suponer que de algún modo me hayas animado a hacerlo y voy a aceptar tu decisión cualquiera que ésta sea. Pero tengo que contarte mis sentimientos, porque si no lo hago temo que se me rompa el corazón. Está demasiado henchido y pesado para poder soportarlo más tiempo. Estoy enamorada de ti desde el momento en que nos conocimos.
Es probable que haga tiempo que sepas cómo me siento porque, cuando se trata de emociones, no miento muy bien. Sé que tal vez sea injusto que lo diga, pero creo que nadie podría quererte más que yo. Te comprendo, comprendo tus ideas y tus sueños. Amo tu mente y tu espíritu tanto como el suave roce de tu mirada y el calor de tus manos.
Hace mucho tiempo inicié un viaje en busca del amor y la belleza, un viaje que durará toda una vida. ¿Quieres venir conmigo en este viaje y ser mi estrella polar?»
Tímidamente, metí la carta por debajo de la puerta de Dong Yi. Pasaron unos días; él no vino a verme. De modo que fui yo a verlo a él. «Tal vez no recibió la carta», pensé.
– Sí, la recibí y la leí muchas veces.
Sostenía la carta en la mano. El corazón me palpitaba expectante en el pecho.
– Lo lamento -añadió al fin.
Aunque me había preparado para todas las posibilidades, se me saltaron las lágrimas.
– No llores, por favor. No es mi intención hacerte daño, a ti menos que a nadie, mi querida Wei. Esto es lo que me da miedo: hacer daño a la gente que me importa.
– Está claro que yo no te importo lo suficiente -sollocé.
– No, eso no es cierto. Por favor, escúchame, Wei. Si le dijera esto mismo a Lan, ella no lo soportaría, puedes creerme -dijo mirándome fijamente a los ojos. ¿Qué buscaba, alguna señal de fortaleza o de dolor? Yo le devolví la mirada y vi mucho dolor.
– Me dijo que si algún día la dejaba, se moriría. No sé si lo decía en serio. Pero me lo imagino, y es una idea espantosa. Soy todo lo que tiene. He sido toda su vida durante los últimos seis años. No puedo arriesgarme -continuó diciendo Dong Yi con voz más suave-. Ahora sufres, pero sobrevivirás. Eres fuerte. Encontrarás a alguien a quien volver a amar.
– Pero yo no quiero amar a alguien, quiero amarte a ti -lloré, aunque me había pedido que no lo hiciera-. ¿Tú la quieres?
Dong Yi no respondió inmediatamente. Apartó la mirada. Cuando sus ojos volvieron a encontrarse con los míos, dijo:
– Sí. -Se interrumpió durante unos segundos-. Pero es complicado. Lan y yo hace mucho tiempo que estamos juntos. Nuestras familias ya son prácticamente una. Con frecuencia Lan comprueba cómo están mis padres y cuida de mi hermana pequeña, que tiene catorce años. Hace años que sus padres nos están presionando para que nos casemos. Si rompo con Lan, todos sus amigos y todas las personas que la conocen me repudiarán, y lo mismo le ocurriría a mi familia con toda la gente que conoce.
– ¿Y qué pasa con la felicidad y el amor? Aunque a ti te den lo mismo, ¿es que ella no los merece?
– Tendrías que ver lo feliz que es cuando voy a casa. Le estoy muy agradecido, especialmente ahora que estoy lejos. Se ha portado bien conmigo y con mi familia durante tantos años… No sé, Wei. Tú eres joven. Tú piensas que el mundo es blanco y negro. En realidad no es así de simple cuando se trata del amor o la felicidad. ¿Podemos vivir felices aislados de la sociedad y de la familia?
Dong Yi sacó Ana Karenina de debajo de su almohada y lo abrió. Metió cuidadosamente mi carta dentro.
– ¿Podría quedarme con la carta, por favor?
– ¿Para qué, para poder pensar mal de mí?
– No, sólo para pensar en ti.
Cuanto más trataba de aliviar mi sufrimiento Dong Yi, más lloraba yo. Daba igual lo mucho que deseara ser fuerte, no podía dejar de llorar. Sus palabras habían penetrado en mi corazón y lo habían hecho sangrar. El dolor paralizaba mi cuerpo.
Después de abandonar su habitación, me desplomé en las escaleras de la entrada del edificio. No lo entendía.
¿Por qué tuve que toparme con él y con su triste sonrisa? ¿Por qué tuve que conocerle sólo para que pudiera romperme el corazón una y otra vez? Era una estrella, pero no brillaba para mí.
El viento azotaba el campus con nieve y un frío glacial. El lago que me dio esperanza, deseo y sueños, aquella vez me había proporcionado desesperación. Mi alma gemela había dicho: «No hay mucha esperanza para nosotros». Había llegado y se había marchado, desapareciendo de nuevo en la luz neblinosa, dejando mi corazón marcado para siempre con su nombre.