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David caminó muchas horas a través del bosque intentando seguir lo mejor que podía el mapa de la cazadora. Había marcado senderos que ya no existían o que, para empezar, nunca habían existido. Los túmulos de piedras que se habían usado durante varias generaciones como señales primitivas habían quedado tapados por la hierba alta y el musgo o los habían derribado los animales o los viajeros vengativos, de modo que David se vio obligado a volver sobre sus pasos una y otra vez, o a cortar la maleza con la espada para encontrar las señales. De vez en cuando se preguntaba si la mujer tenía pensado engañarlo con un mapa falso, un ardid que lo habría mantenido atrapado en el bosque, presa fácil para ella una vez convertida en centauro.
Entonces, de repente, vislumbró una delgada línea blanca a través de los árboles y, momentos después, se encontraba en el borde del bosque, con el camino delante. David no tenía ni idea de dónde estaba. Podía estar de vuelta en el cruce de los enanos o más al este, pero no le importaba, sólo se alegraba de haber salido del bosque y haber encontrado el camino que lo llevaría al castillo del rey.
Siguió caminando hasta que la tenue luz de aquel mundo empezó a desvanecerse. Resultaba desconcertante que no hubiese día de verdad; hacía que se sintiese triste casi todo el tiempo, incluso más triste de lo que lo habría estado de por sí, dadas las circunstancias. Se sentó en una roca y se comió un trozo de pan duro y parte de la fruta desecada que los enanos le habían dado, y lo regó todo con agua fresca del pequeño arroyo que fluía paralelo al camino.
Se preguntó qué estarían haciendo su padre y Rose. Supuso que ya se habrían empezado a preocupar de verdad por él, pero no tenía ni idea de qué ocurriría si lo buscaban en el jardín hundido, ni siquiera sabía si quedaba algo del jardín. Recordó cómo el fuego del bombardero había iluminado el cielo nocturno, y el rugido desesperado de los motores del avión al descender. Tenía que haber destrozado el jardín, lanzando ladrillos y trozos de avión por el patio e incendiando los árboles. Quizá la grieta de la pared por la que había escapado David se hubiera derrumbado en el accidente, haciendo desaparecer el camino de vuelta a su mundo. Su padre no tendría forma de saber si David estaba en el jardín hundido cuando cayó el avión, ni qué le había pasado de haber estado allí en aquel momento. Se imaginó a hombres y mujeres revolviendo entre los restos del aparato en busca de cuerpos chamuscados, temiendo encontrar uno más pequeño que el resto.
Le preocupaba, y no era la primera vez, que alejarse cada vez más del portal entre los mundos no fuese lo más acertado. Si su padre u otros encontraban la forma de atravesarlo, ¿no llegarían al mismo lugar? El Leñador había estado muy seguro de que lo mejor era ver al rey, pero el Leñador ya no estaba, no había podido salvarse de los lobos y no había podido proteger a David. El chico estaba solo.
David miró el camino; ya no podía regresar. Era muy probable que los lobos siguiesen buscándolo, y, aunque lograse encontrar la forma de llegar al abismo, tendría que buscar otro puente. No tenía más opción que seguir avanzando, con la esperanza de que el rey pudiese ayudarlo. Si su padre iba a buscarlo, bueno, David esperaba que supiese cuidarse solo. Pero, sólo por si acaso él u otra persona llegaban hasta aquel camino, el niño cogió una roca plana que había junto al arroyo y, usando una piedra afilada, grabó su nombre en ella y una flecha que señalaba la dirección que iba a tomar. Bajo ella, escribió: «A ver al rey». Colocó un pequeño montículo de piedras al lado del camino, como las que habían usado para marcar los senderos del bosque, y puso su mensaje encima. Era lo mejor que se le ocurría.
Mientras recogía los restos de su comida, vio una figura acercarse sobre un caballo blanco. David sintió la tentación de esconderse, pero sabía que, si podía ver al jinete, el jinete lo podía ver a él. La figura se acercó más, y David vio que vestía una coraza de plata decorada con el símbolo de unos soles gemelos, y un yelmo de plata en la cabeza. Una espada le colgaba de un lateral del cinturón, y llevaba un arco y un carcaj de flechas en la espalda: las armas preferidas en aquel mundo, por lo que se veía. En la silla de montar cargaba un escudo, también con los soles gemelos. Frenó el caballo al llegar a la altura del niño y lo miró. A David le recordó al Leñador, porque el rostro del jinete tenía algo similar: como el Leñador, parecía serio, pero amable.
– ¿Adonde te diriges, joven? -le preguntó a David.
– Voy a ver al rey.
– ¿Al rey? -El jinete no estaba muy impresionado-. ¿Para qué puede servirle el rey a nadie?
– Intento volver a casa. Me dijeron que el rey tenía un libro, y que en ese libro podría haber una forma de regresar al sitio de donde vengo.
– ¿Y qué sitio es ése?
– Inglaterra -respondió David.
– No creo haber oído antes ese nombre. Es de suponer que está muy lejos de aquí -comentó-. Todo está muy lejos de aquí -añadió, como si se le hubiese ocurrido después. Se movió un poco sobre el caballo y miró a su alrededor, examinando los árboles, las colinas que había detrás y el camino que estaban recorriendo-. Este no es lugar para que un chico vaya caminando solo -afirmó.
– Llegué cruzando el abismo hace un par de días -contestó David-. Había lobos, y el hombre que me ayudaba, el Leñador…
David no pudo seguir, no quería decir en voz alta lo que le había pasado al Leñador. Volvió a ver a su amigo caer bajo el peso de la manada de lobos, y el reguero de sangre que conducía al bosque.
– ¿Cruzaste el abismo? -le preguntó el jinete-. Dime, ¿fuiste tú el que cortó las cuerdas?
David intentó descifrar la expresión del jinete, porque no quería meterse en líos y supuso que tenía que haber causado muchos problemas al destruir el puente. Pero tampoco quería mentir, y algo le decía que aquel hombre se daría cuenta si lo hacía.
– Tuve que hacerlo -respondió-. Los lobos me perseguían, así que no tenía elección.
– Los trols estaban muy disgustados -dijo el jinete, sonriendo-. Tendrán que reconstruir el puente si quieren seguir con su juego, y las arpías los acosarán siempre que puedan.
David se encogió de hombros, porque no le daban pena aquellos trols que obligaban a los viajeros a jugarse la vida solucionando un tonto acertijo. No era forma de comportarse. Esperaba de todo corazón que las arpías decidieran comerse a algunos de ellos para la cena, aunque le daba la impresión de que el sabor de los trols no debía de ser muy agradable.
– Vine del norte, así que tus travesuras no entorpecieron mis planes -le aclaró el jinete-, pero me parece que merece la pena tener cerca a un joven que consigue irritar a los trols, y escapar de arpías y lobos. Haré un trato contigo: te llevaré hasta el rey si me acompañas durante un tiempo. Tengo una misión que cumplir y necesitaré un escudero que me ayude por el camino. No serán más que unos cuantos días de servicio, y, a cambio, me aseguraré de que llegues sano y salvo a la corte real.
David no tenía muchas alternativas. No creía que los lobos le perdonaran las muertes que había causado en el puente, y, con el tiempo que había transcurrido, ya debían de haber encontrado la forma de cruzar el cañón. Seguro que ya estaban sobre su pista; aunque había tenido suerte en el abismo, puede que no la tuviera la segunda vez. Viajar solo por aquel camino lo dejaba a merced de todo el que deseara hacerle daño, como la cazadora.
– Sí, iré contigo -respondió-. Gracias.
– Bien. Me llamo Roland.
– Y yo soy David. ¿Eres un caballero?
– No, soy un soldado, nada más.
Roland se agachó y le ofreció la mano al niño. Cuando David la cogió, lo levantó al instante del suelo y lo subió a lomos del caballo.
– Pareces cansado -le dijo Roland-, y yo puedo permitirme perder algo de dignidad compartiendo el caballo contigo.
Dio unos golpecitos con los talones en los flancos caballo, y salieron al trote.
David no estaba acostumbrado a sentarse en un caballo, así que le costó adaptarse a los movimientos y el trasero le rebotaba en la silla con una regularidad dolorosa. El niño sólo empezó a disfrutar de la experiencia cuando Scylla (porque así se llamaba el caballo) se lanzó al galope. Era casi como volar por el camino, y, a pesar de la carga añadida de David en su lomo los cascos de Scylla se tragaban a grandes zancadas el suelo bajo sus pies. Por primera vez, el niño empezó a temer un poco menos a los lobos.
Llevaban cabalgando algún tiempo cuando el paisaje que los rodeaba empezó a cambiar. La hierba estaba achicharrada, el suelo roto y revuelto, como si se hubiesen producido grandes explosiones. Los árboles estaban cortados, con los troncos afilados en punta y clavados en el suelo en lo que parecía un intento por crear defensas contra un enemigo. Había trozos de armaduras esparcidos por la tierra, junto con escudos abollados y espadas rotas. Era como si estuviesen viendo el resultado de una gran batalla, y, aunque no se veían cadáveres por ninguna parte, sí había sangre, y los charcos fangosos que salpicaban el campo de batalla eran más rojos que marrones.
Y, en medio de todo aquello, había algo que estaba fuera de lugar, algo tan extraño que Scylla se paró de golpe y palpó el suelo con uno de sus cascos, e incluso Roland lo contempló sin ocultar su miedo. Sólo David sabía lo que era.
Era un tanque Mark V, una reliquia de la Gran Guerra. Su achaparrado cañón antitanque todavía sobresalía de la torreta de la izquierda, pero no llevaba ningún tipo de marca. De hecho, estaba tan limpio, tan pulcro, que era como si acabase de salir de la fábrica.
– ¿Qué es eso? -preguntó Roland-. ¿Lo sabes?
– Es un tanque. -Se dio cuenta de que llamarlo por su nombre no iba a ayudar a Roland a entender su naturaleza, así que añadió-: Es una máquina, como… como un gran carro cubierto en el que pueden viajar hombres. Esto -dijo, señalando el cañón- es una pistola, un tipo de cañón.
David se subió al tanque usando los remaches para agarrarse. La escotilla estaba abierta, y dentro vio el sistema de frenos y engranajes junto al asiento del conductor, además de los mecanismos del gran motor Ricardo, pero no había tripulación. Era como si no lo hubiesen usado nunca. Desde la altura a la que se encontraba, el niño miró a su alrededor y no pudo ver las huellas de la máquina en el barro. Era como si el Mark V hubiese salido de la nada.
Bajó, saltó al suelo desde medio metro de altura y, al caer, se salpicó los pantalones de sangre y lodo, y recordó de nuevo que estaban en un lugar donde se habían producido heridos y quizá muertos.
– ¿Qué ha pasado aquí? -le preguntó a Roland, que se agitaba sobre el caballo, todavía incómodo por la presencia del tanque.
– No lo sé -respondió-. Tiene el aspecto de alguna clase de batalla, y reciente. Todavía huelo la sangre en el aire, pero ¿dónde están los cuerpos de los caídos? Y, si los han enterrado, ¿dónde están las tumbas?
– Estáis buscando en el sitio equivocado, viajeros -dijo una voz detrás de ellos-. No hay cadáveres en el campo porque están… en otra parte.
Roland hizo que Scylla se volviera, mientras sacaba la espada, y ayudó a David a subir al caballo. En cuanto estuvo sentado, David también sacó su pequeña espada de la funda.
Junto al camino estaban los restos de un antiguo muro todo lo que quedaba de una estructura mayor ya desaparecida, y, sobre las piedras, se sentaba un anciano completamente calvo, con el cráneo surcado de gruesas venas azules que parecían los ríos del mapa de un lugar inhóspito y frío. Tenía le ojos llenos de vasos sanguíneos, y las cuencas parecían demasiado grandes para ellos, de modo que la carne roja bajo la pie quedaba colgando y al aire bajo cada globo ocular. Tenía la nariz larga, y los labios pálidos y secos, y vestía una vieja bata marrón, como el hábito de un monje, que le llegaba hasta los tobillos. Tenía los pies descalzos, con las uñas amarillas.
– ¿Quién ha luchado aquí? -le preguntó Roland.
– No les pregunté el nombre -respondió el anciano-. Vinieron y murieron.
– ¿Por qué? Debían de luchar por alguna causa.
– Sin duda. Seguro que creían que su causa era justa, pero por desgracia, ella no.
El olor del campo de batalla le estaba revolviendo el estómago al niño, y aquello aumentó su sensación de que aquel hombre no era de fiar. Por la forma en que hablaba de «ella», la culpable de lo sucedido, y por la forma en que sonreía al mencionarla, estaba muy claro que los hombres que habían muerto allí habían sufrido unas muertes realmente malas.
– ¿Y quién es ella? -preguntó Roland.
– Ella es la Bestia, la criatura que vive bajo las ruinas de una torre en lo más profundo del bosque. Llevaba dormida mucho tiempo, pero ha despertado de nuevo. -El anciano hizo un gesto hacia los árboles que tenía detrás-. Eran los hombres del rey, que intentaban controlar un reino moribundo y pagaron el precio. Resistieron aquí, pero los aplastó. Se retiraron para ponerse a cubierto en el bosque que tengo detrás, arrastrando a sus muertos y heridos con ellos, y allí la Bestia terminó con ellos.
– ¿Cómo llegó el tanque hasta aquí? -preguntó David, después de aclararse la garganta-. No es de este sitio.
– Quizás igual que tú, chico -contestó el viejo, con una sonrisa que dejaba al descubierto unas encías moradas salpicadas de dientes podridos-. Tú tampoco eres de aquí.
Roland hizo que Scylla se dirigiese al bosque, manteniéndose a distancia del anciano, y, como se trataba de una yegua valiente, sólo vaciló un segundo antes de obedecerlo.
El olor a sangre y descomposición se hizo más fuerte. Delante de ellos había un bosquecillo de árboles enanos rotos, y David supo que de allí provenía el hedor. Roland le pidió al chico que desmontase, y le ordenó que permaneciese con la espalda pegada a un árbol y la vista fija en el anciano, que seguía sentado en el pequeño muro y había vuelto la cabeza atrás para observarlos.
David sabía que Roland no quería que viese lo que había más allá de los arbustos, pero no pudo resistir la tentación de mirar cuando oyó al soldado apartarlos para entrar en el bosquecillo. El niño vislumbró fugazmente unos cadáveres colgados de los árboles, cuyos restos habían quedado reducidos a poco más que huesos ensangrentados. Apartó la vista al instante… y se encontró mirando a los ojos del viejo. David no sabía cómo había logrado moverse tan deprisa y de manera tan silenciosa, pero allí estaba, tan cerca de él que podía olerle el aliento…, que, de hecho, apestaba a bayas agrias. El chico cogió la espada con firmeza, pero el anciano ni pestañeó.
– Estás muy lejos de casa, chico -le dijo. Después levantó la mano derecha y le tocó un mechón de pelo, pero David se lo sacudió de encima, furioso y le dio un empujón. Fue como empujar una pared, porque, aunque el anciano parecía frágil, era mucho más fuerte que David.
– ¿Todavía oyes a tu madre llamarte? -le preguntó el viejo, llevándose la mano izquierda a la oreja, como si intentase captar el sonido de una voz en el aire-. Daaavid -cantó, con voz aguda-, oh, Daaavid.
– ¡Cállate! -exclamó David-. Cállate ahora mismo.
– ¿Sí? ¿Qué me vas a hacer si no? -repuso el anciano-. Un niño pequeño, muy lejos de casa, llorando por su madre muerta. ¿Qué puedes hacer?
– Te haré daño, lo digo en serio.
El anciano escupió en el suelo, y la hierba crepitó al recibir su saliva. El líquido se expandió formando un charco espumoso en la tierra.
Y en el charco, David vio a su padre, a Rose y al bebe Georgie. Todos reían, incluso Georgie, al que su padre lanzaba al aire, como había hecho en el pasado con David.
– No te echan de menos, ¿sabes? -le dijo el viejo-. No te echan de menos ni una pizca. Se alegran de que te hayas ido. Hacías que tu padre se sintiese culpable porque le recordabas a tu madre, pero ahora tiene una familia nueva y, como no estás en medio, ya no tiene que preocuparse ni por ti ni por tus sentimientos. Se ha olvidado de ti, igual que se olvidó de tu madre.
La imagen del charco cambió, y David vio el dormitorio que su padre compartía con Rose. Rose y él estaban de pie junto a la cama, besándose y, mientras David los observaba, se tumbaron. El niño apartó la mirada, notando un escozor en la cara y una gran rabia dentro. No quería creérselo, pero tenía la evidencia delante, en un charco de saliva humeante escupida por un anciano venenoso.
– ¿Ves? -dijo el viejo-. No tienes ninguna razón para volver.
Se rió, y David lo golpeó con la espada, sin darse cuenta de lo que estaba haciendo. Estaba enfadado y triste, nunca se había sentido tan traicionado. Era como si algo hubiese tomado el control de su cuerpo, algo ajeno a él que lo había dejado sin voluntad propia. Su brazo se levantó solo y atacó al viejo, rasgándole la bata marrón y marcando una línea ensangrentada sobre su piel.
El anciano se apartó, se llevó la mano al pecho y vio que tenía los dedos rojos. Empezó a cambiarle la cara, que se estiró y adoptó la forma de una media luna, y la barbilla se le curvó tanto hacia arriba que estuvo a punto de chocarle con el puente de su torcida nariz. Del cráneo le nacieron matas de pelo negro y basto. El hombre tiró al suelo la bata, y David vio un traje verde y dorado, sujeto con un recargado cinturón de oro y una daga de oro que se doblaba como el cuerpo de una serpiente. En la tela del traje había un corte, justo donde la espada de David había rajado la bonita tela. Por último, un disco negro y plano apareció en la mano del hombre, que lo lanzó al aire y lo recogió convertido en un sombrero torcido, para después colocárselo en la cabeza.
– Tú -dijo David-. Tú estuviste en mi habitación.
El Hombre Torcido siseó, y la daga que llevaba a la cintura se retorció como si realmente fuese una serpiente. El hombre tenía la cara desfigurada de furia y dolor.
– He caminado por tus sueños -dijo-. Sé todo lo que piensas, todo lo que sientes, todo lo que temes. Sé que eres un niño odioso, desagradable y celoso, y, a pesar de todo, yo pensaba ayudarte. Iba a ayudarte a encontrar a tu madre, pero me has cortado. Oooh, eres un chico horrible. Podría hacer que lo lamentaras, que lamentaras mucho haber nacido, pero… -El tono de su voz cambió de repente, volviéndose sosegado y razonable, lo que asustó a David todavía más-. No lo haré, porque al final me necesitarás. Yo puedo llevarte hasta la persona que buscas y después llevaros a ambos a casa. Soy el único que de verdad puede hacerlo, y sólo te pediré un favorcillo a cambio, una cosa tan pequeña que ni siquiera te darás cuenta… -Pero, antes de poder seguir hablando, se vio interrumpido por el sonido de Roland al regresar.
El Hombre Torcido agitó un dedo delante de la cara de David.
– Hablaremos de nuevo, ¡y quizás entonces me estés un poco más agradecido!
Después de decir aquello, empezó a dar vueltas en círculo tan deprisa y con tanta energía que abrió un agujero en el suelo y desapareció, dejando tan sólo la bata marrón detrás. Su escupitajo se había secado, y las imágenes del mundo de David ya no se veían.
David notó que Roland se colocaba a su lado, y los dos contemplaron el agujero negro que había dejado el Hombre Torcido.
– ¿Quién o qué era eso? -preguntó Roland.
– Se disfrazó de anciano -respondió David-. Me dijo que podía ayudarme a volver a casa y que era el único que podía hacerlo. Creo que era el hombre del que hablaba el Leñador, el tramposo.
– ¿Le has herido? -preguntó Roland al ver la sangre que goteaba de la espada de David.
– Estaba enfadado, no he podido contenerme.
Roland le quitó la espada, arrancó una gran hoja verde de un arbusto y la usó para limpiarla.
– Debes aprender a dominar tus impulsos -le dijo al niño-. Las espadas desean que las uses, quieren hacer daño. Por eso se forjaron, y no tienen otro propósito en la vida. Si no las controlas, te controlarán a ti. -Le devolvió el arma a David-. La próxima vez que veas a ese hombre, no te limites a hacerle daño: mátalo. Diga lo que diga, no quiere nada bueno.
Caminaron juntos hasta Scylla, que estaba mordisqueando la hierba.
– ¿Qué has visto ahí detrás? -preguntó David al soldado.
– Sospecho que lo mismo que tú -contestó Roland, sacudiendo la cabeza, un poco molesto porque David le hubiese desobedecido-. Lo que mató a esos hombres les chupó la carne de los huesos y dejó los restos colgados de los árboles. El bosque está lleno de cadáveres, por lo que he podido ver. El suelo está húmedo de sangre, pero hirieron a la Bestia, sea lo que sea esa criatura, antes de morir, porque hay una sustancia asquerosa en la tierra, algo negro y putrefacto, y las puntas de algunas de sus lanzas y espadas se habían fundido al tocarlo. Si hay posibilidad de herirla, hay posibilidad de matarla, aunque hará falta algo más que un soldado y un niño para lograrlo. Esto no es asunto nuestro, tenemos que irnos.
– Pero… -protestó David, aunque no sabía qué decir. No era como en los cuentos, en los que los soldados y los caballeros mataban dragones y monstruos. Aquellos héroes no tenían miedo y no huían ante la amenaza de la muerte.
Roland ya estaba encima de Scylla con la mano extendida, esperando a que David la cogiese.
– Si tienes algo que decir, David, dilo.
– Han muerto muchos hombres -respondió el niño, intentando encontrar las palabras adecuadas para no ofender a Roland-, y lo que los mató sigue vivo, aunque esté herido. Matará otra vez, ¿verdad? Morirá más gente.
– Quizá.
– Entonces, ¿no deberíamos hacer algo?
– ¿Y qué sugieres? ¿Que lo cacemos con una espada y media? Esta vida está llena de amenazas y peligros, David. Tendremos que enfrentarnos a algunos, y habrá ocasiones en las que tengamos que actuar por el bien común, aun a riesgo de nuestras vidas, pero no podemos dejarnos matar inútilmente. Cada uno de nosotros tiene una sola vida que vivir y una sola vida que ofrecer. Malgastarla cuando no hay esperanza no es una hazaña gloriosa. Venga, nos acecha el crepúsculo, y tenemos que encontrar refugio para la noche.
David vaciló durante unos segundos, pero después aceptó la mano de Roland y subió a la silla. Pensó en todos aquellos hombres muertos y se preguntó qué tipo de criatura podría haberles causado tanto daño. El tanque seguía en medio del campo de batalla, abandonado y extraño. De algún modo, había encontrado el camino entre su mundo y el mundo en que se encontraban, pero sin tripulación y, aparentemente, sin que nadie lo hubiese conducido nunca.
Mientras se alejaban, recordó las visiones reflejadas en el charco de saliva del Hombre Torcido, y las palabras que éste le había dicho: «No te echan de menos ni una pizca. Se alegran de que te hayas ido».
No podía ser cierto, ¿no? Sin embargo, el niño había visto cómo su padre mimaba a Georgie, y cómo miraba a Rose y la cogía de la mano cuando paseaban, y se imaginaba las cosas que hacían juntos cuando la puerta del dormitorio se cerraba
por las noches. ¿Y si encontraba la forma de regresar a casa y no le querían allí? ¿Y si de verdad eran más felices sin él?
Pero el Hombre Torcido le había dicho que él podía arreglarlo todo, que podía devolverle a su madre y llevarlos a los dos a casa, a cambio de un favorcillo. Y David se preguntó qué favor sería, mientras Roland espoleaba a Scylla para que siguiera adelante.
Mientras tanto, más hacia el oeste, donde David no podía ni verlos ni oírlos, un coro de aullidos triunfantes se elevó en el aire.
Los lobos habían encontrado otro puente para cruzar el abismo.
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