37999.fb2 El Libro De Las Cosas Perdidas - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 24

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XXII. Sobre el Hombre Torcido y cómo sembró la duda

David y Roland abandonaron la aldea a la mañana siguiente. La nieve ya había dejado de caer y, aunque los gruesos montículos blancos todavía enmascaraban la faz de la tierra, era posible distinguir la ruta que seguía el camino entre las colinas cubiertas de árboles. Las mujeres, los niños y los ancianos habían salido de su escondrijo en las cuevas, y David oía cómo algunos lloraban y gemían delante de las ruinas calcinadas de lo que antes fueran sus hogares, o cómo lamentaban la pérdida de sus seres queridos, porque tres hombres habían muerto luchando contra la Bestia. Otros se habían reunido en la plaza, donde los caballos y los bueyes de nuevo se ponían a trabajar para llevarse los cuerpos achicharrados de la Bestia y su repugnante carnada.

Roland no le había preguntado a David por qué creía que la Bestia había decidido perseguirlo por la aldea, pero el niño había visto cómo el soldado lo miraba pensativo mientras se preparaban para partir. Fletcher también había visto lo sucedido, y David sabía que también sentía curiosidad. El chico no sabía bien cómo responder a la pregunta si alguien se la hacía, porque ¿cómo podía explicar la sensación de que la Bestia le resultaba familiar, que la criatura había encontrado un eco de sí misma en algún rincón de la imaginación de David? Lo que más le asustaba era sentir que, de algún modo, era responsable de su creación, y las muertes de los soldados y los aldeanos caían sobre su conciencia.

Una vez ensillada Scylla, después de reunir algo de comida y agua fresca, Roland y David atravesaron la aldea en dirección a las puertas. Pocos aldeanos se acercaron a despedirse, ya que la mayoría optó por darles la espalda a los viajeros o mirarlos con rabia desde las ruinas.

Sólo Fletcher parecía lamentar de corazón su partida.

– Mis disculpas por el comportamiento de los demás -les dijo-. Deberían mostrar más gratitud por lo que habéis hecho.

– Nos culpan por lo que le ha ocurrido a su aldea -repuso Roland-. ¿Por qué iban a mostrar gratitud a los que los han dejado sin techo?

– Algunos dicen que la Bestia os siguió -explicó Fletcher, avergonzado-, y que nunca deberíamos haberos dejado entrar en el pueblo. -Miró rápidamente a David, sin querer enfrentarse a sus ojos-. Algunos han hablado sobre cómo la Bestia decidió seguir al chico en vez de a ti. Dicen que está maldito y que estaremos mejor sin vosotros.

– ¿Están enfadados contigo por traernos aquí? -preguntó David, y Fletcher pareció algo desconcertado por la amabilidad del chico.

– Si lo están, pronto se les olvidará. Ya están pensando en enviar hombres al bosque para cortar árboles. Reconstruiremos nuestros hogares. El viento salvó casi todas las cosas que estaban al sur y al oeste, y las compartiremos hasta que terminemos la reconstrucción. Con el tiempo se darán cuenta de que, de no haber sido por vosotros, no habría aldea, y muchos más habrían muerto entre los dientes de la Bestia y sus crías. -Fletcher le dio a Roland un saco de comida.

– No puedo aceptarlo -protestó Roland-. Vosotros lo vais a necesitar.

– Con la Bestia muerta, los animales regresarán y de nuevo tendremos mucha caza. -Roland le dio las gracias y se preparó para dirigir a Scylla al este-. Eres un joven muy valiente -le dijo Fletcher a David-. Ojalá pudiera darte algo más, pero sólo he podido encontrar esto. -En su mano sostenía algo parecido a un gancho ennegrecido. Se lo dio a David. Era pesado y tenía textura de hueso-. Es una de las uñas de la Bestia -explicó Fletcher-. Si alguien cuestionase tu valor, o si sientes que el coraje te falla, cógela en la mano y recuerda lo que hiciste aquí.

David le dio las gracias y se guardó la uña en la bolsa. Entonces, Roland espoleó a Scylla, y dejaron atrás las ruinas de la aldea.

Cabalgaron en silencio a través de aquel mundo en penumbra, que parecía más espectral si cabe con la nieve caída. Todo parecía brillar con un tono azulado, y la tierra parecía más iluminada y aún más extraña; hacía mucho frío, y podían ver las nubes de vaho en el aire al respirar. David notaba que los pelillos de la nariz se le congelaban, y la humedad de su aliento le formaba cristales de hielo en las pestañas.

Roland cabalgaba lentamente, procurando alejar a Scylla de las zanjas y montículos, por temor a que resultase herida.

– Roland -dijo por fin el niño-. Hay algo que me ha estado preocupando: me dijiste que sólo eras un soldado, pero creo que no es cierto.

– ¿Por qué lo dices? -le preguntó Roland

– Vi cómo dabas órdenes a los aldeanos y cómo te obedecían, incluso los que no estaban seguros de quererte allí. He visto tu armadura y tu espada. Creía que los adornos eran de bronce o de metal coloreado, pero, cuando los observé con más atención, vi que eran de oro. El símbolo del sol de tu coraza y tu escudo están hechos de oro, y hay oro en tu vaina y en la empuñadura de la espada. ¿Cómo es posible, si no eres más que un soldado?

Roland no respondió durante un momento, pero después contestó:

– Una vez fui algo más que un soldado. Mi padre era el señor de una amplia extensión de tierra, y yo era su hijo mayor y heredero. Pero él no me aprobaba, ni aprobaba mi forma de vida, así que discutimos, y, en un arranque de rabia, me echó de sus tierras y me prohibió volver a verle. Poco después de nuestra pelea inicié la búsqueda de Raphael.

David quería hacerle más preguntas, pero notaba que la relación entre Roland y Raphael era privada y muy personal. Seguir indagando habría sido grosero, y tampoco quería hacerle daño a Roland.

– ¿Y tú? -le preguntó Roland-. Cuéntame más cosas sobre ti y tu hogar.

Y David lo hizo. Intentó explicarle algunas de las maravillas de su mundo: le habló de los aviones, de la radio, de los cines y de los coches; le contó que había una guerra, la conquista de naciones y el bombardeo de las ciudades. Si a Roland aquellas cosas le parecieron extraordinarias, no lo demostró. Las escuchó como un adulto escucha los cuentos inventados por un niño, impresionado por la fantasía creativa de su mente, pero reacio a creer en ellos. Parecía más interesado en lo que el Leñador le había contado del rey y en el libro que contenía sus secretos.

– Yo también he oído que el rey sabe muchas cosas de libros e historias -comentó Roland-. Puede que su reino se haga pedazos, pero él siempre tiene tiempo para los cuentos. Quizá el Leñador tuviese razón al intentar llevarte ante él.

– Si el rey está débil, como dices, ¿qué pasará con su reino cuando muera? -le preguntó David-. ¿Tiene un hijo o una hija que lo suceda?

– El rey no tiene hijos -respondió Roland-. Ha gobernado durante mucho tiempo, desde antes de mi nacimiento, pero nunca ha tomado esposa.

– ¿Y antes de él? -preguntó el niño, que siempre había sentido interés por los reyes, las reinas, los reinos y los caballeros-. ¿Era su padre rey?

– Creo que antes de él había una reina -contestó el soldado, encogiéndose de hombros-. Era muy, muy vieja, y anunció que un joven, un chico al que nadie había visto antes, estaba a punto de llegar para sucedería en el trono. Y eso pasó, según los que estaban vivos en aquel entonces. A los pocos días de la llegada del joven, fue coronado rey, y la reina se fue a sus aposentos, se quedó dormida y no volvió a despertarse. Dicen que casi parecía… aliviada de poder morir.

Llegaron a un arroyo helado por la bajada de la temperatura, y allí decidieron descansar un rato. Roland utilizó la empuñadura de la espada para romper el hielo, de modo que Scylla pudiese beber del agua que se escondía debajo. David recorrió la orilla del arroyo mientras Roland comía, porque él no tenía hambre; la mujer de Fletcher le había dado unas grandes rebanadas de pan casero con mermelada para desayunar aquella mañana, y todavía las sentía en el estómago. Se sentó en una roca y rebuscó entre la nieve algunas piedras para tirarlas al hielo. Como la capa de nieve era profunda, pronto tuvo el brazo completamente enterrado, los dedos tocaron algunos guijarros…

Y una mano salió disparada de la nieve que tenía al lado y lo agarró justo por encima del codo. Era una mano blanda y delgada, con uñas largas e irregulares, y una fuerza enorme que lo tiró de la roca, haciéndolo caer sobre la nieve. David abrió la boca para gritar pidiendo auxilio, pero una segunda mano apareció y le tapó los labios. Las manos lo arrastraron al interior del montículo sin soltarlo en ningún momento, así que la nieve cayó sobre él, y ya no pudo seguir viendo los árboles ni el cielo. Sintió tierra dura en la espalda y empezó a notar que se ahogaba, pero, entonces, el suelo se derrumbó y se encontró en un hueco de tierra y piedra. Las manos lo soltaron, y una luz iluminó la oscuridad. Tres raíces colgaban del techo acariciándole la cara, y el niño vio las bocas de tres túneles que convergían en la gruta en la que se encontraba. Unos huesos amarillentos yacían en una esquina, aunque se notaba que la carne que antes los cubría se había podrido o consumido hacía tiempo. Había gusanos, escarabajos y arañas por todas partes, corriendo, luchando y muriendo en la tierra húmeda y fría.

Y allí estaba el Hombre Torcido, agachado en una esquina, con una lámpara en una de las pálidas manos que habían arrastrado a David, y un enorme escarabajo negro en la otra. Mientras David lo observaba, el Hombre Torcido se metió el nervioso insecto en la boca, con la cabeza por delante, y lo cortó por la mitad con los dientes. Lo masticó, sin dejar de mirar a David. La mitad inferior del insecto siguió moviéndose durante unos segundos, pero después se quedó quieta. El Hombre Torcido se la ofreció a David, y el niño vio parte de las entrañas del bicho, que eran blancas, y tuvo ganas de vomitar.

– ¡Ayúdame! -gritó-. ¡Roland, ayúdame, por favor!

Pero no hubo respuesta, y las vibraciones de sus gritos no hicieron más que desprender tierra del techo del hueco. La tierra le cayó en la cabeza y en la boca, y David la escupió y se preparó para volver a gritar.

– Oh, yo no haría eso -le advirtió el Hombre Torcido. Se metió una uña entre los dientes y sacó una larga pata negra de escarabajo que se le había clavado en la encía-. Este terreno no es estable, y, con todo lo que ha nevado, bueno, prefiero no pensar en lo que pasaría si se te cayese todo encima. Creo que morirías, y no sería una muerte agradable.

David cerró la boca, porque no quería acabar enterrado vivo con los insectos, los gusanos y el Hombre Torcido.

El Hombre Torcido se puso a comerse la mitad inferior del escarabajo, quitándole el caparazón para dejar al aire sus tripas.

– ¿Seguro que no quieres un poco? -le preguntó-. Está muy bueno: crujiente por fuera y tierno por dentro. Sin embargo, a veces prefiero dejar lo crujiente y quedarme con lo tierno. -Se llevó el cuerpo del insecto a la boca y le chupó la carne, para después tirar el resto en un rincón-. Me pareció buena idea tener una charla contigo sin que tu, mmm, «amigo» nos interrumpiera. Creo que no has entendido bien la naturaleza de tu situación, todavía pareces pensar que aliarte con el primero que pase te servirá de algo, pero no es así, ¿sabes? Yo soy la única razón por la que sigues vivo, no un ignorante leñador ni un caballero caído en desgracia.

– El Leñador no era un ignorante -repuso David, que no podía soportar que aquel tipo insultara a los hombres que lo habían ayudado-. Y Roland discutió con su padre, no ha caído en desgracia.

– ¿Eso te ha dicho? -preguntó el Hombre Torcido, esbozando una sonrisa muy desagradable-. Ay, ay. ¿Has visto el retrato que lleva en su medallón? Raphael, ¿no es ése el nombre de la persona que busca? Un nombre muy bonito para un joven. Estaban los dos muy unidos, ya sabes. Oh, sí, muuuy unidos. -David no sabía bien qué quería decir el Hombre Torcido, pero su forma de hablar hacía que el niño se sintiera sucio-. Quizá quiera que tú seas su nuevo amigo -siguió diciendo el Hombre Torcido-. Te observa por las noches, ya sabes, mientras duermes. Cree que eres guapo y quiere estar cerca de ti, y bien cerca.

– No hables así de él -lo advirtió David-. No te atrevas.

El Hombre Torcido saltó como una rana y aterrizó delante de David. Con su mano huesuda agarró con fuerza la mandíbula del niño y le clavó las uñas en la piel.

– No me digas lo que tengo que hacer, niño. Podría arrancarte la cabeza si quisiera y utilizarla para adornar mi mesa. Podría abrirte un agujero en el cráneo y meter dentro una vela, después de comerme lo que haya dentro… que no será mucho, supongo. No eres un crío muy listo, ¿verdad? Te metes en un mundo que no comprendes, persiguiendo la voz de alguien que sabes que está muerto; no encuentras la forma de volver, así que insultas a la única persona que puede ayudarte, es decir, yo. Eres un niñito muy maleducado, desagradecido e ignorante. -El Hombre Torcido chascó los dedos y sacó una larga aguja afilada, ensartada con un tosco hilo negro hecho de lo que parecían ser patas entrelazadas de escarabajos muertos-. Bueno, ¿por qué no intentas mejorar tus modales antes de que tenga que coserte los labios? -Soltó la cara de David y le dio unas amables palmaditas en la mejilla-. Deja que te dé una prueba de mis buenas intenciones -ronroneó. Se metió la mano en la bolsa de cuero que llevaba en el cinturón, sacó de ella el hocico que le había cortado al lobo explorador y lo agitó delante del niño-. Te estaba siguiendo y te encontró al salir de la iglesia del bosque. Te habría matado, de no haber intervenido yo. Otros lo seguirán, están sobre tu pista y cada vez son más. Las transformaciones se multiplican, y nadie puede pararlos. Ha llegado su momento, incluso el rey lo sabe, aunque no tiene la fuerza suficiente para interponerse en su camino. Te recomendaría regresar a tu mundo antes de que vuelvan a encontrarte, y yo puedo ayudarte en eso. Dime lo que quiero saber, y estarás a salvo en tu cama antes de que caiga la noche. Todo irá bien en tu hogar, y tus problemas se habrán solucionado: tu padre te querrá a ti y sólo a ti. Te lo puedo prometer si contestas a una sola pregunta.

David no quería hacer un pacto con el Hombre Torcido, porque sabía que no podía confiar en él y estaba seguro de que le escondía muchas cosas. Un trato con aquel hombre no sería ni sencillo ni gratuito. Pero el niño también sabía que mucho de lo que le estaba diciendo era cierto: los lobos se acercaban y no se detendrían hasta encontrarlo. Roland no podía matarlos a todos. Además, estaba la Bestia: aunque era terrible, no era más que uno de los horrores que aquella tierra parecía esconder. Habría otros, quizá peores que los loups o la Bestia. Estuviese donde estuviese la madre de David, ya fuera en aquel mundo o en otro, parecía fuera de su alcance, no podía encontrarla. Pensar que podía hacerlo había sido una idiotez, aunque sólo se debía a que deseaba de todo corazón que fuese cierto, quería que su madre estuviese viva de nuevo, porque la echaba de menos. A veces se olvidaba de ella, pero, al olvidarla, la recordaba otra vez, y el dolor que sentía por ella regresaba con nueva fuerza. En cualquier caso, la respuesta a su soledad no estaba en aquel lugar; había llegado el momento de volver a casa. Por eso, el niño dijo:

– ¿Qué quieres saber?

El Hombre Torcido se inclinó sobre él y susurró:

– Quiero que me digas el nombre del niño que vive en tu casa. Quiero que me digas cómo se llama tu hermanastro.

– Pero ¿por qué? -preguntó David, perdiendo el miedo por un instante. Si el Hombre Torcido era la misma figura que había visto en su dormitorio, ¿no era posible que también hubiese estado en otras partes de la casa? El niño recordó que un día se había despertado con la desagradable sensación de que algo o alguien le había tocado la cara mientras dormía. A veces se notaba un olor extraño en el dormitorio de Georgie (más extraño, al menos, que el olor que normalmente salía de Georgie). ¿Sería un indicio de la presencia del Hombre Torcido? ¿Era posible que el Hombre Torcido no lograse oír el nombre de Georgie durante sus incursiones en la casa? ¿Y por qué era tan importante para él saberlo?

– Sólo quiero oírlo de tu boca -respondió el Hombre Torcido-. Es una cosita muy fácil, un favor diminuto, diminuto. Dímelo, y todo esto acabará.

David tragó saliva con dificultad. Tenía muchas ganas de volver a casa, y sólo había que decir el nombre de Georgie. ¿Qué tenía de malo? Abrió la boca para hablar, pero el nombre que se oyó no fue el de su hermano, sino el suyo.

– ¡David! ¿Dónde estás?

Era Roland. David oyó cómo excavaba en la tierra que lo cubría. El Hombre Torcido siseó, disgustado por la interrupción.

– ¡Deprisa! -le dijo a David-. ¡El nombre! ¡Dime el nombre! -La tierra caía sobre la cabeza del niño, y una araña le correteó por la cara-. ¡Dímelo! -chilló el Hombre Torcido, y el techo de tierra les cayó encima, cegando y enterrando a David. Antes de fallarle la vista, vio al Hombre Torcido correr hacia uno de los túneles y escaparse. David tenía tierra en la boca y en la nariz, intentó respirar, pero se le atrancó en la garganta: estaba ahogándose en tierra. Notó unas manos fuertes que lo cogían por los hombros y lo sacaban al exterior, donde volvió a sentir el aire fresco y limpio. Se le aclaró la visión, pero todavía tosía tierra y bichos. La mano de Roland oprimió el cuerpo de David para que expulsara la porquería y los insectos de la garganta, y el chico escupió tierra, sangre, bilis y cosas que reptaban al limpiarse sus vías respiratorias; después, se tumbó de lado en la nieve. Las lágrimas se le helaron en las mejillas, y le castañetearon los dientes.

– David -dijo Roland, arrodillándose a su lado-. Háblame, dime qué ha pasado.

«Dímelo, dímelo.»

Roland tocó la cara del niño, y el muchacho hizo ademán de apartarse. El soldado notó el movimiento, porque retiró la mano al instante y se apartó de él.

– Quiero irme a casa -susurró David-. Eso es todo, sólo quiero irme a casa.

Se hizo un ovillo sobre la nieve y lloró hasta que no le quedaron lágrimas que derramar..