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A la mañana siguiente, David se despertó y vio que Roland no estaba. La hoguera estaba apagada, y Scylla ya no se encontraba atada a su árbol. David se levantó y fue hasta el lugar donde las huellas de la yegua desaparecían en el interior del bosque. Al principio se preocupó, después se sintió aliviado, a continuación notó que se enfadaba mucho con Roland por abandonarlo sin decir tan siquiera adiós y, por fin, sintió la primera punzada de miedo. De repente, la idea de enfrentarse de nuevo al Hombre Torcido en solitario no le resultaba tan atractiva, y la posibilidad de que los lobos diesen con él lo era menos todavía. Bebió de la cantimplora, con manos temblorosas, y el agua se le derramó en la camisa. Se la limpió y se enganchó una uña rota en el tosco material, soltando un hilo. Mientras intentaba desengancharse, la uña se le rompió más y le hizo soltar un grito de dolor. Tiró la cantimplora contra el árbol más cercano en un ataque de rabia, se dejó caer en el suelo y ocultó la cabeza entre las manos.
– ¿Y para qué te ha servido eso? -le preguntó Roland.
David levantó la mirada y vio que Roland lo observaba desde el límite del bosque, sentado a lomos de Scylla.
– Creía que me habías abandonado -contestó David.
– ¿Por qué lo has creído?
David se encogió de hombros, avergonzado por su arranque de mal humor y por las dudas sobre su compañero, pero intentó ocultarlo atacándolo.
– Me desperté y no estabas -respondió-. ¿Qué iba a creer?
– Que estaba explorando el camino que teníamos delante. No he estado fuera mucho tiempo y me pareció que aquí estabas a salvo. Esta tierra tiene roca debajo, así que tu amigo no puede usar los túneles contra ti, y siempre he estado a la distancia suficiente para oírte. No tenías razón alguna para dudar de mí. -Roland desmontó y se acercó a David, con Scylla detrás-. Las cosas no han sido lo mismo entre nosotros desde que ese hombrecillo asqueroso te arrastró bajo tierra -dijo el soldado-. Creo tener una ligera idea de lo que te ha dicho sobre mí. Lo que siento por Raphael es algo mío y sólo mío. Lo amaba, y eso es todo lo que la gente necesita saber. El resto no es asunto de nadie.
»En cuanto a ti, tú eres mi amigo. Eres valiente y más fuerte de lo que pareces, más fuerte de lo que tú mismo crees. Estás atrapado en una tierra extraña con un desconocido como única compañía, pero has desafiado a lobos, trols, una bestia que había destruido a un ejército de hombres armados y las sucias promesas del ser al que llamas el Hombre Torcido. Y en ningún momento te he visto desesperado. Cuando acepté llevarte al rey, creía que serías una carga, pero has demostrado ser merecedor de respeto y confianza. Espero que yo, a cambio, haya probado merecer tu respeto y confianza, porque, sin eso, estamos los dos perdidos. Y bien, ¿vendrás conmigo? Ya casi hemos llegado a nuestro destino.
El soldado le ofreció una mano a David, el niño la cogió, y Roland lo ayudó a levantarse.
– Lo siento -dijo David.
– No tienes nada de qué disculparte -repuso Roland-. Pero recoge tus cosas, porque ya casi hemos acabado.
Cabalgaron durante un rato, pero, conforme avanzaban, el aire que los rodeaba empezó a cambiar. A David se le erizó el pelo de la cabeza y los brazos, y podía sentir la electricidad estática cuando los tocaba con la mano. El viento les llevaba un extraño aroma del oeste, mohoso y seco, como el interior de una cripta. La tierra se elevó bajo sus pies hasta que llegaron a la cumbre de una colina, y allí se detuvieron para mirar lo que había abajo.
Ante ellos tenían la forma oscura de una fortaleza, como una mancha sobre la nieve. A David le pareció más una sombra que la fortaleza en sí, porque tenía algo muy extraño. Distinguía una torre central, muros y cobertizos, pero todo estaba borroso, como las líneas de una acuarela en un papel húmedo. Se encontraba en el centro de un bosque, pero todos los árboles que la rodeaban estaban caídos, como si los hubiese derribado una gran explosión. En las almenas, David vislumbró reflejos metálicos. Los pájaros flotaban en el aire sobre ella, y el olor seco se había hecho más intenso.
– Aves carroñeras -comentó Roland, señalándolos-. Se alimentan de los muertos. -David sabía en qué estaba pensando el soldado: Raphael había entrado en aquel lugar y no había regresado-. Quizá debas quedarte aquí -siguió diciendo Roland-. Estarás más seguro.
David miró a su alrededor: los árboles de aquella zona eran distintos de los demás, retorcidos y antiguos, con las cortezas enfermas y llenas de agujeros. Parecían hombres y mujeres ancianos congelados en un instante de dolor. No quería quedarse solo entre ellos.
– ¿Más seguro? -repuso el niño-. Nos siguen los lobos, y quién sabe qué más vive en estos bosques. Si me dejas aquí, te seguiré a pie. Puede que te sea de utilidad allí dentro. No te decepcioné en la aldea, cuando la Bestia me persiguió, y no te decepcionaré ahora -le aseguró con decisión.
Roland no discutió con él, y bajaron juntos hasta la fortaleza. Mientras atravesaban el bosque, oyeron voces susurrando. Los sonidos parecían provenir de los árboles, surgir de las aberturas en los troncos, pero el niño no logró averiguar si eran las voces de los árboles o de seres ocultos que moraban dentro de ellos. Dos veces le pareció ver movimiento en los agujeros, y una vez estuvo seguro de distinguir unos ojos que lo observaban desde el interior de un árbol, pero, cuando se lo dijo a Roland, el soldado se limitó a responder:
– No tengas miedo. Sean lo que sean, no tienen nada que ver con la fortaleza, así que no son asunto nuestro, a no ser que ellos decidan lo contrario.
Sin embargo, sacó lentamente la espada, la bajó y cabalgó con ella en la mano, lista para usar.
El bosque estaba tan tupido que perdieron de vista la fortaleza mientras lo atravesaban, así que David se sobresaltó un poco cuando por fin salieron de allí y llegaron al desolado paisaje de troncos caídos. La fuerza del estallido, o de lo que fuera, había arrancado los árboles de cuajo, de modo que las raíces yacían expuestas sobre unos hoyos profundos. En el epicentro estaba la fortaleza, y David empezó a entender por qué le había parecido borrosa a lo lejos.
Estaba completamente cubierta de unas enredaderas marrones que rodeaban la torre central, y cubrían muros y almenas. De aquellas enredaderas nacían oscuras espinas, algunas de hasta treinta centímetros de largo y más gruesas que la muñeca de David. Podrían haber intentado trepar los muros usando las enredaderas, pero el más nimio traspiés habría supuesto empalarse un miembro o, peor, la cabeza o el corazón en aquellas púas.
Rodearon el perímetro a caballo hasta llegar a las puertas, que estaban abiertas, aunque la enredadera había formado una barrera que impedía la entrada. A través de los huecos entre las espinas, David vio un patio y una puerta cerrada en la base de la torre central. Una armadura yacía en el suelo delante de la puerta, pero no había ni yelmo ni cabeza.
– Roland -dijo el niño-. Ese caballero…
Pero Roland no miraba hacia las puertas, ni al caballero, sino que tenía la cabeza levantada y los ojos fijos en las almenas. David siguió su mirada y descubrió qué era lo que había visto brillar antes sobre los muros.
Habían empalado las cabezas de varios hombres en las espinas más altas, de cara al exterior, sobre las puertas. Algunos todavía llevaban los yelmos, aunque les habían levantado o arrancado las viseras para que se les pudiera ver la cara, mientras que a otros no les quedaba ninguna armadura. La mayoría eran poco más que calaveras, y, aunque tres o cuatro eran todavía reconocibles como hombres, no parecía quedarles carne en la cara, sólo una fina capa de piel gris y apergaminada sobre el hueso. Roland examinó a cada uno de ellos hasta recorrer todas las caras de los hombres muertos que adornaban las almenas. Cuando terminó, parecía aliviado.
– Raphael no está entre los que puedo identificar -dijo-. No veo ni su cara, ni su armadura.
Desmontó y se acercó a la entrada, donde sacó la espada para cortar una de las espinas. El pincho cayó al suelo, y, al instante, otro aún más largo y grueso creció en su lugar. Crecía tan deprisa que estuvo a punto de atravesar el pecho de Roland antes de que el soldado lograse, justo a tiempo, apartarse de su camino. Roland intentó después cortar el tallo, pero su espada sólo logró arañarlo, y el daño se reparó solo ante sus ojos, así que dio un paso atrás y envainó de nuevo la espada.
– Tiene que haber una forma de entrar -dijo-. Si no, ¿cómo consiguió llegar hasta ahí ese caballero antes de morir? Esperaremos. Esperaremos y observaremos. Quizá nos revele sus secretos si tenemos paciencia. -Se sentaron después de encender una pequeña hoguera para calentarse, y vigilaron en silencio y nerviosos la Fortaleza de las Espinas.
Cayó la noche, o, mejor dicho, creció la oscuridad que no hacía más que profundizar la sombras del día y que, en aquel mundo, hacía las veces de noche. David miró al cielo y vio el débil brillo de la luna. Los susurros del bosque, que habían continuado mientras rodeaban la fortaleza, cesaron de repente con la llegada de la luna, y las aves carroñeras desaparecieron. David y Roland estaban solos.
Una luz tenue apareció en la ventana más alta de la torre, pero la bloqueó una figura que pasó por delante, se detuvo, y pareció mirar al hombre y al chico que estaban más abajo, para después desaparecer.
– Lo he visto -dijo Roland, antes de que David pudiese abrir la boca.
– Parecía una mujer -comentó David.
«Es la hechicera -pensó el niño-, que vigila a la dama dormida en la torre.»
La luz de la luna se reflejó en las armaduras de los hombres muertos empalados en las almenas, recordándole el peligro al que Roland y él se enfrentaban. Todas aquellas personas estaban bien armadas cuando llegaron a la fortaleza, pero todas habían muerto. El cadáver del caballero que yacía al otro lado de las puertas era enorme, al menos treinta centímetros más alto que Roland y casi tan ancho como él. Quien guardara la torre debía de ser fuerte, rápido y muy, muy cruel.
Entonces, mientras observaban, las enredaderas y las espinas que bloqueaban las puertas empezaron a moverse. Se replegaron poco a poco, creando una entrada a través de la que podía pasar un hombre. Se abría como una boca abierta, con las largas espinas colocadas a modo de dientes, esperando morder.
– Es una trampa -dijo David-. Tiene que serlo.
– ¿Qué alternativa tenemos? -repuso el soldado, levantándose-. Tengo que averiguar qué le pasó a Raphael, no he venido hasta aquí para quedarme sentado mirando muros y espinas.
Se puso el escudo en el brazo izquierdo y no parecía asustado. De hecho, David no lo había visto tan contento desde que se conocían. Había viajado desde su propia tierra para encontrar la respuesta a la desaparición de su amigo, atormentado por lo que podía haberle ocurrido. Daba igual lo que pasara al otro lado de los muros de la fortaleza, daba igual si vivía o moría como resultado, porque por fin descubriría la verdad sobre el fin del viaje de Raphael.
– Quédate aquí y mantén encendido el fuego -le dijo Roland-. Si no he regresado cuando despunte el alba, llévate a Scylla y aléjate lo más deprisa que puedas de este lugar. Scylla es tan tuya como mía, porque creo que te quiere tanto como a mí. Quédate en el camino, y al final te llevará al castillo del rey. -Sonrió-. Ha sido un honor recorrer estas tierras contigo. Si no nos volvemos a ver, espero que encuentres tu hogar y las respuestas que buscas.
Se dieron la mano, y David no dejó caer ni una lágrima, porque quería ser tan valiente como Roland. Sólo después se preguntó si su amigo sería realmente valiente. Sabía que Roland creía que Raphael estaba muerto y quería vengarse del que lo había matado, pero, observando cómo el soldado se acercaba a la fortaleza, también le daba la impresión de que parte de él no deseaba vivir sin Raphael, que la muerte, para él, era preferible a vivir solo.
David acompañó a Roland a las puertas. Al acercarse, el soldado miró las espinas con aprensión, como si temiese que se cerrasen sobre él en cuanto estuviese a su alcance, pero la planta no se movió, y Roland atravesó el hueco sin incidentes. Pasó por encima de la armadura del caballero y abrió la puerta de la torre. Miró a David, levantó la espada en un adiós final y entró en las sombras. Las enredaderas de las puertas se retorcieron, y las espinas se extendieron y restauraron la barrera de la entrada al patio. Después, todo volvió a quedar en silencio.
El Hombre Torcido observó lo sucedido desde la rama más alta del árbol más alto del bosque. Las presencias que moraban dentro de los troncos no le molestaban, porque le temían más a él que a casi cualquier otro ser de los que vivían en aquella tierra. La cosa de la fortaleza era antigua y cruel, pero el Hombre Torcido era más viejo y todavía más cruel. Contempló al chico, que estaba sentado junto al fuego, con Scylla cerca, sin atar, porque era una yegua valiente y lista que no se asustaba fácilmente ni abandonaba a su jinete. El Hombre Torcido sintió la tentación de acercarse de nuevo a David para preguntarle el nombre de su hermano, pero se lo pensó mejor: pasar una noche solo al borde del bosque, frente a la Fortaleza de Espinas y vigilado por las cabezas de los caballeros muertos, serviría para predisponerlo a negociar con el Hombre Torcido cuando se hiciese de día.
Porque el Hombre Torcido sabía que el caballero Roland nunca saldría vivo de la fortaleza, y David, de nuevo, estaría solo en el mundo.
A David, el tiempo se le hizo muy largo. Alimentaba el fuego con palos y esperaba a que regresase Roland. De vez en cuando, notaba el hocico de Scylla en el cuello, la forma que tenía el animal de recordarle que estaba a su lado. El niño agradecía la presencia del caballo, porque su fuerza y su lealtad le resultaban tranquilizadoras.
Pero el cansancio empezó a apoderarse de él, y su mente le jugaba malas pasadas. Se quedaba dormido durante un par de segundos y, al instante, soñaba; vislumbró su casa, y los incidentes de los últimos días se repetían en su cabeza, mezclándose las historias de lobos, enanos y crías de Bestia hasta que todas formaron parte del mismo cuento. Oyó la voz de su madre llamándolo, como había hecho a veces en sus últimos días de vida, cuando el dolor era demasiado grande para soportarlo. Entonces, el rostro de Rose reemplazaba al de su madre, igual que Georgie había ocupado el lugar de David en el corazón de su padre.
Pero ¿era cierto? De repente, se dio cuenta de que echaba de menos a Georgie, y aquel sentimiento le resultó tan inesperado que estuvo a punto de despertarse. Recordó la forma en que el bebé le sonreía, o cómo le apretaba el dedo con su puño gordezuelo. Cierto, era ruidoso, absorbente y olía mal, pero todos los bebés eran así; en realidad, no era culpa de Georgie.
Entonces, la imagen de Georgie se desvaneció, y David vio a Roland, espada en mano, avanzando por un pasillo largo y oscuro. Estaba dentro de la torre, pero la torre en sí era una especie de ilusión; escondidas en su interior, había muchas habitaciones y pasillos, y en todos ellos había trampas para los incautos. Roland entró en una gran cámara circular, y, en su sueño, David vio que la incredulidad hacía que el caballero abriese los ojos como platos, y las paredes se tiñeron de rojo mientras algo entre las sombras llamaba a David…
David se despertó de repente. Seguía junto al fuego, pero las llamas casi se habían apagado y Roland no había vuelto. El niño se levantó y se acercó a las puertas. Scylla relinchó, nerviosa, cuando vio que se alejaba, pero se quedó junto a la hoguera. David se puso delante de las puertas y, vacilante, acercó la mano a una de las espinas. De inmediato, las enredaderas se apartaron, las espinas se replegaron y una abertura en la barrera quedó al descubierto. David miró a Scylla y las ascuas moribundas del fuego. «Debería irme ahora -pensó-. Ni siquiera tendría que esperar al alba. Scylla me llevará hasta el rey, y él me dirá lo que tengo que hacer.»
Pero, aun así, se quedó junto a las puertas. A pesar de lo que le había pedido Roland que hiciera si él no volvía, David no quería abandonar a su amigo, y, mientras contemplaba las espinas, sin saber bien qué hacer, oyó una voz que lo llamaba.
– David -susurró-. Ven conmigo, por favor, ven. -Era la voz de su madre-. Aquí es donde me llevaron -siguió diciendo la voz-. Cuando la enfermedad pudo conmigo, me dormí y pasé de nuestro mundo a éste. Ahora, ella me vigila. No puedo despertarme y tampoco escapar. Ayúdame, David. Si me quieres, ayúdame, por favor…
– Mamá -dijo David-, estoy asustado.
– Has llegado muy lejos y has sido muy valiente -contestó la voz-. Te he observado en sueños y estoy muy orgullosa de ti, David. Sólo unos pasos más, sólo un poco más de valor, es lo único que te pido.
David metió la mano en la bolsa y encontró la uña de la Bestia. La agarró con fuerza, se la metió en el bolsillo y pensó en las palabras de Fletcher. Había sido valiente antes y podía volver a serlo por su madre. El Hombre Torcido, que seguía observando desde los árboles, se dio cuenta de lo que pasaba y empezó a moverse. Se levantó de un salto, descendió de rama en rama y aterrizó como un gato en el suelo, pero era demasiado tarde: David había entrado en la fortaleza, y la barrera de espinas se había cerrado detrás de él.
El Hombre Torcido aulló de rabia, pero el niño, ya perdido en el interior de la fortaleza, no le oyó.
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