37999.fb2 El Libro De Las Cosas Perdidas - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 27

El Libro De Las Cosas Perdidas - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 27

XXV. Sobre la hechicera, y lo que le ocurrió a Raphael y Roland

El patio estaba adoquinado con piedras negras y blancas, manchadas por los excrementos de las aves carroñeras que sobrevolaban la fortaleza durante el día. Unas escaleras esculpidas en la piedra llevaban a las almenas; en ellas se apoyaban varias filas de armas, pero las lanzas, espadas y escudos estaban oxidados, y no servían para nada. Algunas de las armas tenían diseños fantásticos, espirales intrincadas, y delicadas cadenas entrelazadas de plata y bronce, que se repetían en las empuñaduras de las espadas y las superficies de los escudos. David no conseguía conciliar la belleza de aquellas obras de artesanía con el siniestro lugar en el que se encontraban. le sugería que el castillo no siempre había sido como era en aquellos momentos, sino que se había adueñado de él una entidad maléfica, un cuco que lo había convertido en un nido espinoso y cubierto de maleza, y que sus habitantes originales habían muerto o huido ante su llegada.

Una vez dentro, David vio restos de lucha: agujeros, sobre todo, donde los muros y el patio habían recibido la fuerza de las balas de cañón. Estaba claro que el castillo era muy viejo, aunque los árboles caídos que lo rodeaban indicaban que lo que Roland había oído y lo que Fletcher había afirmado ver era cierto, aunque fuese extraño: el castillo podía moverse por el aire y viajar a sitios nuevos con los ciclos de la luna.

Bajo los muros había establos, pero no tenían heno, ni tampoco se percibían los olores típicos de los animales saludables, que solían acumularse en aquellos lugares con el tiempo. Solo vio los huesos de los caballos que habían muerto de hambre tras el fallecimiento de sus amos, y el leve hedor que recordaba su lenta putrefacción. Frente a ellos, a ambos lados de la torre central, estaba lo que debían de haber sido los alojamientos y las cocinas de los guardias. David miró con precaución por las ventanas, pero no había ni rastro de vida. En el edificio de los guardias había literas vacías, y en las cocinas se veían hornos fríos y hambrientos. Los platos y las tazas seguían en las mesas, como si alguien hubiese interrumpido la comida y los comensales no hubiesen podido regresar después.

David se acercó a la puerta de la torre. El cadáver del caballero estaba a sus pies, con la espada todavía en la enorme mano. El arma no estaba oxidada, y la armadura del caballero todavía brillaba. Además, llevaba una ramita con una flor blanca metida en un agujero a la altura del hombro de la armadura. Todavía no se había marchitado del todo, así que David supuso que su cadáver no llevaba allí mucho tiempo. No tema sangre en el cuello, ni la había en el suelo que lo rodeaba; aunque el niño no sabía mucho sobre el mecanismo necesario para cortarle la cabeza a un hombre, se imaginaba que tendría que haber algo de sangre. Se pregunto quien sería el caballero y si él, como Roland, llevaría algún símbolo en la coraza para identificarse. El enorme caballero estaba boca abajo, y David no estaba seguro de poder darle la vuelta. A pesar de todo, decidió que el caballero muerto no debería quedar en el anonimato, por si encontraba la forma de contarle a alguien lo que le había sucedido.

David se arrodilló y respiró hondo, preparándose para el esfuerzo de mover el cuerpo; después empujó la armadura con fuerza. Comprobó sorprendido que los restos del caballero se movían con mucha facilidad. Cierto, la armadura era pesada, pero no tanto como debería serlo de haber tenido el cuerpo de un hombre dentro. Una vez logró ponerlo boca arriba, David pudo ver el símbolo de un águila en la coraza, con una serpiente enroscada en sus garras. Dio unos golpecitos en la armadura con los nudillos de la mano derecha, y el metal sonó a hueco: era como golpear un cubo de basura. Al parecer, la armadura del caballero estaba vacía.

Pero no, no era así, porque el niño oyó y notó que algo se movía al darle la vuelta a la armadura, y, cuando examinó el agujero de la parte superior, donde habían separado la cabeza del cuerpo, vio huesos y piel dentro. La parte superior de la columna vertebral estaba blanca en el punto de corte, pero, incluso en aquel lugar, no había sangre. De algún modo, los restos del caballero habían quedado reducidos a una cáscara seca dentro de la armadura, pudriéndose y desapareciendo con tanta rapidez que la flor que llevaba prendida, quizá para darle buena suerte, no había tenido tiempo de morir.

David pensó en huir de la fortaleza, pero sabía que, aunque intentase hacerlo, las espinas no lo dejarían pasar. Aquél era un lugar en el que se entraba, pero del que no se podía salir, y, a pesar de sus dudas, había vuelto a oír la voz de su madre llamándolo. Si de verdad estaba allí, no podía abandonarla.

David pasó por encima del caballero caído y entró en la torre, donde había unas escaleras de piedra que subían en espiral. Procuró escuchar con atención, pero no podía oír ningún ruido arriba. Quería llamar a su madre o gritar el nombre de Roland, pero le daba miedo que la presencia que moraba en la torre supiese que estaba allí, aunque era posible que aquella criatura ya supiese que estaba en la fortaleza y hubiese apartado las espinas para que entrase. En cualquier caso, parecía más inteligente no hacer ruido, así que no dijo nada. Recordó la figura que había pasado por la ventana iluminada y la historia de la hechicera que había encantado a una mujer, condenándola a un sueño eterno en una cámara llena de tesoros, hasta que pudiesen despertarla con un beso. ¿Podría tratarse de su madre? La respuesta lo esperaba arriba.

Desenvainó la espada y empezó a subir. Había unas ventanitas estrechas cada diez escalones, y dichas ventanas permitían que entrase un poco de luz en la torre, de modo que David podía ver por dónde iba. Contó una docena de ventanas antes de llegar al suelo de piedra de lo alto de la torre. Delante de él había un pasillo con umbrales abiertos a ambos lados. Desde el exterior, la torre no parecía tener más de diez metros de ancho, pero el pasillo que tenía delante era tan largo que el final se perdía entre las sombras, así que debían de ser decenas de metros iluminados por las antorchas encendidas de las paredes, contenidos de algún modo en el interior de una torre que sólo tenía una fracción del tamaño necesario.

David caminó lentamente por el pasillo, mirando desde fuera todas las habitaciones por las que pasaba. Algunas eran dormitorios amueblados lujosamente con enormes camas y cortinas de terciopelo; en otras había sofás y sillones; en una vio un gran piano y nada más. Las paredes de otra estaban decoradas con cientos de versiones similares del mismo cuadro: un retrato de dos niños, gemelos idénticos, con un retrato de ellos mismos en el fondo, exactamente igual al retrato que ocupaban, de modo que contemplaban infinitas versiones de sí mismos.

A medio camino del pasillo había un enorme comedor, dominado por una gran mesa de roble con cien sillas alrededor. Tenía velas encendidas a todo lo largo, y su luz iluminaba un majestuoso banquete: pavos, gansos y patos asados, y el punto central era un gigantesco cerdo con una manzana en la boca. Se veían bandejas con pescados y embutidos, y verduras humeantes en grandes ollas. Olía todo tan bien, que David se sintió atraído por la habitación, incapaz de resistirse al impulso de su hambriento estómago. Alguien había empezado a cortar uno de los pavos, porque le habían quitado el muslo y habían colocado unos trozos de carne blanca de la pechuga, tiernos y jugosos, en un plato. David cogió uno de los trozos, y estaba a punto de morderlo cuando vio un insecto que cruzaba la mesa. Era una hormiga roja muy grande, y se acercaba a un fragmento de piel que había caído del pavo. La hormiga cogió el fresco bocado marrón entre las mandíbulas, lista para llevárselo, pero, de repente, se tambaleó, como si el peso fuese más de lo que esperaba; soltó la piel, se balanceó un poco más y dejó de moverse. El niño la empujó con el dedo, pero el insecto no reaccionó: estaba muerto.

David soltó el trozo de pavo en la mesa y se limpió rápidamente los dedos en la ropa. Al fijarse mejor, vio que la mesa estaba repleta de insectos muertos. Los cadáveres de moscas, escarabajos y hormigas salpicaban la madera y los platos, todos envenenados por lo que contenía la comida. David se alejó de la mesa y regresó al pasillo; había perdido el apetito.

Pero si el comedor le había dado asco, la siguiente habitación en la que miró le resultó mucho más perturbadora: era su dormitorio en la casa de Rose, perfectamente recreado hasta en el último libro de la estantería, aunque más ordenado de lo que David lo había tenido nunca. La cama estaba hecha, pero las almohadas y sábanas estaban ligeramente amarillentas y cubiertas de una fina capa de polvo. También había polvo en los estantes, y, cuando David entró, dejó sus huellas en el suelo. Delante de él estaba la ventana que daba al jardín, abierta, y se oían ruidos que provenían del exterior, risas y gente cantando. Se acercó al cristal y miró afuera; en el jardín de abajo, tres personas bailaban en círculo: su padre, Rose y un chico al que David no reconoció, aunque supo al instante que se trataba de Georgie. Georgie era mayor, tenía unos cuatro o cinco años, pero seguía siendo un niño rechoncho. Sonreía de oreja a oreja mientras sus padres bailaban con él, su padre cogiéndolo de la mano derecha, y Rose de la izquierda, con el sol iluminándolos desde un cielo azul perfecto.

– ¡Chocolate, molinillo -le cantaban-, corre, corre, que te pillo!

Y Georgie se reía contento, mientras las abejas zumbaban y los pájaros cantaban.

– Se han olvidado de ti -dijo la voz de la madre de David-. Antes, ésta era tu habitación, pero ya nadie entra. Tú padre lo hacía al principio, pero después se resignó a perderte, y empezó a disfrutar de su otro hijo y su nueva esposa. Ella está otra vez embarazada, aunque todavía no lo sabe. Georgie tendrá una hermana, y entonces tu padre tendrá dos hijos de nuevo y ya no tendrá que recordarte.

La voz parecía salir de todas partes y de ninguna a la vez, del interior de David y del pasillo, del suelo bajo sus pies y del techo sobre su cabeza, de las piedras de las paredes y de los libros de los estantes. Durante un instante, el niño creyó verla reflejada en el cristal de la ventana, una visión descolorida de su madre de pie tras él, mirándolo. Cuando se volvió, no había nadie, pero su reflejo seguía en el cristal.

– No tiene que ser así -siguió diciendo la voz. Los labios de la imagen del espejo se movían, pero parecían decir otras palabras, porque los movimientos no coincidían con las palabras que oía David-. Sigue siendo valiente y fuerte durante un poco más. Encuéntrame aquí, y así podremos recuperar nuestra antigua vida. Rose y Georgie desaparecerán, y tú y yo ocuparemos su lugar.

Las voces del jardín cambiaron, ya no cantaban y reían. Cuando miró, David vio a su padre cortar el césped y a su madre podar un rosal con unas tijeras, cortando cada rama y colocando las flores rojas en una cesta que tenía a sus pies. Sentado en un banco entre ellos, leyendo un libro, estaba David.

– ¿Ves? ¿Ves cómo podría ser? Ahora ven, llevamos demasiado tiempo separados. Ha llegado el momento de que volvamos a reunimos, pero ten cuidado: ella estará observando y esperando. Cuando me veas, no mires a izquierda ni a derecha, mantén los ojos fijos en mi cara y todo irá bien.

La imagen desapareció del cristal, y las figuras se desvanecieron del jardín. Se levantó un viento frío que formó fantasmas de polvo en el cuarto, oscureciéndolo todo. El polvo hizo que David tosiera y le llorasen los ojos, así que salió de la habitación y se inclinó en el pasillo, entre toses y escupitajos,

Oyó un ruido cerca: el sonido de una puerta al cerrarse y echarse el pestillo desde dentro. Se volvió, y una segunda puerta se cerró y se bloqueó desde el interior, y después otra y otra. La puerta de todas las habitaciones por las que pasaba se cerraba con fuerza. En aquel momento, la puerta de su dormitorio se le cerró en sus narices, y todas las puertas que le quedaban por delante hicieron lo mismo. Sólo las antorchas iluminaban el camino y, de repente, también se fueron apagando, empezando por las que estaban más cerca de las escaleras. Detrás de él, todo se sumergía en una oscuridad total, que avanzaba muy deprisa. Pronto, todo el pasillo estaría a oscuras.

David corrió, intentando desesperadamente mantenerse por delante de las sombras que se acercaban, mientras notaba en los oídos el ruido de los portazos. Se movía tan deprisa como podía sobre el duro suelo de piedra, pero las luces morían con más rapidez de lo que él podía correr. Vio que las antorchas que tenía justo detrás se apagaban, después las que tenía a cada lado y, finalmente, las que tenía delante. Siguió corriendo, esperando poder alcanzarlas de algún modo, esperando no quedarse solo en la oscuridad. Entonces, la última antorcha se apagó, y ya no pudo ver nada.

– ¡No! -gritó el niño-. ¡Mamá! ¡Roland! ¡No veo! ¡Ayudadme!

Pero nadie respondió. David se quedó quieto, sin saber qué hacer, porque no sabía qué tenía delante, pero sí sabía que las escaleras estaban detrás. Si se volvía, siguiendo la pared, podía encontrarlas, pero estaría abandonando a su madre y a Roland, si seguía vivo. Si avanzaba, tendría que avanzar a ciegas por un lugar desconocido, presa fácil para la mujer de la que había hablado la voz de su madre, la hechicera que protegía aquel lugar con espinas y enredaderas, y que reducía a los hombres a cascarones vacíos y cabezas en almenas.

Entonces, David vio una luz diminuta a lo lejos, como una luciérnaga suspendida en la oscuridad, y la voz de su madre dijo:

– David, no tengas miedo, ya casi has llegado. No te rindas ahora.

Hizo lo que le decía, y la luz se hizo más intensa y brillante, hasta que vio que se trataba de una lámpara colgada sobre su cabeza. Poco a poco, la silueta de un arco quedó a la vista, y David se fue acercando hasta llegar a la entrada de una gran cámara, en la que cuatro enormes pilares de piedra sujetaban un techo abovedado. Las paredes y los pilares estaban cubiertos de enredaderas con espinas más gruesas que las que guardaban los muros y las puertas de la fortaleza, con pinchos tan largos y afilados que algunos eran más altos que David. Entre cada par de pilares había una lámpara, colgada de una recargada estructura de hierro, y su luz iluminaba cofres llenos de monedas y joyas, copas y marcos dorados, espadas y escudos, todos hechos de oro y piedras preciosas. Era un tesoro tan grande que quedaba fuera del alcance de la imaginación de la mayoría de los hombres, pero David apenas le echó un vistazo, porque su atención se centraba en un altar elevado de piedra en el centro del cuarto. Una mujer yacía en el altar, inmóvil como los muertos. Llevaba un vestido de terciopelo rojo y tenía las manos cruzadas sobre el pecho. Al mirarla con más cuidado, el niño vio que el pecho de la mujer se movía, que respiraba, por lo que aquélla era la dama dormida, la víctima del encantamiento de la hechicera.

David entró en la cámara, y la luz vacilante de las lámparas se reflejó en algo brillante que colgaba de la pared de espinas, a su derecha. Se volvió, y sintió un retortijón tan grande que tuvo que doblarse de dolor.

El cuerpo de Roland estaba empalado en una de las grandes espinas, a tres metros del suelo. La punta le había atravesado el pecho y le sobresalía de la coraza, destrozando la imagen de los soles gemelos. Había un rastro de sangre en la armadura, pero no mucha. La cara de Roland estaba delgada y gris, con las mejillas huecas, y el cráneo se le marcaba en la piel. Junto al cuerpo de Roland había otro, también con la armadura de los soles gemelos: Raphael. Roland por fin había descubierto la verdad sobre la desaparición de su amigo.

Y no estaban solos: la cámara abovedada estaba llena de restos de hombres, como moscas resecas en una telaraña de espinas. Algunos llevaban allí mucho tiempo, porque tenían las armaduras oxidadas en tonos rojos y marrones, y los que tenían cabeza no eran más que esqueletos.

La rabia de David pudo con su miedo, y aquella rabia fue más fuerte que cualquier pensamiento de huida. En aquel momento era más hombre que niño, y su paso a la edad adulta comenzó realmente. Caminó lentamente hacia la mujer dormida, volviéndose en lentos círculos para que ninguna trampa escondida lo pillase desprevenido. Recordó la advertencia de su madre de no mirar ni a izquierda ni a derecha, pero ver a Roland empalado en la pared le hizo desear enfrentarse a la hechicera y matarla por lo que le había hecho a su amigo.

– ¡Sal! -gritó-. ¡Muéstrate!

Pero nada se movió dentro de la cámara, y nadie respondió a su reto. La única voz que oyó, medio real, medio imaginada, era la de su madre, susurrando:

– David.

– Mamá -contestó-, estoy aquí.

Estaba ya en el altar de piedra, donde cinco escalones llevaban a la mujer dormida. Los subió lentamente, consciente de la amenaza invisible, del asesino de Roland, Raphael y todos los demás que colgaban, agujereados y huecos, de las paredes. Por fin llegó al altar y miró la cara de la mujer dormida: era su madre. Su piel estaba muy blanca, pero tenía un rubor rosado en las mejillas, y los labios eran carnosos y parecían húmedos. El cabello rojo brillaba como un fuego sobre la piedra.

– Bésame -la oyó decir David, aunque la boca no se movió-. Bésame, y estaremos juntos de nuevo.

David colocó la espada junto a ella y se inclinó para besarle la mejilla. Sus labios tocaron la piel que estaba muy fría, más fría incluso que cuando estaba dentro del ataúd abierto, tan fría que su contacto le resultaba doloroso. Le entumeció los labios y la lengua, y su aliento se convirtió en cristales de hielo que relucían como diamantes diminutos en el aire inmóvil. Al separarse de ella, alguien volvió a decir su nombre, pero era una voz masculina, no de mujer.

– ¡David!

Miró a su alrededor, intentando encontrar el origen del sonido, y vio movimiento en la pared: era Roland. El soldado agarró débilmente con la mano izquierda la espina que le sobresalía del pecho, como si haciéndolo pudiese concentrar sus últimas fuerzas y decir lo que tenía que decir. Movió la cabeza y, con un gran esfuerzo, consiguió hablar.

– David -susurró-. ¡Ten cuidado!

Roland levantó la mano derecha y con el índice señaló a la figura del altar, antes de dejarla caer. Después, su cuerpo se relajó en la espina, dejando escapar su último aliento de vida.

El niño miró a la mujer dormida, y ella abrió los ojos, pero no eran los ojos de su madre. Los de su madre habían sido verdes, amorosos y amables, mientras que aquellos ojos eran negros, sin color, como trozos de carbón engastados en nieve. El rostro de la mujer dormida también había cambiado, y ya no era la madre de David, aunque él la conocía: era Rose, la amante de su padre. Tenía el cabello negro, no rojo, y se le derramaba sobre la piedra como noche líquida. Abrió los labios, y el niño vio que tenía los dientes muy blancos y afilados, con los caninos más largos que el resto. David dio un paso atrás, y estuvo a punto de caer del altar cuando la mujer se levantó de su lecho de piedra y se estiró como un gato, doblando la columna y tensando los brazos. Se le cayó el chal que le cubría los hombros, dejando al descubierto el cuello de alabastro y la parte superior de los senos. David vio gotas de sangre en ellos, como un collar de rubíes helados en su piel. La mujer se acomodó sobre la piedra, de modo que el vestido quedase recogido a su lado. Aquellos penetrantes ojos negros miraron a David, y la lengua pálida lamió las puntas de los dientes.

– Graciasss -dijo con voz suave y baja, pero con un deje sibilante, como si una serpiente pudiese hablar-. Que chico másss guapo. El másss valiente. -David retrocedió, pero, con cada paso que daba, la mujer avanzaba otro para igualarlo, así que la distancia que los separaba seguía siendo la misma-. ¿No te parezco guapa? -le preguntó, inclinando ligeramente la cabeza a un lado, preocupada-. ¿No sssoy lo bassstante guapa para ti? Vamosss, dame otro bessso.

Era Rose, pero no lo era. Era una noche sin la promesa del alba, una oscuridad sin luz. David fue a coger la espada, pero se dio cuenta de que seguía en el altar; para cogerla, tendría que pasar junto a la mujer, y el instinto le decía que, si intentaba hacerlo, lo mataría.

Ella pareció adivinar lo que pensaba, porque miró hacia la espada.

– Ya no la necesssitasss -le dijo-. Nunca uno tan joven había llegado tan lejosss. Tan joven y tan bello. -Se llevó un dedo delgado, con la uña llena de sangre, a los labios-. Aquí -susurró-. Bésssame aquí.

David se vio reflejado en los oscuros ojos de la mujer, hundido en sus profundidades, y supo cuál sería su destino. Se volvió y bajó de un salto los últimos escalones, torciéndose el tobillo derecho al caer. Le dolió, pero no iba a dejar que aquello lo detuviese. Delante de él, en el suelo, estaba la espada de uno de los caballeros muertos; si lograba cogerla…

Una figura le pasó por encima; el borde de su vestido le rozó el pelo, y la mujer apareció delante de él. Sus pies descalzos no tocaban el suelo, sino que flotaba en el aire, roja y negra, sangre y noche. Ya no sonreía. Abrió los labios, dejando sus colmillos al descubierto, y, de repente, su boca parecía más grande que antes, filas y filas de dientes afilados, como el interior de la boca de un tiburón.

– Tendré mi bessso -dijo, extendiendo los brazos, y clavó las uñas en los hombros del niño, mientras movía la cabeza hacia sus labios.

David metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, sacó algo, y la uña de la Bestia dibujó una dentada línea roja en la cara de la mujer. La herida se abrió, pero de ella no brotó sangre, porque aquella criatura no tenía sangre en las venas. La asesina gritó y se apretó la herida, y David atacó de nuevo, rajando de izquierda a derecha y dejándola ciega. La mujer se defendió cogiéndole la mano y arrancándole la uña de la Bestia. David salió corriendo hacia el umbral de la cámara, sin otro pensamiento que llegar al pasillo a oscuras y encontrar el camino a las escaleras, pero las enredaderas se retorcieron y giraron, bloqueándole la salida y atrapándolo en el cuarto con la criatura que no era Rose.

Ella flotaba en el aire, con los brazos caídos, y los ojos y la cara destrozados. David se apartó de la puerta, intentando coger de nuevo la espada, aunque la mirada ciega de la mujer lo seguía.

– Puedo olerte -dijo-. Pagarásss por lo que me hasss hecho.

Voló hacia David, lanzando dentelladas y zarpazos al aire. El niño corrió hacia la derecha, después de nuevo hacia la izquierda, con la esperanza de poder engañarla y coger la espada, pero ella era demasiado lista para él y le cortó el paso. La criatura se movía adelante y atrás, tan deprisa que era poco más que un borrón en el aire, siempre avanzando, cortando cualquier ruta de escape y obligándolo a retroceder hacia las espinas, hasta que al fin estuvo a unos centímetros de él. David sintió un dolor agudo en el cuello y la espalda: estaba pegado a las puntas de las espinas, que eran largas y afiladas como lanzas. No tenía adonde ir. La mujer lanzó un zarpazo al aire y estuvo a punto de acertar.

– Ahora -siseó-, eresss mío. Te quiero, y tú morirás queriéndome.

Estiró la columna y abrió tanto la boca que el cráneo estuvo a punto de partírsele por la mitad, con las filas de dientes dispuestas a destrozar la garganta del niño. La criatura se lanzó hacia delante, y David se tiró al suelo, después de esperar hasta tenerla casi encima. El vestido le cubrió la cara, así que sólo pudo oír lo que pasó después: un ruido como el de una fruta podrida al pincharse. Notó una patada en la cabeza, pero sólo una.

David rodó para apartarse de los pliegues de terciopelo rojo. Las espinas habían atravesado el corazón y el costado de la mujer, y también la mano derecha, aunque la izquierda había quedado libre y temblaba sobre una enredadera; era la única parte de ella que se movía. David podía verle la cara, y ya no parecía Rose. El cabello se le había vuelto gris, y la piel era vieja y arrugada. De las heridas de su cuerpo surgía un olor a humedad y moho, la mandíbula inferior colgaba suelta sobre el pecho arrugado, y las fosas nasales le temblaron al oler a David e intentar hablar. Al principio, su voz era tan débil que el niño no pudo entender lo que decía, así que se acercó más, todavía cauteloso, aunque sabía que se estaba muriendo. El aliento le apestaba a podrido, pero aquella vez el chico entendió lo que le decía.

– Gracias -susurró, y su cuerpo quedó sin vida sobre las espinas y se deshizo en polvo.

Al desaparecer, las enredaderas empezaron a marchitarse y morir, y los restos de los caballeros muertos cayeron al suelo con estrépito. David corrió hacia Roland. Su cadáver apenas tenía sangre, y David sintió ganas de llorar por él, pero no le salían las lágrimas, así que arrastró los restos de Roland hasta el altar de piedra y, con cierto esfuerzo, lo tumbó en él. Hizo lo mismo con Raphael, colocándolo al lado de Roland. Les puso las espadas sobre el pecho y les cruzó las manos sobre las empuñaduras, como había visto en los dibujos de los caballeros muertos de sus libros. Recuperó su espada y la envainó, cogió una de las lámparas de los atriles y la usó para encontrar el camino de vuelta a las escaleras de la torre. El largo pasillo con sus muchas habitaciones ya no estaba, sólo quedaban piedras polvorientas y paredes medio derruidas. Cuando salió, vio que allí también se habían marchitado las enredaderas y las espinas. Al otro lado de las puertas, Scylla lo esperaba junto a las cenizas del fuego. Relinchó de alegría al verlo acercarse, y David le puso la mano en la frente y le susurró al oído, para que supiera lo que le había sucedido a su amado dueño. Después, por fin, montó en la silla y se dirigió al bosque y al camino que llevaba al este.

Todo estaba en silencio cuando atravesó los árboles, porque las cosas que moraban en ellos habían oído llegar a David y tenían miedo. Incluso el Hombre Torcido, que había regresado a su lugar entre las ramas, miraba al chico de otra forma e intentaba averiguar cómo utilizar aquel cambio en su favor.

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