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– ¡Miserable! ¡Payaso! -gritó el ex teniente coronel, que en aquella época se había convertido en el hombre fuerte de la comisión de control militar y ocupaba el cargo de jefe adjunto del grupo encargado de la depuración de las filas de clase. El jefe principal, por supuesto, era un militar en servicio activo.
De hecho, tú no eras nada más que un payaso miserable, un guisante que giraba en la gigantesca cesta de la dictadura total, incapaz de salir. Sin embargo, no te dejabas aplastar fácilmente. Tenías que aceptar el control militar, no había más remedio, como también tenías que participar en las manifestaciones que se organizaban para aclamar las últimas directivas de Mao, que se sucedían sin parar; directivas que siempre emitían en la radio, en el informativo de la noche. Entre preparar las pancartas, juntar a los grupos y bajar en rangos a la calle, a menudo se hacía medianoche. En medio de los golpes de tambor y de gong, los asistentes gritaban las consignas, las columnas acudían en tropel a la avenida Chang'an, que recorrían de oeste a este, luego en sentido contrario, mientras todos se miraban, mostrando una gran exaltación, para que no pareciera que en el fondo de cada uno había una profunda inquietud.
No había ninguna duda de que eras un payaso, si no, te habrías convertido en «una mierda que todos despreciarán», según la advertencia del viejo Mao que fijaba el límite entre el pueblo y sus enemigos. Para elegir entre el payaso y la mierda de perro, preferiste el payaso. Cantabas a voz en grito la canción militar «Las tres grandes reglas de disciplina y las ocho advertencias», y debías, como un soldado, mantenerte erguido delante del retrato del Dirigente Supremo que habían colgado en mitad de la pared de cada despacho, gritar tres veces «Larga vida» y empuñar El Pequeño Libro con la tapa de plástico rojo. Esta ceremonia inevitable tenía lugar al principio y al final de la jornada laboral, después de que el ejército se hiciera con el control de la institución. La llamaban «pedir las instrucciones de la mañana» y «presentar el informe de la tarde».
Eran momentos muy serios, te mantenías realmente en estado de alerta, no se podía reír. Las consecuencias habrían sido inimaginables, a menos que te hubieras preparado para ser un contrarrevolucionario o esperaras convertirte en un mártir. Lo que decía el ex teniente coronel era verdad, realmente era un payaso, pero un payaso que no se atrevía a reír. El que puede reírse ahora eres tú, cuando recuerdas aquella época, pero de hecho no siempre lo consigues.
Él se convirtió en el representante de una organización de masas en el seno del grupo de depuración que controlaba el ejército. Cuando lo eligieron los dirigentes y las masas de su facción, comprendió que había llegado al fin de sus días. Pero aquellos dirigentes y aquellas masas realmente deseaban que él los protegiera; no sabían que el asunto de la «tenencia de armas» de su padre podía apartarlo de la gran familia revolucionaria.
Durante la reunión del grupo, el delegado del ejército, Zhang, leyó en voz alta un documento llamado «control interno»; es decir, una lista de miembros del personal que tenían que someterse a un control interno. Era la primera vez que escuchaba esa expresión, le sorprendió mucho. El «control interno» no sólo estaba dirigido a los trabajadores comunes, también a algunos altos cargos del Partido, que había que castigar rápidamente por ser «malos elementos» que se habían mezclado con las masas. Ya no era la violencia de las guardias rojas que tuvo lugar dos años antes, tampoco la lucha entre las distintas facciones de las organizaciones de masas; ahora el ataque tenía lugar sin precipitación, lo dirigía el ejército como si se tratara de un plan de batalla trazado con todo detalle. La comisión de control militar quitó los precintos de los archivadores relativos a los asuntos del personal; los documentos de las personas con problemas se amontonaban sobre la mesa del delegado Zhang.
– Todos vosotros sois delegados y habéis sido elegidos por las organizaciones de masas. Espero que, una vez que os hayáis librado de la manía burguesa de fraccionarse, podáis echar de vuestras filas a los malos elementos que se hayan infiltrado. Sólo debemos tener una única postura, la del proletariado, y no la de una fracción. Lo mejor es que todo el mundo discuta caso por caso y determine quién debe entrar en la primera lista y quién en la segunda. También habrá posiblemente una tercera, y los trataremos con clemencia si reconocen por ellos mismos sus crímenes, se confiesan y proceden a las denuncias; de lo contrario, seremos implacables.
El delegado Zhang, de cara ancha y cuadrada, barrió con la mirada a los representantes de las organizaciones de masas, golpeó con sus gruesos dedos el montón de documentos que tenía delante de él, luego levantó la tapa de su taza de té y se puso a beber antes de encender un cigarrillo.
Él hizo algunas preguntas prudentes, ya que el delegado del ejército había dicho que podían discutir. Preguntó si Lao Liu, su antiguo jefe de sección, a pesar de su origen social, que era el de un terrateniente, tenía otros problemas. Luego hizo algunas preguntas sobre una jefa de subsección, antigua miembro del Partido en tiempos de la clandestinidad, organizadora del movimiento estudiantil y que, según se desprendía de su investigación, nunca había sido detenida, ni pesaba sobre ella sospecha alguna de traición hacia el Partido ni de rendición al enemigo; ignoraba por qué también formaba parte de los casos especiales. El delegado Zhang volvió la cabeza hacia él, levantó los dos dedos que sostenían un cigarrillo, y lo miró sin decirle nada. Fue precisamente en ese instante cuando el ex teniente coronel le insultó:
– ¡Miserable! ¡Payaso!
Bastantes años más tarde, leerías algunas memorias que desvelarían poco a poco las luchas internas del Partido. Te darías cuenta de que en las reuniones del Buró Político, Mao Zedong también miraba así a sus mariscales o generales que tenían un punto de vista diferente al suyo, mientras fumaba y bebía té, y que otros mariscales y generales se levantaban furiosos de inmediato para reprimirlos y evitar que el viejo tuviera que gastar saliva.
Evidentemente, tú no mereces a un mariscal o a un general, y es un teniente coronel quien te fustiga: «Insecto rastrero».
Es cierto, sólo eres un minúsculo insecto, ¿qué vale la vida de un insecto?
Después del trabajo, al ir a buscar la bicicleta al cobertizo de la planta baja, se dio de bruces con su colega de despacho, Liang Qin, que se encargaba de su trabajo desde que empezó la rebelión, hacía ya más de dos años. Pero su carrera de rebelde estaba llegando a su fin. Como no había nadie cerca de ellos, le dijo:
– Sal primero y ve despacio después del cruce, tengo algo que decirte.
Liang se subió a la bicicleta, él le siguió y luego llegó a su altura.
– Ven a mi casa a tomar algo -dijo Liang.
– ¿Quién hay en tu casa? -preguntó él.
– Mi mujer y mi hijo.
– No, mejor que hablemos mientras vamos en bicicleta.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Liang, que temía que tuviera que darle una mala noticia.
– ¿Qué problema tuviste en el pasado? -preguntó sin mirarlo, como si no le diera mucha importancia.
– ¡Ninguno! -exclamó Liang, que casi se cae de la bicicleta al oír esas palabras.
– ¿Tienes relaciones con el extranjero?
– ¡No tengo ningún pariente en el extranjero!
– ¿Has enviado cartas al extranjero?
– Espera, déjame pensar…
El semáforo estaba en rojo, apoyaron los pies en el suelo.
– Ah, sí, ya me hicieron esa pregunta, hace mucho tiempo -dijo Liang a punto de echarse a llorar.
– ¡No llores, no llores! Estamos en plena calle -dijo él.
El semáforo se puso verde y los vehículos empezaron a circular.
– ¡Hablame con franqueza, no tienes nada que temer, no te comprometería! -Liang Qin se paró-. Lo único que te digo es que sospechan de ti, algo relacionado con el espionaje, ten cuidado.
– ¡Qué dices!
El dijo que tampoco lo veía muy claro.
– Lo único que hice fue escribir una carta a Hong Kong, a uno de mis vecinos, con quien crecí; hace tiempo que se fue con una tía suya a Hong Kong. Le escribí para que me comprara un diccionario de argot inglés. Nada más, no pasó nada más. Era la época de la guerra de Corea, acababa de conseguir mi diploma en la universidad, estaba en el ejército, trabajando como intérprete, en un campo de prisioneros…
– ¿Y recibiste el diccionario? -preguntó él.
– No. ¿Eso quiere decir que… aquella carta nunca llegó a su destino? ¿Se la quedaron? -preguntó Liang.
– ¿Quién sabe?
– ¿Sospechan que mantengo relaciones con los servicios de inteligencia del extranjero?
– Eso lo has dicho tú.
– ¿Tú también piensas lo mismo? -preguntó Liang inclinando la cabeza.
– ¡Claro que no! ¡Si fuera así, no te lo habría contado! ¡Sé prudente!
Un largo trolebús articulado los rozó, Liang giró su manillar; casi lo atropellan.
– No me extraña que me expulsaran del ejército… -reflexionó Liang, en voz alta, tras caer en la cuenta.
– No era lo más grave.
– ¿Qué más hay? Dímelo todo, puedes estar tranquilo, yo no te denunciaría nunca. ¡Ni aunque me golpearan a muerte!
Liang giró de nuevo el manillar de la bicicleta.
– No estropees tu vida -le aconsejó.
– ¡No pienso suicidarme, nunca haría una estupidez así! ¡Todavía tengo a mi mujer y a mi hijo!
– ¡Es importante que te cuides mucho!
Lo dejó allí sin decirle que estaba en la segunda lista de personas que había que depurar.
Varios años más tarde, ¿cuántos, de hecho?, ¿diez? No, veintiocho años más tarde, en Hong Kong, en tu habitación de hotel, recibiste una llamada de teléfono, era Liang Qin, que había visto en el periódico que estaban representando tu obra de teatro. Al principio ese nombre no te dijo nada, pensaste que se trataba de algún viejo conocido que habrías visto una o dos veces. Quería ver tu obra, pero no tenía entradas, enseguida te disculpaste, las representaciones ya habían acabado, le explicó que era tu antiguo compañero de trabajo, que quería invitarte a cenar. Le dijiste que tenías que tomar el avión muy temprano por la mañana, que realmente ibas muy mal de tiempo, que la próxima vez ya os veríais con más calma. Entonces te dijo que pasaría por el hotel a verte; era difícil negarse. Después de colgar el teléfono, recordaste quién era y vuestra última conversación en bicicleta te vino a la mente en ese momento.
Una media hora más tarde estaba en tu habitación, vestido con un traje occidental y zapatos de cuero, llevaba una camisa de lino, corbata de tono grisáceo; no parecía uno de esos nuevos ricos de China continental. Cuando te estrechó la mano, no tenía ningún reloj Rolex o cadena de oro brillante, ni un grueso anillo de oro; sus cabellos eran de color azabache -seguramente teñidos, dada su edad. Te explicó que hacía muchos años que estaba en Hong Kong. Justamente el amigo de infancia a quien le escribió para pedirle que comprara aquel diccionario, cuando supo, con pesar, todos los problemas que causó aquella carta, se encargó de sacarlo del país. Actualmente, había abierto una empresa; su mujer y su hijo emigraron a Canadá, donde compraron el pasaporte. Te dice con una gran franqueza: «He ganado bastante dinero durante estos últimos años, no soy un gran capitalista, pero no tendré ningún problema para pasar los últimos años de mi vida con comodidad. Mi hijo ha conseguido el doctorado en Canadá, ya no tengo nada de que preocuparme, yo voy constantemente a verlo; si un día se ponen mal las cosas en este lugar, me iré a Canadá y me quedaré allí». Luego añadió que te agradecía mucho la frase que le dijiste.
– ¿Qué frase?
La habías olvidado.
– ¡No estropees tu vida! Si no me hubieras dicho eso, no sé cómo habría conseguido resistir.
– Mi padre no lo consiguió.
– ¿Se suicidó?
– Casi. Por suerte, un viejo vecino lo encontró y llamó a una ambulancia. Lo llevaron al hospital y después lo enviaron a un campo de reeducación, donde lo tuvieron durante varios años. Tres meses después de que lo soltaran, se puso enfermo y murió.
– ¿Por qué no le previniste entonces? -preguntó Liang.
– ¿Quién se habría atrevido a contar esas cosas por carta? Si hubieran interceptado una carta así, ninguno de los dos habría salvado el pellejo.
– Claro, pero ¿qué problema tenía?
– Hablemos mejor de tu problema.
– Bueno, mejor no hablemos más. -Suspiró, y mantuvieron un largo momento de silencio-. ¿Cómo vives?
– ¿Qué entiendes por cómo?
– Me refiero a si tienes suficiente dinero, sé que eres escritor…, ya entiendes lo que quiero decir.
– Ya entiendo -dices tú-. Voy tirando.
– No debe de ser fácil ganarse la vida en Occidente escribiendo, ya me lo imagino, sobre todo para un chino. No es lo mismo que hacer negocios.
– Es la libertad -dices que lo que quieres es la libertad-. Sólo quiero escribir lo que me apetezca.
Liang inclinó la cabeza, luego añadió, tomando valor:
– Si alguna vez… te hablo con sinceridad, si alguna vez estás un poco corto de dinero, si te falta algo, dímelo. No soy un gran empresario, pero…
– Un gran empresario no diría eso… -dices riendo-. Cuando hacen donaciones siempre es para conseguir algo. Cuando dan dinero para la creación de escuelas, por ejemplo, lo hacen para consolidar los negocios con su país.
Sacó una tarjeta del bolsillo de su chaqueta, añadió una dirección y un teléfono y te la dio.
– Es el número del móvil; la casa la he comprado. Esta dirección de Canadá seguro que la tendré durante mucho tiempo.
Se lo agradeces y le dices que actualmente no tienes dificultades, que si escribieras para ganarte la vida, hace tiempo que habrías tenido que dejarlo.
Un poco emocionado, te hizo una observación inesperada:
– ¡Escribes realmente para los chinos!
Le dices que escribías para ti mismo.
– Lo entiendo, lo entiendo, escribe -dice él-. Espero que lo escribas todo, que digas que aquello no era una vida digna para las personas.
¿Escribir sobre esos sufrimientos?, te preguntaste después de que se fuera.
Pero ya estás harto.
No obstante, has vuelto a pensar en tu padre. Cuando regresó del campo donde lo sometieron a la reeducación por el trabajo manual, lo rehabilitaron, recuperó el trabajo y su salario, pero insistió en jubilarse, y fue a Beijing a verte, a ti, a su hijo. Tenía la intención de viajar un poco para relajarse y pasar una vejez tranquila. Quién hubiera pensado que la noche del primer día en la capital, después de que lo acompañaras al parque del Palacio de Verano, empezaría a escupir sangre. Al día siguiente, lo internaron en el hospital, donde le descubrieron una sombra en los pulmones. Le diagnosticaron un cáncer en fase terminal. Una noche su estado empeoró de repente, lo admitieron de nuevo en el hospital y dio su último suspiro a la mañana siguiente. Antes de morir, le preguntaste por qué quiso suicidarse, y te explicó que no tenía ganas de vivir, pero no dijo nada más. Y justamente en el momento en que habría podido por fin empezar a vivir, y tenía ganas, murió.
En las honras fúnebres -las unidades de trabajo en las que moría uno de su rehabilitados debían organizar ese tipo de ceremonias para rendir cuentas a las familias-, como escritor, su hijo tuvo que decir algunas palabras, de lo contrario, no sólo habría faltado a la memoria de su padre, sino a los directores de la unidad que organizaban esa ceremonia para su camarada difunto. Lo empujaron delante del micrófono que había en la sala funeraria, frente a la urna que contenía las cenizas de su padre. No pudo decir que su padre nunca había participado en la revolución, aunque no se opuso a ella, pero no convenía que lo llamaran camarada. Sólo pudo decir una frase: «Mi padre era un hombre débil, que descanse en paz». Si hay algún lugar donde realmente se pueda descansar.