38002.fb2 El limonero real - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

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– Capaz no vienen aquí -dice Agustín. Wenceslao lo mira. Agustín parece más tranquilo ahora. Bajo la piel oscura la palidez de su cara es más difusa. Tiene el pelo negro revuelto, encrespado, áspero y terroso. Su frente brilla húmeda; la piel lisa y pegada a los huesos, y contra ellos agolpado lo que se desliza detrás y de pronto rechina, las manchas fosforescentes y súbitas que se encienden y se apagan en el recinto plagado de oscuridad. -Capaz -dice Wenceslao. -Vienen para acá -dice Rogelio. -Capaz que doblan por el caminito y van para los ranchos del claro -dice Wenceslao.

– Habrían bajado en el camino de Berini -dice Rogelio.

– Sí -dice Wenceslao.

– Salvo que haigan errado el camino -dice Rogelio. Las manchas -azul, verde, colorada- refulgen. Parecen clavadas contra el horizonte de árboles, suspendidas sobre el camino amarillo, sin siquiera rozarlo, moviéndose sobre él con contorsiones ondulantes y leves, sin avanzar. Después llegarán y serán reconocidas como la Negra, Josefa y su amiga Amelia. Se sentarán a la mesa y comerán charlando sin parar con sus voces roncas, fumando cigarrillos rubios llenas de alhajas de fantasía enormes y tintineantes. Hablarán de las calles del centro de la ciudad, con letreros luminosos de todos colores que se encienden y que se apagan, de lo bien que uno se siente paseando en coche cuando llueve y hace frío, en un coche con calefacción, viendo cómo el limpiaparabrisas arrasa las gotas que chocan y estallan de a puñados contra el vidrio del parabrisas, mientras suena en la radio alguna música de moda; de cómo de vez en cuando, en los días que tienen franco en el trabajo, alguno de sus amigos, el militar, el comerciante, incluso el diputado, las saca en su automóvil a pasar el día en el campo o en Rosario. Las escucharán en silencio. Después la Negra abrirá su bolso y sacará la cámara fotográfica: la sacará despacio, después de hurgar un buen rato entre las prendas apelotonadas en el interior del bolso, protegida por un estuche de cuero color mostaza, y el montón de pares de ojos seguirá, con cuidado minucioso, su operación de hacerla aparecer y elevarla hasta la mesa, mostrándola, y la operación subsiguiente de sacarla del estuche, con pericia estudiada y hábil precaución, tratándola como sí fuese una cosa viva. Después les pedirá que posen para una instantánea. Al principio vacilarán, cohibidos, mirándose unos a otros, pero la Negra -la pollera chillona ajustada a las nalgas demasiado gruesas, el cigarrillo colgando de los labios- irá empujándolos uno por uno, hablándolos, convenciéndolos para que se acomoden y posen contra la pared blanca del rancho que refulge, árida, en medio de la luz solar opuesta a la esfera de sombra fresca en la que está incrustada la mesa. La Negra se inclinará hacia la vieja y el viejo y hablará con ellos en voz baja, explicándoles dos o tres veces de qué se trata, hasta que el viejo se pondrá de pie con tiesura y la vieja lo seguirá con aire distraído y se encaminarán hacia la pared blanca. Todos se dirigirán, con lentitud y en desorden, hacia ese punto. Sus voces resonarán fugaces y se esfumarán. Llevarán algunas sillas. Al fin se acomodarán en tres hileras, siguiendo las indicaciones roncas de la Negra, parada en el límite de la esfera de sombra, frente a la pared blanca, sosteniendo la cámara con una mano y moviendo sin parar el brazo libre. Amelia se negará a aparecer, argumentando que se trata de una foto de familia, y nadie insistirá demasiado, de modo que se quedará sola, sentada en la silla de Wenceslao, mirando hacia la pared blanca del rancho. Los viejos ocuparán el centro del cuadro, sentados, tiesos y erguidos, en pose perfecta, y el resto se acomodará en torno a ellos: en la misma fila, de pie, estarán Rosa y Teresa, a la izquierda, del lado de la vieja, y del otro lado, a la derecha, del lado del viejo, Josefa y Rosita la hija de Rogelio. En la última fila habrá seis, de izquierda a derecha, parados: Rogelio, el hijo mayor de Rogelio, Rogelito, Wenceslao, Agustín, y los dos varones mayores de Agustín, el Chacho y el Segundo. La otra fila, la de abajo, será la de los tres niños, sentados a los pies de los viejos: en el medio Teresita, con las piernas cruzadas a la altura de las pantorrillas, a su izquierda el Carozo, el hijo menor de Rogelio, acuclillado, y a su derecha el Ladeado, con las piernas estiradas hacia adelante y apoyando los hombros contra las rodillas de la vieja. Incluso después de haberse ubicado seguirán moviéndose, buscando la actitud adecuada, como si quisiesen poner en la fotografía lo mejor de sí mismos, o lo que esperan que los otros perciban de ellos, o lo que ellos mismos esperan reconocer de sí mismos tiempo después, cuando se reencuentren en la imagen: Rosa se tocará una y otra vez el pelo, nerviosa; los chicos se reirán y adelantarán la cabeza hacia la cámara; Wenceslao, el viejo y Rogelio se pondrán serios y graves, como si estuviesen por ser no reproducidos sino juzgados por la cámara; la seriedad de la familia de Agustín será de otra clase, más grave y más oscura; únicamente sus hijos mayores, el hijo de Rogelio y Josefa, que permanecerá tranquila con aire condescendiente, se comportarán con una naturalidad relativa. La Negra permanecerá en el límite de la esfera de sombra, mirando alternadamente el visor y el cuadro humano formado ante ella, contra la pared blanca llena de refulgencias. Les pedirá primero que se estrechen y después que se separen, que no se cubran unos a otros, que sonrían, que miren a la cámara, que el Ladeado ponga un brazo sobre el hombro de Teresita y que el viejo y la vieja se den la mano. Permanecerán unos segundos así, inmóviles y en silencio, con sus sonrisas congeladas y sus ademanes a medio realizar, apretados y dirigiendo la mirada al objetivo, en torno al viejo y a la vieja como a un núcleo que los generara en círculo y en relación, como un sistema planetario, así hasta que en el intervalo de una fracción de segundo no pasará nada, salvo los cuerpos cambiando en reposo y sus sombras inmóviles contra la pared centelleante, y después se oirá el sonido metálico del obturador y entrarán otra vez en la corriente del movimiento visible, y se dispersarán.

Con el cuchillo rompe el tejido de ramas que ha formado una especie de gruta férrea de medio metro de altura sobre el suelo, un núcleo apretado de ramas y hojas en el que las enredaderas, mezclándose con arbustos y pastos, tortuosas, han levantado una especie de construcción en medio de la isla. Rompe la gruta con placer, por puro gusto, para ver el suelo debajo. La tierra húmeda va haciéndose visible, mostrándose a medida que el chasquido del cuchillo agita el aire y penetra entre las ramas haciéndolas explotar al quebrarse; al final abre un claro de alrededor de un metro cuadrado y se acuclilla para contemplarlo: la sombra perpetua lo ha conservado húmedo, liso, plagado de raicitas ralas y de tallitos blancos y lisos, de un centímetro de altura, que acaban en dos hojas suaves de un verde claro. Sabe que nadie ha visto antes esa porción de tierra húmeda; que nadie la ha pisado, desde el comienzo. Habrán pasado víboras y comadrejas y la habrán visto, pero no hombres. Es un fragmento de poco menos de un metro cuadrado de tierra húmeda, en el centro de la isla, en un espacio apenas amonticulado, custodiado en círculos cada vez más amplios, hasta llegar al anillo de agua que la rodea, por la vegetación de la isla, enana y enmarañada, plagada de nudos de arbustos y enredaderas que se extienden de un árbol a otro ahogándolos con sus ramas sin término y sus flores desmesuradas. Está acuclillado, mirándolo. Después se levanta y se va.

Cruza el río de una isla a la otra, remando rápido. Ella tiene el chico en los brazos, en la puerta de la cocina.

– Rogelio está esperándome -dice Wenceslao.

– ¿No van a llevar algo para comer en el viaje? -dice ella.

– Rosa iba preparar -dice Wenceslao.

– ¿Cuándo vuelven? -dice ella.

– Si no pasa nada, mañana a media mañana estamos acá -dice Wenceslao.

El verano arde a su alrededor. Wenceslao mira el cielo, el sol alto que acaba de pasar el mediodía y comienza por lo tanto a declinar, y queda por un momento como ciego; cierra los ojos, y al abrirlos, mirando a su alrededor, todas las cosas, el aire, los árboles, el cielo, aparecen manchadas por un resplandor verdoso.

– Puede llover -dice.

– Si llueve no anden mojándose. Paren y esperen abajo de la chata -dice ella.

– Ya veremos -dice Wenceslao.

Se da vuelta y se va. Sube en la canoa verde y cruza el río en dirección a la orilla opuesta. El agua está tibia y el sol pega de firme sobre ella, haciéndola destellar. Rogelio está esperándolo en el patio trasero. Tiene un vaso de vino en la mano y está en cueros; su pantalón sucio, sin cinturón, se sostiene por la turgencia leve de la barriga. Su piel oscura brilla húmeda. El sombrero de paja le hace sombra sobre los ojos, una sombra llena de coladuras de sol, ínfimas.

– ¿Comiste? -dice.

– Hoy temprano. Sí -dice Wenceslao.

Sigue a Rogelio hasta el patio delantero. Hay dos paraísos débiles que no dan más que una sombra tenue llena de perforaciones. La chata espera, con los dos caballos atados, más allá del tejido de alambre, vacía, apuntando hacia el camino. El montón de sandías está en el patio.

– El rosillo tiene un vaso delantero sin herrar -dice Rogelio-. Villalba no pudo terminar de herrarlos.

– No va aguantar el asfalto -dice Wenceslao.

– Si vamos todo el tiempo por la banquina hasta llegar a la ciudad, puede que aguante.

– Ni que vayamos por el agua -dice Wenceslao.

– Si llegamos a la ciudad y vendemos podemos hacerlo herrar antes de pegar la vuelta -dice Rogelio.

Rogelito asoma por la puerta del rancho. Está todo desnudo y le cuelgan mocos de la nariz.

– Rosa -dice Rogelio, en voz alta. Rosa asoma detrás del chico-. Ponele algo en la cabeza a esa criatura.

– Layo -dice Rosa.

– Cuñada -dice Wenceslao-. ¿Cómo va?

– Bien -dice Rosa.

– Que no ande esa criatura al sol en cabeza -dice Rogelio.

El chico mira con placidez, los mocos colgándole sobre el labio superior y las manos en la barriga redonda. Tiene las piernas torcidas.

– Se me escapó -dice Rosa.

– ¿Cómo vamos a llegar con ese caballo sin herrar? -dice Wenceslao.

– ¿Qué vamos a esperar, que se pudran? -dice Rogelio.

– Ese animal va sufrir -dice Wenceslao.

– No si cuidamos de ir por la banquina -dice Rogelio.

Rosa alza al chico y desaparece con él en el interior del rancho.

– Está bien -dice Wenceslao-. Vamos a cargar.

– Subí al carro -dice Rogelio-. Yo te las voy alcanzando.

Wenceslao se saca la camisa y la cuelga de una de las ramas del paraíso. La rama se balancea por el peso de la camisa que proyecta una sombra oscilante en el suelo de tierra apisonada. Wenceslao sube al carro. Su figura magra resulta nítida contra el azul árido del cielo y tiene la piel rojiza, socarrada. La sombra de su cuerpo se quiebra sobre el borde de la chata y continúa proyectándose en el suelo. Rogelio comienza a separar sandías del montón y a aproximarlas a la chata, dejándolas en el suelo. Al tercer o cuarto viaje empieza a sudar; Wenceslao espera parado sobre la chata, los brazos en jarras y el sombrero de paja haciéndole sombra sobre la cara.

– Va -dice Rogelio.

– Venga -dice Wenceslao.

Recibe la primera sandía en las manos y el peso y el envión lo hacen oscilar un poco; deja la sandía en el piso de madera de la chata, contra uno de los rincones delanteros y vuelve después a la parte trasera a recibir la segunda sandía.

– Venga -dice.

– Va -dice Rogelio.

Se dirige a la parte delantera de la chata y deja la segunda sandía al lado de la primera; al volver a la parte trasera, recibe la tercera sandía que Rogelio le entrega en silencio. Ya no se la da en la mano sino que se la arroja, y por un momento, a través de un espacio breve, la sandía va sola por el aire hasta que choca con las palmas abiertas y separadas de Wenceslao produciendo un ruido seco y como a hueco. Sobre la primera hilera de sandías acomodada contra la pared delantera de la chata va una segunda y encima de la segunda una tercera. Después Wenceslao ordena otra vez una primera fila en el piso y sobre ella dos hileras más. Después una tercera y una cuarta, cada una con sus dos hileras encima. Cada sandía se parece a todas, y todas se parecen a cada una: la misma forma alargada, ovoide, cierta protuberancia en el medio, una mancha blancuzca superpuesta al verde pálido de la cáscara en el sitio sobre el cual la sandía ha estado apoyada en la tierra mientras crecía, antes de ser arrancada de la planta y puesta en el montón con las otras. La cáscara lisa aparece marcada por unos filamentos intrincados de un verde más oscuro que se bifurcan y se quiebran, se comunican, nerviosos y complicados, formando unas redecillas tortuosas y caprichosas que cubren toda la superficie de la cáscara como una escritura, y en la porción blanquecina, lisa y descolorida como un vientre animal, tienen un tinte amarillento. Con regularidad lenta, cada sandía ha ido moldeándose a sí misma desde dentro, hasta hacerse semejante, pero no idéntica, a todas las otras. También Wenceslao, las acomoda ahora a un ritmo lento y regular. El sudor de su frente gotea sobre la cara y el torso desnudo dejando estelas sucias sobre la piel enrojecida. El montón de sandías en el patio delantero, del otro lado del tejido, va disminuyendo a medida que Rogelio las recoge y las arroja a las manos de Wenceslao, hasta que por fin desaparece del todo convertido en las hileras parejas colocadas por Wenceslao en la chata. Ahora el lugar del patio en el que han estado las sandías está vacío. Wenceslao baja de la chata y se apoya en ella, encendiendo un cigarrillo. Rogelio se aproxima. Respiran con la boca abierta, con cortas y ruidosas inspiraciones y expiraciones, y se miran durante un momento sin hablar. Wenceslao chupa dos o tres veces el cigarrillo sin tragar el humo.

Su voz suena ronca.

– Seiscientas -dice.

– Seiscientas, sí -dice Rogelio.

La respiración se les va normalizando, gradual. Están llenos de sudor.