38002.fb2
Se dirigen hacia la bomba y se lavan. Rosa sale con un trapo blanco y se los da para que se sequen. Ni se peinan. Rogelio arranca una vara larga de paraíso y la deshoja, haciéndola chasquear dos o tres veces en el aire. Terminan de ponerse las camisas y suben a la chata, sentándose en el pescante, el cuerpo de Wenceslao como reducido por la altura maciza de Rogelio. Rosa está en la puerta del rancho, el chico desnudo con un sombrero sucio de trapo floreado cubriéndole la cabeza, aferrado al vestido verde de la madre. Los dos hombres la saludan afables, Wenceslao con la mano y Rogelio con un breve movimiento de cabeza, que ella contesta alzando primero la mano y después al niño, al que hace sacudir la mano en señal de saludo. El chico se echa a llorar.
– ¡Rosillo, yegua! -dice Rogelio, agitando las riendas, apretando los dientes y dando un tono nasal a su voz. Sacude la vara en el aire sobre los caballos, sin tocarlos, haciéndola vibrar y chasquear.
Los caballos se mueven sacudiendo las colas y las cabezas y golpeando el suelo con las patas delanteras, permaneciendo un momento sin poder salir de su lugar, como si no pudiesen despegarse de la tierra, haciendo fuerza hacia adelante, con todos los músculos en tensión, sin lograr arrastrar la chata durante una fracción de segundo, hasta que por fin la armazón de madera de la chata cruje y cede y el conjunto -chata y caballos y sandías y hombres- empieza por fin a andar. Sentados sobre el travesaño del pescante, los dos hombres oscilan con el movimiento del vehículo, de un modo leve, hacia los costados y después de un cambio brusco de ritmo hacia adelante y hacia atrás. Después otra vez hacia los costados. Cuando las ruedas se incrustan en un pozo de arena y patinan en él hasta salir, los cuerpos pareciera que sufren especies de estremecimientos que los hacen sacudir con un temblor rígido. Los caballos golpean con sus cascos contra el suelo de arena, produciendo sonidos opacos, apagados, y desde la altura del travesaño del pescante Wenceslao mira el campo a su alrededor, los flancos de espinillos primero, el horizonte de árboles al final del camino después, hasta que de pronto se da vuelta y mira hacia atrás para ver la casa de Rogelio convertirse en un grupo de árboles que apenas si dejan entrever unas fachadas de barro y un techo de paja. Después enciende un cigarrillo. Protege la llama del fósforo con las manos, porque el desplazamiento de la chata produce un aire rápido que arrastra el humo de las primeras chupadas hacia atrás, dispersándolo y haciéndolo desaparecer. Los caballos también avanzan sacudiendo la cabeza, y el pelo comienza a brillarles húmedo. El horizonte de árboles contra el que se aplasta el camino se aproxima cada vez más, como a saltos bruscos, agrandándose y haciéndose más nítido, hasta que pueden verse las copas alargadas de los eucaliptos que componen el bosquecito meciendo en forma imperceptible sus puntas flexibles y las miríadas de hojas moviéndose con un rumor inaudible y dejando colar la luz dorada y ya declinante. El camino hace un giro brusco frente a los eucaliptos y sigue a la derecha para retomar después de una nueva curva cerrada, esta vez hacia la izquierda, su antigua dirección. Ahora la chata bordea el bosquecito y su sombra se arrastra rápida, con las salientes alargadas de las sombras de los dos hombres y las sombras de los caballos que sacuden armoniosos las patas y las cabezas. Parecen la proyección móvil de un dibujo deliberadamente deformante del conjunto de carro y caballos. El camino se prolonga recto hasta el camino real, aterraplenado. Con violentas tensiones y vacilaciones los caballos trepan la pendiente corta del terraplén, mientras Rogelio sacude veloz la vara y grita sobre sus cabezas. Por un momento, en la cima, pareciera que carro y caballos van a retroceder con violencia pero después de una fracción de segundo de inmovilidad ilusoria los caballos salen como a la carrera -con un esfuerzo en apariencia mucho mayor en proporción a la distancia real que recorren- y ganan el camino. La cinta recta y aterraplenada es menos arenosa que el camino lateral y está como apisonada. Frente a los dos hombres, el disco del sol, rojizo y ya sin destellos, está hundiéndose en una gran nube gris amurallada en el horizonte. El camino está vacío. Desde la altura apisonada se dominan las dos grandes extensiones de campo que la flanquean. Avanzan con ritmo regular y el sonido complejo de los caballos y la chata -el chirrido de las ruedas de rayos colorados, fileteados de amarillo, girando sobre la tierra, y el crujido de las varas, y el tintineo de las cadenas y los cascos de los caballos que suenan apagados- los acompañan. Todos los ruidos forman un solo sonido que se repite monótono y que es siempre el mismo y diferente porque acaba y vuelve a recomenzar de un modo imperceptible. No se sabe qué es sonido y qué recuerdo de sonido, porque el sonido vuelve a recomenzar antes de que el recuerdo de los chirridos y los golpes apagados se disipe, superponiéndose a él. Después la gran nube comienza a subir hacia lo alto del cielo, cubriendo el sol y su vasta superficie gris está llena de manchones grávidos, ásperos, difumados, de un tinte verdoso. El sol desaparece. En su lugar queda una luz oscura, una paradójica claridad difusa diseminada con tersa intensidad entre el cielo y la tierra. Nimba a la chata y a los caballos, que avanzan hacia la tormenta, contrastando nítidos con la luz. Atraviesan una zona de inmovilidad completa, en la que el camino aterraplenado se abre paso, recto y claro, entre dos cañadas; la chata entra en la zona de inmovilidad y avanza por ella hasta que de golpe se detiene.
– Viene agua -dice Rogelio.
– Puede ser una tormenta pasajera -dice Wenceslao.
– Sí. Puede ser -dice Rogelio-. Pero si viene un temporal vamos a estar jodidos.
– Capaz que nos da tiempo de llegar a la ciudad antes de largarse -dice Wenceslao.
– No creo -dice Rogelio, mirando el cielo a su alrededor.
– ¿Y si es una tormenta pasajera? -dice Wenceslao.
– El tiempo es loco -dice Rogelio, suspirando y sacudiendo las riendas.
Se pone a llover una hora después, en el momento en que los caballos tocan con sus cascos el camino de asfalto. Se larga de golpe, sin un relámpago ni un trueno, en silencio, como si la luz oscura, verdosa, se hubiese de pronto licuado. Ni siquiera caen gotas aisladas al principio; comienza a caer un chaparrón, súbito y denso. La última luz se convierte en agua y después en una cortina de oscuridad líquida, murmurante. El ruido del carro y los caballos es apagado por el rumor de la lluvia; sólo se deja oír por momentos, confuso y fragmentario, en el umbral de su desaparición. Wenceslao siente en la cara y en el cuerpo el golpe del agua, viniendo de todas direcciones, aunque todavía no hay viento. La chata comienza a rodar por la banquina en el preciso momento en que el primer relámpago ilumina con una luz azul el largo camino desierto que por momentos brilla apagado. Después se oye el primer trueno: va bajando de la oscuridad pareja, repitiéndose varias veces a sí mismo de un modo cada vez más nítido y cercano, como si paradójicamente primero se oyesen los ecos sucesivos del trueno y después su explosión real. La chata disminuye la velocidad y los caballos tantean ciegos en la oscuridad antes de avanzar, inclinándose en el ligero declive de la banquina. A la luz de los relámpagos se ve la densidad del agua, plagada de rumores que casi no pueden oírse o discernirse debido a la extensión repetida de rumores idénticos que no sirven como contraste y que se superponen a los primeros. Los relámpagos espaciados y el golpe del agua contra su cara y su cuerpo son la única referencia débil que ayuda a Wenceslao a no creer en su absoluta irrealidad: lo único visible para él es su propia fosforescencia interna que palpita en medio de la más ardua oscuridad y que está como adormecida por el ronroneo monótono, apretado y múltiple de agua, sonido y oscuridad. Por fin el borde de la banquina cede y de no ser por el cimbrón violento, el forcejeo inútil de los caballos y la peligrosa inclinación de la chata, una de cuyas ruedas traseras gira en el vacío, Wenceslao hubiese creído que continuaba avanzando. Wenceslao baja, tantea el carro guiándose por él hasta llegar a la parte trasera, y palpa la rueda que gira fuera de la banquina, en el aire.
– Ahora voy a empujar para tratar de levantarlo. Con cuidado. Puede venirse para atrás -grita, y ni siquiera está seguro de haber sido oído.
Lo intenta dos o tres veces, sin resultado. De haber podido apoyar con firmeza los pies en el suelo lo hubiese logrado la primera vez, pero la tierra gredosa de la banquina es demasiado resbaladiza y la primera vez sus pies se deslizan para atrás y su cara golpea contra el borde de la chata. Por un momento queda como aturdido, pero se siente a sí mismo demasiado espectral en medio de la noche y de la lluvia como para advertir su propio aturdimiento. La segunda vez no resbala porque se afirma mal, de manera que tampoco cuenta con el apoyo necesario como para que su esfuerzo dé algún resultado. Es cuando se apoya ciegamente contra el carro y comienza a alzar el hombro una y otra vez con un ritmo lento y furioso, murmurando "Ahora, ahora, ahora", cuando consigue que la rueda muerda por fin el borde de la banquina y la chata salga disparada hacia adelante, demasiado veloz, como si todo el esfuerzo inútil realizado minutos antes se hubiese acumulado produciendo su efecto en el primer envión. Sin el apoyo de la chata y con todo el cuerpo echado hacia adelante Wenceslao cae, levantándose apenas toca el suelo con las manos, como si hubiese rebotado. La voz débil de Rogelio lo guía hasta el carro y va tanteando la construcción de madera -la rueda trasera, más alta, primero, la delantera después- y un súbito relámpago verde le revela por un segundo el contorno entero de carro y caballos y la silueta más alta de Rogelio, encogida contra el cielo oscuro. La imagen continúa titilando en su retina mientras sube y se sienta en el travesaño del pescante, ocupando intermitente y de un modo cada vez más vago la penumbra de su mente hasta que se hace la oscuridad completa. Ahora experimenta por fin aturdimiento, un sueño súbito. Cuando se despierta ya no llueve, pero refucila sin parar. La oscuridad es menos densa. Es como si hubiesen atravesado una zona de agua y ahora estuviesen atravesando una de electricidad y de estruendo. Pero el asfalto sobre el que golpean los cascos de los caballos está mojado. A los costados del camino se divisan unas luces dispersas, débiles.
– Rincón -dice Wenceslao.
– Pasamos Rincón hace una hora -dice Rogelio-. Esto es La Guardia.
– Hay que ir por la banquina -dice Wenceslao-. Ese caballo no va aguantar.
– Si zafa otra vez la rueda nos vamos abajo con carro y todo -dice Rogelio.
– ¿Qué horas serán? -dice Wenceslao.
– Han de ser cerca de las diez -dice Rogelio.
– Quién sabe la cola que vamos a encontrar -dice Wenceslao.
Truena y refucila, pero en el horizonte se divisa una hilera de luces, recta. Wenceslao palpa su bolsillo en busca de cigarrillos, pero encuentra el paquete húmedo y deshecho. Con cuidado, tanteando en la oscuridad, separa un poco de tabaco mojado, y se lo lleva a la boca, mascándolo. Lo escupe en seguida. Escupe dos o tres veces, para eliminar del todo el gusto del tabaco.
– Hay que colgar el farol para pasar la caminera -dice Rogelio. Para la chata y busca en el cajón, debajo del pescante, sosteniendo las riendas con una sola mano-. Dame un fósforo -dice.
Wenceslao busca la caja de fósforos pero no la encuentra.
– Lo cuelgo apagado y lo encendemos en la caminera -dice Rogelio.
Le entrega las riendas, baja de la chata, y vuelve después de un momento.
– Deberíamos dejarlos descansar un momento -dice Wenceslao, cuando le devuelve las riendas a Rogelio.
– No llegamos -dice Rogelio, sacudiendo las riendas. Los caballos se ponen otra vez en movimiento. Avanzan lentos. Los crujidos y los chirridos de la madera, el golpeteo de los cascos contra el asfalto y el entrechocar de las cadenas, resuenan con un ritmo nuevo, más apacible y nítido. En la caminera hay dos policías, en la puerta de la garita. Tienen puestos unos capotes negros que los protegen del agua. Ni se mueven cuando el carro llega y se detiene junto a ellos. Rogelio ata las riendas y baja. Wenceslao lo sigue.
– Maestro -dice Rogelio-. Buenas noches. ¿Tiene un fósforo, maestro?
– ¿Van al mercado? Buenas noches -dice uno de los policías. En el interior de la garita hay un farol encendido que arroja al exterior una luz débil.
– Así es -dice Rogelio.
Uno de los policías -el que ha permanecido en silencio- entra en la garita y sale de ella con una caja de fósforos, dándosela a Rogelio. Éste se dirige hacia el carro. Wenceslao y los dos policías lo miran mientras enciende el farol que ha descolgado y depositado en el suelo, arrodillándose junto a él. Por fin logra encenderlo y lo alza, balanceándolo y haciéndolo emitir una luz móvil que proyecta sombras también móviles y rápidas, rectilíneas, hasta que lo cuelga en la parte trasera de la chata y la luz y las sombras quedan por fin en perfecta inmovilidad. Rogelio regresa.
– Gracias, maestro -dice, devolviéndole los fósforos al policía.
Quedan un momento en silencio: como los policías están parados uno a cada lado de la puerta sin interceptar el hueco de la abertura, la luz del farol atraviesa la abertura y cae en el suelo barroso de la banquina; Wenceslao y Rogelio tampoco interfieren la luz, de modo que los cuerpos enfrentados permanecen todos en el límite que separa la claridad de la sombra; más allá está el manchón claro del farol que cuelga en la parte trasera del carro, y hasta Wenceslao llega la palpitación inaudible de los caballos que resuellan atenua-damente en la oscuridad. Un relámpago se los muestra, nimbados por un área súbita de luz verdosa comida por un contorno de oscuridad.
– ¿Ha llovido mucho, en la costa? -dice el policía que ha entrado a la garita a buscar la caja de fósforos.
– Era un solo llover -dice Rogelio.
Se callan otra vez.
– Bueno, maestro, gracias -dice por fin Rogelio.
– Va seguir lloviendo toda la noche -dice el policía de los fósforos.
– El agua nos va llegar hasta aquí -dice el otro policía, sacando una mano de bajo el capote y pasándosela por la garganta.
– Tienen que seguir derecho por el bulevar y no doblar hasta la avenida del oeste -dice el de los fósforos-. Después siguen al sur derecho y van a ver el mercado.
– Están todos mojados -dice el otro policía.
– Sí -dice Rogelio.
Saludan y suben a la chata y se sientan en el travesaño del pescante. Rogelio hace cimbrar la vara por sobre las cabezas de los caballos. Los caballos comienzan a andar. Los policías permanecen uno a cada lado de la puerta, separados por el chorro de luz débil. Después quedan atrás. El carro resuena sobre el asfalto y por un momento atraviesa una zona de completa oscuridad en la que no hay ni siquiera relámpagos, y en la que una curva pronunciada, flanqueada de matorrales, se endereza de pronto y los enfrenta a la hilera de luces rectas, cercana como al alcance de la mano, y los conduce derecho a la boca del puente colgante. Sobre sus altos mástiles dos luces rojas se encienden y se apagan con regularidad. Wenceslao alza la cabeza y las mira. Los caballos entran en el puente desierto. Los cascos hacen retumbar la plataforma de madera y la chata pasa por los puntos iluminados del puente llenándose ella misma de luz por un momento y penetrando después en una tenue oscuridad. Debajo corre un agua negra que los relámpagos muestran agitada como si a ras del agua estuviese soplando un viento más intenso que la brisa leve que les golpea la cara. Después dejan atrás el puente y el río y entran en la ciudad, agolpada sobre el agua en la costanera. La hilera de luces de la costanera también queda atrás; ahora se extiende ante ellos una línea larga de puntos luminosos que se reflejan en una calle recta, lisa y mojada. El carro avanza por el bulevar. Pasan frente a la estación de trenes -la fachada alta y las grandes puertas iluminadas- y después la dejan atrás. Hay gente parada en la puerta de un bar, mirando la calle, y en el momento en que el carro va a cruzar la bocacalle, de la oscuridad sale un hombre que salta un charco y va como rebotando por la vereda y después entra en el bar, mientras los que están parados en la puerta se separan y le abren paso. Dejan atrás también el bar. El rastro de la lluvia es visible a lo largo del bulevar: el asfalto mojado que reluce, los charcos en las veredas, la fronda lavada y brillante y como reverdecida de los árboles, el tendal de flores lilas y amarillas aplastadas contra el pavimento que los cascos de los caballos machacan, los frentes de los edificios manchados de humedad, la gente apretujada contra las ventanas de los bares, mirando la calle. El carro avanza cada vez más despacio, como si los caballos estuviesen consumiendo sus últimas fuerzas. De golpe se inquietan, forcejean en desorden y por fin se paran. Rogelio agita las riendas y les golpea con suavidad los lomos pero no se mueven. Apenas si se sacuden, sin inquietud. Hasta el pescante sube su olor cálido, peculiar, en ráfagas suaves. Wenceslao puede percibirlo. Rogelio hace cimbrar y silbar en el aire la vara de paraíso. Wenceslao baja y se inclina ante la pata delantera del rosillo: el animal sacude con suavidad la cabeza y su olor llena de golpe la respiración de Wenceslao. Se acuclilla y alza la pata delantera, observándola.
– Ya no da más -dice, mientras se incorpora.
– La putísima madre que lo recontra cien mil parió -dice Rogelio, suavemente.
Ata las riendas y baja y se inclina junto al caballo alzándole la pata delantera y observándosela. Por un momento el conjunto queda tan inmóvil -chata, caballos, hombres- que parece su propia representación en piedra, en medio de un paseo público.
– Si vendemos la sandía lo hacemos herrar mañana a la mañana, antes de volver -dice Rogelio.
– No se va poder herrar en estas condiciones -dice Wenceslao-. Si casi no le queda vaso.
– Podemos vendárselo -dice Rogelio.