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– Se las han llevado a todas -dice Wenceslao.
– Tengo sed -dice Agustín.
Wenceslao se echa a reír y sacude la cabeza en dirección al río que desde allí no se ve; en dirección al rancho, al patio trasero, al claro que está después, y al montón de árboles que separan el terreno del agua.
– Allá hay mucha agua -dice.
Agustín no se ríe; se aproxima; mira a su alrededor.
– Hace calor, cuñado -dice-. A uno se le seca la boca.
Tiene las manos en los bolsillos y el sombrero le hace sombra sobre la cara, pero en medio de la sombra los ojos brillan húmedos; tienen un brillo empañado, un fulgor débil.
– Hace falta un vaso de vino, cuñado -dice Agustín.
Wenceslao siente contra su espalda la corteza seca y rugosa, llena de resquebrajaduras, de protuberancias y de hendiduras, del árbol contra el que está recostado. No hay ni dos metros de distancia entre él y Agustín.
– Ésta es una vida fea, cuñado, sin un vaso de vino -dice Agustín-. Todos te vienen a manosear. Te sirven un vaso, por compromiso, y después se llevan la botella.
– No hables al pedo, Agustín -dice Wenceslao-. No empeces a hablar al pedo ahora.
Agustín resalta contra la pared blanca; está del lado de la sombra. Después el sol irá cayendo detrás de los árboles, volviéndose cada vez más rojo, más grande y más débil, hasta desaparecer, persistiendo al principio como una mancha morada detrás de las hojas negras, lisas, y cuando se haga de noche las paredes blancas del rancho se enfriarán y emitirán una fosforescencia lunar móvil, blanquecina. A dos metros de distancia el cuerpo de Agustín resalta contra la pared blanca y está inmóvil. Wenceslao lo contempla. Se yergue y deja de sentir el contacto de la superficie áspera por encima de la camisa.
– Anda dormir-dice.
Se adelanta y pasa junto a Agustín en dirección a la parte trasera de la casa. Aunque al pasar casi roza con su cuerpo el cuerpo de Agustín, éste ni siquiera se mueve. Wenceslao dobla por el costado del rancho, pasa junto a la bomba y llega al patio trasero. Los hijos mayores de Agustín y el hijo de Rogelio juegan a los naipes en la mesa. Tienen una botella de vino y en el momento en que Wenceslao pasa, el Segundo, que tiene un bigotito blando que le cae por las puntas del labio superior, achinado, está tomando un trago de vino del pico. Después deja la botella sobre la mesa; juegan hablando en voz baja y emitiendo risas ahogadas. Wenceslao pasa junto a ellos y saliendo del patio trasero camina por el sendero que conduce al río. Su sombra lo precede.
Dobla a la izquierda antes de llegar a la costa y se interna entre los árboles. Camina con gran lentitud. Unas verbenas rojas, diminutas y brillantes, se quiebran y quedan aplastadas contra el pasto cuando las pisa con las alpargatas negras. Avanza unos doscientos metros entre los árboles y después se detiene; mira a su alrededor, se desabrocha los pantalones y los calzoncillos, se los baja hasta las rodillas, se acuclilla y comienza a defecar. Después se incorpora, saca un pedazo de papel de diario del bolsillo del pantalón, con alguna dificultad, se limpia, lo arroja sobre el excremento, cubriéndolo en parte, y vuelve a subirse los calzoncillos y los pantalones, abrochándoselos. Cuando termina de abrochar la hebilla del cinturón de cuero y meter la punta del cinturón en el pasacinto se golpea, suavemente con la yema de los dedos, el vientre y la cintura. Después se dirige al río, dejando atrás los árboles y atravesando una franja estrecha de tierra lisa que acaba de un modo brusco en un borde comido por el agua y a medio desmoronar, y se inclina lavándose las manos. Alza ligeramente la cabeza y mira el centro del río sin prestarle ninguna atención, y después se incorpora y vuelve a internarse entre los árboles, sacudiendo las manos en el aire para secárselas pasándoselas al fin por los flancos del pantalón. No vuelve en línea recta, repitiendo a la inversa el camino recorrido desde el sitio en que ha defecado hasta el agua, sino oblicuamente, abriéndose paso en dirección a la casa, hasta que se interna otra vez entre los árboles y sus alpargatas comienzan a chasquear de nuevo contra los pastos. Avanza hasta que empieza a ver fragmentos de la construcción de Rogelio entre las hojas, a unos cincuenta metros. Por entre los huecos de la fronda brillante se divisan porciones de las paredes blanqueadas, que relumbran, y los manchones amarillentos del techo de paja. Los algarrobos y los sauces y los aromitos forman un círculo casi perfecto, con una techumbre intrincada de ramas verdes bajo cuya sombra el pasto aparece ralo y crecido a una altura pareja, como si hubiese sido cortado a máquina. Se detiene y se deja caer, bocarriba. Después se da vuelta y se acomoda sobre el costado derecho echándose el sombrero de paja sobre los ojos y estirando el brazo izquierdo a lo largo del cuerpo. Dobla el brazo derecho y apoya en él la cabeza. Cierra los ojos. Le parece escuchar la risa apagada de los hijos de Agustín y de Rogelito que juegan a las cartas en el patio trasero. No sabe si en realidad ha soñado o si únicamente ha imaginado oírla. Con los ojos cerrados "ve" a los tres muchachos sentados alrededor de la mesa larga, alzando de vez en cuando y por turno la botella de vino y tomando un trago del pico; "ve" cómo el líquido oscuro, lleno de reflejos morados, disminuye en el interior de la botella de vidrio verde, y cómo la botella pasa de una mano a la otra y después queda inmóvil sobre la mesa; la "ve" temblar ligeramente cuando alguno de los muchachos, el hijo de Rogelio, a cuyos lados los hijos de Agustín se mueven y se ríen de un modo borroso, deja caer una carta golpeando primero la mesa con los nudillos y soltando la carta después; "oye" el golpe de los nudillos sobre la mesa, y los gritos y las risas que lo acompañan. Después es el Segundo, el menor de los dos varones mayores de Agustín, el que comienza a moverse y a juntar las cartas y a mezclarlas, y los otros dos los que se vuelven borrosos, como si cambiasen alternativamente de lugar pasando a ocupar uno por vez un núcleo más iluminado, más brillante (el hueco entre la fronda de los paraísos y la luz circular proyectada sobre el suelo cerca de la puerta del rancho) y alternándose, no sólo las personas, sino también las cosas: la botella de vino, las barajas, un cigarrillo a medio consumir apoyado sobre el borde de la mesa, humeando; y como si ese núcleo, ese círculo, fuese móvil y errabundease iluminado y dando nitidez a detalles mínimos del conjunto. Pero ahora le parece oír de verdad las voces y las risas mezcladas a los crujidos secos y a los roces del sombrero de paja que suenan y se esfuman de golpe contra su oído. Unos pájaros vuelan y aletean y comienzan a chillar, en la altura, entre los árboles. También eso se oye con claridad. Abre los ojos y ve los diminutos filamentos de luz que se cuelan a través de las hendijas del tejido de paja del sombrero. Son unas rayas delgadas de luz que acaban con un destello en cada extremo. Cierra los ojos, respirando con un ritmo lento, preciso, acompasado. Ahora son las partes borrosas del conjunto lo que "ve" -los muchachos, el mazo de naipes, las barajas con las figuras vueltas hacia arriba sobre la mesa, la botella de vino a medio vaciar, el cigarrillo consumiéndose y emitiendo una débil columna de humo azul- como si el núcleo brillante se hubiese empañado, empastando y borroneando las figuras, y los sonidos borrosos lo que "oye", pieles quemadas por el sol que se convierten en manchas, rostros y expresiones que pierden significado y se vuelven confusos y lejanos, sonidos que se deforman apagadamente, escamoteando palabras o sustituyéndolas por otras que no tienen sentido, hasta que el hueco brillante y transparente se enciende otra vez y lo muestra corriendo, atravesando el patio delantero en dirección al río, con el pantaloncito azul descolorido y la piel tostada, el pecho atravesado por los listones regulares de las costillas, y después desaparece; el lugar brillante queda vacío y en silencio por un momento hasta que en su interior resuena la explosión de la zambullida. Ahora está el agua vacía, lisa, sin una sola arruga en la superficie, en completo silencio, hasta que de golpe comienzan las sacudidas, el ruido de los chapuzones y de los pataleos, los golpes profundos y sonoros y el collar de espuma lechosa que provocan, la columna de salpicaduras veloces que se levanta por encima del río y después desaparece, pero nadie produce el tumulto, no se ve nada sobre el agua ni dentro de ella, por más que busque y mire cuidadosamente el centro del fragor que acaba de golpe, como ha empezado. La brusquedad del silencio es todavía más insoportable: no hay nada más que el agua lisa otra vez, sin una sola arruga en la superficie, sin siquiera los círculos concéntricos cada vez más débiles y más amplios que van a desaparecer en las orillas más secretas y que producen los cuerpos al caer al agua; nada, excepción hecha del agua lisa y de la mirada empavorecida que espera inclinándose cada vez más hasta casi tocar el agua, hasta que el burbujeo ligero comienza, lento y diminuto, y se ve aparecer esa mancha de piel tostada, el fragmento combo del cuerpo que flota, hundiéndose y reapareciendo, con gran lentitud, lavado por el agua, liso, como la convexidad de una boya que por momentos logra vencer la presión y emerger y a la que el agua cubre a veces en su vagabundeo. La mirada retrocede, con violencia, permanece un momento inmóvil y después se inclina otra vez, con precaución y miedo, con enviones breves de aproximación. Va a producirse el reconocimiento: el fragmento de piel tostada, la convexidad lisa que se muestra vagamente humana, sin precisión -puede ser la espalda, un hombro, el pecho, un fragmento de nalga, una rodilla- el vagabundeo caprichoso y lento, la inmersión y la aparición, en el centro del agua, en pleno silencio, se organizan de golpe, para revelarlo todo, en un relámpago de evidencia que sin embargo se esfuma una y otra vez, y el ascenso hacia el reconocimiento debe recomenzar, trabajoso y pesado, como un río que fluye para atrás y comienza a recorrer a la inversa su cauce en el momento mismo de llegar a la desembocadura. Por momentos alcanza esa precisión estéril de lo que no obstante no puede ser nombrado; una precisión que no es propiamente comprensión ni tampoco, desde luego, lenguaje. Se trata de una certidumbre terrible pero informulable, y mientras quede al margen de esa formulación el reconocimiento quedará en suspenso. Entonces entra en el agua: es viscosa, negra, pesada, tibia, enemiga. Se ciñe a sus rodillas, humedeciéndolas, y él se inclina, va a acuclillarse, pero siente que el agua penetra a través de su pantalón y le moja los testículos y el culo. Permanece un momento como sentado sobre el agua, viendo enfrente la zona tersa y la convexidad lisa flotando lenta en ella, sin siquiera formar una burbuja o una arruga en la superficie. Mantiene los brazos -tiene brazos- en alto, para no mojárselos, preparado para saltar, sintiendo el agua empapar las partes inferiores de su cuerpo, porque también tiene un cuerpo. Entonces empieza la cacería. Cada vez que la cosa lisa emerge, él se zambulle detrás de ella, queda un momento como ciego, bajo el agua, y reaparece con las manos crispadas, en actitud de aferrar algo, dos garras infructuosas agarrándose una a la otra y la cosa reapareciendo más allá, intacta y fluctuante, en su actitud de abandono errabundo. Se sumerge dos o tres veces sobre ella y las dos o tres veces sale a la superficie dando cabezazos rápidos con los ojos cerrados y comprobando al abrirlos que toda la zona de agua lisa, el círculo aceitoso en medio del cual el órgano irreconocible fluctúa, se ha corrido unos metros más, alejándose de él y de la orilla; por fin se yergue, toma aliento, respirando hondo dos o tres veces, y comienza a avanzar dando pasos tan suaves que el agua, que le llega casi al cuello -porque tiene un cuello-, apenas si se mueve. Lleva los brazos en alto, por encima de la cabeza. Entra en el círculo de agua lisa; la cosa está ahí; se detiene. Con los brazos en alto, inmóvil, ve cómo, boyando, entrando y saliendo del agua con impredecibles y lentas intermitencias, la cosa se aproxima a él y casi lo toca. La deja sumergirse una vez y cuando advierte que está a punto de reaparecer -hay una agitación levísima en la superficie-se arroja sobre ella. El resto pasa en la terrible oscuridad, bajo el agua negra. Su cuerpo está metido en el agua como una cuña que abriese un hueco en el que no hay lugar más que para uno solo. Ahora ha aferrado la cosa y siente que es un cuerpo desnudo que lucha con el suyo, un torbellino de brazos y piernas, respiración muda y golpes ciegos, y puede palpar la cara y la cabeza, el pelo mojado y los ojos y la boca apretados. El cuerpo trata de arrastrarlo hacia el fondo del río, hacia el lecho de oscuridad barrosa, y entonces las manos palpan el cuello y comienzan a cerrarse sobre él. Las manos -porque tiene manos- aprietan durante un minuto o más, y las sacudidas del cuerpo, primero enloquecidas, furiosas y violentas, van haciéndose cada vez más débiles y espaciadas, menos tensas, hasta detenerse. Ahora no siente más que un peso muerto que cuelga de sus manos y que la corriente tiende a elevar y a arrastrar río abajo. Queda un momento inmóvil, en medio de esa oscuridad líquida, hasta que por fin suelta el cuello y el cuerpo se separa de él con un último sacudón apagado. Sale a la superficie de cara a la orilla. No ha habido reconocimiento aunque sí certidumbre. Pero una certidumbre sola, vacía, sin comprensión, que no sabe de qué es certidumbre. Sabe que no debe mirar para atrás; dos o tres veces está tentado de volver la cabeza, en medio de esa luz brillante que cae recta sobre el río -es mediodía-, pero tiene miedo de ver otra vez el fragmento de piel tostada errabundeando en silencio en la superficie del agua lisa; cuando llega a la orilla, chorreando agua, se da vuelta; dos o tres veces le parece ver algo, impreciso, ubicuo, flotando. Jadea y tiembla.
Las rayas delgadas de luz acaban con un destello en cada punta. Se oyen ruidos empastados, insignificantes. Algunas rayas luminosas son verticales y otras horizontales y sus destellos, diminutos, están inmóviles en medio de esa penumbra cálida. La paja cruje con estallidos secos, súbitos, cortos, contra el oído. Los ruidos insignificantes y empastados suenan más lejos, parecidos a voces y chasquidos de hojas y de ramas quebradas. Primero percibe su confusión, después su distancia, después su relación con los crujidos secos que estallan según el movimiento de su respiración y la tensión y distensión de su cuerpo, contra el oído. Se da vuelta y queda echado de espaldas; el sombrero cae hacia atrás y en lugar de las rayas de luz aparecen penachos de ramas brillantes inmóviles, sobre los que la claridad resbala; los huecos de la fronda, si bien dejan iluminar oblicuamente el interior del ramaje apretado, no permiten sin embargo que la luz llegue al suelo. Entrecierra los ojos y la fronda desaparece; quedan en su lugar unas manchas rojizas, móviles, y los estratos lejanos de ruidos, parecidos a voces y a chasquidos de hojas y ramas. Manteniendo los ojos cerrados palpa el suelo con la palma de la mano, cerca de la cabeza descubierta, hasta que sus dedos tocan el sombrero y lo levantan, depositándolo sobre la cara. Abre despacio los ojos y ve otra vez las listas de luz con un destello en cada punta, horizontales y verticales según la dirección de la paja tejida, en medio de la penumbra cálida y olorosa rodeada por un resplandor circular que se cuela por el borde del ala del sombrero. Ha estirado los brazos en el suelo, separados del cuerpo. Ahora no "ve" más que la noche, con luna llena, las ramas negras de los árboles superpuestas a la oscuridad más tenue, plagada de luz lunar, y las paredes blancas fosforesciendo entre las hojas, ásperas, con resplandores que nimban sus bordes y se corren manchando la oscuridad. Las voces se vuelven más nítidas: una voz femenina, ronca, y una voz de hombre joven que resuenan en dirección opuesta a la casa. Parecen aproximarse. Wenceslao nota que ha sudado mucho y que tiene la camisa pegada al cuerpo. Con la punta de la alpargata izquierda empuja hacia abajo el talón de la alpargata derecha, descalzándola, y después la empuja hacia adelante sacándola del pie; hace la misma operación en el otro pie y después apoya los talones sobre las alpargatas, que han caído una junto a la otra, alineadas. Las voces se aproximan; suenan desnudas, claras, pero las palabras que dicen se pierden, no producen más que una cadena de sonidos, planos, achatados, monótonos, que difieren por el tono, el registro y el acento y la peculiaridad de sus dueños, y Wenceslao puede notar lo más bien el cambio de voz a voz, distinguiendo también una risa de otra. De golpe están tan cerca que Wenceslao se incorpora de un salto y queda sentado, con el sombrero en la mano, porque ha pensado que sus dueños están ya en medio del círculo de árboles. Pero se han detenido más allá, en dirección contraria a la casa, pasando el lugar en el que está Wenceslao, y ahora puede oír no únicamente el sonido sino también las palabras. Wenceslao oye primero lo que dice la mujer.
– Aquí no. No. Aquí no -dice.
– Es un ratito nomás. Un ratito -dice el hombre.
– Te digo que no -dice la mujer.
– Rápido. Si no viene nadie. Rápido -dice el hombre.
Wenceslao oye murmullos y chasquidos de ramas que se aplastan y se quiebran. Su expresión se ha vuelto alerta. Rápido, sin hacer ruido, se calza las alpargatas y se pone el sombrero, y después comienza a gatear en dirección a las voces.
– Cuidado. No. En el suelo. No -dice la mujer.
– Aquí, déjame. Aquí. Déjame. Sí. Un poco -dice el hombre.
– La ropa no -dice la mujer-. No. La ropa no.
– Si no viene nadie -dice el hombre.
Las voces, que suenan superpuestas y rápidas, llenas de recelo y mezcladas a una respiración veloz, dejan de oírse por un momento. Queda una pared de ruidos confusos, apagados, plagados de grititos agudos. Wenceslao trata de ver algo entre las hojas, pero no alcanza a divisar más que unas manchas azules. Alza la mano y seriara las ramas sin hacer ruido: ahora puede distinguir con claridad a la mujer, porque se halla casi frente a él, apoyada contra un árbol, pero no al hombre, porque da la espalda a Wenceslao y está apretado contra la mujer, contra su pecho. La cara de la mujer emerge por encima de su hombro; tiene los ojos cerrados y parece pálida y Wenceslao reconoce a la amiga de las hijas de Agustín. El hombre se separa un poco de la mujer, sacudido por un brusco empujón de ésta que apenas si alcanza a conmoverlo, como si se separara más por decisión propia que por efectos de la sacudida, y entonces Wenceslao ve que la mujer tiene toda la blusa azul eléctrico desabrochada y el corpiño a la altura del vientre, de modo que sus tetas oscuras, acabadas en dos perfectos círculos marrones, cuelgan libres, al aire; las tazas del corpiño están erectas en el vientre, como si allí tuviese dos tetas más. El hombre vuelve a arrojarse sobre ella, sin violencia. No tiene camisa, y las manos de la mujer se aferran a su espalda.
– No. No -dice la mujer-. Aquí no. Esta noche. Ahora no.
El hombre murmura algo que Wenceslao no puede oír y después se inclina y comienza a chupar uno de los pezones. La mujer le da golpecitos rápidos y suaves con el puño cerrado, entre los omóplatos. Sus golpes empiezan a volverse cada vez más lentos. El hombre hace un brusco movimiento de cabeza y cambia de pezón. La mujer vuelve a empujarlo. El hombre se vuelve ligeramente y Wenceslao reconoce al Chacho, el mayor de los varones de Agustín. De su bragueta asoma el pene, rojo y erecto, y Wenceslao lo ve fugazmente porque el Chacho se da vuelta otra vez, dando la espalda a Wenceslao, y se aprieta otra vez contra la mujer. Comienza a alzarle la pollera colorada.
– Es un momento. Un momento nomás -dice.
– Esta noche vamos a estar más tranquilos -dice la mujer, pero no se resiste.
Su voz suena resignada. Abre las piernas afirmándose contra el árbol. Ella misma ayuda al hombre a subir la pollera colorada hasta la cintura, haciendo con ella un rollo que sostiene las caderas huesudas. Cuando ella comienza a bajarse los calzones negros el hombre se hace a un lado y la contempla; al deslizarse por los muslos ahora juntos, los calzones dejan ver por fin la protuberancia velluda del sexo. La mujer se agacha, y alzando la pierna derecha desliza el calzón por detrás del taco y deja la pierna libre. El calzón cae, enredado en el tobillo izquierdo. La mujer se prepara, abriendo las piernas y afirmándose de espalda contra el árbol. De pronto alza la mano.
– Dame primero lo que me dijiste -dice.
El Chacho vacila.
– No tengo más que quinientos -dice.
– Me dijiste mil -dice la mujer.
– No tengo más -dice el Chacho.
– Bueno -dice la mujer-, dame los quinientos.
El Chacho saca unos billetes del bolsillo y los cuenta, extendiéndoselos. La mujer los cuenta a su vez y los hace un rollo, apretándolo con fuerza en el puño izquierdo. Después vuelve a acomodarse, abriendo las piernas y afirmándose contra el árbol. Se escupe las yemas de los dedos de la mano derecha y se frota el sexo con ellas. El Chacho se adhiere a su cuerpo: incrusta la rodilla entre las piernas y trata de abrirlas más, y después abre también las piernas y trata de que su cuerpo coincida milímetro a milímetro con el de la mujer; se yergue un poco, quedando casi en puntas de pie y por fin parece adecuarse a cada protuberancia y a cada hueco del otro cuerpo, porque queda un momento inmóvil y por fin hunde la parte inferior de su cuerpo contra la mujer. Queda otra vez inmóvil, y después empieza un movimiento lento consistente en hundir la parte inferior de su cuerpo hacia la mujer y después volver a retirarse; entrar y salir, rítmicamente, hasta que vuelve a detenerse y pasando los brazos por debajo de los brazos de la mujer los cruza detrás del árbol. La cabeza de la mujer asoma por encima de su hombro: tiene los ojos cerrados, pero de pronto los abre y comienza a hacerlos girar distraídamente a su alrededor. La mirada de Wenceslao pasa rápido de la grupa del Chacho, que se hunde hacia la mujer y vuelve a salir, rítmicamente, al puño apretado que aferra el rollo de billetes cuya punta es visible, doblado hacia el pulgar, y después a la cara pálida cuyos ojos recorren con distracción las copas de los árboles. El movimiento del Chancho es cada vez más rápido, hasta que se detiene de golpe, continúa, veloz, vuelve a detenerse, su espalda se arquea y se pone tensa durante unos segundos, y después todo su cuerpo se afloja y parece desmoronarse, apoyándose encogido contra el de la mujer que con la mano libre le da unas palmadas suaves en la espalda. Después la mujer lo separa sin brusquedad, se saca el calzón elevando la pierna izquierda y se limpia con él el sexo, haciéndolo una pelota apretada. Después lo cuelga de una rama, extendiéndolo, y comienza a arreglarse la ropa: desliza otra vez por las piernas la pollera colorada, alisándola una y otra vez en los flancos con la palma de la mano derecha y el puño de la izquierda que aferra los billetes, alza el corpino y acomoda los senos dentro de las tazas blancas, se abotona la blusa azul eléctrico con rapidez y pericia, metiendo los bordes debajo de la pollera, en la cintura, y sacándose una peineta se aplasta el pelo con unos movimientos drásticos que hacen chasquear su dura cabellera castaña. El Chacho la mira, siguiendo con los ojos muy abiertos cada uno de sus movimientos, y la mirada de Wenceslao va alternativamente de un cuerpo al otro, el cuerpo inmóvil del Chacho que contempla el cuerpo de la mujer ejecutando una serie de movimientos firmes y precisos. Cuando la mujer termina, el Chacho escupe.
– Tanto lío -dice.
La mujer lo mira sin responderle. El Chacho se acerca a ella y le da dos o tres golpecitos en la mejilla, con la mano abierta.
– Puta -le dice.
Después se da vuelta y se va. La mujer lo sigue, seria, caminando gravemente, pasando tan cerca de Wenceslao que éste cree que va a rozar su sombrero con el muslo cubierto por la tela colorada. Wenceslao permanece inmóvil, en cuatro patas, hasta que el chasquido de las hojas, y de las ramas y el ruido de los pasos entre la maleza dejan de oírse por completo. Después se levanta y cruza la maleza en dirección al árbol: se para y mira a su alrededor; cuando ve el calzón negro extendido sobre la rama se aproxima y lo contempla; es sedoso y transparente, diminuto. Lo observa con gravedad, dando una vuelta alrededor de él y aproximándose cada vez más. La rama está encima de su cabeza, de modo que está parado frente a la tela negra y transparente con la cabeza levantada, lleno de seriedad. Después alza el brazo con un gesto mecánico, apoya la mano en la rama, más allá del calzón, hacia el lado del tronco, y haciendo presión hacia abajo la inclina hasta ponerla casi a su altura; cuando lo ha conseguido, se yergue hasta quedar casi en puntas de pie y empieza a oler la prenda, con aire de estupefacción.
La voz que comienza a llamarlo parece la de Rogelio. Cuando suena por segunda vez, Wenceslao la oye y advierte que la ha oído también la primera, y volviendo la cabeza en dirección al rancho grita "¡Va!". Rogelio lo llama por tercera vez, como si no lo hubiese oído. Wenceslao suelta despacio la rama, acompañándola en su elevación con la mano para que no se sacuda con violencia, y después comienza a caminar hacia la casa, echando primero una última mirada al calzón negro y gritando otra vez "¡Va!", mientras avanza. Fragmentos del techo amarillento y de las fachadas blancas del rancho son cada vez más visibles entre la fronda, a medida que avanza. Llega por fin al borde del patio trasero y ve a Rogelio de pie en medio de él, proyectando una sombra larga y atenuada en su dirección.
– ¿Dónde estabas? -dice Rogelio.
– Durmiendo -dice Wenceslao, deteniéndose.
– Se ve -dice Rogelio, y su bigote negro se sacude un poco cuando se ríe. Sacude la cabeza hacia atrás señalando la parte delantera de la casa-. Ahí están las mujeres discutiendo para ver si van o no a tu casa.
– Que vayan, si quieren -dice Wenceslao.
– Quieren que vos las acompañes -dice Rogelio.
– Yo no voy -dice Wenceslao.