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– Yo también, si querés, y llevamos a la Teresita -dice Teresa.
– Voy, sí, tía -dice Josefa.
– ¿Querés venir, Josefa? -dice Rosa.
– Van al pedo -dice Wenceslao.
– Vos calíate, Layo -dice Rosa-. Nadie te pregunta.
Rosa remará. Subirán a la canoa amarilla, balanceándose y pisando con gran cuidado para no perder el equilibrio, y Rosa se sentará en el medio de la canoa y remará. La canoa se deslizará despacio sobre el río liso, aproximándose cada vez más a la isla -el manchón multicolor de las vestimentas y los gestos nítidos coronando los enviones rígidos de la embarcación- y tocará por fin la costa. Las mujeres saltarán a tierra una por una y comenzarán a subir el sendero amarillo hacia la casa. Ante la puerta de alambre se detendrán, vacilando un momento, deliberando, y después Rosa golpeará las manos y la llamará. Aparecerá lenta y plácida, con su batón negro descolorido, limpio, y les hará señas para que entren. Las recibirá con una cordialidad fría, silenciosa. Se sentarán en rueda bajo el paraíso y durante un momento nadie pronunciará una sola palabra hasta que por fin Rosa, moviéndose incómoda en su silla de paja, comenzará a hablar. Ella la escuchará sin mirarla, como pensando en otra cosa. Después la voz de la Negra se sumará a la de Rosa, o la continuará cuando la de Rosa se calle, o reproducirá alternadamente sus entonaciones ante una cara sin expresión. La canoa amarilla, sin balancearse, coronada por el conjunto gesticulante -las cabezas y los brazos moviéndose- como suspendida por sobre la superficie del agua, se alejará despacio con enviones rígidos. Irán subiendo una por una, con cuidado, sentándose en orden, la Negra y la Te resita de espaldas a la proa; Rosa en el medio, sola, de espaldas a la proa, y frente a ella Teresa y Josefa, de espaldas a la popa. Rosa moverá primero un remo para hacer girar la canoa y alejarla de la orilla, y después empezará a remar con un ritmo regular. Por un momento, ninguna hablará. Primero se dispersarán, dejándolos a Rogelio y a él solos en el patio delantero, entrarán al rancho a buscar alguna cosa, un pañuelo para la cabeza, un cinturón, se llamarán a gritos y después se reunirán en el patio trasero y comenzarán a atravesar el montecito en dirección al río. Dejarán sus huellas en el camino arenoso. Se sentarán bajo el paraíso, en círculo, a la sombra. El rancho estará vacío. Ella irá a la cocina, preparará el mate, volverá. Rosa hablará frente a su sonrisa impasible. La canoa amarilla estará vacía, bajo los sauces, moviéndose imperceptiblemente con los sacudones tenues de la orilla. Bajarán una por una; Rosa en el medio, de espaldas a la proa; la Teresita y Teresa adelante, de espaldas a la proa; Josefa y la Negra atrás, frente a Rosa, mirando hacia la proa; la canoa avanzando con sacudones rígidos hacia la isla; se levantarán y ella las acompañará hasta la puerta de alambre, incluso hasta la orilla misma del río y estarán sentadas todas en círculo, alrededor, hablando en voz alta, bajo el paraíso, mientras ella escucha pacientemente, sonriendo. La canoa amarilla volverá, despacio, dejando atrás la isla. Dejará atrás la orilla y Rosa verá alejarse, mientras rema, de espaldas a la proa, el monte de eucaliptos.
– Tiene los sesos podridos -dice Rogelio.
– Vayan y vístanse que vamos en seguida -dice Rosa.
– Layo -dice Rogelio-. ¿Vamos a matar el cordero?
– Sí -dice Wenceslao.
No se mueven.
– Qué nos vamos a vestir -dice la Negra -. Vamos así nomás.
– Bueno, vamos -dice Rosa. Después alza la cabeza hacia Wenceslao-. ¿Así que no vas a venir?
Teresa se levanta y la Negra y Josefa empiezan a moverse. No se dirigen a ninguna parte. Se mueven en su lugar, cambiando de pie de apoyo, alzando los brazos para llevárselos a las caderas, tocándose el pelo, rascándose. Rosa está inmóvil, mirando a Wenceslao.
– ¿Vas o no vas a venir? -dice.
– Che, Rogelio -dice Wenceslao-. ¿Dónde está ese cordero?
– Viejo loco -dice Rosa, y gira bruscamente, dándole la espalda. En el mismo momento las otras tres mujeres comienzan a caminar hacia la parte trasera de la casa, despacio, sin hablar. Rosa las sigue murmurando. Rogelio va y se sienta en la silla que ha estado ocupando Teresa. Wenceslao sigue todo su recorrido con la mirada: el cuerpo enorme de Rogelio se desplaza lento, pesado, y se dobla sobre la silla. Wenceslao está inmóvil.
– No hay que discutir con mujeres -dice Rogelio.
– ¿Dónde está el cordero? -dice Wenceslao-. Si lj› vamos a comer a la noche hay que dejarlo orearse un poco antes de ponerlo en la parrilla.
– Sí -dice Rogelio-. Digo yo, ¿no se ha podido consolar, en seis años?
– Hace falta el cuchillo grande -dice Wenceslao-. ¿Lo has dejado a la sombra?
– Está para el lado del agua, a unos cien metros -dice Rogelio.
– ¿Lo traemos vivo, o lo degollamos allá mismo? -dice Wenceslao.
– Capaz que si vos ibas con ella la podían convencer -dice Rogelio.
– Más vale lo degollamos atrás -dice Wenceslao.
Rogelio se para.
– Sí -dice-. Más vale. Lo traemos vivo y lo degollamos atrás porque cargarlo muerto va ser un lío.
Empiezan a caminar. Pasan al lado de la bomba, atraviesan el patio trasero, se internan entre los árboles. Rogelio va adelante. Wenceslao lo sigue orondo, lento, con las manos en los bolsillos. Ahora las hojas de los árboles casi no brillan porque la luz solar no resbala sobre ellas sino que, menos vertical, atraviesa la fronda y proyecta entre las hojas manchones pálidos de una claridad débil. Avanzan entre los árboles que nadie plantó nunca; entre los troncos resecos y retorcidos, inclinados y rectos, en medio de una claridad verde, translúcida, que se parece más a una penumbra. El sudor gotea en la nuca de Rogelio, se desliza hacia la espalda dejando unas estelas tortuosas en el cuello, empapa la tela de la camisa que se pega a la piel. Wenceslao lo ve tropezar con un raigón, con la punta del pie derecho, salir velozmente despedido hacia adelante, inclinado, y después erguirse y saltar sobre el pie izquierdo, avanzando, mientras m- calza otra vez la alpargata del pie derecho que se le ha descalzado con el tropezón. Wenceslao se ríe, arqueándose y golpeándose el estómago con la palma de la mano, deteniéndose por un momento y volviendo después a avanzar. Rogelio ni se da vuelta; sigue caminando, inclinándose de tanto en tanto para evitar que alguna rama baja roce la cara, rama bajo la cual Wenceslao pasa perfectamente erguido.
Cuando llegan al punto en el que está el animal, oyen ruido de remos y las voces de las mujeres, sonando y disolviéndose en seguida, pero no ven el agua, que está hacia abajo, más allá de los árboles, detrás del cordero echado en el suelo, hecho un ovillo, la soga que rodea su cuello oculta entre la lana y visible únicamente en el extremo atado al árbol. "Ve" sin embargo la canoa, por un momento, avanzando rígida. Al verlos, el cordero se incorpora despacio y se queda mirándolos. Rogelio desata la soga del árbol y el cordero bala, débilmente, dos veces, y se vuelve a echar. Rogelio enrolla la punta de la soga en su mano derecha y después la sacude azuzando al animal. Por un momento, el cordero no se mueve y después, de golpe, salta hacia adelante, balando, y corre, pero cuando la soga queda tensa gira bruscamente hacia la derecha y comienza a correr en redondo, balando. Rogelio está parado tieso, algo inclinado, la mano que sostiene la soga extendida hacia adelante y moviéndose en la dirección que lleva el cordero al empezar a girar en redondo. El cordero se para de golpe, cambiando de dirección, y recorre a la inversa el mismo camino. Traza, de ida y vuelta, una docena de semicírculos tensos, desesperados, balando y dejando caer puñados de bolitas negras de excremento. Rogelio, con las piernas abiertas, el cuerpo medio inclinado hacia adelante, comienza a enrollar la soga y a aproximarse al cordero. Cuando hombre y cordero no están separados más que por un metro de soga, el animal se tumba otra vez. Rogelio le acaricia el lomo lanudo. El cuerpo entero del cordero palpita. Tirando suavemente la soga tensa, Rogelio lo induce a levantarse. El animal no los mira. Su cabeza alzada se sacude un poco al impulso de la palpitación general de su cuerpo y mira algún punto impreciso que está más allá de ellos, entre los árboles, en dirección al río. A los sacudones de la soga y a las palabras suaves con que Rogelio quiere inducir lo a levantarse, el animal parece percibirlos, aunque con una especie de indiferencia, de presciencia, de desdén. No hace más que respirar rápido, el hocico negro entreabierto, el cuerpo temblando al ritmo de una única y gran palpitación, y mirar ese punto impreciso entre los árboles, en dirección al río. Se da un tiempo para que la palpitación desaparezca y después se para, sin apuro, y sigue dócil a Rogelio. Wenceslao cierra la marcha. Para acomodarse a la marcha de Rogelio, que sin embargo no es rápida, el cordero debe trotar, lo que hace reaparecer en él la agitación. La soga que lo une a Rogelio va floja. Las alpargatas chasquean contra el pasto y a medida que van acercándose a la casa comienza a oír las voces de los muchachos que han de estar en el patio trasero. Wenceslao reconoce las voces de los mayores y del Ladeado y el Carozo. Cuando llegan al patio trasero, los cinco varones, que han de haber estado moviéndose, saltando o corriendo, quedan por un segundo inmóviles, con la cabeza vuelta hacia ellos: el Chacho, que tiene la camisa desprendida y fuera del pantalón, más cerca que todos del punto en el que ellos aparecen con el cordero, tiene las dos manos levantadas por encima de los hombros y da la impresión de que hubiese acabado de tocar tierra con la planta de los pies desnudos después de haber saltado rígido hacia arriba, con las piernas juntas; Rogelito está cerca de él, un poco más atrás, de espaldas, las manos estiradas a lo largo del cuerpo y la cabeza vuelta hacia el punto por el que ellos aparecen; el Segundo, inclinado sobre la mesa de la galería, el más alejado de todos señala el cordero con el brazo derecho extendido, y entre el Chacho y Rogelito y el Segundo, bien en el medio del patio, el Carozo, sentado en el suelo, manipula algo situado entre sus piernas abiertas y estiradas, mientras el Ladeado mira con atención sus manipulaciones, parado frente a él. Durante una fracción de segundo Wenceslao los ve inmóviles -el eco de sus gritos y de sus pasos resonando todavía en el aire, vagamente- y después, casi al mismo tiempo, los cinco empiezan a moverse en dirección a Rogelio y sobre todo en dirección al cordero, hasta que en el medio del patio el animal queda en el centro de un círculo de miradas, parado palpitante, y en el silencio que sigue a la agitación fugaz de la llegada, deja un momento que su confusa respiración se calme y después se pone a balar. Los muchachos se ríen, pero los dos hombres y los dos niños se quedan serios. El patio bordeado de paraísos está cortado en dos por la sombra del rancho y de la galería que ya divide por la mitad el espacio de tierra apisonada. La sombra de los paraísos va a mezclarse con la confusión de sombra y luz del montecito. El círculo de hombres y el animal están en la mitad soleada del patio.
– Trae el cuchillo grande y la palangana -dice Rogelio.
Aunque la orden no ha sido dirigida a él, Rogelito sacude la cabeza afirmativamente -un momento antes de que la voz de Rogelio haya sonado ha comenzado a dar sal-titos en el mismo lugar, como si corriera sin avanzar-, da dos o tres saltos más en el punto en el que se encuentra, y después pega media vuelta brusca y sale al trote en dirección a la parte delantera de la casa. Rogelio lo mira alejarse. -Muchacho de mierda -dice. El círculo de varones, en el que la ausencia momentánea de Rogelito ha dejado un espacio vacío entre el Segundo y el Carozo, se echa a reír, con excepción del Ladeado, que mira a Rogelio con los ojos extraordinariamente abiertos.
– Hay que dejarlo descansar un rato antes de sacrificarlo -dice Wenceslao.
Rogelio tira de la soga, sacudiéndola al mismo tiempo, y lleva el cordero hasta el fondo del patio; ata la soga al tronco de un paraíso y el cordero se echa, en silencio, tranquilo, mirando al grupo de varones que se han distribuido rompiendo el círculo que habían formado un momento antes, formando ahora un semicírculo frente al animal echado en el suelo. Todos lo miran.
– El año pasado-dice el Segundo- había ótodo cov-dedo, ¿se acuerda, tío? Se escapó y se llevo pod delante la mesa donde la tía Dosa había dejado un pan dulce pada que se enfdiada. Lo patio todo y se comió la mitad.
Un ruido a metal se aproxima desde la parle delantera. El cordero se sacude y el grupo de varones gira y ve a Rogelito que viene al trote -con el mismo ritmo, el mismo paso y la misma expresión con que se fuera- golpeando la hoja del cuchillo contra la base de la palangana de metal. A un metro de distancia del grupo se detiene de golpe, sin dejar de dar saltitos ni de golpear el cuchillo contra la palangana.
– Misión cumplida -dice.
– Trae para acá -dice Rogelio, estirando el brazo.
Rogelito sigue saltando en su lugar y golpeando el cuchillo contra la palangana. Golpea con un ritmo rápido, uniforme, los brazos pegados al cuerpo, la mano izquierda inmóvil, a la altura del pecho, sosteniendo la palangana, y la derecha sacudiéndose rápidamente, agarrando el mango de madera amarilla del cuchillo. Rogelio sacude la cabeza y da un paso en dirección a su hijo. Rogelito lo deja aproximarse y cuando está por ser alcanzado retrocede sin dejar de saltar ni de golpear la palangana. El sonido metálico repercute y cuando Rogelito salta para atrás su mano derecha comienza a moverse más rápidamente, de modo tal que el ritmo de los golpes se hace más frenético. Retrocediendo, sin dejar de saltar y de golpear la palangana, Rogelito obliga a Rogelio a perseguirlo por el patio trasero, mientras el grupo de varones se ríe a carcajadas, de espaldas al cordero que se ha vuelto a parar y bala, asustado.
– Traiga para acá, carajo -dice Rogelio, riéndose y tirándole a Rogelito suaves patadas que no lo alcanzan. Los hijos de Agustín están doblados por la risa y Wenceslao sonríe con un cigarrillo sin encender entre los labios, porque se ha quedado con un fósforo en la mano derecha y la caja en la izquierda, interrumpiendo su acción para contemplar la escena. Desplazándose por el patio, Rogelito y Rogelio entran en la zona de sombra, vuelven a salir, recorren un momento el espacio soleado y entran otra vez en la zona de sombra. El Carozo comienza a correr detrás de su padre, se adelanta a él, pasa junto a su hermano que continúa retrocediendo, pega una media vuelta brusca y corta la retirada de Rogelito abrazándose a su cintura por detrás. Cuando Rogelio cae sobre su hijo, el Carozo se para y permanece mirándolos.
– Ya es mío -dice Rogelio.
La palangana cae al suelo y Rogelito arroja el cuchillo a un costado para luchar mejor. Rogelio abraza fuertemente a su hijo, inmovilizándolo. Rogelito cuelga en el aire y sacude infructuosamente las piernas para liberarse. -Ya cagó -dice Rogelio.
Manteniéndolo inmovilizado apoya la rodilla derecha en la tierra y sobre el muslo izquierdo pone a Rogelito de espaldas. Lo afirma contra el muslo sosteniéndolo con la mano izquierda y con la derecha agarra el cuchillo.
– Ahora lo degüello para que aprenda a no faltar el respeto a su padre -dice-. Pida perdón antes de morir.
Wenceslao sonríe con el cigarrillo sin encender colgando de los labios y el fósforo en la mano derecha y la caja en la izquierda.
– Perdón -dice Rogelito.
Rogelio aproxima el borde mocho del cuchillo al cuello de Rogelito. Antes de que el acero toque la carne alza la cabeza hacia el grupo que los contempla.
– Por ser año nuevo vamos a perdonarle la vida -dice. Los muchachos aplauden. Rogelio deja el cuchillo en el suelo y comienza a levantarse despacio, sin soltar a su hijo. Cuando está completamente erguido hace girar el cuerpo de Rogelito de modo de hacerlo quedar de espaldas a él. -Ahora voy a soltarlo, pero usted no se me mueve -dice.
Afloja el brazo. Inmediatamente después de quedar libre, Rogelito comienza a saltar otra vez en su lugar, sin alejarse de su padre. Rogelio retrocede un paso y alza rapidamente el pie para darle una patada, pero antes de que el pie llegue al culo de Rogelito éste ya ha dado un salto hacia adelante, quedando fuera de su alcance. Wenceslao enciende el fósforo y aproxima la llama a la punta del cigarrillo.
– Yo lo carneo -dice, sacudiendo la mano para apagar el fósforo y guardándose la caja en el bolsillo de la camisa mientras Rogelio se aproxima a él riéndose y jadeando.