38002.fb2 El limonero real - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 17

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Ahí quedó nomás la isla secándose al sol. Porque ya estaba el sol arriba vea, arriba, dando vea de lleno. Primero era de barro tan blando que usté no podía caminar. Y agua alrededor por todos lados. El sol pegaba juerte, pero a la noche se le daba por desaparecer y todo quedaba negro y volvía a refrescar. Pero no bien despuntaba el otro día aparecía de nuevo y otra vez a dar de firme contra la isla el santo día. Se vio que en cuantito pasara un tiempo y si encima bajaba el agua, la isla se iba nomás a secar. Qué le voy a decir el tiempo que pasó. Perdimos vea la cuenta. Y todavía quedaron montones de cuajarones de barro por toda la isla. Partes secas, no le voy a decir que no había. Pero usté hacía un hoyo y no bien empezaba a aujerear más hondo, ya principiaba vea a ver tierra negra, y hasta podía ver culebrear alguna que otra lombriz y si usté se descuidaba y seguía cavando más abajo capaz que hasta brotaba agua. A mí se me hace que lo que se dice seca seca nunca quedó. Y eso que usté al tiempo no veía más ningún cuajaron. El agua también bajó, o en una de esas fue la isla la que se vino para arriba. Usté vea caminaba hasta el borde y podía ver igualito que ahora el agua dos metros más abajo. Así se formó la barranca, que el agua come. Tan seca quedó la tierra que se puso de un color gris al principio y después como blanca. Donde habían estado los últimos cascarones se hundió un poco, quedó lisita lisita y toda partida. Menos mal que se largó a llover, porque ya daba lástima esta isla de lo seca que estaba. Daban gusto los aguaceros. Y cuando pararon, vea, cuando pararon, usté no me va creer vea lo que le digo, cuando pararon los aguaceros, no va que aparece toda la tierra vea llena de unas hojitas verdes, así de chiquitas, que empezaron vea a brotar. Toda la tierra llena de hojitas verdes. No se podía dar un paso sin aplastar montones. Pero no bien usté venía de aplastarlas ellas volvían a brotar. Algunas quedaron chicas chicas nomás como aparecieron. Pero otras empezaron a crecer de firme y cuando menos nos descuidamos ya estaba toda la isla llena de yuyos de sapo, de verbenas, de cardos, de sauces, de curupíes, de algarrobos, de laureles. Había tantas plantas que ya casi no se podía caminar, y si usté quería llegar de una punta a la otra de la isla tenía que ir abriéndose paso con un cuchillo. Había unas flores coloradas grandes así. Usté las cortaba y volvían a salir. De más crecían, vea, de más. Por gusto nomás hubiese sido lindo que usté hubiera visto lo que era la isla antes de los aguaceros para darse una idea de lo que le estoy diciendo: toda chata y de una tierra blanca, blanca, sin una sola hojita verde. Y no va que un día que andamos atravesando la isla a golpe de cuchillo ya le digo porque si no no había forma de avanzar, cuando llegamos a la otra punta y nos paramos en el filo de la barranca vemos que enfrente, a unos trescientos metros más o menos, hay otra isla igualita que la nuestra. A mí se me hace que había sido la misma islita apareciendo otra vez arriba del agua, tantas veces que terminó por formar otra isla grande y de seguro que ya estaba para el tiempo de los aguaceros porque era también toda verde. A lo lejos se divisaban otras islas iguales. Ya no era más como antes que no se veía más que pura agua. Ahora, agua, no le voy a decir que no había. Pero ya vea no estaba toda alrededor como antes. No, vea, ahora pasaba vea entre las islas, para el sur, despacito, y usté no veía moverse más que los bordes, pegando siempre vea contra la barranca y comiéndola de a poco.

No le quiero mentir con el tiempo que pasó. De noche, después de la época de los aguaceros, se veían en el cielo unos puntitos que echaban brillo, sobre todo cuando no aparecía la luna que es redonda y mucho más grande y echa tanta claridad en el cielo que los puntitos casi que ni se alcanzan a divisar. No va que una vez que bajamos la barranca y nos sentamos al lado del río vimos salir del agua unos animalitos de lo más raros. Eran chiquititos así. Usté los levantaba y se ponía a oservarlos y podía verlos a trasluz. Tenían cuatro patitas y una colita larga y la cabecita terminaba en punta como la cola. Cuando usté los tenía entre los dedos empezaban a coletear, julepeados. Empezaron a salir a montones del agua y eran del mismo color, como las lumbrices, que para esa época se pusieron a engordar. A mí se me hace que de gordas que estaban es que empezaron a salir de la tierra. No me va creer si se lo cuento: usté vio lo chiquititas que son y sin embargo empezaron a estirarse y a engordar, y una vez que yo estaba en la barranca mirando pasar un camalotal no va que de repente veo una lumbriz gorda como mi brazo que empieza a pasar por encima del camalotal y a meterse en el agua. Como a cinco metros adelante del camalotal vuelve a salir la cabeza, y eso que la cola todavía no había terminado de pasar por encima de los camalotes. Por la forma que tienen de culebrear, igualitas a las de las lumbrices, se nos dio por empezar a llamarlas culebras. Son más lindas de ver que las lumbrices. Parecen guascas trenzadas y todas pintadas de colores en el lomo. Vienen haciendo eses, las desgraciadas, y si usté las pisa por descuido capaz le saltan encima. Les gusta salir a lo seco a tomar sol porque son muy remolonas, y se quedan las horas enroscadas, durmiendo. Juegan con los pajaritos. Si por caso se topan con uno lo miran fijo y lo dejan como clavado en el suelo; después por jugar se le aprosiman despacito y se lo comen. No dejan vea ni los huesitos. Ni las plumas. En cambio los bichitos que veíamos salir del agua al ratito nomás se morían. Se secaban y quedaban hechos una cascarita transparente que cuando usté la quería agarrar se le hacía polvo entre los dedos. Por ver si vivían juntamos unos cuantos y los metimos en un tarrito con agua y los llevamos para el rancho. Empezamos a darles miga de pan y lechuga que al principio no querían comer, pero parece que después le agarraron gusto porque ya se salían del agua a la hora de la comida y se ponían a caminar por la parte de afuera del tarro y por el suelo. Engordaban que daba gusto. Como a la semana ya tenían un dedo de largo, y si usté los agarraba y se los ponía cerca de la oreja los sentía hacer unos ruiditos raros con la boca. ¿Me va creer si le digo que nosotros habíamos traído cuatro o cinco y que cuando menos nos descuidamos ya había como cincuenta? Para colmo a medida que iban engordando iban cambiando de forma. A algunos les desaparecía la cola, a otros les quedaba la cola pero les desaparecían dos de las cuatro patitas, a otros les crecían orejas, o plumas, o pelos, y hasta cuernos en la cabeza. Cuando menos nos dimos cuenta empezó a haber perros, pajaritos, nutrias, comadrejas, vacas. Vimos salir volando un pechito colorado y un benteveo.

De uno que creció grande y se lleno de pelo nos dimos cuenta que era un caballo porque empezó a relinchar. En cuestión de dos o tres meses ya estaba la isla llena de animales. Veía las cotorras pasar chillando en bandada de isla en isla. A mediodía, siempre venía una pareja de torcacitas a sentarse en el paraíso y a ponerse a cantar. Era de más, vea, la cantidad de bichos que había. Ya hasta molestaban cuando nos pusimos a sembrar. No bien habíamos tirado el grano que ya bajaban volando las cotorras a picotearlo. Diga que la tierra era buena y daba de sobra todos los años.

Y menos mal, porque cuando empezaron a venir las desgracias, si no hubieran sido buenas las cosechas a esta hora estaríamos peor todavía de lo que estamos. No va que a uno de nosotros se le empieza a poner el pelo blanco, le empiezan a temblar las piernas, y un buen día se queda dormido y no hay forma de despertarlo. Se había puesto duro, vea, y blanco como ese papel. No sé qué le pasaría vea a ese hombre, porque por más vea que lo sacudiéramos ni un pelo se le movía y al otro día nomás empezó a echar un olor que ni acercarnos vea podíamos. Otro día amaneció lleno de lumbrices y despidiendo mucho más olor así que lo enterramos porque las lumbrices lo estaban dejando a la miseria. Hicimos lo más que pudimos y no fue culpa nuestra si no se despertó. No era justo, tampoco, no vaya creer, que él se la pasara durmiendo mientras nosotros salíamos a juntar la alberja a la mañana temprano bajo esas heladas. Ahora bueno, por si se despertaba, le dejamos eso sí unos salamines, sardinas, un litro de tinto y un poco de galleta. Al otro día nomás nos pusimos a discutir qué había que hacer si algún otro se nos dormía. Uno dijo que lo mejor era esperar hasta que le aparecieran las primeras lumbrices, y si para entonces no se despertaba, que nomás lo enterráramos. Eso estuvo bien dicho. Pero no va que otro pregunta qué es lo que hay que hacer si vemos que un hombre se nos está queriendo empezar a dormir. Decidimos que había que cachetearlo para mantenerlo despierto, pero cuando a otro se le dio por dormirse y le empezamos a dar de firme en la cara, se durmió todavía más pronto que el primero y a los dos días nomás ya lo estaban banqueteando las lumbrices. Vimos que si todos se nos empezaban a tirar a muerto como los dos que habíamos enterrado, en cuantito nos descuidáramos nos íbamos a quedar sin brazos para la cosecha. Daba asco ver cómo las lumbrices nos estaban cuatre-riando los hombres.

Días enteros nos pasamos reflesionando. Tanto, que cuando nos descuidamos se nos había pasado el tiempo de la cosecha y las sandías se nos fueron en vicio. Así que hubo que volver a reflesionar. A la final nos pusimos de acuerdo en que con uno solo que reflesionara bastaba. Elegimos al más cabezón. Le dijimos que tenía que ver de evitar que los hombres se nos empezaran a dormir y también que tenía que ver de evitar que la sandía se nos fuera en vicio cuando nos demorábamos reflesionando. Ahí mismo nomás empezó a reflesionar el Cabezón. Medio cerró los ojos como si lo molestara la resolana y se empezó a tirar despacito la punta de la oreja. Ha de engordar los piojos, la reflesión, porque ahí nomás se le dio por rascarse la cabeza. Y no va que después de un momento dice que viene de reflesionar algo, que era vea lo que sigue: que el tiempo que se la pasara reflesionando había que mandarle algún regalito para mantenerlo más o menos gordo. Que cualquiera podía juntar la cosecha, pero que para reflesionar había que ser cabezón de nacimiento. Que si no acetábamos era mejor para él, porque era una gran responsabilidá y se estaba toda la vida mejor juntando la cosecha que reflesionando. Estuvimos discutiendo un rato largo pero al fin acetamos. De cada diez gallinas, una era para él; de cada diez sandías le dábamos una. Peliamos un rato la cuestión de la sandía, porque el Cabezón la quería calada, hasta que al fin lo convencimos. Se me hace que a la larga le resultó mejor que le diéramos las sandías sin calar. Porque como nosotros éramos como treinta, cada vez que nosotros cosechábamos cada uno nueve sandías él cosechaba treinta, sentado nomás en su rancho déle reflesionar y mateando a la sombra. Misma cosa con las gallinas. Así se estaba el Cabezón mateando a la sombra y reflesionando, el santo día, y al cabo de un tiempo usté ni podía caminar por el patio de su rancho de la cantidad de pollos que andaban picoteando en el patio y de las pilas de sandías que eran más altas que el rancho, y no le esagero. Nunca más las pidió caladas y acetaba igual las que estaban un poco verdes, total maduraban solas en el patio. Cuando pasábamos frente al rancho, a la hora que juese, siempre veíamos al Cabezón mateando a la sombra de los paraísos, con los ojos medios cerrados fijos en la pila de sandías. Parecía sacar de ahí las ideas. Cuando otro se nos empezó a tirar a muerto y lo llamamos, el Cabezón lo miró un rato y le tocó la barriga, le palpó las piernas, le abrió la boca y le miró la dentadura, y después dijo que el hombre no tenía más remedio, que se iba a la quinta del Ñato. Se iba a trabajar conchabado a esa quinta, el hombre, parece, dijo el Cabezón. Dijo que más valía enterrarlo en seguida que empezara a mandar olor, para no dejárselo a las lumbrices que ya lo debían andar olfateando. Y a más dijo el Cabezón que día más día menos todos íbamos a terminar conchabándonos en esa quinta y que más valía tratar bien a los que iban enterrando y a sus familias para que los que se adelantaran no nos dieran una mano de bleque con los patrones. Convenía andar bien con ellos, dijo el Cabezón. Y a más nos dijo que cada vez que alguno se empezara a venir abajo que le lleváramos una ponedora, o un poco de trigo, o un esqueleto de vino común que él lo iba hacer llegar a la quinta del Ñato para que allá vieran que por estos lados se les tenía consideración. Después sacó del bolsillo un pedazo de cresta de gallo así de chiquito y se lo puso en el bolsillo al que estaba echado en el suelo, que ya casi ni se movía. Dijo que con esa cresta los de allá iban a reconocer que de este lado todo estaba en orden. Era un pedacito de cresta colorada, no una cresta entera. Lo usábamos como santo y seña, que le dicen. Y cada vez que alguno empezaba a temblequear y a querer dormirse, íbamos con una ponedora al Cabezón y él nos daba un pedacito de cresta, ya casi reseca, mire, y se me hace que había de haber estado guardando las crestas de los gallos que metía en el puchero. Ya era de más la cantidad de ponedoras que tenía, y había montones de vino común, tinto y abocado, porque el blanco no lo acetaba, en el patio y de seguro también adentro del rancho. El Cabezón estaba medio tapado entre tantas cosas y apenas si se lo divisaba bajo los paraísos cuando se sentaba en una silla baja a matear, a la tardecita. Y no va que se nos viene otra vez una época de aguaceros y la cosecha de sandía se nos aguó toda. Algunas se fueron en semilla, otras usté las abría y eran pura agua, más blancas que ese papel, otras se quedaban así nomás chicas y no crecían más, un asco de desabridas. A la final no había una sandía ni para remedio. Nos vamos entonces a lo del Cabezón -medio tapado ya le digo entre las sandías y los esqueletos de vino y las gallinas que se la pasaban dando vueltas al pedo por el patio- y le decimos que se nos aguó la sandía y que si sigue el agua se nos va a echar a perder también el máis. Nos dice el Cabezón que la tormenta se para fácil: se hace una cruz de sal gruesa en el suelo, se busca un sapo macho de los más grandes, se lo pone panza arriba, se le abre en cruz el vientre con un cuchillo de punta bien afilado, se le sacan afuera las achuras y se deja que la sangre corra por el suelo sin tocar los granos de sal. Le traemos el sapo y la sal, porque dijo que la de él no servía, y hace todo como lo había dicho y usté no me va creer si le digo que al mes el agua paró. Justito vea al mes, no le miento. Lástima que ya el máis estuviera perdido. Entonces vamos y le decimos al Cabezón que la lluvia nos ha dejado sin máis y sin sandías, que si nos puede emprestar alguna hasta la prósima cosecha. Emprestar emprestar, el Cabezón dice que no puede, pero que si nos sobra una vaquillona, o un ternerito, o alguna otra cosa que no nos sea de mucha utilidá, él nos puede dar algunas sandías a cambio. No había mucho que mañeriar, así que acetamos. A los que no tenían ningún animal, el Cabezón les dijo que se fueran tranquilos, que él los iba ayudar a todos y a nadie le iba faltar sandía en su mesa; que esas sandías él se las había ganado con el sudor de su frente, reflesionando, pero que ya iba arreglar para que todo el mundo quedara contento. El hombre no faltó a su palabra. A los que no tenían animales, les cambió el terrenito, el rancho, la próxima cosecha. Y a los que no tenían nada el Cabezón los conchabó para hacer algunos arreglos en el rancho, agrandar, poner alambrados, podar los árboles, cebarle mate, blanquear las paredes y otros trabajitos que venían haciendo falta. Al fin de la jornada, cada uno se llevaba su sandía. Cada uno se sentaba a su mesa bajo el farol, a la noche, y tenía su sandía partida en cuatro pedazos. Usté veía el agua fresca correr y las semillas negras pegadas a la madera de la mesa. Se veía lo más bien que el Cabezón era hombre de palabra; yo le había estado alambrando como una semana, desde el amanecer hasta la noche, y después que le prendía el fuego y le ponía una tira de asado en la parrilla, él siempre me daba mi sandía y me decía que me la llevara para mi casa. Nunca me faltó; siempre que prometió la sandía, siempre yo me la llevaba para mi casa. Por eso una mañana desaté la canoa, puse adentro las pocas cosas que tenía en el rancho, y empecé a remar por entre las islas cosa de encontrar alguna donde afincarme y hacerme una posición, porque tanta sandía ya me estaba dando un principio de cursiadera. No le quiero mentir con el tiempo que pasé remando. A la nochecita me arrimaba a las orillas y pernotaba bajo los árboles. Siempre picaba alguna cosita: un surubí, un dorado, un armado chancho, una vieja del agua. Si había pesca de más la cambiaba por vicios en algún almacén. Nunca me faltaron los Colmena, ni la yerba ni el vino tinto. Una vez me pelié con un tuerto grandote que se había emperrado en no dejarme salir de su rancho, de la tranca que tenía. Al fin seguimos chupando hasta que se durmió y entonces aproveché para fletar la canoa en la oscuridá y desaparecer. Más adelante dormí una noche en la canoa, balanceándome, mirando las estrellas que para esa época estaban empezando a amarillear. Estaba medio adormecido y escuché una voz que empezó a hablarme en la oscuridá. No le entendí lo que decía pero me julepié bastante y me puse a remar para no seguir escuchando. Sonaba fulera. No parecía de cristiano. Más bien eran como ánimas en pena o como lloronas. Dos veces me topé la luz mala, culebreando en la orilla, y seguí de largo. Otra vez, en otra isla, la chancha encadenada se andaba paseando entre los matorrales y la vi patente cómo se refregaba la trompa contra un árbol. Era blanca y se oía el ruido de la cadena que arrastraba. Seguro que me vio porque cuando ve a un cristiano empieza a crecer y se vuelve del tamaño de un caballo. La dejé nomás en la isla, llorando y comiendo basura, y al rato supe que era viernes a la noche porque en otra isla que bajé oí que aullaba un lobizón. Me di cuenta que no andaba por buen camino. No le quiero decir que perdí el rumbo, no, porque el pobre es como perro atropellado por camión, que anda siempre sin rumbo. Pero se veía bien que por esos lados no iba encontrar ninguna solución y que era mejor cambiar de camino. Ahí lo tenía usté al hombre remando otra vez de sol a sol y durmiendo en las orillas meses enteros. Cuando llovía, usté podía ver el río arrugado como la hoja de la escarola. En el verano más vale no le cuento. Con el agua del río usté podía cebarse mate tal como la sacaba, y a veces se le quemaba la yerba. Para colmo a la tardecita se levantaba la mosquitada en las orillas y si usté se acostaba a dormir se lo comían vivo. Había que hacer humadera con un poco de liga seca para espantarlos, y ni así se iban. Usté no veía a dos metros entre esas nubes negras de mosquitos gordos como este dedo que se le venían encima. De una isla a la otra se veían unas manchas negras antes que oscureciera y hasta se oían los zumbidos. Como esos mosquitos andaba yo, levantando vuelo de un pantano al otro atrás de algo vivo para prenderme y engordar. Más adelante me entreveré con una curandera que me tuvo un tiempo como engualichado y que se había aquerenciado conmigo. Viví con ella pero al final terminé por cansarme porque era una mujer de ésas a las que les gusta llevar ellas los pantalones. En su rancho no faltaba nada, produto de los regalos que le hacían cuando las curaciones. Les tiraba el cuero a los muchachos enpachados, curaba el mal de ojo con un poco de agua y aceite, les enderezaba los nervios a los recalcados echando unos granos de trigo o de máis en un tarrito con agua. A mí se me hace que ha de haberme metido algún yuyo en el mate sin yo saberlo, y que por eso me quedé. Mal mal, la verdá, no se estaba. Era muy regalona, y tenía mano para la cocina. Adobaba los bagres como ella sola, para sacarles el gusto a barro. Pero cuidadito con que yo hablara de seguir viaje. Se ponía más mala que raya que le cortan la siesta. Meses enteros jugó conmigo como gato con yarará. Siempre que iba al pueblo volvía con algún chiche: algún pañuelo de seda, perfume (mire si yo me iba andar perfumando) y una vez hasta un cinturón. Un día tuvimos una discusión por la cuestión de siempre y a la noche me despierto y la descubro rondando la cama con un cuchillo. Viejo, dije para mí cuando la vi con semejantes intenciones, ya es hora de que fletes otra vez la canoa y te pongas a remar en la dirección por la que has venido. Así que esperé como una semana y cuando ella se fue un sábado de compras al pueblo, empujé otra vez la canoa al agua y salté encima. Meta otra vez a remar, y ahora para colmo río arriba. Pierdo la cuenta de los días. Siempre el hombre sentado en la canoa, de espaldas a la dirección que llevaba, luchando siempre contra la corriente que por esos tiempos hacía mucha juerza contraria porque eran años de crecida. A más, había más islas y riachos que mosquitos. Por más que busqué no hubo forma de conchabarme. Entre la crecida y los cabezones no había nada que hacer y todo el inundo andaba galgueando. Por eso cuando toqué la orilla de mi islita y empecé a subir la barranca y a recorrer el caminito de arena, el corazón me empezó a golpear juerte en el patio. Más juerte me golpeó todavía cuando divisé el paraíso y el frente del rancho. El Negro y el Chiquito estaban tirados, la sombra, tascando cada uno un garrón. Ella tejía también a la sombra y el muchacho estaba viniendo desde el fondo justito en ese momento. Usté no me va creer si le digo que a gatas me reconocieron por la voz. Cuando entraron en confianza, el Negro y el Chiquito me saltaron encima queriendo lamberme la cara y no había forma de hacerlos serenar. El muchacho me bombeó un poco para que yo me refrescara y cuando volvimos adelante ella estaba llenándome el primer mate. Hay que haber andado lo que yo anduve y visto lo que yo vi ya le digo para saber lo que es tomar un amargo en las casas, con la patrona y el hijo, sin miedo de que le ronden a uno el sueño con una faca ni haiga ningún peligro ya le digo de que el mate venga engualichado. Mateando me cuentan que han pasado las mil y una y a la nochecita, cuando estamos viendo una tira asarse despacio sobre la parrilla, ella me dice que ya estaban por darme por muerto y que más de un gavilán la rondaba. Al rato nomás comimos y nos fuimos a dormir.

Como ya estábamos solos en la isla -yo, ella y el muchacho, y el Negro y el Chiquito ya le digo- nos pusimos a limpiar el terreno y al tiempo quedó un primor. No dejamos ni un yuyo ni atrás ni adelante. Rodeamos todo con alambrao y dirigimos la parra del fondo con estacas y travesaños. Plantamos árboles nuevos y trasplantamos otros que necesitan el trasplante para irse para arriba. Dejamos lugar en el medio del fondo para el limonero real, cosa de que ni lo secaran otras raíces ni lo ahogaran las ramas del paraíso en verano ni de los naranjos en invierno. Como está en flor todo el año hay que darle mucho lugar. Cuando le saqué los injertos usté veía el tronco derecho y arriba la copa llena de flores y unos limones amarillos grandes así. A más tenía botoncitos que a gatas si estaban empezando a reventar y también limones verdes más chicos y otros todavía más chiquitos, como aceitunas. Estaba ahí ya le digo desde antes de yo nacer, siempre igual, con las florcitas blancas que se venían al suelo despacio cuando usté sacudía las ramas para arrancar un limón. Todo el suelo alrededor se ponía blanco de flores. Hasta de noche echaba como una luz ese árbol. Y esas flores blancas no paraban nunca de florecer ni de venirse al suelo. De lo que quedaba de las florcitas salían los limones. También teníamos pollos y dos o tres ponedoras, y unos caballos. Andábamos a caballo por la isla cazando nutrias, comadrejas, y pasábamos con la canoa verde a la otra orilla donde estaba el rancho de Rogelio. De ahí íbamos con Rogelio y ya le digo los muchachos al almacén de Berini. Jugábamos a las bochas, al truco y al sapo. Tomábamos cerveza del pico de la botella, abajo de los árboles. Volvíamos a las casas por el camino. Los muchachos se nos adelantaban corriendo, se paraban y se quedaban atrás, después nos pasaban corriendo de nuevo y de nuevo se nos adelantaban, se dispersaban por el campo y después se nos volvían a poner a la par. Toda la familia trabajando después en el alberjal. Todo la familia juntando sandías y cosechando el máis. Hasta los viejos. Hasta los hijos de Agustín. Hasta Agustín. Y no va que volvemos a casa al mediodía, yo y el muchacho, y ella me dice que ha estado el Cabezón y me ha dejado una cosa. Qué iba venir a dejarme el Cabezón a mi casa. Lo ha enterrado en el fondo, dice ella, al pie del limonero. Y le ha dicho el Cabezón, dice, ya le digo, que es para mí solo y para nadie más. Vamos al fondo y vemos que al pie del limonero está la tierra removida. Ganas ganas de ver lo que hay abajo, no quiero mentirle, no me dan. Ella me da un palo seco, todo torcido, que termina en una punta finita, para que me ponga a cavar. Yo le digo que más vale cavo otro día y me quiero volver adelante, pero ella empieza a escarbar con el palo, haciendo un aujerito sobre la tierra removida, hasta que la punta del palo se quiebra y ella lo tira para arriba. El palo va a dar contra las ramas del limonero, que se empiezan a sacudir. Sale volando una bandada y las florcitas blancas se empiezan a caer. Caen hasta decir basta. Y no paraban vea nunca de sacudirse las ramas. Hacían un ruido como de lluvia y de viento. Va el muchacho y busca en el suelo alguna otra cosa con qué cavar. Trae una costilla chiquita, cuadrada, que le dicen, se arrodilla y se pone a cavar. Hace un aujero grande en la tierra, mete el brazo, pero no encuentra nada. Me dice que ha de haberse corrido para la parte de adelante, por abajo la tierra. Vamos todos adelante y vemos que cerca del paraíso el suelo se empieza a rajar, despacio, y empieza a volar tierra, como si estuviese cavando un tucu-tucu. Cuando la tierra dejar de volar, ella se arrodilla y mete la mano. Saca una latita de sardinas, abierta, que tiene adentro un algodón. Me la da. Yo no quería vea por nada del mundo sacar ese algodón, no quería. Ella me dice que lo saque. No me va creer si le digo que se reía. El muchacho dice que se va dar un chapuzón. Me voy al dormitorio con la latita en la mano y la dejo sobre el arcón. Ahí queda varios días. Nadie la debe de tocar. No dentramos al dormitorio más que para dormir. Y no va vea que una mañana me levanto y voy a poner el pie en el suelo y cuando apoyo toco la latita con la punta del dedo gordo. Me quedo sentado en la cama, palpando con la punta del dedo el borde de la latita y el algodón, sin mirar para abajo. Palpo mucho el algodón. Con la punta del dedo lo levanto y toco lo que hay abajo. Parece un pedacito de cuero, duro, medio áspero. Después alzo la latita y miro: abajo del algodón levantado hay un pedacito de cresta de gallo, viejo, endurecido y medio negruzco. Me lo acerco a la nariz y siento que echa mal olor. Está apoyado sobre otro algodón que hay en el fondo de la lata. Salgo al patio y tiro la lata al monte, por encima del tejido. Y no va que viene el Chiquito y me lo trae otra vez. Vuelta a tirar la cresta, esta vez sin la lata, y vuelta a traerla el Chiquito. Vuelta a tirarla; vuelta el animal a traérmela. La dejo sobre la mesa y me pongo de espaldas para no verla, vea. Y entonces viene el muchacho y no va que me pide la cresta para dice injertarla en el limonero. Dice que de injertarla en el limonero va perder el mal olor y va servir después para abonar la tierra. Lo dejo que se la lleve. Pero cuando voy a buscarlo al fondo, amargado ya le digo porque no me gustaba nada el asunto de la cresta, ella viene llorando a decirme que se lo han llevado a la milicia por culpa de la cresta, que por esa cresta lo han reconocido y se lo han llevado. Que no vaya ser que lo maten en alguna revolución. No es verdá, le digo, está injertando la cresta al limonero, en el fondo. Pero cuando voy no lo encuentro. En cuantito me voy acercando empiezo a oír el ruido de las ramas, como de lluvia y viento. No hay sol, está medio como nublado. Efetivamente, el limonero está sacudiéndose porque el palo que ella ha tirado al aire se ha quedado agarrado entre las ramas y las hace sacudir. Empiezo a saltar para agarrar el palo, pero no lo alcanzo. Y el árbol se sacude cada vez más fuerte, con ruido de lluvia y de viento. Casi ni se ve entre las florcitas blancas que caen despacio. Las ramas parece como que van a quebrarse. Salto otra vez y quedo sentado en la cama, oyendo el viento y la lluvia. Amanece.

Cuando está dormida, parece una muerta; despierta, parece dormir. No oye vea nada. Anda el santo día de un lado al otro y usté capaz la lleva por delante y ella ni lo ve. Ahora respira despacito, que ni se oye. Capaz que está despierta. Ha de haberse metido temprano en cama ayer. No hubo forma de llevarla. Yo primero a la mañana ya le dije de venir, y ni cuando vinieron las hermanas la pudieron convencer. Otro año más que ganó. Seis ya van que llevamos al tira y afloje, yo con querer que" ella salga a airearse aunque más no sea un poco, ella emperrada en que está de luto y que de luto no se debe de salir. De luto no se debe de salir, no, pero ya van a ser siete años y ella siempre emperrada en lo mismo. Por mucho que le hablaron entre todas no la pudieron convencer. No es forma de atuar que vengan vea las propias hermanas el día de (in de año y uno se emperré y se mantenga firme diciendo que está de luto y que de luto no se debe de salir. Aunque sea el propio hijo se debe un día de olvidar lo que pasó y salir ya le digo un poco a ver qué pasa en el mundo de afuera. Aunque sea el propio hijo ya le digo porque a los muertos hay que re-chazarlos más vea que a la bosta. Para mí la ley es lo que uno quiere hacer. Y no siempre es fácil darse cuenta, no, ya le digo. Pero de que hay vea que rechazar a los muertos más que a la bosta no tenga vea ninguna duda y de eso esté seguro porque póngale la firma que es como ya le digo le estoy diciendo. Momas la música empezó a sonar ya empezaron mis pieses a ponerse inquietos y a como querer saltar en el lugar donde estaban. Voy dejando pasar una pieza y otra y otra más después hasta que se pone a sonar "El aeroplano" y ahí nomás crucé el patio entre las parejas dejando solos a los músicos y la saqué a bailar. Se estrenó conmigo. Yo empecé a dar vueltas con la chica y las otras parejas ya le digo nos hicieron cancha y abrieron un círculo alrededor, golpeando las manos primero y después sin hacer más nada o por lo menos así me pareció. Digo que me pareció nomás porque desde el momento en que empecé a bailar ya no vi más nada; sé que sonaba la música pero hasta la música dejé de oír. Mientras bailábamos, hasta de ella me olvidé. Yo daba vueltas primero al compás del "Aeroplano" con mi sobrina la Teresita mientras los parientes nos hacían cancha formando un círculo alrededor, pero después ya todo eso no estaba más y no sé si habrá sido el vino o lo qué, o lo tarde que era, pero en la mitad de la pieza yo ya me había olvidado de todo y me movía, daba que le dicen vueltas bailando, y a esa altura ya vea no podía decirse que bailaba porque no había más música ni nada, por lo menos para mí. No había lo que se dice nada. De todo me olvidé ya le digo. Había luz, pero no estaban más los faroles; música, pero sin que se oyeran los instrumentos; olor a paraíso, pero no había más paraísos. Eso vea siguió hasta que dejé de bailar. Siempre como en pedo de contento me fui despidiendo de todos con un paquete de huesos para los perros y un poco de cordero en un plato que metí en la canasta y subí a la canoa y me puse a remar para las casas. Iba cruzando el río que estaba ya le digo muy tranquilo y negro y la luna llena estaba baja y muy grande. Usté la podía ver ahí nomás, encima de su cabeza. Eso me ha de haber durado lo menos una hora, porque me desperté cuando toqué la costa con la canoa y salté a tierra. Ya mientras iba subiendo la barranca y volvía por el caminito de arena en dirección al patio, llevando conmigo la canasta, veo otra vez las sombras de los perros que se me abalanzan en la oscuridad y me acuerdo de que ella ha de estar durmiendo. Me acuerdo de que se va despertar cuando yo dentre. Me acuerdo de que va hacer como si siguiera durmiendo. Me acuerdo de que no ha querido ir, diciendo que está de luto. Me acuerdo de cuando pasaba corriendo por el patio, con el pantaloncito azul descolorido, y desaparecía después en dirección al agua y me acuerdo que por un momento no se oía nada hasta que después resonaba el golpe de la zambullida. De todo eso me empecé a acordar cuando la canoa tocó la costa y saqué la cadena. Y cuando más me iba acercando al paraíso y a la mesa, más ya le digo me acordaba. Que ella no sepa que me olvidé; no, más vale que ella no sepa. Que no sepa que me olvidé desde que crucé el patio bajo los faroles y fui derecho hasta el vestido floreado. Se borraron los instrumentos y los faroles ya le digo, pero siempre quedando la música y la luz. Y después junto los paquetes, los meto en la canasta, pongo la canasta en el fondo de la canoa y empiezo a remar a la luz de la luna llena. Ni una nube vea en el cielo que hiciera pensar en esta lluvia de ahora que el viento trae contra el rancho por los cuatro costados y que deja primero en las hojas de los árboles y después vuelca en la tierra sacudiéndolas. Se oye todo al mismo tiempo y se confunde ya le digo el ruido del viento, el de la lluvia y el de las ramas. La luz de los refuciles entra por las rendijas antes de que el ruido de los truenos venga bajando cada vez más ligero y más fuerte hasta chocar contra el techo de paja y hacer temblar todo el rancho. Ni una sola nubecita no vi anoche que le hiciera pensar a usté que iba a venirse semejante tormenta. Anoche no había más que la luna llena y el ruido de los remos en el agua. El ruido de los remos en el agua, pero no estaban ni los remos ni el agua. Ni los remos ni el agua ni los instrumentos ni los faroles. Pero cada día que pasa el sol sale de nuevo y usté no podía pensar ya le digo que no habiendo anoche ni una sola nubecita se nos iba venir encima semejante tormenta esta mañana. Por eso digo yo que a los muertos hay que rechazarlos más que a la bosta y que más vale empezar cada día junto con el sol aunque sepamos que las ánimas andan vea olfateándose en el infierno. Empezar cada día con el sol, subiendo despacio, hasta pegar de firme y derecho como cuando veníamos por el camino en dirección al almacén de Berini. Yo digo siempre que pega más fuerte cuando sube que cuando ya está arriba del todo, antes de empezar otra vez a bajar. Nos daba de lleno en la cabeza y yo sentía ya le digo la camisa echa sopa pegada a la espalda y a no ser por el sombrero de paja seguro nos insolábamos. Yo veía adelante el camino blanco y derecho, y al fondo el calor subiendo desde la tierra y enturbiando que le dicen el horizonte. Más avanzábamos más nos costaba avanzar. No va que llega un momento en que me parece que casi no avanzo más. Pero miro a Rogelio, que va al lado mío, para ver si él también se ha parado y no, sigue caminando, sin sacarme distancia ya le digo, siempre a la par, y cuando doy vuelta la cabeza otra vez me empieza a parecer que no avanzo aunque siempre sigo teniendo al lado a Rogelio que marcha firme y sigue en todo momento a la par. Hay cómo le puedo decir sol únicamente y no luz porque usté mira alrededor y ve todo envuelto en un aire de un blanco que tira a gris, como si acabaran de pasar carros por el camino y no hubiese todavía terminado de asentarse la polvadera. Después de tanto marchar tengo los ojos mojados como si me hubiesen estado saltando las lágrimas. Ha de ser por eso que veo todo medio borroso. Después vemos venir desde el almacén de Berini un caballo blanco tirando un sulky y levantando polvadera. No llega nunca. El caballo es casi casi del color del aire así que ya le digo no se le divisan más que los vasos y el hocico, negros. Da la impresión de que los arneses vienen colgando en el aire o de las varas, pero sin caballo o de caballo nada más que los vasos y el hocico negro que caen más adelante y abajo de los arneses. No levantan más polvo del que ya vemos flotar. Así que cuando vea nos pasa al lado el aire está nomás un poco más blanco y cuando entramos en el patio del almacén y sentimos encima de nosotros los árboles, el aire se enfría de golpe, y más todavía y más de golpe cuando entramos del patio al almacén. Berini lo ayuda a Agustín a levantarse ya le digo y entran atrás de nosotros y nos tomamos unos vinos contra el mostrador. Salimos anocheciendo. Buenaventura tocaba ya le digo despacio el acordeón, abajo de los árboles, entre los que colgaban los faroles apagados, porque todavía quedaba mucha luz. Ya se había levantado la mosquitada y nos fuimos cacheteando todo el camino, en la cara, en la nuca, en los brazos, en el pecho. Ya estaba el aire azul y las nubes negras no me va creer si le digo que resaltaban, las nubes negras que eran una sola nube negra desde el almacén hasta las casas. Una sola nube negra levantada en toda la costa y comiéndonos vivos y haciéndonos marchar los tres en fila india y a los cachetazos. Ya se encendían los primeros faroles. Entre el aire azul y la nube negra la oscuridad era cada vez más grande y a más teníamos que volver a los santos pedos porque el cordero estaba en la parrilla ya le digo y yo lo había dejado a cargo de los hijos de Agustín por un rato. Saltaron todos los que estaban en la mesa, bajo los árboles, tomando cerveza, cuando apareció volando por la puerta y cayó en el suelo de tierra que de tan apisonado no dejó levantar ni una nubecita de polvo. Voló el sombrero de Agustín. Venía vea saliendo Berini del almacén se me hace que para golpearlo en el suelo. Todos vea estábamos ya le digo duros porque Rogelio y yo nos habíamos ya le digo parado en seco. Nadie no se movió. Fue Rogelio el que reaccionó primero y Berini se paró también en seco cuando vio que Rogelio se le estaba viniendo encima. Lo que más lástima me dio no fue tanto ver a Agustín en el suelo, medio sentado ya y ya le digo como queriendo levantarse, con los redondelitos de sol que se colaban entre las hojas y se le venían a estampar encima, sino verlo a Berini y no tanto en el momento en que se paró cuando vio que Rogelio se le abalanzaba sino cuando salía del almacén y él se le venía encima a Agustín. Lástima me dio vea ese hombre. Porque de Agustín, qué quiere que le diga. Ya se sabe que las culebras comen tierra. A un caballo usté le da pasto y oro y va ver que prefiere el pasto. Al que es bruto, ni las orejas ni los ojos no le sirven. Rogelio le dice nomás que lo levante. Nomás como le vengo diciendo que lo levante le dice, ya le digo. Ni nos paramos a esperar cuando Berini se agacha a levantarlo. Pasamos al lado de ellos y entramos en el almacén donde a más de estar fresco y recién regado con agua y criolina no llegaba la resolana que estaba castigando sin asco en el patio y en el campo. Ya se encendían los primeros faroles por todo el campo cuando volvíamos a los cachetazos entre el zumbido de los mosquitos. Usté sabía dónde estaba cada rancho por la luz del farol. Y donde no se divisaban luces los árboles se recortaban bien negros contra la oscuridá. La cuestión es que llegamos a lo de Rogelio ya noche. De unos doscientos metros ya nos llegaban las voces y el olor del asado. Habían puesto liga a quemar adelante para espantar los mosquitos que ya estaban empezando a asentarse otra vez cuando llegamos. Los perros nos vinieron a recibir en la oscuridad sin ladrar, saltándonos encima y queriéndonos lamber la cara. Porque los perros les ladran nomás a los que no conocen. En cuantito llegué me hice cargo del cordero. A más de las brasas había una fogata al lado de la parrilla y los muchachos me entregaron el cuchillo y el tenedor apenas me vieron llegar. Las achuras ya estaban por estar listas. Dije que al chimichurri hay que sacudirlo para que no se eche a perder. Los muchachos anduvieron merodeando un rato igual que los perros, y después se fueron para adelante ya le digo y me dejaron solo. Me quedé mirando la fogata, con los ojos clavados en las llamas. A mí me da como miedo vea el ruido del fuego y en cuantito veo una fogata me pongo a pensar en las grandes quemazones para el tiempo de la seca. Siempre algún fuego queda encendido; cuando usté apaga una fogata, cuántas más no siguen ardiendo en toda la costa. Por más agua que usté eche encima de un fuego, siempre hay otro fuego despierto que acaba de nacer en algún rancho de la costa o en el medio de una isla. No esté nunca seguro de haber apagado bien una hoguera. Siempre queda alguna brasa trabajando. Y cómo le puedo decir, no hay trabajo que rinda más y más pronto que el del fuego. Se hace como quien dice rico en seguida. Y si usté le quiere disparar, él va siempre más ligero que usté. No se olvide que usté descansa y él no. No se olvide que la misma fogata que usté acaba de apagar, otro la está soplando del otro lado del camino. Hay un solo fuego, vea, uno solo, siempre prendido, y es al pedo que uno le quiera disparar porque él no descansa. Ni esta lluvia ni este viento que están castigando ahora no pueden nada tampoco porque ahora mismo hay mil braseros bien reparados adentro de los ranchos. Al agua usté la puede nadar, pero no al fuego. Vaya y haga si se anima la prueba de nadar en el fuego, a ver si puede. Estaba ya le digo mirando las llamas y escuchando el ruido del fuego que nunca para tampoco y si no me cree póngale la oreja a un montón de ceniza y va ver. Más bajito usté oye el mismo ruido en la ceniza que en el fuego. Es que ahí mismo en la ceniza ya se está preparando el fuego que se va venir. No descansa, ya le digo. En tiempos de seca me he quedado la noche entera velando porque de un momento a otro me parecía que iba empezar a sonar a lo lejos el ruido de las llamas comiéndose los pastos a la redonda y dejando negras las islas. Después que pasaban las quemazones no quedaban más que el suelo negro, parejito, y de vez en cuando esqueletos de animales todos quemados, que blanqueaban. Y nadie vea las prendía. De las cenizas empezaban ellas solas. De golpe el ruidito de la ceniza empezaba a volverse más fuerte hasta que ardía. Solté la rama despacio, cosa de que no se sacudiera mucho y se viniera abajo el calzón, y me vine para las casas. Ahí me estaban esperando para decirme de venir con ellos a buscarla. Estaban todos parados en el patio de adelante. Yo tenía muy mal gusto en la boca por la siesta dormida en el suelo. Seguro que me estuvo dando el sol en la cabeza. Me dormí de golpe, con un sueño pesado, sin soñar nada, y cuando oí que me llamaban me pareció que no había pasado ni media hora desde que me tendí a descansar, y ya eran como las cinco y pico. Nunca no sueño nada. A veces me parece como que he soñado algo, parece como que voy a acordarme de que algo soñé, pero después no me acuerdo nada, porque no soñé nada y únicamente nomás se me hace que soñé algo porque ya le digo me empieza a venir algo así como un recuerdo. Después cuando me zambullí me pareció que era la segunda zambullida del día y no la primera, pero yo estaba bien seguro ya le digo de que era la primera. Cómo no voy acordarme a la tarde si me he metido en el río ese día. En cuantito toqué el agua y me fui al fondo me pareció que era ya le digo el segundo chapuzón de la jornada. Después vi las dos canoas que volvían, la verde adelante, atrás la amarilla. Me quedé metido en el agua hasta que amarraron y se fueron para la casa, para que no me vieran en pelotas todas esas mujeres. Ahora mismo vengo de despertar sin soñar nada. Soñé nomás con el viento y con la lluvia y empecé a escuchar el ruido antes de estar despierto. Pero nada más. Nada. Nunca. Ni rastro de sueño. Yo ya sabía cuando me desperté ya le digo que estaba lloviendo. Pero de sueño, ya le digo, ni rastro. Ya le digo, ni rastro ya le digo. Muerto también he de parecer yo cuando duermo. Me puse a jugar con los perros antes de que ella llegara del rancho al excusado y estuvimos un rato viendo venirse la mañana. Yo ya sabía que ella iba ponerse a hilvanar esas tiras negras en mis camisas. No bien se levanta se sienta bajo el árbol y se queda hasta media mañana meta hilvanar. Mucho no le veo necesidá yo a seguir toda la vida con esas tiras negras y a querer quedarse en casa diciendo que está de luto. Si uno se pone a la miseria con barro, no se va andar limpiando con barro, no. Más que irse quedando, quedando, a mí me gusta lo que se puede ver, entender y aprender. Haga de cuenta que yo no existo cuando ella me oye decirle que ya ha pasado el tiempo de luto y que ya es hora de que salga aunque más no sea para llegarse a ver a sus hermanas el último día del año. Para peor que la habían venido a buscar. Estaban sus dos hermanas con sus maridos y todos sus hijos y no faltaba más que ella para que la fiesta fuera completa. Después estaban también los viejos. Después los músicos también. Sacamos ya le digo un montón de fotografías. Primero nos pusimos todos juntos contra la pared, alrededor de los viejos, después salimos los hombres solos, después las mujeres solas, después los chicos solos, después los chicos con las mujeres. Después el viejo y la vieja solos. Ella nomás faltaba, vea, ella sola. Después todos se fueron del patio y la Negra nos puso a mí y a Agustín contra la pared blanca y nos fotografió. Ahí he de estar yo parado contra la pared al lado de Agustín con ese sol de la siesta dándome en plena cara. Ahí he de estar. No va saber el que la vea la foto que Agustín empezó a quejarse mientras estaba parado contra la pared al lado mío esperando que lo retraten. Se pone a decirle a la Negra que cuándo piensa mandar alguna ayuda a la casa, que él no ha criado a sus hijos para que después le paguen así. Justo en el momento en que estamos parados contra la pared blanca. Que ya que parecía que les iba tan bien en la ciudad, que por qué no se acordaban de los padres que habían hecho tantos sacrificios para criarlos. Usté mejor no habla le dice la Negra desde atrás de la máquina. Usté le dice mejor no habla. Nos tenía apuntándonos ya le digo con la cómo se dice con la máquina y no me va creer si le cuento que Agustín no volvió a abrir la boca y se quedó duro al lado mío. La Negra sacó la foto y se puso a guardar la cómo se dice en la bolsa que traía y créame si le digo que ni nos miró. Yo me apoyé contra un árbol y me quedé mirándolo a Agustín. Que yo sepa, en todo ese día ese hombre no volvió a hablar con su hija. No es que yo me haya andado fijando, pero ya se sabe que los ojos le erran menos que las orejas y uno ve. Ahora mismo nomás veo por las ranuras subir el día nublado. Usté ve clarito por las ranuras que no hay sol porque las rayitas que se ven tiran a gris y a más está oyendo el ruido del viento en las ramas y el agua que cae. Las orejas me dicen que está lloviendo tupido pero hasta que no salga afuera y eche una mirada no voy a saber. Ha de estar lloviendo por toda la costa. Ha de estar lloviendo en el patio. Ha de estar lloviendo en la isla. Ha de estar lloviendo en el patio de Rogelio sobre la mesa. Ha de estar lloviendo sobre la parrilla negra y sobre la ceniza. Ha de estar lloviendo sobre el río. Ahora ha de estar de un color gris. Ayer no le miento vea si le digo que estaba de un marrón tirando a colorado. Le caía ya le digo mucha luz encima porque el sol pegó fuerte todo el día y parecía como que lo iba tostando. A la tardecita se puso morado morado. A la noche ya le digo negro. Negro negro como el carbón. Con la luz de la luna que le daba de refilón y que se movía por la marejada de la canoa no le miento si le digo que parecía un brasero con una punta de llamas. Cuando empieza a ponerse amarillo, para el mes de enero, seguro que se viene la creciente. Ahora con toda esta lluvia ha de estar gris. Cambia mucho de color ya le digo; nunca parece el mismo río. Cuando toqué la costa a la madrugada con la canoa verde y salté a tierra me volvió todo a la cabeza y vine medio tambaleando y me acosté. Ya me estaban empezando a pesar los pieses. Ya estaba cansado. Hicimos dos veces ida y vuelta el camino hasta el almacén de Berini y a más parado mucho tiempo al lado de la parrilla atendiendo el cordero y manteniendo el fuego para que no anduvieran faltando brasas. A más el chapuzón de la tarde y el vino y la comida. Después de la comida corrieron la mesa grande y empezó el baile. Estuvieron meta milonguear desde que llegaron los músicos queriendo dar una serenata y se quedaron nomás toda la noche. Tocaron una punta de piezas. Merceditas, Rosas de otoño, dos veces La cumparsita, un fostró, El Choclo. La Loca de Amor, el Aeroplano. Con el Aeroplano crucé ya le digo el patio y la saqué a bailar. Vinimos bailando de una punta a la otra y después empezamos a dar vueltas sin parar y todos dejaron de bailar y se pusieron a mirarnos. Había faroles en los árboles. Todo el mundo iba y venía sin parar. En una de ésas los chicos se pusieron a tirar cuetes. Usté veía las manchas blancas de las camisas que entraban y salían de la oscuridá. Si iba al fondo a orinar en el excusado escuchaba patente la música que venía desde adelante. El ciego se tomaba medio vaso de vino entre pieza y pieza. Tenía el acordeón sobre las rodillas y cuando no tocaba lo dejaba apoyado contra el pecho. De los dos Salas, uno tocaba la guitarra y el otro cantaba pero tan despacito que no se le escuchaba casi nada. No se le entendía vea nada a ese hombre. Yo iba cortando el cordero en pedazos chicos y los iba repartiendo en la mesa. La Teresita me trajo el tenedor grande. Primero picamos las achuras alrededor de la parrilla mientras el animal se iba dorando. Rosa separó unos pedazos para que yo los trajera. Ahí han de estar ahora en la cocina. Ha de estar lloviéndose en la cocina ahora por la ventanita. Han de estar salpicando el plato con que tapé la carne las gotas. Ha de estar lloviendo ahora atrás. Han de estar cayendo las gotas sobre el limonero. Han de estar golpeando contra las flores aflojándolas y haciéndolas caer. Tocaron un chámame y los muchachos empezaron a zapatearlo. Levantaron una polvadera grande y eso que el suelo está apisonado y habían regado los chicos a la tarde. Usté veía las parejas moviéndose entre la polvadera. Los vestidos floreados, el vestido blanco con rayas coloradas, la blusa amarilla, la blusa azul que se movían y las manchas blancas de las camisas que iban y venían de los faroles a la oscuridá y de la oscuridá a los faroles. Quedó la polvadera colorada después que el chámame terminó y todos se pararon. Todos parados y la polvadera colorada flotando a la luz de los faroles sin subir más en el aire ya le digo ni caer. A gatas si pasó un minuto antes de que vuelvan a empezar. Ni un minuto ya le digo no pasó. De golpe arrancaron con el Aeroplano. Usté viera lo linda que estaba esa criatura con el vestido floreado que le habían traído las hermanas de la ciudad. Bailaba como ella sola sin perder el paso ni nada. Ya no pensé más que en dar vueltas pisando con la punta de los pieses y al rato ya ni en eso. Ya le digo, no sé cómo le puedo decir. No sé como decirle ya le digo. Después que el vals terminó empecé a despedirme. Me sentía lo más bien. De los músicos primero y de todos los muchachos. De las mujeres y de los chicos. De los viejos. Último de todos me despedí de Rogelio que me acompañó hasta el patio de atrás. Como pudimos nos abrazamos y subí a la canoa. Usté viera cómo iban cayendo los remos al agua sin hacer ningún ruido. A gatas si se los oía caer. Yo remaba despacio y a medida que me alejaba iba oyendo la música cada vez más bajita hasta que después se apagó del todo. La volví a oír cuando toqué la costa. Mientras venía por el río no se oía ya le digo ni el ruido de los remos. No me pesaban vea nada.

Ni que me hubiera estado llevando la corriente sola. Usté veía la luna llena bien baja y las orillas se divisaban patentes. Años hacía ya le digo que yo no me encontraba remando en la oscuridá tan tranquilo y sin pensar en nada. Pero en cuantito toqué la playa vino la última racha de música que ya le digo me despertó y cuando amarré la canoa y saqué la canasta y la cadena para amarrar ya me estaba acordando otra vez de todo. De que habían venido al pedo a buscarla, de que estaba durmiendo ahora mismo ahí adentro, de cuando pasaba corriendo por delante con el pantaloncito descolorido y se perdía por el caminito en dirección a la barranca y al rato se dejaba oír el golpe de la zambullida. Así que ya le digo me acosté. He de estar ahora parado al lado de Agustín contra la pared blanca del rancho. Ha de estar lloviendo sobre el patio. Ha de estar lloviendo sobre la mesa del patio por entre las hojas de los paraísos. Ha de estar lloviendo sobre la parrilla negra y sobre las cenizas. Se oye el ruido del agua y del viento en las ramas de los árboles. Ha de estar lloviendo sobre el limonero y las gotas han de estar golpeando contra las florcitas blancas aflojándolas y haciéndolas caer.

Amanece

y ya está con los ojos abiertos

Ha salido y ha jugado un momento con los perros después de levantarse y vestirse, ha comido dos brevas limpiándose dos veces las manos con dos hojas de higuera, ha visto desde la canoa amarilla, en compañía del Ladeado, una bandada de patos que, desconcertada por un giro brusco de su guía rompía la formación en ángulo y producía un tumulto momentáneo en el cielo, justo encima de la canoa, volviendo a formar en ángulo para retomar su vuelo en dirección contraria, ha tomado un par de copas en el almacén de Berini con Rogelio y Agustín, se ha sentado, de regreso del almacén, en el monte de espinillos que está más allá del claro para descansar de la caminata, mientras Agustín y Rogelio orinaban detrás y él oía caer los chorros de orín sobre el pasto ralo, ha llegado justo para ayudar a colocar las sillas alrededor de la mesa grande bajo los dos paraísos, ha aceptado, después de negarse dos veces, ocupar la cabecera que le ha ofrecido Rogelio, ha posado en tres fotografías, una con toda la familia, una con todos los varones, una con Agustín solo, las tres contra la pared blanca del rancho, ha dormido la siesta bajo los árboles después de defecar, ha discutido con Rosa que insistía en mandarlo a buscarla a su casa, ha sacrificado el cordero después de ver jugar un momento a Rogelio con sus hijos, ha dejado atrás el patio regado, atravesando el montecito en dirección al río, hasta el lugar de los cuatro sauces, se ha desnudado parándose después en el borde de la barranca, se ha balanceado un momento sobre la punta de los pies, ha tomado impulso hacia adelante, hacia arriba, juntando las manos por las yemas de los dedos, hacia abajo estirando los brazos, y ahora su cuerpo recto, la cabeza protegida entre los brazos estirados, va acercándose, oblicuo, al agua violácea hasta que la toca con la punta de los dedos.

La explosión de la zambullida suena y retumba diseminándose en el aire tranquilo. El cuerpo de Wenceslao entra en el agua que se cierra por detrás, dejándolo adentro, como una crisálida en un capullo elástico, pesado y móvil. En el fondo, Wenceslao se desplaza abriendo los ojos y viendo una penumbra amarillenta y translúcida enturbiada por el barro delgado y flotante que la zambullida ha levantado desde el lecho del río. Cierra los ojos otra vez. Su cuerpo hace un giro brusco, frenado en su violencia por la presión del agua, y a sus oídos llega el tumulto vago del líquido que sus miembros sacuden. Comienza a avanzar con suavidad separando el agua con las manos, sin ruido, otra vez con los ojos abiertos en el interior de la penumbra translúcida. De golpe comienza a subir y el rumor atenuado del fondo se convierte en el ruido múltiple y súbito del choque con la superficie cuando su cabeza emerge del agua. Ha salido mirando hacia el centro del río y no hacía la orilla desde la que se zambulló. La superficie violácea se vuelve otra vez esa masa amarillenta y translúcida cuando hunde de nuevo la cabeza en el agua y abre los ojos, comenzando a girar y a desplazarse. Mantiene el movimiento de traslación y rotación durante un momento y cuando asoma por segunda vez a la superficie vuelve a estar dando la cara al centro del río y no hacia la orilla desde la que se ha zambullido. Después nada en la superficie en dirección al centro del río. Avanza con brazadas armoniosas, la cara hundida en el agua asomando de tanto en tanto para recuperar la respiración, el pataleo mudo bajo el agua estallando a intervalos en la superficie y produciendo un penacho turbulento de espuma blanca que se deshace en seguida y que impide ver los pies cuando se mueven a ras del agua. Vuelve a detenerse y poniéndose boca arriba cierra los ojos y se deja flotar. La piel mojada resplandece sin embargo como más cálida sobre la gran extensión violácea. En sus oídos resuenan todavía, mezclados, el tumulto del agua en la superficie y el rumor subacuático que parece continuo en relación a los golpes súbitos y fugaces de la superficie. Cuando llega al centro del río pone el cuerpo en posición vertical -si bien la parte inferior, bajo el agua, queda como floja y acumulada contra el revés de la superficie- y mira a su alrededor. La mirada, a ras de agua, choca contra la orilla desde la que se ha zambullido y trepa por la barranca hasta la punta, sigue subiendo hasta las copas de los árboles sobre las que resbala la luz solar. Después baja otra vez a ras del agua y se desliza por la superficie calma, violada, hasta un punto en el horizonte en el que el agua parece estar más alta que los ojos y sin embargo inmóvil y lisa. Wenceslao nada otra vez en dirección a la orilla y sale del agua. Su cuerpo magro, desnudo, es más blanco desde el ombligo hasta la mitad superior de los muslos. El resto es oscuro, tostado, y chorrea agua. El pelo veteado de gris está pegado al cráneo y los pies húmedos, que se adhieren al suelo arenoso, van dejando unas huellas rápidas y nítidas. Vuelve a pararse en la punta de la barranca y se vuelve a zambullir. La misma explosión del principio sacude la superficie violácea y al abrir los ojos, en el fondo, Wenceslao percibe otra vez la penumbra amarillenta y translúcida en la que las partículas de barro flotan lentas a mitad de camino entre el fondo y la superficie. Al cerrar los ojos la oscuridad lo ciñe en un tumulto confuso y por un momento no percibe la dirección en la que se desplaza ni tampoco el hecho mismo de estar en el agua. Siempre con los ojos cerrados vuelve a subir y cuando asoma la cabeza abre los ojos y ve la orilla y los árboles. Ahora la luz solar es de nuevo horizontal y sus rayos atraviesan los huecos de la fronda formando entre los árboles volúmenes amarillos suspendidos en el aire o como depositados sobre las ramas. El sonido de voces lo hace volverse despacio, braceando, y entonces ve aparecer las dos canoas cargadas de mujeres, viniendo desde un riacho. Viene adelante la canoa amarilla; detrás viene la verde. Vistas desde el ras del agua las embarcaciones parecen más grandes de lo que son, y avanzan atravesando el río en diagonal. Rosa reina en la amarilla, de espaldas a la dirección que trae. A cinco metros de distancia, la canoa verde, en la que rema la Negra, sigue a la amarilla en línea tan recta que da la impresión de que la amarilla viniese remolcándola. Avanzan atravesando el río en diagonal; las voces de las mujeres suenan y se disipan en el aire al que mancha el resplandor del agua. En la amarilla, la Teresita va en la proa, la cara en el mismo sentido en que avanza la canoa. Teresa está sentada frente a Rosa y la oye hablar, inmóvil. En la canoa verde es Rosita la que viene en la proa, mirando en la misma dirección que la Teresita; Josefa, sentada cerca de la popa, le da la espalda a la Negra, cuyo torso amarillo que remata en la cabeza amarilla se bambolea al ritmo de los remos. Teresa es la primera que ve a Wenceslao, y lo señala con la mano. Rosa maniobra con los remos, quebrando la línea diagonal y viniendo en línea recta hacia Wenceslao. La Negra se entrevera un momento con los remos, haciendo oscilar como un péndulo lento la proa verde antes de lograr enfilar en la misma dirección que la canoa amarilla. Wenceslao comienza a nadar hacia las embarcaciones. Se alcanzan rápido. Wenceslao deja de nadar y braceando y pataleando de un modo continuo para mantenerse a flote, ve cómo Rosa hace una maniobra diestra con los remos y para de golpe la canoa. La imagen invertida de la canoa amarilla con las tres mujeres se refleja en el agua, oscura, confusa, quebradiza.

– Yo te había dicho que iban al pedo -dice Wenceslao.

Por la cara de Rosa corren gotas de sudor. Deja uno de los remos y se pasa el dorso de la mano por encima del labio superior.

– Está loca -dice.

– ¿Qué hacía? -dice Wenceslao.

– Ni mierda -dice Rosa.

Wenceslao se ríe. La canoa verde se para al costado de la amarilla.

– Anda nomás, Negra, que ya te sigo -dice Rosa.

La Negra sigue remando y se aleja. La estela que deja la canoa va ensanchándose y Wenceslao siente las sacudidas suaves de la corriente, cada vez más débiles. Rosa lo está mirando.

– Tenía que haber ido y enterrarse con él -dice.

– Ella no. Yo -dice Wenceslao.

Hace un movimiento brusco y se sumerge. Ahora ve otra vez la penumbra amarillenta toda historiada de una red de nervaduras luminosas que se entreveran en la masa translúcida. Ha alcanzado a oír algo que decía la voz de Rosa superponiéndose al ruido del agua en la fracción de segundo que duró la inmersión. Va desplazándose bajo el agua hacia donde piensa que está la orilla, alejándose de la canoa, viendo por encima del ronroneo subacuático el paraíso y la mesa, la otra mesa, el arcón, viéndola venir desde el rancho al excusado y oyendo después el chasquido del cabello cada vez que los dientes negros del peine se enredan en él, viéndola sentada adelante, bajo el paraíso, hilvanando franjas negras en el bolsillo de la camisa. Después no ve más nada. Avanza en la masa amarillenta que va separando con las manos extendidas y que se cierra en seguida por detrás, y otra vez sale a la superficie frente a la barranca. Jadea un poco. Ahora ve las dos canoas que van acercándose a la orilla, paralela una a la otra, la verde un poco más adelante, como si estuviesen yendo entre andariveles y compitiendo por tocar primero la costa. Wenceslao las ve vararse una junto a la otra, la verde primero y la amarilla unos segundos después. Las mujeres se incorporan y saltan a tierra, caminando precarias sobre la embarcación y elevándose un momento sobre la proa antes de tocar el suelo. Hacen gestos en medio del aire todavía claro y luminoso. Desaparecen. Espera un momento para estar seguro de que no volverán y después da dos brazadas suaves y toca la barranca. Va costeándola hasta donde el declive le permite trepar y sale del agua. Cuando llega al lugar en el que ha dejado la ropa jadea y se deja caer sobre el pasto. Saca los cigarrillos y los fósforos del bolsillo de su camisa y fuma despacio, plácido, mientras su cuerpo va secándose en el aire cálido y sin viento. Sacude con suavidad la cabeza, de vez en cuando, mirando el humo que se disemina lento antes de disiparse. En frente tiene el río violáceo y las orillas bajas que todavía cabrillean. Ve por un momento el sol de mediodía subiendo, el enorme círculo del cielo mechado de destellos amarillos, y después la luz de la luna cayendo entre los árboles y haciendo fosforescer la fachada blanca del rancho. Le da una última chupada al cigarrillo y después lo arroja en dirección al río, siguiéndolo con la mirada hasta que toca el agua. Se para. Se viste despacio, sacudiéndose primero las nalgas enjutas, acomodándose con cuidado los genitales antes de enfundarse el calzoncillo blanco que le cubre la mitad de los muslos y que se sostiene gracias a la convexidad leve del abdomen, se pone la camisa y el pantalón y se limpia los pies con la mano antes de calzarse. Comienza a atravesar el montecito en dirección a la casa. El chasquido de las alpargatas golpeando contra los yuyos repercute con un ritmo parejo y monótono que él no percibe. Ahora la luz solar es interceptada por las ramas de los árboles y en el interior del montecito no penetra más que la claridad difusa y sin destellos que se cuela por entre las hojas y se dispersa entre los árboles. Su cuerpo avanza ahora como nimbado por esa claridad, recortándose nítido en ella, el contorno guarnecido por una doble aureola luminosa. Avanza entre los algarrobos, los ceibos, los timbos, los aromitos, los laureles, los árboles que nadie plantó nunca, alzando de vez en cuando el brazo para separar una rama demasiado baja, hasta que llega a la hilera de paraísos que separa el monte del patio trasero, en el que los círculos negros de la regada han ido secándose y volviéndose más claros. Se para un momento frente al cordero y lo mira. Llega un rumor de voces desde el patio delantero. Colgado cabeza abajo, el lugar en el que estaba la cabeza convertido en un muñón reseco, el animal está abierto a todo lo largo y muestra la caverna rojiza listada por las costillas. Wenceslao lo mira, lo ve un momento atado al tronco del árbol, corriendo en semicírculo y balando sin parar, ve el cuchillo penetrando en su garganta y abriendo un hueco elástico que se cierra a medida que la hoja penetra en la carne, la sangre que comienza a brotar y cae en la palangana. Después gira y pasa junto al horno y a la parrilla, y se aproxima al patio delantero oyendo las voces cada vez más altas y distinguiendo gradualmente a los que las profieren: Rosa, Rogelio, la Negra, Teresa, la vieja. Cuando aparece en el patio los ve: Rosa y Rogelio parados entre la punta de la mesa y la pared blanca del rancho, frente a frente y discutiendo, la Negra que peina a la vieja sentada a la derecha del viejo que está en la otra punta y que chupa un mate sacudiendo la cabeza, Teresa un poco separada del grupo, hacia el lado del camino, y mirando la escena con los ojos muy abiertos.

– Ahí lo tenés. Decíselo a él -dice Rogelio, señalando a Wenceslao cuando lo ve aparecer en el patio delantero.

Rosa se da vuelta. La Negra sacude el peine hacia Wenceslao.

– Están peliando por la tía -dice.

– Es cabeza dura esa mujer -dice el viejo.

– A ver si mandan a los muchachos a juntar leña para el fuego -dice Wenceslao.

– Él es todavía más loco que ella -dice Rosa.

– Rosita vieja y peluda -dice Wenceslao.

Rogelio se echa a reír. La Negra mira un momento a Wenceslao, se encoge de hombros, y sigue peinando a la vieja. Los cabellos de la vieja, todavía oscuros, caen lisos y largos hasta más abajo de los hombros. La vieja recoge un cigarro encendido de sobre el borde de la mesa y se lo lleva a los labios. Le da una larga chupada y suelta un chorro de humo, y vuelve a dejar el cigarro sobre el borde de la mesa. El viejo comienza a llenar otra vez el mate.

– Manden por leña a esos muchachos -dice Wenceslao.

Rogelio comienza bruscamente a gritar, llamando a los muchachos. También bruscamente aparecen los niños desde el interior del rancho: el Carozo, el Ladeado y la Teresita. Del costado del rancho vienen el Chacho y el Segundo, Rogelito, Amelia, Rosita y Josefa. Todos se aproximan.

– Todos pdesentes -dice el Segundo.

– Falta Agustín -dice Rogelio.

– Y la tía -dice Josefa.

– El viejo debe estad chupando en lo Bedini -dice el Segundo.

– Hay que llevar leña a la parrilla para que Layo ase el cordero -dice Rogelio-. De frente, ¡march!

El Segundo y los chicos comienzan a moverse. Rogelio y el Chacho se quedan parados al lado de las dos mujeres en cuya compañía han aparecido. Antes de desaparecer hacia el fondo, siguiendo con dificultad el paso cada vez más acelerado de los otros, el Ladeado se para y da media vuelta, acercándose a Rogelio. Le hace un gesto con la mano, indicándole que se incline. Rogelio mira de un modo fugaz a Wenceslao y obedece. El Ladeado murmura algo en su oído. Mientras lo escucha, Rogelio sacude la cabeza, afirmando.

– Sí, sí. Seguro que sí. Ahora vaya buscar leña con sus primos -dice.

Ladeado se aleja y desaparece. La Negra ha dejado de peinar a la vieja para tomar el mate que el viejo le acaba de alcanzar. Introduce la bombilla entre sus labios gruesos y oscuros, sorbe arrugando la frente corno si estuviese preocupada por algo, saca la bombilla de entre los labios mientras traga y repite tres o cuatro veces la misma operación hasta que vacía el mate. Se han quedado todos en silencio, esperando, en el interior de la esfera de sombra de los paraísos, que continúa siendo siempre un poco más oscura que el resto del aire a su alrededor. Ha ido oscureciéndose con la declinación del día y sin embargo, siendo más oscura que todo el resto, y más oscura incluso que a mediodía, ahora que la luz deslumbrante se ha suavizado dejando de contrastar crudamente con ella, da la impresión de haberse diluido un poco. El amarillo de la luz que raya el cielo es también ahora un poco más pálido. Después la luz se irá poniendo naranja, rojiza, verde, azulada, azul. Cuando desaparezca el sol no quedará más que una luz azul homogénea y todavía bastante clara antes de convertirse en una semipenumbra otra vez azulada llena de núcleos negros alrededor de los árboles. Después se pondrá todo negro, durante un momento, como si también la negrura alcanzara un cénit antes de declinar en favor de la luna llena subiendo en un cielo lila. No percibirá enteramente la oscuridad porque estará parado junto al fuego grande y a la capa dispersa de brasas sobre las que se dora el cordero despidiendo una columna de humo que atraviesa la fronda de los árboles y sube hacia la luna. Habrá acabado de llegar del almacén de Berini. Habrán ido caminando después de hacer el fuego y poner las achuras y el cordero sobre las brasas y dejarlo al cuidado de los muchachos. Recorriendo primero el camino de arena, doblando hacia la derecha después y atravesando el monte de espinillos, cruzando más tarde el gran claro en diagonal, en fila india, por el caminito, Rogelio adelante, detrás él, alcanzando el camino recto que lleva del almacén a la costa y avanzando por él ahora los dos a la par hasta divisar los árboles del almacén y oír cada vez más próxima y nítida la música que llega desde el patio. Habrán entrado al almacén, viendo a Buenaventura sentado bajo los árboles ante una mesa en la que hay varias botellas de vino y vasos, rodeado de hombres -Salas el músico, el otro Salas, Chin, otros-. Desde la cancha de bochas llegarán gritos y voces y de vez en cuando el golpe seco de los bochazos y el más resonante de las bochas contra los tablones que cierran la cancha. Encontrarán a Agustín en la cancha viendo a los otros jugar, tomando un vaso de vino, ya bastante borracho, yendo a buscar de vez en cuando las bochas desviadas para traerlas a la cancha o haciendo de intermediario entre Berini y los jugadores cada vez que éstos piden bebidas, o cigarrillos, o algo para comer. Ellos mismos, Rogelio y Wenceslao, se quedarán mirando un momento el partido de bochas, aproximándose a la cancha de vez en cuando para observar más de cerca la distancia de una arrimada, opinando entre ellos sobre los tantos en discusión, sobre problemas reglamentarios, sobre la destreza de un bochazo. Después entrarán al almacén en el que el olor a creolina del mediodía se habrá desvanecido ya casi del todo, pagarán sus copas y las de Agustín recibiendo el vuelto sin mirar la cara hosca de Berini que estará yendo y viniendo detrás del mostrador para atender los pedidos de los niños, hombres y mujeres que entran y salen del almacén atravesando el patio en el que la música del ciego no se detiene más que durante cortos intervalos. Después saldrán los tres al aire azul. Desearán feliz año nuevo a los hombres que rodean al ciego, Chin se pondrá de pie y abrazará a Rogelio. Después abrazará a Wenceslao y Wenceslao percibirá, al aproximar su cara a la de Chin, unas gotas de sudor que corren por sus mejillas recién rasuradas. Salas el músico les prometerá una serenata. Después saldrán. Habrán recorrido el camino, el campo en diagonal, el montecito, el otro camino, antes de que Wenceslao esté parado junto a las brasas sobre las que el cordero se dora despidiendo una columna de humo oloroso que sube al cielo negro atravesando la fronda de los árboles. Habrán venido envueltos primero en la luz azul, en la semipenumbra azul más oscura, en la oscuridad. Los perros habrán salido a recibirlos, saltándoles a la cara. Atravesando el claro habrán visto encenderse los primeros faroles entre los árboles que ocultan los ranchos, en los patios regados al atardecer, los faroles manchando las ramas y las hojas con una luz centrífuga, que fluye y está, sin embargo, inmóvil. Ya en el patio del almacén habrán percibido la subida de la mosquitada. Recorrerán el camino desde el almacén hasta la casa de Rogelio abriéndose paso a través de una sola nube negra, compacta y zumbante. Irán dándose cachetazos en la cara, en la nuca, en los brazos. En un momento dado el hostigamiento de los mosquitos será tan constante y violento que se echarán a correr, riéndose y puteando, hasta que se pararán de golpe y seguirán caminando los tres casi a la par, Agustín siempre más lento y más reconcentrado que ellos. Habrá en el aire un ruido vago y febril de voces, de música, de perros, de fuego, de agua, de mosquitos. Al entrar en el patio delantero percibirán un ir y venir de mujeres, de muchachos, de chicos, contrastando siempre con la inmovilidad de los viejos sentados como a la tarde, el viejo en la cabecera, la vieja a su derecha. La vieja estará peinada, limpia, tranquila. El viejo fumará con lentitud, llevando de vez en cuando el cigarrillo a sus labios, dándole una chupada profunda y despidiendo después el humo en chorros espaciados, débiles. Sonará la radio. En el momento mismo de entrar oirán, desde el camino, el galope apagado de un caballo y la voz del diariero voceando La Re gión. Rogelio irá a buscar el diario y conversará un momento con el diariero. Wenceslao lo oirá invitarlo a bajar del caballo para tomar un vaso de vino. El diariero bajará un momento, saludará a los viejos -un viejo él mismo, magro, silencioso, plácido-, esperará sin hablar que Rogelio, que se le ha adelantado, salga del interior del rancho con una botella de vino y cinco vasos, recibirá el suyo tomándolo en dos tragos, mientras Rogelio, el viejo, Agustín y Wenceslao toman tragos cortos de los suyos. Después se despedirá y se irá. Se oirán sus pasos casi imperceptibles sobre el suelo duro, y después de un momento de silencio comenzará a oírse el trote del caballo cada vez más lejano, hasta que se apagará del todo.

La Negra estira la mano hacia el viejo, devolviéndole el mate. En el momento en que el viejo lo agarra, la vieja levanta de sobre el borde de la mesa el cigarro, dándole una chupada larga y volviéndolo a dejar. Cuando vuelve a erguirse después de la inclinación lenta que ha debido hacer para dejar el cigarro sobre el borde de la mesa, las manos de la Negra continúan trabajando con el peine su cabello lacio y oscuro, sin una sola cana. Rogelio mira a su hijo mayor y al Chacho, parados junto a las dos mujeres, y les hace una seña con la cabeza, indicando el patio trasero.

– Cuantos más sean para juntar leña, mejor -dice.

– Por eso -dice Rogelito-. Vayan buscando nomás.

Las dos mujeres y el Chacho se echan a reír. Rogelio se ríe. Wenceslao mira las manos de la Negra que trabajan en el cabello de la vieja. El viejo termina de cebar el mate y lo estira hacia Wenceslao. Wenceslao sacude la cabeza.

– No -dice.

Va hacia la parrilla, seguido por Rogelio. Los chicos van llegando con pedazos de leña que dejan caer apresurados y sin orden cerca de la parrilla, y después vuelven a desaparecer en dirección al fondo. Wenceslao comienza a recoger unas ramitas que quiebra y va depositando a un costado de la parrilla acomodándolas con cuidado para que formen una pila ordenada.

– Hace falta un poco de papel -dice.

– Yo traigo -dice Rogelio.

Acuclillado junto a la pila de ramas secas, Wenceslao oye el ruido de los pasos de Rogelio alejarse en dirección al patio delantero. Desde el patio trasero, el Carozo viene arrastrando una rama seca, enorme, que deja una huella superficial en el suelo duro. El Ladeado lo sigue con dificultad, sosteniendo entre los brazos dos troncos finos. En seguida llegan el Segundo y la Teresita, cada uno con una carga de leña.