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Antes de cada chupada, Rogelio mira con atención su propio cigarrillo.
– Yo esos sin filtro no los puedo fumar -dice Amelia.
Wenceslao mira su cara filosa y neutra. Amelia enrojece, alza la mano y se toca el cabello.
– Yo es al revés -dice la Negra -. Con filtro no les siento ningún gusto. Es como si no fumara nada.
Rosa aparece en la esquina del rancho, desde la parte delantera, y se queda parada.
– ¿Qué pasa ahí que hay tanta gente? -dice.
Todas las cabezas se vuelven hacia ella. Se queda inmóvil. Más acá está la bomba, a cuya izquierda, junto a la palanca, Teresa está pasándose el dorso de la mano por la boca, para secársela, y la Teresita se refriega la segunda pierna con la toalla blanca que se sacude sin cesar. De todas las cabezas, la de la Teresita es la única que no ha girado en dirección a Rosa y continúa inclinada hacia las manos que refriegan la toalla blanca contra la pierna. El cuerpo de Rosa enfundado en un vestido verde que acaba de ponerse para la noche resalta junto a la pared blanca del rancho y contra el fondo sombrío de las ramas de los paraísos del patio delantero.
– No faltabas más que vos -dice Wenceslao.
– Yo con usted no me junto -dice Rosa-. Negra vení una cosa.
– Sí, tía, voy -dice la Negra.
– Vos también vení, Rosita, que tenés que cambiarte -dice Rosa-. Venga usted también, señorita, no se quede con esos dos viejos que de este lado está la gente joven.
Todos se echan a reír, salvo la Teresita. Wenceslao sacude la cabeza y después ve cómo Rosa vuelve a desaparecer -el vestido verde, que se ha esfumado, ha de estar en ese momento costeando la pared blanca en dirección a la puerta del rancho- y cómo las tres mujeres se alejan en fila india hacia adelante, Amelia primero, después Rosita, por último la Negra; atraviesan el punto en el que ha estado parada Rosa con su vestido verde, después de pasar junto a Teresa que las sigue y pasa a su vez por el mismo punto en el que estaba el vestido verde y por el que han pasado las tres mujeres, y junto a la Teresita que en el momento en que Teresa comienza a caminar se pone las zapatillas y se para. Recoge la toalla y la silla y sigue a su madre, que ya ha desaparecido, y pasando por el punto en el que ha estado Rosa con su vestido verde, dobla la esquina del rancho y desaparece a su vez. Las risas han decrecido, resonando un momento por encima de los crujidos tensos del fuego, y después se han apagado. Por un momento, no se oye más que la crepitación de las llamas. Wenceslao y Rogelio fuman en silencio, mirando el fuego. El Segundo suspira y se va en dirección al patio delantero. Pasa al lado de la bomba en la que ha estado Teresa bombeando con lentitud y la Teresita sentada en la silla refregándose las piernas con la toalla blanca, y atravesando el punto en el que ha estado el vestido verde dobla la esquina del rancho y desaparece. Ha de estar caminando en el patio delantero, hacia la mesa en la que el viejo y la vieja están sentados, en silencio, en un lugar en el que la penumbra ya ha de ser más densa. Algo se desmorona en el interior de la fogata produciendo un chisporroteo, un crecimiento fugaz de las llamas que después vuelven a su movimiento parejo y monótono, y una turbación intensa en la columna de humo.
– Apenas pongas el cordero vamos a lo Berini -dice Rogelio.
– Sí -dice Wenceslao.
Da una pitada a su cigarrillo y lo tira entre las llamas. El cigarrillo pega contra un pedazo de leña y cae a un costado de la hoguera. Wenceslao lo pisa dejándolo achatado contra la tierra. Rogelio está parado del otro lado de las llamas, frente a él. Mira el fuego, pensativo. Después sacude la cabeza.
– Venir a decir que todavía está de luto -dice. Se aleja unos pasos del fuego y se apoya con una mano sobre la semiesfera blanca del horno. El cigarrillo, consumido en sus tres cuartas partes, cuelga de sus labios bajo el bigote negro.
– ¿Cómo va estar de luto todavía? -dice. -Que me pongan a mano la sal -dice Wenceslao. -Sí, Layo, sí -dice Rogelio-. Van a ponerte la sal a mano, perdé cuidado.
Se incorpora y empieza a caminar en dirección al patio delantero. Pasa al lado de la bomba, atraviesa el punto en el que ha estado el vestido verde, bordeando la pared blanca, y desaparece en la esquina del rancho. Ha de estar bordeando la pared del frente, blanca, en dirección a la puerta. Ha de estar dirigiéndose a la mesa en la que el viejo y la vieja están sentados en silencio. Ha de estar en este momento pasando junto a la puerta del rancho y siguiendo de largo en dirección al otro lado de la casa en el que están el excusado y el gallinero.
Ha de estar atravesando la puerta del rancho. Wenceslao se acuclilla, mirando el fuego, y en el momento en que fija los ojos en él, algo en el interior de la fogata se desmorona con una serie de explosiones apagadas, un chisporroteo, y un tumulto intenso en la columna de humo. El calor ha trabajado la pila de leña por dentro, y la madera está intacta todavía en su parte exterior. Salen llamas por los intersticios, todo alrededor, y curvándose como si quisieran eludir voluntariamente la parte externa de la madera para ir comiéndola exclusivamente desde adentro, se vuelven a reunir en una sola punta móvil por encima de la leña. Las llamas suben como escalonadas, fluyendo de un modo tan continuo y regular, cuando se tranquilizan después de las explosiones, que por momentos dan la ilusión de una perfecta inmovilidad. Wenceslao mira el núcleo del fuego: es una esfera ardua, de un color cambiante, del rojo al amarillo, inestable, en el que el calor, en continuo aumento, parece superponer estratos sobre estratos de una materia imprecisa, que emite un resplandor pesado, muy lento, indefinible. En el centro de la esfera inmóvil y precaria algo está en expansión, desplazándose no sólo a sí mismo, sino también a toda la esfera, algo que está en la esfera, en su centro, pero que no es la esfera misma y que sin embargo la desplaza, ya que puede verse bien cómo avanzan sus bordes comiendo la madera. No se sabe muy bien cómo la pila de leña se sostiene viendo ese vacío rojo atravesado por fragmentos ígneos que se desprenden a veces y lo rayan como meteoros. Al acuclillarse, inclinándose un poco hacia la esfera para mirarla mejor, Wenceslao siente el calor en su cara, un calor seco, brusco. Durante un momento mira sin moverse. Después saca la mano derecha de sobre la rodilla, donde la había apoyado al acuclillarse, y va acercándola despacio, con gran precaución, a la esfera roja. A medida que la mano avanza, sus ojos van entrecerrándose, sin dejar de estar fijos en el fuego. Suena dura la crepitación de las llamas. En la boca de la esfera, la mano se detiene, manchada por el resplandor rojo que se expande hacia el exterior. Cuando, de golpe, toda la estructura precaria se desmorona, en medio de un chisporroteo intenso y una elevación súbita de las llamas, Wenceslao retira rápidamente la mano y se para de un salto.
Amanece
y ya está con los ojos abiertos
Se ha levantado, ha dejado sacudiéndose después de atravesarla la cortina de cretona descolorida que separa el dormitorio de lo que ellos llaman el comedor, ha sido recibido por los perros al salir al patio, ha recordado, mientras orinaba en el excusado, como todas las mañanas, de un modo fugaz, como si el acto de orinar tuviese una correlación refleja con ese recuerdo, la mañana de niebla en que puso por primera vez los pies en la isla, en compañía de su padre, ha bajado el declive del caminito de arena con el Ladeado, ha vacilado un momento decidiéndose por fin a cruzar en la canoa amarilla de Rogelio y no en la verde que se balanceaba despacio bajo los sauces, al lado de la amarilla, ha ido viendo alejarse el rancho y el paraíso redondo y los árboles amontonados atrás, más altos que el techo de paja de dos aguas, ha venido hablando con el Ladeado en la canoa amarilla y comiendo brevas de la canasta acomodada en el piso de la canoa, ha atravesado el montecito en dirección al patio trasero de la casa de Rogelio, viéndolo dejar de dividir el pescado con la cuchilla y darse vuelta en el momento de atravesar con el Ladeado el borde de paraísos, dejar atrás el montecito y desembocar en el patio trasero, ha sentido subir el sol lento y como blanco en un cielo azul todo atravesado de rayas doradas, ha entrado en el patio del almacén viendo a los dos Salas, a Chin con barba de varios días y a dos hombres más tomando cerveza bajo los árboles, saludándolos en el momento en que Agustín salía volando por la puerta del almacén y caía al suelo, seguido por Berini que parecía dispuesto a golpearlo, ha dejado un momento su vaso sobre el mostrador del almacén aplastando una mosca, medio atontada por el flit y la creolina, que había estado dando vueltas en redondo sobre el mostrador, zumbando enloquecida sin poder levantar vuelo, ha limpiado después el culo del vaso dejando caer la mosca al suelo, ha vuelto al rancho de Rogelio, en fila india, detrás de Rogelio y delante de Agustín, oyendo un tintineo de monedas en el bolsillo de Rogelio y de vez en cuando las quejas monótonas, vagas, incoherentes de Agustín contra Berini, ha estado comiendo en la cabecera de la mesa y viendo avanzar por el camino amarillo, por encima de la cabeza blanca del viejo, las tres manchas -azul, verde, colorada- que resultaron ser las sombrillas de las hijas de Agustín y de su amiga Amelia que llegaban de visita de la ciudad después de dos años de ausencia, ha visto a la Negra sacar afuera la punta de la lengua y mordérsela mientras enfocaba a la familia entera con su cámara fotográfica, ha estado oyendo antes de dormirse, después de defecar, tirado bajo los árboles con el sombrero de paja tapándole la cara, las risas y los gritos de los muchachos que jugaban a las barajas en el patio trasero, ha acercado a su nariz el calzón de Amelia que colgaba de una rama sintiendo un olor húmedo y como salado, se ha negado a acompañar a Rosa a la isla para buscarla y pedirle que venga a pasar la noche con ellos, sabiendo de antemano que Rosa ha estado todo el tiempo convencida de que ella no iba a venir y convencido además de que si Rosa hubiese estado en la situación de ella habría actuado de la misma manera, se ha impacientado viendo a Rogelio pelear en broma con su hijo en el patio trasero, ha clavado el cuchillo en la garganta del cordero sintiendo cómo la carne, elástica, se abría al paso de la hoja y después se cerraba otra vez sobre ella, ha esperado una fracción de segundo con la hoja inmóvil en la garganta del cordero y en seguida ha hecho un movimiento brusco y violento hacia el costado, degollando, ha visto salir la sangre a chorros y acumularse en la palangana, ha cuereado, abierto desde la garganta hasta el vientre, vaciado y lavado el cordero y limpiado después sus órganos, ha ido hasta la barranca, desnudándose y zambulléndose dos veces en el agua, sumergiéndose y nadando en el fondo con la sensación imprecisa y continua de haber hecho lo mismo por lo menos una vez durante ese día, sin saber sin embargo por qué, ha tenido por un momento la esperanza de que Rosa lograría al fin traerla pero desde el agua ha visto las dos canoas que volvían sin ella, ha encendido el fuego, ha puesto sobre él la parrilla y acomodado después sobre ella el cordero entero y las achuras, ha dejado encendida una hoguera adicional junto a la parrilla para ir alimentando las brasas, ha dejado a cargo del Segundo la parrilla y el fuego, han regresado mientras oscurecía después de haber tomado unos vasos de vino y oído el resonar de las bochas en el patio cada vez más oscuro del almacén, después de recibir el abrazo de Chin, recién afeitado, por el camino plagado de mosquitos, han tomado otro vaso de vino en el patio, con el diariero, ha vuelto a hacerse cargo del fuego y del cordero, han comido las achuras repartiendo un pedacito a cada uno que cada uno pasaba a buscar junto a la parrilla, excepción hecha de los viejos a los que se les llevó su parte a la mesa, ha visto el humo subir lento entre las hojas de los árboles, disiparse en la altura, en la oscuridad, y ahora, sobre la mesa del patio trasero, bajo un farol que cuelga de uno de los travesaños que sostienen la parra, asistido por Rogelio y el Segundo, corta en pedazos el cordero, en partes equitativas para los que esperan sentados a la mesa bajo los paraísos en el patio delantero, a la luz de los faroles, y cuando termina de cortar deja las dos fuentes en manos del Segundo y de Rogelio que se las llevarán a las mujeres para que distribuyan las porciones.
Pasan junto a la parrilla, en la que hay todavía una mitad del cordero, junto a la hoguera adicional que no es más que una mancha rojiza y achatada, y doblando la esquina del rancho entran en el patio delantero. Rosa está medio inclinada, mostrándole a Amelia, que fuma un cigarrillo, el ruedo de su vestido verde; Amelia se inclina hacia la parte del vestido que Rosa le señala, observándola. Al ver a Rogelio, Rosa se separa bruscamente de Amelia y recibe la fuente. Amelia sigue fumando, una mano apoyada en la cadera. Se ha recogido el cabello y su cara neutra y filosa se mueve despacio dejando errar los ojos sobre el grupo que rodea la mesa; ve al pasar la cabeza del Chacho, que está sentado dándole la espalda, con el pelo mojado bien pegado al cráneo, y una camisa blanca transparente que deja ver la piel de su espalda y el contorno de su tórax; frente al Chacho están sentadas Josefa y la Teresita que se ha puesto el vestido nuevo, floreado, que Amelia ha visto comprar a la Negra, el día anterior, en la ciudad. Su mirada resbala por la blusa amarilla de la Negra, inclinada hacia el viejo en la otra punta de la mesa. A pesar de que la silla a la izquierda del Chacho está vacía, Amelia se dirige hacia el otro extremo de la mesa y se sienta entre la vieja, que espera inmóvil, y Rosita, que tiene un vestido verde de la misma tela y del mismo modelo que su madre. Al sentarse, Amelia ve a Rosa llegar a la cabecera, viniendo por el otro lado de la mesa, y tocar el hombro de la Negra diciéndole que le haga lugar. Casi todo el mundo habla y se ríe. Las voces de los chicos se elevan por sobre las voces de los mayores. Rosa deja caer el primer pedazo de carne sobre el plato del viejo, da la vuelta por detrás de él, y se inclina para servir un pedazo en el plato de la vieja. Después de servir a la vieja, Rosa deja un tercer pedazo en el plato de Amelia, un cuarto en el de Rosita, mientras ve venir, por el otro lado de la mesa, a Teresa, con la fuente que le ha entregado el Segundo, inclinarse ante cada plato, dejar un pedazo en él, y seguir después en dirección opuesta a la de Rosa. Cuando recibe su porción, Rosita corta un bocado y se lo lleva a la boca, pero al percibir que los demás permanecen inmóviles, esperando que todos estén servidos antes de empezar a comer, vuelve a dejar los cubiertos sobre la mesa de madera, uno a cada lado del plato. Observa con disimulo a Amelia, el cuello ahora más largo a causa del pelo recogido, la blusa azul eléctrico que brilla en los pliegues. Mientras mastica, los músculos de su cara se mueven alrededor de los pómulos y en las mejillas, y después deja de masticar un momento y traga, con algún esfuerzo, como si se hubiese apurado para disimular. Del otro lado de la mesa, en dirección al rancho, entre Josefa y el Carozo, la Teresita le sonríe y le hace señas con la mano. Rosita no entiende su significado. La Teresita se pone seria otra vez y deja de mirar a su prima. Bajo la luz intensa de los tres faroles, las caras brillan húmedas. La esfera de sombra que ha preservado el lugar del calor durante todo el día se ha convertido ahora en una gran esfera iluminada asentada inmóvil en el centro -o en algún punto- de la oscuridad. La luz mancha las hojas de los árboles y las hace brillar. Teresa va dejando caer en los platos pedazos de carne asada, en sentido inverso al de Rosa, que viene hacia ella, efectuando la misma operación, desde el otro extremo de la mesa. Deja un pedazo en el plato de Josefa, otro en el de la Teresita, un tercero en el del Carozo. La silla a la izquierda del Carozo está vacía. Después que Teresa ha dejado un pedazo de carne frente a la silla vacía, el Segundo la retira y se sienta en ella. Frente a él hay dos sillas vacías. Detrás de las sillas está el patio vacío, la luz que va disminuyendo gradualmente y que por fin se disipa en la oscuridad, entre los espinillos que se agolpan contra el terreno. Sin mirar a su alrededor, el Segundo empieza a comer, cortando grandes bocados que se lleva a la boca y mastica despacio, con la boca entreabierta. Salvo las dos mujeres que van flanqueando la mesa, inclinándose ante cada plato para dejar en él un pedazo de cordero el Segundo es el único que se mueve en medio del grupo inmóvil. Al oír la voz de Rogelio vuelve bruscamente la cabeza y ve aparecer a sus tíos doblando la esquina del rancho, viniendo desde la parrilla. Ve que enfrente, a su derecha, el Chacho, sobre cuyo plato en ese momento Rosa está inclinándose para dejar un pedazo de cordero, alza la cabeza y mira en la dirección en la que han aparecido sus tíos. El Chacho está callado, taciturno, y su mirada parece rebotar contra sus tíos y después deslizarse hacia la derecha, lamiendo primero el vestido inmóvil de su madre y después el vestido de su hermana, a rayas horizontales gruesas, blancas y coloradas. Josefa le sonríe pero no obtiene respuesta, porque ya la mirada del Chacho está resbalando sobre la cabeza de la Teresita, sobre la camisa blanca del Carozo, sobre la camisa blanca del Segundo que corta la carne en su plato con torpeza, velozmente, y después sobre la camisa blanca de Rogelito, sobre el Ladeado que mira con fijeza y como con asombro la carne en su plato, sobre la blusa amarilla de la Negra, sobre el viejo, que cuando ve llegar a Rogelio y a Wenceslao junto al extremo opuesto de la mesa, alza la mano en señal de bienvenida sin que ninguno de los dos advierta su ademán. Rosita y Amelia charlan en voz baja y en el momento en que el viejo alza la mano para saludar a Rogelio y Wenceslao, la Negra le toca el brazo y le señala la comida en su plato diciéndole que comience a comer. Sobre la mesa hay diseminados pan, vasos, botellas de vino, fuentes de ensalada, soda. Las cuatro botellas de vino están húmedas, por haber estado sumergidas en agua, y a una de ellas le falta la etiqueta y otra la tiene desgarrada en la parte inferior. Chacho agarra la botella más próxima a él, a su derecha, y se sirve vino, llenando el vaso hasta los bordes sin sin embargo derramar una sola gota. Al dejar la botella sobre la mesa golpea con ella un vaso vacío y lo vuelca; el vaso rueda sobre la madera de la mesa en dirección a la Teresita, que lo detiene y lo vuelve a poner sobre su base. Rogelio y Wenceslao llegan a la mesa cuando Rosa, inclinada, sirve el último pedazo de cordero en el plato de Rogelio, exactamente en el mismo momento en que Teresa sirve a su vez un pedazo en el plato de la Negra, en el extremo opuesto. Rogelio espera que Rosa se retire y después se sienta; Wenceslao ocupa la cabecera. Rogelio le hace un gesto afable a Agustín indicándole que comience. Agustín se dirige al Chacho pidiéndole la botella de vino. El Chacho la recoge y se la alcanza. Agustín llena su vaso hasta la mitad, el de Wenceslao hasta el tope, el de Rogelio hasta las tres cuartas partes y después deja la botella sobre la mesa. Rogelio agarra la botella a su vez y llena el vaso de Josefa. Las rayas horizontales anchas, blancas y coloradas, se fruncen un poco cuando Josefa agradece a Rogelio con un movimiento impreciso y alza el vaso, mandándose un largo trago. Después deja el vaso sobre la mesa y vuelve a quedar silenciosa, rígida, las manos sobre la falda, mirando por entre los hombros de Rogelio y del Chacho un punto impreciso en dirección al monte de espinillos. Su madre se inclina fugaz sobre ella para decirle que coma cuando pasa con la fuente vacía en dirección al patio trasero. El vestido verde de Rosa desaparece en la esquina del rancho cuando Teresa llega a la punta de la mesa. Rogelio la ve doblar la esquina blanca del rancho y desaparecer. Parada junto a la parrilla, con la fuente vacía en la mano, observando la mitad del cordero que se asa todavía despidiendo una columna de humo oblicua y plácida, Rosa ve venir a Teresa con la otra fuente vacía. Juntas van hasta el patio trasero y dejan las fuentes sobre la mesa, una al lado de la otra: sobre la loza cachada la grasa ha comenzado a enfriarse y esquirlas de carne cocida aparecen pegoteadas en la superficie. Teresa vuelve al patio delantero. Al doblar la esquina blanca del rancho, después de pasar junto a la parrilla y a la bomba, ve la mesa entera en la que no faltan más que Rosa y ella. Pasa junto a Wenceslao en la cabecera, detrás de Rogelio, del Chacho, que mastican inclinados sobre sus platos, y después de dejar atrás la silla vacía de Rosa se sienta al lado de Rosita, a su izquierda. Amelia está probándole a Rosita un anillo de fantasía: sostiene con su mano izquierda la derecha de Rosita, que está elevada con los dedos separados y la palma hacia abajo, y con la derecha le introduce el anillo en el anular. Rosita se mira atentamente la mano, sin atreverse siquiera a sonreír. En la otra punta de la mesa, Wenceslao, que ha seguido con la vista, mientras escuchaba hablar a Rogelio, el trayecto de Teresa, siguiéndola incluso en el momento de sentarse, y viendo por lo tanto a Amelia inclinada hacia Rosita para meterle el anillo en el dedo, alza el tenedor hacia su boca con el primer bocado de cordero. Lo saca del tenedor con los dientes y lo empieza a masticar. Mientras atraviesa el patio trasero en dirección al excusado Rosa mira la parra entretejida contra cuyas hojas se quiebra la luz del farol. Dobla hacia la izquierda y cruza con rapidez el espacio que la separa del excusado. Entra con precaución y deja la puerta entreabierta para no quedar sumergida en la oscuridad que huele a excremento seco y a creolina. Rosa tantea el suelo con el pie para no meterlo en el hueco, y cuando se orienta abre las piernas, afirmándose, y comienza a alzarse la pollera. Se baja los calzones hasta las rodillas y después, acuclillándose, comienza a orinar. Le llegan voces confusas del patio delantero, y por sobre todas ellas la de la Negra, que suena ronca y como furiosa. Sin embargo, la Negra no sabe bien por qué grita: no ha visto más que a Wenceslao toser, con la cara roja, y después pararse bruscamente, lo mismo que Rogelio, que le golpea la espalda con la mano abierta. La silla de Wenceslao cae hacia atrás. Rosita pega un tirón y retira su mano de entre las manos de Amelia, y las dos miran en dirección a Wenceslao y a Rogelio. La Negra también se ha parado, gritando. El viejo alza su vaso de vino en la mano derecha y lo golpea con el índice de la mano izquierda, sacudiendo ambas manos en el aire y en dirección a la otra punta de la mesa, sugiriendo a Wenceslao un trago de vino. Atragantado con el primer bocado de cordero, Wenceslao tose y siente que le saltan las lágrimas. Todas las caras, sorprendidas, gesticulantes, están vueltas hacia él. Rogelito ha quedado con el tenedor suspendido en el aire, a mitad de camino hacia la boca; Josefa abre unos ojos desmesurados por encima del vaso de vino que está tomando a sorbos. El Ladeado se ha incorporado un poco para ver mejor. El torso amarillo y prominente de la Negra se sacude, estremecido, mientras la Negra grita y extiende el brazo en dirección a sus tíos. Cálido, ácido, pesado, el orín cae por entre las valvas de Rosa, se desvía entre sus pliegues, choca contra los bordes del hoyo circular, y después resuena al caer en el fondo del resumidero negro. Por momentos salpica sus pantorrillas, imperceptible, y su olor se mezcla al de los excrementos almacenados en el fondo y al de la creolina. Josefa deja por fin el vaso sobre la mesa y se incorpora a medias, como si estuviese dispuesta a levantarse para socorrer a su tío, pero advierte que la expresión de Wenceslao es ya más tranquila y que el color rojo que manchaba su cara ya está borrándose. Pasándose el dorso del brazo por los ojos, Wenceslao se seca las lágrimas. Después carraspea durante un momento, los brazos separados del cuerpo, encogido, los ojos desmesuradamente abiertos otra vez pero atentos a lo que está pasando en su garganta. Rogelio sigue parado, un gesto a medio realizar que no se sabe muy bien cuál es pero con el que trata de poner en evidencia su deseo de ayudar. En la otra punta de la mesa, exactamente en la otra punta, la Negra se sienta por fin. El viejo sigue elevando su vaso de vino con la mano derecha y golpeándolo con el índice de la izquierda, semisonriente, pero nadie le presta atención. Wenceslao parpadea, alzando la silla y acomodándola frente a la mesa, y se vuelve a sentar. Rogelio se sienta a su vez. Cuando el chorro de orín se detiene, después de dos o tres enviones últimos cada vez más débiles, Rosa se para y se levanta los calzones. Al entrar en contacto con las valvas peludas, la tela delgada del calzón se humedece un poco. Rosa se baja el vestido, alisándolo dos o tres veces con las palmas de las manos en el regazo y en los flancos, y sale del excusado. En esos pocos minutos sus ojos se han habituado algo a la oscuridad, y cuando llega al patio trasero la luz del farol que cuelga de uno de los travesaños de la parra la hace parpadear. El volumen de las voces aumenta cuando dobla la esquina del rancho, pasa junto a la parrilla y se detiene a un costado de la bomba; da dos bombeadas rápidas que repercuten con un ruido seco y metálico, y después abre la canilla y deja que el agua fría corra sobre sus manos, refregándoselas. Todavía está corriendo agua por la canilla, cuando continúa en dirección al patio delantero sacudiendo las manos en el aire para secárselas. Al entrar en el patio delantero, ve la mesa que brilla en el interior de la esfera de claridad. Teresa le hace una seña desde su lugar mostrándole la silla vacía. Rosa pasa al lado de Wenceslao, detrás de Rogelio y del Chacho, y se sienta entre Teresa y el Chacho. Ve, por sobre la cabeza del Carozo, las ramas más bajas del paraíso todas manchadas por la luz de los faroles. La Negra, que ha estado hablando con la vieja a través de la mesa, vuelve la cabeza hacia Rosa y le pregunta dónde ha estado. Rosa sacude los hombros sin contestar. Por mirar a la Negra mientras habla con Rosa, distrayéndose, el Segundo deja volcar sobre su camisa blanca un poco del vino que está llevándose a la boca. Tres gotas redondas color violeta, con los bordes dentados, quedan impresas en su camisa blanca, bajo la tetilla derecha. El Segundo deja el vaso sobre la mesa, sin tomar, y sacando un pañuelo oscuro del bolsillo trasero de su pantalón se seca la mano derecha, que ha sido también salpicada, y trata inútilmente de borrar los tres redondeles violetas de bordes dentados de su camisa blanca. Por un momento nadie habla: inclinados sobre sus platos, elevando hacia los labios entreabiertos los bocados de carne asada o un vaso de vino, macerando los alimentos en la boca con distintos ritmos de masticación, producen un silencio largo atravesado por el tintineo súbito de los cubiertos contra los platos, de las botellas golpeando contra el borde de los vasos, de los pies cambiando de posición y chocando contra la tierra dura bajo la mesa, de los crujidos de las sillas, de los sacudimientos de la madera; las fuentes verdes de ensalada, salpicadas del rojo de las rodajas de tomate, pasan de mano en mano y después quedan sobre la mesa produciendo un ruido rápido y sin ecos al chocar contra la madera: los sonidos parecen chocar contra las caras sudorosas y después repercutir y diseminarse. Sobre los platos, los pedazos de cordero van quedando sin carne, mostrando, a medida que son devorados, unos huesos blancos llenos de filamentos exangües y pegoteados. Sobre la superficie de los platos se va formando una película pastosa, pegajosa. Al vaciarse, algunos vasos dejan ver sobre sus paredes transparentes la marca de huellas digitales casi invisibles impresas con grasa. Hay únicamente dos vasos de vino llenos hasta el borde: el de Wenceslao y el de Rosa, que el Chacho acaba de llenar. El resto de los vasos contiene diferentes cantidades de vino, de modo que la altura del líquido oscuro varía de vaso a vaso: el de la Ne gra, está casi vacío; el del Segundo, lleno hasta la mitad; el de Rogelio deja ver dos centímetros de vidrio transparente en la parte superior, el de Agustín no tiene más que un sedimento en el fondo que no alcanza ni siquiera para un trago. Wenceslao alza su vaso y toma un trago corto, con precaución, retira el vaso de los labios, traga despacio, comprobando que puede hacerlo sin dificultades, y vuelve a llevar el vaso a sus labios para tomar un trago más largo. Cuando vuelve a dejar el vaso sobre la mesa, no está lleno más que hasta la mitad. Obedeciendo a una orden de Rogelio, que grita desde el otro extremo de la mesa, Rogelito se levanta para traer más vino. Pasando por detrás del Ladeado, del Segundo, del Carozo, de la Teresita del vestido a rayas gruesas blancas y coloradas, horizontales, de Agustín, deja atrás la mesa y después de atravesar el espacio vacío que separa la mesa del rancho entra en el rancho. Sobre una mesa hay un fuentón con hielo y dentro están las botellas acomodadas, semienterradas entre los pedazos de hielo. Saca un pedacito de hielo que flota en el agua, lo sacude y se lo lleva a la boca. Se queda chupando un momento, con la boca abierta, succionando el cristal helado, y dos veces lo escupe en la palma de la mano y se lo vuelve a meter en la boca. El pedazo de hielo produce una protuberancia cada vez más pequeña en sus mejillas, la izquierda o la derecha según vaya acomodándolo con la lengua. Mientras lo chupa, después que lo ha escupido por tercera vez en la palma de la mano y se lo ha vuelto a meter en la boca, comienza a desenterrar las botellas de entre el agua y el hielo que las cubren en el fuentón. Saca cuatro. Lleva dos en cada mano, y cuando vuelve a atravesar en sentido inverso el hueco de la puerta del rancho y sale al patio, el último trago de agua helada se ha entibiado un poco en su boca y ha pasado a través de su garganta. Todos comen y se mueven y hablan alrededor de la mesa servida, dentro de la esfera iluminada. Rogelito llega a la esquina de la mesa y deja una de las botellas llenas al lado de una botella vacía, frente a su padre. Después pasa por detrás de Rogelio, por detrás del Chacho cuyo cabello, al comenzar a secarse, va dejando de estar achatado contra el cráneo y ahora comienza a encresparse de un modo cada vez más evidente, por detrás de Rosa y de Teresa, y, entre las cabezas de Teresa y de Rosita, se inclina para dejar la segunda botella. Al hacerlo ve de un modo fugaz, tan rápida y distraídamente que lo olvida en forma casi simultánea, cómo la mano derecha de Rosita está apoyada sobre la tela verde del vestido, en el muslo derecho, y cómo la mano de Amelia está retirándose, en el aire, hacia arriba cerrándose ligeramente, emergiendo hacia la superficie de la mesa, como si hubiese estado apoyada sobre la mano de Rosita, ya que aunque no la ha visto allí, Rogelito piensa de un modo espontáneo, infinitesimal, que ha estado allí olvidándolo en seguida. Deja la tercera botella en la esquina, entre los vasos de la vieja, el viejo y la Negra, y al lado de otra botella que está llena de vino hasta más arriba de la mitad. Pasa por detrás del viejo, de la blusa amarilla de la Negra, de los hombros todos torcidos entre los que se hunde la cabeza del Ladeado, y después de dejar la cuarta botella casi pegada a la que depositó desde el otro lado de la mesa inclinándose entre las cabezas de su hermana y de su tía Teresa, vuelve a sentarse. Rosa agarra una de las dos botellas y se la pasa al Chacho, que tiene el tirabuzón en la mano. El Chacho despega la etiqueta que cubre el corcho y empieza a hacer girar el tirabuzón, hundiendo su espiral hasta que la punta aparece del otro lado del corcho, dentro de la botella, casi tocando la superficie del vino. Después se para, queda con las rodillas dobladas y pone la botella entre las piernas. Desde donde está sentada, la Teresita no ve ni la botella ni el mango del tirabuzón, sino a su hermano mayor medio encogido, las dos manos cerradas entre los muslos medio tapadas por el borde de la mesa, su pecho tostado vagamente visible bajo la camisa transparente, la boca apretada, los ojos semicerrados, los músculos y los tendones del cuello en tensión, toda la cara llena de arrugas y roja por el esfuerzo, y en ese momento, dándose vuelta para mirarla, el Carozo ve cómo la cara de la Teresita comienza a adoptar la misma expresión de esfuerzo, acompañando la expresión de su hermano. Por fin el corcho sale con su ruido peculiar, y dejando el tirabuzón con el corcho traspasado sobre la mesa, el Chacho empieza a sentarse otra vez, terminando de despegar los restos de etiqueta del pico e inclinando la botella hacia el vaso que Rosa le ha extendido casi mecánicamente al oír el ruido del corcho. Rosa deja su vaso lleno sobre la mesa y agarrando el de Teresa, que come en silencio, lo extiende también hacia el Chacho, que acaba de dejar la botella sobre la mesa y vuelve a agarrarlo inclinándola para llenar el vaso de su madre. El vino cae en un chorro oscuro, pesado, llenándose de reflejos rojizos verticales que quedan adheridos al vidrio transparente del vaso. Rosa deja el vaso frente a Teresa y el Chacho vuelve a depositar la botella sobre la mesa. A los oídos de la vieja, que come parsimoniosa y rígida, sin mover la cabeza, llevando despacio una y otra vez el tenedor a la boca, llega el tumulto de las voces sin inquietarla, sin que se digne una sola vez desplazar su atención hacia ese ruido continuo que choca contra sus oídos como contra una pared; en su cara mate llena de arrugas, no se mueven más que las mandíbulas y unos pliegues circulares que giran incansablemente alrededor de la boca, más pálidos que el resto de la piel. Aunque es más joven, parece incluso más vieja que el viejo, que dispensa gestos pueriles hacia los comensales creyendo en todo momento presidir la reunión, cuando, excepción hecha de la Negra, que lo atiende con una especie de afectación, nadie parece notar su presencia. Por sobre sus cabezas movedizas, descubiertas, los paraísos entrecruzan sus ramas de las que cuelgan los tres faroles inmóviles cuyos círculos de claridad se entremezclan, se superponen, creando zonas de una claridad más intensa mechadas en la claridad grande y homogénea de la esfera de luz, parte de cuya claridad va a dar contra la parte inferior de la pared blanca proyectando un resplandor semicircular sobre ella. El pelo amarillo de la Negra, separado de la blusa amarilla por la cara redonda, lisa y oscura, y el cuello grueso y estirado, se sacude cuando ella mueve la cabeza solícita hacia el viejo que la atiende sin mirarla. La Ne gra termina de limpiar su pedazo de cordero, dejando cuatro costillas chatas y desnudas adheridas perpendicularmente a un hueso más ancho, y cruza los cubiertos en forma de equis sobre su plato. Del otro lado de la mesa, casi en el extremo opuesto, el Chacho, que habla con Rosa con los codos apoyados en el borde de la mesa y la cabeza sostenida por las manos encimadas bajo el mentón, acaba de hacer lo mismo: sobre su plato hay un hueso cilíndrico, blanco, que refleja la luz, y cuyas puntas son más protuberantes que el centro y están cubiertas de unos restos cartilaginosos. Los ojos de Wenceslao, que se pasean plácidos por la mesa mientras mastica con gran lentitud, perciben el hueso desnudo en el plato del Chacho, ven que Rosa junta con el tenedor y el cuchillo los últimos restos de carne de su pedazo, que el Segundo ha dejado cuchillo y tenedor y sostiene con las manos un hueso del que está tratando de arrancar con los dientes los últimos filamentos de carne, mordiendo encarnizado, los ojos semiabiertos y la cabeza, que se sacude todo el tiempo, con tendencia a permanecer caída del lado izquierdo. Sin dejar de masticar, Wenceslao se pone de pie y retirando la silla informa a Rogelio que va a la parrilla a buscar un poco más de carne. Rogelio también se para. Con paso rápido, masticando todavía, Wenceslao atraviesa el patio y dobla la esquina del rancho. Rogelio lo sigue. Camina casi a la misma velocidad, mastica incluso un bocado que le ha impedido formular sus protestas de ayuda con más claridad, frustración de la cual se resarce caminando rápido; ve cómo su sombra se proyecta sobre el semicírculo iluminado de la pared blanca y después dobla a su vez la esquina del rancho y al comenzar a flanquear la pared lateral ve, más allá de la bomba y cerca del horno blanco, cómo Wenceslao se ha inclinado hacia la carne que se asa en la parrilla y la estudia, sin tocarla, mirándola bajo la escasa luz que recibe, que es una mezcla del resplandor débil del fuego que ya está casi borrándose y de los reflejos indirectos que provienen de los faroles colgados de los paraísos en el patio delantero y de entre los travesaños de la parra en la parte de atrás. 1,a claridad de los patios no se proyecta sobre el lugar de la parrilla sino a sus costados, lo que da todavía, y por un momento, la ilusión de una penumbra más grande. Josefa sigue con la mirada a Wenceslao, que se ha levantado, corriendo hacia atrás su silla, masticando todavía un bocado, y a Rogelio, que se ha parado inmediatamente después que Wenceslao, siguiéndolo a cierta distancia, más pesado y más indeciso, ya que ha vacilado un momento junto a la mesa antes de empezar a seguirlo, de modo que cuando Wenceslao dobla la esquina del rancho Rogelio está todavía atravesando con paso rápido el espacio vacío que hay entre la mesa y la pared blanca del rancho, sobre la que la sombra de Rogelio se refleja al pasar. Al fin Rogelio desaparece también doblando la esquina afilada y Josefa permanece un momento mirando la pared por encima de las dos sillas vacías que han quedado en desorden y separadas de la mesa. Sobre la pared se refleja un semicírculo de luz que se continúa en el piso de tierra dura. Cuando su padre le toca el brazo desnudo con la punta del dedo, para pedirle la fuente de ensalada, no solamente el brazo sino todo el cuerpo cubierto por el vestido de rayas coloradas y blancas, horizontales, se estremece levemente. Sin siquiera mirar a Agustín, sin volver la cabeza, Josefa recoge la fuente de ensalada y se la alcanza. Agustín agarra la fuente y comienza a servirse en silencio. Sostiene la fuente con la mano izquierda, en declive hacia su plato, y con el tenedor, sostenido en la derecha, va arrastrando hojas de ensalada empapadas de aceite y mezcladas a las manchas rojas del tomate que van cayendo en su plato en medio de una especie de chapoteo. Rogelio llega junto a Wenceslao y se inclina a su lado, mirando a su vez la carne en la parrilla, y después se endereza y sigue hasta el patio trasero. Bajo el farol, sobre la mesa, están las dos fuentes, un largo tridente de hierro negro y el mismo cuchillo de mango amarillo con que Wenceslao ha sacrificado el cordero. Wenceslao se incorpora y se dirige al patio trasero, pero antes de llegar ve aparecer a Rogelio con el tridente negro y la fuente de loza cachada. Se detiene, se da vuelta, y se dirige otra vez hacia la parrilla.
Dejando sobre la mesa el vaso de vino del que acaba de tomar un largo trago, Wenceslao oye a Rogelio gritar a Rogelito que traiga más vino, y ve cómo Rogelito se levanta, avanza hacia la cabecera flanqueando la mesa, y después la deja atrás, desapareciendo a sus espaldas en dirección al rancho. Wenceslao se inclina otra vez hacia su plato y corta un pedazo de carne que se lleva a la boca. Lo mastica con lentitud, sin cautela, aunque siente todavía un ardor ligero en la garganta. Mientras mastica el pedazo de carne con movimientos suaves de mandíbula, alza la cabeza hacia el otro extremo de la mesa, en el que ve al viejo sacudir la cabeza con expresión atenta, mientras la Negra le habla con vehemencia; en la hilera que tiene a su derecha, casi en la otra punta, Amelia y Rosita comen con una sola mano, Amelia con la izquierda, Rosita con la derecha, bocados de carne que han cortado previamente utilizando las dos manos. Las manos ocultas reaparecen casi al mismo tiempo, la de Amelia adelantándose por una fracción de segundo, y recogen los cuchillos abandonados al costado de los platos. Casi al unísono, ambas realizan la misma operación de cortar un bocado de carne, y después, abandonando los cuchillos, las dos manos vuelven a desaparecer, la de Amelia siguiendo a la de Rosita con una diferencia de segundos. Al comprobar que el viejo dirige la mirada hacia la otra punta de la mesa, mirando a Wenceslao, la Negra se distrae un momento de la conversación y mira en la misma dirección, justo para ver a Rogelito, detrás de la cabeza de Wenceslao, desaparecer en el interior del rancho. Su sombra se ha proyectado un momento sobre el semicírculo de luz que hace brillar la pared blanca. Todos comen y se mueven y hablan alrededor de la mesa servida en el centro de la esfera iluminada. Hasta los oídos de la vieja llegan los sonidos confusos de la fiesta, como un solo sonido. Pétrea, lenta y tranquila, la vieja mastica con gran dificultad y toma de vez en cuando cortos tragos de vino. Cubierta por la envoltura de ruido, de luz y de sabor, la mesa está como incrustada en la gran masa de oscuridad y como separada de ella por su envoltura. La luz golpea contra las hojas de los árboles en forma cada vez más débil a medida que cobra altura. La sonrisa diligente que la Negra dirige a la vieja, después de girar la cabeza dejando de mirar a Wenceslao, rebota contra la cara arrugada sin obtener ninguna respuesta. El chorro de su conversación con el viejo se ha cortado, y el viejo parece ahora absorto en algún pensamiento trabajoso y oscuro. La Negra se vuelve hacia el Ladeado, que mastica un pedazo de carne con los ojos desmesuradamente abiertos, y lo abraza, dándole dos o tres besos ruidosos en la mejilla. El cuerpito del Ladeado parece como aplastarse, y volverse blando e informe bajo el abrazo súbito de su hermana. El tenedor vacío que tenía en la mano cae sobre el asiento de paja de la silla vacía de Rogelito, rebota y desaparece bajo la mesa. Cuando la Negra lo suelta, el Ladeado comienza el descenso trabajoso de la silla hasta que toca el suelo con los pies, y después de inclinarse buscando infructuosamente el tenedor se mete en cuatro patas, tanteando el suelo de tierra con las manos; gatea un momento bajo la mesa, resoplando, viendo las piernas de los comensales moverse en la semipenumbra y por fin distingue el tenedor entre los pies de su madre, los pies en que terminan las piernas flacas y negras, llenas de várices. El Ladeado gatea hacia el tenedor y, recogiéndolo, vuelve a gatear hacia su silla. Comienza a incorporarse entre las dos sillas vacías, apoyándose en los dos asientos de paja, con un movimiento lento, complicado, que realiza en varias etapas, hasta que se pone por fin de pie, jadeando y resoplando. Sostiene el tenedor con la mano derecha. Acomoda la silla frente a su plato y se sienta. Comienza a examinar con gran cuidado los dientes del tenedor, sobre los que la tierra se ha adherido formando una película oscura y grasienta. El Ladeado limpia el tenedor con la manga de su camisa, refregándolo con fuerza, y después pincha con él un pedazo de carne. Se inclina tanto hacia su plato que para llevar el bocado hasta la boca le basta un breve movimiento rápido, vuelve a incorporarse, masticando, y observa a Rogelito, que acaba de salir del rancho trayendo consigo varias botellas de vino. Lo sigue con la mirada mientras las distribuye sobre la mesa. Rogelito se sienta junto al Ladeado. En el momento mismo en que Rogelito se sienta, Rosa agarra la botella que está más próxima a ella y se la extiende al Chacho, que tiene el tirabuzón en la mano. El Chacho introduce el tirabuzón en el corcho y después se incorpora para sacarlo. Su cara enrojece, congestionada por el esfuerzo. Cuando la botella está abierta y el Chacho vuelve a sentarse, Rosa le extiende sucesivamente su vaso y el de Teresa, vacíos, y el Chacho los llena de vino tinto casi hasta los bordes. Después de eso, el Chacho termina rápidamente de comer. Cuando ha tragado el último bocado hace chasquear la lengua y trata de despegar con ella unas fibras de carne que han quedado adheridas entre sus dientes. Sus ojos se encuentran un momento con los del Segundo, que mordisquea un hueso; el Segundo le dirige un gesto impreciso, que consiste en sacudir la cabeza dos o tres veces, sin dejar de mordisquear el hueso, y abrir desmesuradamente los ojos. La expresión con que el Chacho responde a su hermano revela una suerte de resignación, malhumor y desgano. De golpe, Wenceslao primero, Rogelio una fracción de segundos más tarde, se paran y se encaminan hacia la parte trasera del rancho. Sus sombras se proyectan un momento, sucesivas, sobre la pared iluminada, y después desaparecen. Al ver a Rogelito acercándose hacia el sitio en el que está sentada, mientras distribuye botellas de vino dejándolas en distintos puntos de la mesa, Amelia retira la mano de sobre la de Rosita, que descansa blandamente sobre la tela verde del vestido, en el muslo derecho. Los dedos de Amelia han estado jugando con los dedos largos y duros de Rosita. Al reaparecer sobre la mesa, la mano de Amelia recoge el cuchillo y comienza a cortar la carne, sin mucho esfuerzo. La mano izquierda, que sostiene el tenedor, se alza hacia la boca, y los dientes se aferran al pedazo de carne. Amelia retira de su boca el tenedor vacío y mastica. Después su mirada se clava en la cabellera amarilla de la Negra, detrás de cuya cabeza pasa la camisa blanca de Rogelito, que deja la última botella de vino sobre la mesa y gana su silla. Los ojos de Amelia siguen el movimiento de Rogelito y después vuelven a posarse sobre la cabellera amarilla que se mueve y que parece emitir reflejos más densos que los de la luz. Después Amelia traga y corta otro pedazo de carne. Su mano derecha deja el cuchillo apoyado en el borde del plato, su tenedor pasa de la mano izquierda a la derecha, y la mano izquierda comienza a bajar hacia el muslo derecho de Rosita, cuyas dos manos, la derecha con el cuchillo, la izquierda con el tenedor, se ocupan de cortar un pedazo de carne. El serrucheo de los cuchillos sacude imperceptiblemente la mesa, estremeciendo el vino en los vasos y en las botellas. Los reflejos rojizos del vino tiemblan ligeramente. La mano se apoya sobre la tela verde un poco áspera, y la hace deslizar hacia arriba; después la mano se detiene y toca, con el pulgar y el índice, la carne del muslo. El resto de los dedos ha quedado sobre la tela verde y la sensación que la tela áspera deja en las yemas contrasta con la que produce la piel dura y lisa, bajo la cual los músculos se han contraído un poco, en el pulgar y el índice. Después la mano baja y se ahueca en la rodilla. La sensación de la tela áspera permanece un momento como adherida a la yema de los dedos, a la palma húmeda, y cuando la mano se cierra sobre la rodilla huesosa, más dura, más irregular, la sensación es más fuerte y más salvaje, de modo que el recuerdo de la tela verde desaparece de la yema de los dedos. La mano sube otra vez, roza la piel lisa del muslo, la tela verde, y vuelve a aparecer sobre la mesa, recogiendo el cuchillo apoyado sobre el borde del plato. El cuchillo pasa a la mano derecha y el tenedor a la izquierda. La mirada fugaz de Amelia se detiene, durante un segundo, en el perfil de Rosita: la expresión de ésta es firme, inalterable, como si todo su cuerpo estuviese hecho con la misma piedra dura de las rodillas. Más allá del perfil inexpresivo de Rosita, en la punta de la mesa, el cuerpo de Wenceslao se yergue, corriendo hacia atrás la silla. Casi en seguida Rogelio se para también, una cabeza más alto que Wenceslao, y comienza a seguirlo cuando Wenceslao se da vuelta y se dirige hacia la parte trasera del rancho. La sombra de Rogelio se superpone un momento a la de Wenceslao, imprecisa, sobre la pared iluminada del rancho. Después desaparecen en la esquina, en dirección a la parte trasera. El Chacho se inclina ligeramente a la izquierda cuando Rogelio se levanta, de un modo brusco, para seguir a Wenceslao hacia la parte trasera. El alto cuerpo de Rogelio cubre un momento el más magro de Wenceslao, y el Chacho percibe las gotas de sudor que corren por la cara lisa y oscura de Rogelio, humedeciendo el bigote negro. Rogelio mastica rápidamente y se apresura a tragar para poder expresar de un modo más preciso y vehemente su deseo de colaborar con Wenceslao. Después el Chacho ve que la mano de Agustín se estira hacia la copa de vino, la agarra y la lleva hacia la boca. En el momento en que la copa toca sus labios, Agustín gira los ojos hacia sus concuñados, arruga la frente y los mira alejarse en dirección a la parte trasera del rancho. Los ve desaparecer y cuando retira el vaso de sus labios está casi vacío. Lo deja sobre la mesa. Sus manos vacilan un momento antes de decidirse a retomar el cuchillo y el tenedor y continuar comiendo. Al aferrar los cubiertos, las manos de Agustín se llenan de protuberancias blancuzcas y cartilaginosas y el movimiento hace resaltar sus venas gruesas como cordones. Al murmullo de la mesa se suman en su mente el murmullo del vino y el del día transcurrido, produciendo un sonido continuo, de altura monótona, que parece aislarlo del exterior como una especie de sordera. Sin mirarlo una sola vez, percibe también de un modo continuo el resplandor colorado y blanco del vestido a grandes rayas de Josefa, que ahora está inmóvil a su lado. Por encima de las cabezas las hojas de los paraísos brillan inmóviles. Cuando Wenceslao se levanta, Rogelio acaba de llevarse un pedazo de carne a la boca como si hubiese estado dispuesto a masticarlo durante un largo rato, sin apuro, y dejando ruidosamente los cubiertos sobre su plato, se para a su vez. Es una cabeza más alto que Wenceslao. Discuten un momento. Al fin Wenceslao hace girar su cuerpo y comienza a caminar en dirección al patio trasero, seguido de Rogelio. Rogelio ve el cuerpo magro de Wenceslao mantenerse a una distancia regular, adelante, avanzando rápido hacia la esquina del rancho, siempre a la misma distancia, proyectando una sombra amplia y móvil contra la pared blanca sobre la que durante una fracción de segundo viene a imprimirse su propia sombra superponiéndose a la de Wenceslao y sobre la que permanece un momento su propia sombra sola después de que la de Wenceslao desaparece cuando Wenceslao dobla la esquina del rancho. Rogelio dobla la esquina del rancho y sigue a Wenceslao, por el costado de la casa. Cuando llega a la altura de la parrilla, Wenceslao se detiene y se inclina para observar la carne. Rogelio pasa junto a la bomba y se inclina también junto a Wenceslao, observando la carne. De la parrilla sube una columna de humo delgada, oblicua: es lenta y olorosa. Sobre las varillas horizontales de hierro la mitad del cordero, oscurecida por la cocción, crepita, imperceptible. Debajo de la parrilla resplandores débiles de las brasas emergen de una capa cada vez más espesa de ceniza. Son resplandores de un rojo atenuado, homogéneo. A un costado, el fuego adicional, destinado a alimentar las grasas bajo la parrilla, ha desaparecido por completo. No queda más que una capa de ceniza grisácea, circular. La esfera blanca del horno, detrás de Rogelio, relumbra en la oscuridad, flanqueada por las manchas de luz que provienen de los dos patios. Rogelio se incorpora y se dirige al patio trasero. Wenceslao permanece junto a la parrilla, inclinado hacia la carne. Alza la cabeza viendo a Rogelio alejarse en dirección al patio trasero, hasta que lo ve desaparecer. Después observa nuevamente la carne. Hasta el lugar en el que está ha estado llegando en todo momento el tumulto de las voces, que se detiene de golpe, como si todo el mundo se hubiese puesto de acuerdo para hacer silencio al mismo tiempo. Wenceslao se yergue, esperando. Oye ruidos metálicos provenientes del patio trasero, y después se hace otra vez un silencio completo. Lejísimo, en dirección a las islas, suena una risa, y prestando atención Wenceslao percibe un murmullo apagado de ruidos, gritos y voces que vienen del otro lado del río. Al murmullo viene como adherida la imagen de unas ramas perforadas de luz en el interior de algún patio, y de una mesa alrededor de la cual un grupo de personas están sentadas comiendo y bebiendo. Es una imagen rápida, reducida, que la risa ha iluminado como un relámpago, y que el recomenzar del tumulto de las voces en el patio delantero y la reaparición de Rogelio, trayendo una fuente y el tridente, en el momento en que Wenceslao comienza a dirigirse hacia el patio trasero, borran por completo. Rogelio sostiene la fuente mientras Wenceslao manipula la carne con el tenedor y la mano libre y la deposita sobre ella. Rogelio se dirige al patio trasero, seguido de Wenceslao, oyendo su respiración y el chasquido de sus alpargatas que chocan continuas, con un ritmo regular, contra la tierra dura de los patios. Rogelio deja la fuente vacía sobre la mesa. Están la otra fuente vacía y la cuchilla. La luz del farol se quiebra entre las hojas de la parra y cae, quebrada, sobre la mesa. Wenceslao comienza a despedazar el cordero. Saltan fragmentos de carne dorada, reseca, y los huesos, al quebrarse o separarse en las articulaciones, producen unos sonidos estirados y opacos. Rogelio mira un momento las hojas de parra, translúcidas, la llama inmóvil del farol que cuelga del travesaño y después se da vuelta un momento y observa el patio vacío, y detrás de los paraísos, a los que la luz del farol apenas roza, los árboles que nadie plantó nunca, amontonados, espesos, manchas todavía más negras de oscuridad que la oscuridad misma, perforados de un modo inconstante y arbitrario por la luz lunar. Wenceslao trabaja con la boca abierta, los ojos entrecerrados, hundiendo el cuchillo en la carne, y cuando termina, dividiendo en dos el último pedazo, se chupa los dedos. Cuando reaparece en el patio delantero, después de doblar la esquina del rancho, llevando la fuente, Rogelio ve el conjunto que habla y se mueve en el interior de la luz. Lleva la comida con una especie de euforia y a medida que va aproximándose a la mesa ve, sin detenerse demasiado a considerarla, la complejidad de los movimientos de los comensales, que parecen constituir un cuerpo único del que los cuerpos individuales y los gestos que realizan no son más que manifestaciones parciales, fugaces, y del que él mismo, que lleva la fuente hacia la mesa, e incluso Wenceslao, que ha de estar viniendo detrás suyo en ese momento, del patio trasero, atravesando el costado de la casa, pasando junto a la parrilla vacía, junto al horno blanco que relumbra, junto a la bomba, no son más que simples extensiones a las que la elasticidad del cuerpo al que pertenecen ha permitido un alejamiento relativo. Un solo cuerpo en el interior de la luz, en la que no hay lugar más que para ese cuerpo solo, y del que la luz es como la atmósfera o el alimento más que la carne asada que reposa en la fuente sostenida por las manos de Rogelio. Aparte de la excitación misma provocada por la comida que lleva, Rogelio no tiene ningún pensamiento, ninguna impresión de ese cuerpo único al que pertenece. Llega por fin a la mesa y comienza a dejar un pedazo de carne en cada plato: en el de Agustín, en el de Josefa cuyo vestido a rayas horizontales blancas y coloradas se hace a un lado para permitirle inclinarse y dejar más cómodamente la carne en su plato. Después que Rogelio se ha retirado, Josefa se endereza otra vez y habla con Wenceslao, que acaba de sentarse y que alza en ese momento su vaso de vino. La cabeza veteada de gris, la cara magra, se inclinan hacia atrás mientras la mano que sostiene el vaso va vaciándolo a medida que lo vuelca entre los labios. Después la mano retira el vaso de entre los labios y lo deposita en la mesa, al mismo tiempo que la cabeza queda otra vez vertical y el cuerpo se endereza. Wenceslao responde a Josefa con monosílabos y después mira a Rogelio, que está dejando un pedazo de carne en el plato de la Negra y cubre parcialmente con su cuerpo las manchas amarillas de la cabellera y la blusa. El cuerpo incrustado en la esfera de luz sacude todos sus miembros, alimentándose, moviéndose, uno y múltiple, y cuando llegan los músicos, hacia el final de la comida, el cuerpo se abre un momento, absorbiéndolos, cerrándose otra vez por detrás, dejándolos adentro.
Había una vez un nene que se llamaba Wenceslao. Su papito era pescador, y vivían en una casita preciosa a la orilla de un río. En ese país el río tenía muchas, pero muchas orillas, y no dos, como en otros países, porque el río era muy ancho y estaba lleno de islas en el medio.
Un día en que había mucha niebla el papito de Wenceslao llevó al nene a una de las islas ¿no? a cazar nutrias. Como no se veía nada, el nene se asustó mucho, pero después salió él solo, y volvieron a ir muchas veces a esa isla hasta que se quedaron a vivir allí. Cazaban y pescaban, y después iban al pueblo a vender lo que recogían.
La dueña de la isla ¿no? era una viuda muy rica y muy buena. Era una señora muy, pero muy piadosa que iba todos los días a misa y que tenía dos nenes mellizos. Cuando el papito de Wenceslao se hizo viejo, vino un ángel muy hermoso y se lo llevó al cielo. Wenceslao, que había crecido y aunque era hijo de un pobre pescador era bello como un principito, le pidió permiso a la viuda y se quedó a vivir en la isla. Era un muchacho honrado y laborioso.
La casita en la que vivía, aunque humilde, era preciosa y aseada. Tenía su huerto y su jardín. Entre los árboles del huerto había un limonero real. La gente de la comarca decía que era un árbol milagroso, porque daba muy buenos frutos, tanto en invierno como en verano, y nunca se secaba. Siempre estaba florecido. En la comarca decían que el papito de Wenceslao lo había encontrado en la isla y que a causa del árbol había construido allí su morada (su morada, que quiere decir una casa).
Como ya era un hombre hecho y derecho ¿no? Wenceslao decidió que había llegado la hora de buscar esposa. Nadie en la comarca se explicaba cómo un joven tan agraciado seguía siendo todavía soltero. Wenceslao decidió consultar a la viuda, que conocía a todas las muchachas casaderas de la comarca, y que podía aconsejarle una buena esposa.
Vino a suceder ¿no? que otros dos muchachos de la comarca se hallaban también para esa época en situación de buscar esposa. También ellos fueron a consultar a la viuda. Uno se llamaba Rogelio y el otro Agustín. Los dos trabajaban en el pueblo. Como los tres habían ido a hablar con la viuda el mismo día, ésta, que quería mucho a Wenceslao, pero que quería también conformar a los tres muchachos, debió reflexionar mucho antes de resolver tan difícil situación. Por fin recordó que en una comarca vecina vivía un pescador anciano y honrado, que tenía tres hijas a las que quería ver casadas cuanto antes.
Al día siguiente, mandó la viuda un mensajero al buen viejo. Grande fue la alegría del viejo al saber que tan piadosa señora había encontrado tres candidatos para sus hijas. Con el mismo mensajero mandó decir que recibiría a sus futuros yernos con gran beneplácito, y preparó una gran fiesta. Cuando los tres jóvenes llegaron pocos días después, los esperaba una mesa servida con los más exquisitos manjares. Aunque modesta, la casa del viejo era preciosa y aseada, ya que a su arreglo contribuían no poco sus tres hijas, bellas como tres princesitas.
Como era Wenceslao el mayor de los tres jóvenes, fue la mayor de las hijas la que le tocó en suerte. Agustín se casó con Teresa, la segunda, y Rogelio con Rosa, la menor. Las tres eran morenas, graciosas de ojos negros, y larga cabellera color azabache (que es una cosa de color negro). Las bodas se celebraron juntas el mismo día. El buen anciano no cabía en sí de contento. Al poco tiempo, como premio a su larga y honesta vida, vino un hermoso ángel y se lo llevó al cielo.
Wenceslao y su bella esposa fueron el primer tiempo muy felices. Vivían en la preciosa casa de la isla y sus días pasaban apaciblemente. Tan hacendosa como bella, la hija del viejo pescador era una excelente mujer, llena de buenas cualidades. A la pesca y a la caza, abundantes, Wenceslao sumaba el producto de las cosechas anuales, que compartía con sus parientes. De este modo, nada faltaba a su familia y vivían sin estrecheces.
Una nube vino sin embargo a empañar esa perfecta felicidad. El buen pescador y su esposa deseaban fervientemente un heredero, pero por mucho que rogaban al cielo, el tiempo transcurría sin que obtuviesen la respuesta deseada. No se resignaban, sin embargo, y redoblaban sus ruegos plenos de confianza. Tres años habían ya pasado desde el día de la boda sin que el cielo colmase sus anhelos.
Cuánto mayor sería la decepción del buen pescador y su esposa al ver que sus parientes parecían recibir en abundancia el don que a ellos se les negaba. Agustín y Teresa habían recibido la visita de la cigüeña, que les había dejado ya una preciosa niña, bella como una princesita, y un robusto varón que hacía las delicias de sus padres. Rogelio y Rosa también habían recibido la visita de la cigüeña: desde hacía un año, su hogar se alegraba con la presencia de una niña hermosa y llena de salud, que murió un poco más tarde.
Bueno. Desesperaban ya los nobles esposos, cuando vino a suceder que un día en que estaba pescando, Wenceslao se quedó dormido, y fue despertado por un murmullo que venía desde el agua. Al abrir los ojos vio frente a sí una hermosa Ondina (que son unos espíritus que viven en las aguas). La Ondina lo miraba bondadosamente, sonriéndole, y por fin le dijo: "Yo soy el espíritu de las aguas. No temas. Si cumples con tus deberes como has venido haciéndolo hasta ahora y realizas tres buenas acciones antes de la medianoche de mañana, para el año próximo tus deseos serán colmados". Luego de esto, la Ondina desapareció entre las aguas.
El pescador se fue corriendo, corriendo a su casa, para comunicar a su mujer la buena nueva. La encontró bordando en el jardín. Al conocer la aparición de la Ondina y sus palabras, la buena mujer comenzó a batir palmas (que quiere decir golpear las manos, aplaudir) y a llorar de felicidad. "Debes ir hoy mismo al pueblo. Allá encontrarás gente necesitada de ayuda y podrás realizar las tres buenas acciones", le dijo a su marido. Le preparó un paquetito con ropa y comida y el noble pescador salió para el pueblo, al que llegó de noche. Hizo nono en un hotel y a la mañana siguiente, bien tempranito, ¿no?, se fue a la plaza del mercado, donde había mucha gente, a ver qué buena acción podía realizar. Ya había pasado más de una hora, sin que se le presentase ninguna ocasión, cuando de pronto vio pasar corriendo a un hombre y detrás a otro que lo perseguía gritando: "¡Al ladrón! Al ladrón". El buen pescador se puso a correr en su ayuda, y pronto alcanzó al amigo de lo ajeno que ya ganaba las afueras del pueblo. Fuertemente sujeto lo presentó a su perseguidor, quien exclamó: "Aprovechando que yo estaba distraído mientras atendía a mis clientes, este picaro me ha robado un salamín. Devuélvemelo", le dijo al ladrón. El ladrón, temblando todo, sacó el salamín de entre sus ropas: "Piedad, señor", dijo al dueño del salamín. "Lo llevaba a mis pobres niños, que están muriéndose de hambre." "¿Y mis niños acaso tendrán también que morirse de hambre si los ladrones como tú vienen a robar mis salamines?", dijo el pobre vendedor. "Vamos, vamos, te entregaré al alguacil (así se llamaba en esa comarca el comisario) para que te corte la cabeza." "Piedad, señor", rogaba el ladrón, "mis pobres niños quedarán sin padre si me hacéis cortar la cabeza". Más imploraba el ladrón, que parecía sinceramente arrepentido del pecado que acababa de cometer, más le recriminaba el vendedor. Mientras el buen pescador contemplaba la escena, preguntándose en qué iría a parar, hizo la siguiente reflexión: "He ayudado a un hombre a quien habían robado, capturando al ladrón y haciéndole devolver lo robado. He aquí una buena acción. Ahora hay un pobre diablo que será separado de sus hijos. Si obtengo clemencia para él, habré realizado ya una segunda buena acción". Unió entonces sus ruegos a los del ladrón, y luego de una larga discusión con el vendedor obtuvo la clemencia deseada.
Después de tan buen comienzo, volvió satisfecho al mercado. Pasó sin embargo toda la jornada sin que pudiese encontrar a nadie a quien ayudar y realizar así su tercera buena acción. A medida que pasaban las horas crecía su inquietud. Y a la noche, cuando ya todo el pueblo estaba en su camita haciendo nono, el pobre pescador no tuvo más remedio que volver a su casa, deshecho en lágrimas.
Llegó pocos minutos antes de medianoche. Su buena mujer estaba desnuda en la cama ¿no? tiritando de frío. No había ni frazadas ni sábanas ni nada. "Qué haces allí, mujer", preguntó el buen pescador sorprendido. "Ay, esposo mío", contestó la buena mujer. "Como hacía hoy tanto calor, decidí lavar la ropa de cama, sin pensar que a la noche refrescaría tanto. ¿No podrías cubrirme con tu cuerpo hasta la mañana para darme algo de calor? Sé que será un sacrificio, ya que no podrás dormir y estarás incómodo. Pero yo sé que eres bueno y serás capaz de realizar esa buena acción." Antes de que su mujer hubiese terminado de hablar, ya el pobre pescador se había echado sobre ella, cubriéndola y dándole calor. "Ya no tengo frío", le dijo, ¿no?, muy complacida, su esposa. En ese momento sonaron las doce campanadas anunciando la medianoche.
Al año siguiente las buenas acciones del pescador fueron recompensadas. Un robusto varón bello como un principito trajo la alegría a su hogar. Marido y mujer no cabían en sí de gozo. El niño creció sano y alegre. Acompañaba a su papito cuando salía de pesca y ayudaba a su mamita, que lo adoraba, en las tareas de la casa. Además de hermoso muchacho, era aseado y obediente.
Muchas fueron las oraciones que elevaron el buen pescador y su esposa al cielo, pidiendo un hermanito. Sus votos, sin embargo, no se cumplieron. Y como se estaba quejando a la orilla del agua, se le apareció otra vez la Ondina diciéndole: "No seas ambicioso. No pretendas más de lo que tienes porque te perderás. Confórmate con lo que te hemos concedido". Luego desapareció.
El pescador volvió a su casa, avergonzado de su ambición desmedida. No demoró en contar a su mujer la aparición de la Ondina, y juntos se resignaron a su destino.
Pasaron muchos años. El muchacho creció. Era honesto y laborioso, y todos cuantos lo conocían quedaban admirados de su prestancia y su bondad. Cuando fue mayor lo llamaron al ejército para defender a su patria, lo que llenó a sus papitos y a él mismo de orgullo y felicidad. Pasó un año entero defendiendo su bandera y volvió sano y salvo.
Como eran tiempos de guerra ¿no? había mucha pobreza en la comarca. Era un castigo del cielo que alcanzaba tanto a los pobres como a los ricos. Los ricos, que son más previsores que los pobres, podían subsistir pasablemente, pero los pobres atravesaban una situación muy, pero muy difícil. El muchacho decidió ir a probar fortuna en el pueblo. El buen pescador y su esposa discutieron toda la noche si debían dejarlo ir o no. Por fin, le dieron su permiso.
Partió el muchacho, dejando a sus papitos muy inquietos. Pasaron muchos meses. Un día vino un mensajero del pueblo diciendo que había bajado un ángel del cielo y se había llevado al muchacho.
El pobre pescador y su esposa fueron presa de gran consternación (que quiere decir de gran tristeza). Uno a otro se culpaban por haber dejado ir al muchacho a buscar fortuna en el pueblo. No paraban durante todo el día las lamentaciones. La mujer no atendía los quehaceres del hogar y el buen hombre se volvió desaseado y holgazán.
La preciosa casita que Wenceslao había heredado de su papá, con su huerto y su jardín, se venía abajo de sucia y descuidada. Los yuyos crecían en el jardín y en el huerto, y toda clase de bichos malos habían hecho allí su nido. Las hormigas que, aunque laboriosas, son tan dañinas para las plantas, se comían todo, y no bien uno se ponía a caminar por el huerto ¿no? ya le saltaban encima las arañas y las víboras.
En vano venían los parientes a consolarlos de su gran amargura. A la vista de ellos, rodeados de sus hijas y de sus hijos, que eran bellos como princesitas y principitos, la desazón (que quiere decir también la tristeza) de los pobres esposos era aún más grande.
Así pasaron varios años. A causa de su abandono, el pobre pescador fue perdiendo los pocos bienes que tenía. Sólo se mantenía en pie, en el huerto, el limonero real, del que las gentes de la comarca decían que era un árbol milagroso. Había estado allí desde antes de nacer el buen hombre y seguiría estando allí cuando le tocase a él, a su turno, subir al cielo. El desaseo del huerto se hacía más evidente comparado con el árbol milagroso, siempre lleno de flores y de frutos. Sus hojas brillaban frescas y perfumadas, y todo alrededor del árbol parecía flotar siempre un misterioso resplandor.