38002.fb2 El limonero real - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

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Se da vuelta. Están de frente uno al otro y casi se tocan. En la sien derecha el padre tiene una mancha roja que brilla húmeda. Se toca la herida con los dedos.

– Algo me rozó -dice.

Se mira las yemas de los dedos, manchadas de rojo. Extiende el palo a Wenceslao, que lo agarra, mirándolo mudo y pálido, y sacando un pañuelo rotoso del bolsillo trasero del pantalón trata de secarse la sangre de la herida. El pañuelo se mancha de rojo y la herida se perla otra vez de gotitas rojas y brillantez. El padre se seca los dedos con el pañuelo y vuelve a guardárselo en el bolsillo trasero del pantalón. Por un momento la mancha en la sien derecha refulge en medio de la opacidad pesada que produce en las cosas de ese universo limitado la filtración constante de la niebla, colándose por todo intersticio. Después su refulgencia se apaga, y la mancha rojiza se aviene a la opacidad vaga del resto.

– Es una rama -dice el padre-. Entonces no era por aquí.

Ahora que no se oye ni el chapoteo rítmico de los remos, cuyo susurro había persistido hasta un momento antes, como una cuña afilada penetrando en la masa espesa del silencio, Wenceslao siente que el temblor de las rodillas le sube hasta el estómago.

– Espérame aquí -dice de pronto, el padre-. Es mejor que vaya solo. Cuando empiece a abrirse la niebla te vas para la canoa.

Wenceslao está por decir algo pero no lo dice. El padre lo mira un momento y después lo palmea en el brazo. "Linda manera de empezar", dice, riéndose. "Pórtese como un hombre", dice, dándose vuelta. Saca el palo de entre sus manos dóciles y se aleja. Wenceslao se mira el brazo en el que él lo ha palmeado y ve sobre la tela de la camisa dos manchas borrosas de sangre. La figura del padre pierde otra vez, de un modo gradual, los relieves, y la voz que viene desde los manchones oscuros que van borrándose repercute indiferente y remota. "No te muevas. No tengas miedo", dice. "No", dice Wenceslao, pero sabe que no lo han oído.

Ahora hasta los manchones oscuros han desaparecido, y la plataforma de tierra amarillenta que ha venido acompañándolos se ha reducido, como si al alejarse el padre se hubiese llevado una parte. También Wenceslao se siente como una cuña afilada, penetrando la masa espesa de la niebla, y la niebla se ha cerrado por detrás, dejándolo adentro. Está en un hueco tan reducido que hay lugar para él solo, parado, con las manos estiradas a lo largo del cuerpo. Las paredes de esa caverna son elásticas, y aunque simulan docilidad, una vez adentro se ciñen otra vez al cuerpo y ahogan. Wenceslao se queda inmóvil, tratando de escuchar otra vez el chapoteo de los remos, pero lo ha perdido del todo; los contornos de la niebla, mordientes y en movimiento, giran puliendo y apagando los sonidos en su memoria; y el yacaré y la serpiente de la isla salen del letargo ancestral, poniéndose en movimiento en una costa barrosa y desierta; prestando atención, puede oírse algo que no es ni un sonido ni una voz sino más bien un rumor, el de la piel acerada por el tiempo deslizándose y dejando su huella imborrable en el barro virgen; y después la inmersión lenta, susurrante, de los cuerpos cuyos ojos giran en espiral rezumando eternidad, en el río de aguas intactas tostadas por un sol joven. Los cuerpos salen del agua relucientes: la serpiente larga de la isla repta tranquila, el vientre blanco deslizándose con facilidad sobre el barro primigenio, y el dorso trabajado con infinita minucia en arabescos rojos y verdes, rojos y verdes, intrincados, lentos, estrechos, entrecruzados, como una escritura en la que estuviese expresada la finalidad del tiempo y la materia de que está hecho. El yacaré muestra su dorso lleno de anfractuosidades verdosas -un verde pétreo, insoportable, planetario- en el que la escritura se ha borrado, o en el que una nueva escritura sin significado, o con un significado que es imposible entender, se ha superpuesto al plácido mensaje original, impidiendo su lectura. Se deslizan lentos sobre la costa, los ojos amodorrados por el letargo, y penetran en la zona de niebla, tan húmeda y adherente que el dorso del yacaré parece ahora cubierto por una pátina de moho, de musgo putrefacto, y los arabescos de la serpiente pierden su color, se deslavan y parecen un paciente tejido mineral de carbón y plata. La niebla envuelve la fronda de los árboles, una fronda de plata, mechada de flores blancas y negras, los árboles que nadie ha plantado nunca y cuyos troncos negros, resquebrajados, llenos de marcas rugosas, de cortes y de hendiduras, están mojados y rezuman goterones de un agua ciega, sin reflejos, surgiendo tétricos y fantasmales en medio de ese vapor envolvente que se ha comido su color.

Wenceslao permanece inmóvil, tratando de escuchar. Dentro de la niebla parece una larva en el interior de un capullo apretado, ocupando un hueco que apenas contiene el tamaño de su cuerpo. Ahora que no queda ni rastro de los manchones oscuros y sin contornos, y que no repercute tampoco la voz llena de ecos opacos que los acompañaba puede percibirse cómo el silencio se mezcla con la niebla, filtrándose entre las miríadas de partículas blancas que vistas desde un metro de distancia pierden toda cohesión, y formando un solo cuerpo con ella. Wenceslao mira la plataforma estrecha de tierra amarillenta y arrastra los pies sobre ella para oír el chasquido de las alpargatas arañar el silencio liso. Durante dos o tres minutos el silencio es tan completo que al oír los primeros tintineos Wenceslao supone que se trata de una ilusión sonora propia del silencio, como si sólo se hiciese posible percibirlo mediante algún contraste de sonido, hasta tal punto que primero duda si los ha oído o no y después está seguro de haberse equivocado. Es cuando el tintineo suena por segunda vez, largo y apagado, cuando Wenceslao se sobresalta y su corazón empieza a latir más ligero, cuando empieza a saber que esos manchones oscuros a los que llamaba su padre han desaparecido, borrándose junto con su voz opaca sin dejar rastro, y que está solo, como un gusano de seda dentro del capullo, en el interior de la niebla, mientras la serpiente de la isla y el yacaré gris se arrastran hacia él, sobre la arena cenicienta. Wenceslao trata de escuchar, inclinando apenas la cabeza en la dirección desde la que parece provenir el tintineo. Pero el tintineo no parece provenir de ninguna dirección, o bien ese fluido lechoso ha abolido toda dirección, o es Wenceslao el que ha perdido todo su sentido, o se trata de varias campanitas tintineando alternadas en distintas direcciones. Wenceslao vuelve varias veces la cabeza hacia distintos lados y desde todos ellos la masa húmeda y blanca le devuelve ese sonido intermitente, metálico, de la campanita. Retrocede hacia lo que él cree que es la dirección en que han dejado la canoa, sin contar los pasos que da, y recién se detiene cuando toca con la espalda el tronco de un árbol. Salta hacia adelante y se da vuelta, con los ojos abiertos, las manos separadas del cuerpo, y ve el monte de árboles negros, chorreando agua, las frondas pálidas y cada vez más evanescentes con sus flores blancas y negras a medida que se alejan de donde él está parado, envueltos en ese vapor húmedo que gira lento y constante. Cuando escucha los golpes secos y otra vez el tintineo todavía está callado. Recién cuando ve la mancha oscura, larga e imprecisa moverse en dirección a él, cierra los ojos y comienza a chillar. Chilla y chilla y su cuerpo se pone tenso y él, con los ojos cerrados, no trata ni siquiera de correr. No hace más que chillar, sin llorar siquiera, y ni cuando de pronto los brazos de su padre, acuclillado junto a él en medio de la niebla, jadeando todavía, lo rodean diciéndole: "Es el cencerro de una yegua", y su padre comienza a murmurar "Querido. No es nada. Es un cencerro. Querido. Querido", ni cuando abre los ojos y ve en efecto a la pesada yegua madrina emerger de la niebla desde esos árboles negros, deja de gritar. Se calla recién cuando su padre lo alza con dificultad entre la bolsa y el palo y la escopeta enfundada y comienza a buscar entre la niebla, equivocándose muchas veces, el camino hacia la costa. Después el padre lo pone en el suelo y Wenceslao comienza a caminar detrás de él, en silencio, con los ojos todavía demasiado abiertos por el terror contemplando la espalda oscilante de su padre mientras éste escruta el torbellino de partículas húmedas y blancas buscando, tratando de encontrar, sin lograrlo durante un rato, acompañados por el chasquido de las alpargatas sobre la tierra amarillenta y el tintineo cada vez más espaciado y lejano de la yegua madrina, el sitio donde el agua chapotea monótona contra el costado de la canoa colorada.

Aparece y desaparece y vuelve a aparecer entre los árboles, en el patio trasero. La mañana se levanta lenta y Wenceslao es seguido por el Negro y el Chiquito que producen unas nubes de polvo diminutas al detenerse de un modo brusco clavando las uñas en la tierra en medio de su carrera. De entre las ramas de los citrus que despiden un olor a azahar frío y liviano, los pasos chasqueantes de Wenceslao y el tumulto de los perros hacen salir volando a unos pájaros grises que parten en línea recta, sin aletear, compactos y veloces como proyectiles. El cigarrillo cuelga inclinado de los labios entreabiertos de Wenceslao, que lleva en la mano un bolso viejo de paja, y se para junto al limonero real. Está en el centro justo de la arboleda y el resto de los árboles parecen ir agrupándose en círculos concéntricos o en espiral a su alrededor: está tan cargado de flores blancas, cuyos pétalos más débiles han caído sobre la tierra alrededor del árbol formando un círculo blanco, que su fronda esférica resplandece concentrando la luz o irradiando una luz propia que hace brillar el verde nuevo de las hojas duras, como si estuviesen recubiertas de una película de laca, y los limones amarillos y verdes llenos de poros.

Wenceslao comienza a arrancar limones, cuidando de no sacudir de un modo demasiado violento las ramas; como el humo del cigarrillo le da en los ojos, los entrecierra y echa para atrás la cabeza. Cada vez que el tirón con que Wenceslao arranca un limón sacude las ramas, algunos pétalos blancos caen lentos al suelo. El limonero real está siempre lleno de azahares abiertos y blancos, de botones rojizos y apretados, de limones maduros y amarillos y de otros que todavía no han madurado o que apenas si han comenzado a formarse. Desde que lo recuerda, Wenceslao lo ha visto siempre igual, pleno en todo momento, con ese resplandor blanco nimbándolo, el punto más alto de su ciclo en los grandes limones amarillos, los botones tensos y apretados a punto de reventar, los limoncitos verdes confundiéndose entre las grandes hojas, oscuras en el anverso y de un verde más claro en el reverso. Wenceslao deposita con cuidado en el interior del bolso de paja los limones que va arrancando, hasta que lo llena. Con el último limón que arranca y guarda en el bolso, tira el cigarrillo -no lo ha retirado una vez sola de los labios entreabiertos- que ha estado haciéndole guiñar los ojos y echar atrás la cabeza. El árbol sobrepasa mucho en altura a Wenceslao y vivirá más que él. Acomoda los limones dentro del bolso y va a dejarlo bajo la parra, en el suelo; el Negro y el Chiquito ronronean y se muerden uno al otro, con suavidad, el cuello, el hocico y las orejas, rodando por el suelo. Wenceslao atraviesa otra vez la arboleda y se dirige a lo que ellos llaman "la higuera del fondo". Es un árbol tan grande que sus ramas deformes, cargadas de hojas ásperas y grises, van a caer más allá del tejido, en el campo inculto que rodea el terreno. Contra el tronco principal, grueso y gris, del que parten dos ramas gruesas y redondas como las piernas separadas de un contorsionista puesto cabeza abajo, se apoya una caña larga que remata en la punta en un gancho de alambre. Wenceslao recoge la pértiga, atraviesa con ella la fronda espesa de la higuera, y engancha una breva amarilla semioculta entre las hojas, sacudiéndola con suavidad hasta desprenderla de la rama y hacerla caer. La breva no llega al suelo porque Wenceslao la espera con la mano abierta, elevada, para reducir el trayecto de la caída y hacerla menos violenta. Recibe la breva en la mano y deja la pértiga apoyada contra el tronco gris del árbol. Pela la breva y se la come. Mientras tritura con los dientes la pasta dulce de la breva, sin mirar a ninguna parte, Wenceslao se acomoda una y otra vez el sombrero de paja en la cabeza. Después deja de masticar y con la boca abierta trata de escuchar, inclinando la cabeza hacia el patio delantero. Le parece oír voces, de un modo vago: la de ella y otra voz que no alcanza a distinguir todavía muy bien. Corta una hoja de la higuera y se limpia las manos con ella. Las voces van haciéndose cada vez más nítidas y suenan apacibles en el silencio soleado.

El Ladeado bufó, para sí mismo, resopló, frunciendo los labios y estirándolos otra vez al apretar los dientes podridos. Su sombra flaca y torcida se proyectaba sobre la canoa y se torcía más todavía al quebrarse sobre el borde de la canoa y continuar proyectándose en el río. Estaba parado en el centro de la canoa y hundía la pala del remo en el fondo del río para acabar de alcanzar la orilla. La superficie del río estaba tan quieta que, al deslizarse, la canoa amarilla dejaba una especie de huella, una estela de surcos paralelos que apenas si se ensanchaba y que no terminaba nunca de borrarse. Hasta la sombra ladeada del tripulante parecía dejar huella. El Ladeado parpadeaba de un modo continuo debido a los efectos del sol, parpadeaba con un ritmo furioso, se abandonaba al parpadeo para no distraerse de su controversia. Al hundir en el agua la pala del remo, presionar con ella en el lecho barroso del río y darle envión, sacando después el remo, el Ladeado efectuaba una serie de movimientos con el cuerpo, movimientos a los que la costumbre había terminado por otorgarles una armonía propia. En esa armonía, el esfuerzo constante por mantener el equilibrio no producía ninguna disonancia.

– Tío me va decir -dijo el Ladeado.

Cuando la fuerza de su pensamiento era demasiado violenta, el Ladeado recurría a la palabra para disminuir la presión: pensaba en voz alta y el pensamiento, aunque no dejaba de estar presente, se hacía invisible, oculto por la palabra que al mismo tiempo delataba su presencia, como esos vidrios tan limpios que no se hacen visibles más que por el reflejo de la luz sobre ellos.

– Tío sabe -dijo el Ladeado, sacudiendo la cabeza.

Entre las orillas, la franja estrecha del río era como una presencia espléndida, pero sin vida. Ni siquiera parecían tener vida la canoa y su estela, ni el chico de once años que la conducía, a pesar de los movimientos -armónicos en medio de su torpeza- que hacía al hundir y sacar los remos del agua. El Ladeado bufó y resopló, frunciendo los labios y parpadeando fuerte. Su parpadeo tenía vida, pero su vocecita hosca y dubitante tenía menos vida que el canto enloquecido de los pájaros repercutiendo en la orilla a la que se estaba acercando y resonando apagado en la orilla desde la que el Ladeado había salido con la canoa amarilla.

– Tío le va decir a él -dijo el Ladeado.

En la orilla el río tenía algo de vida. La rama del sauce bajo el cual permanecía la canoa verde del tío Layo tocaba la superficie del agua y producía unas arrugas fugaces en la superficie. La sombra del sauce oscurecía el agua; y al chocar contra el costado de la canoa verde del tío Layo la corriente imperceptible se podía percibir en las ondas crespas, delgadas, que se formaban contra la canoa y se iban alejando de ella como repetidas y haciéndose cada vez más lisas a medida que se alejaban. El Ladeado estuvo dando impulso a la canoa con el remo único hasta que la proa chocó contra la orilla y empezó a oscilar con suavidad, como un péndulo, con la proa fija contra la orilla. El Ladeado dejó el remo dentro de la canoa y se inclinó bufando y resoplando, en el punto más alto de su controversia, para recoger la cadena. Si el remo había tenido dos veces su estatura, la cadena tenía tres veces su longitud. El Ladeado saltó de la canoa a la orilla arenosa llevando la cadena y clavó la cuña de hierro cerca del tronco del sauce inclinado hacia el río. La canoa amarilla, a diferencia de la canoa verde que estaba cubierta por la fronda fina del sauce, apenas si aprovechaba una parte de la sombra. El Ladeado fruncía las cejas espesas y los labios oscuros para resoplar, sin oír el canto de los pájaros. Pegó un último tirón a la cadena trayendo la canoa más hacia la orilla y se incorporó, el cuerpito torcido hacia la derecha, la cabeza tiesa y medio inclinada hacia el hombro derecho. De esa manera, el brazo izquierdo parecía más corto. Comenzó a subir por la pendiente suave de la barranca, el costado derecho del cuerpo echado un poco hacia adelante, para mantener mejor el equilibrio. Su sombrita torcida lo precedía. El senderito de arena que se abría en la cima de la barranca, tortuoso y amarillento, conducía a la casa del tío Layo deslizándose entre unos espinillos raquíticos que se agolpaban a sus costados. Las alpargatas rotosas del Ladeado, agrisadas por la pérdida de color, dejaban unas huellas profundas sobre la arena. La controversia decrecía a medida que avanzaba por el sendero de arena y el Ladeado frunció mucho más las cejas negras ahora que la ausencia de la palabra había instalado otra vez el pensamiento en el centro de su mente, haciéndolo visible; cuando dobló la última curva suave del senderito de arena, estuvo por fin frente a la puerta de alambre. En el fondo podía verse el frente del rancho y, más chico, el de la cocina, unida al rancho por el techo angosto de troncos y paja; detrás del rancho asomaban inmóviles y compactas las copas de los árboles más altos que llenaban de sombra el patio trasero. Y por delante del rancho, en el centro del patio delantero, ella, cosiendo junto a la mesa, bajo la sombra del paraíso. El Ladeado abrió con trabajo la puerta de madera y tejido y cerrándola detrás suyo penetró en el patio. Se quedó parado junto a la puerta, mirándola. Permaneció así un momento, sin parpadear; verla sentada bajo el paraíso le había borrado de la mente todo pensamiento. Nada más que ella parecía ser visible: ni el paraíso, ni la mesa, ni el rancho, ni el pensamiento. El Ladeado parpadeó recién cuando ella alzó la cabeza y lo vio.

– Entra, Agustín -dijo ella.

El Ladeado avanzó. Ella volvió a inclinar la cabeza sobre la costura, sonriendo con una dulzura distraída. -Buen día -dijo. -Buen día -dijo el Ladeado.

Ella hilvanaba una franja negra en el borde superior del bolsillo de una camisa del tío Layo. Ella le preguntó por su papá y su mamá.

– Dice el tío Rogelio que tiene unos pescados para ahora el mediodía -dice el Ladeado.

– Tu tío estaba por ir -dijo ella. Suspiró. El Ladeado parpadeó varias veces, mirándola, pero ella no parecía ahora saber que él estaba ahí, parecía no saber ella misma que estaba ahí, que estaba. Estaba en otra parte, no se sabía en dónde.

– ¿El tío está? -dijo el Ladeado.

– Está atrás -dijo ella, sin siquiera mirarlo y sin sonreír.

El Ladeado se sentó, apocado. Su cuerpo torcido parecía mucho más torcido todavía en la silla. Ahora que sabía que el tío estaba atrás, y ahora que ella se había ido otra vez, el pensamiento había vuelto a instalarse de nuevo en su lugar, y no estaban más que él, el Ladeado, y el pensamiento. Después oyó los pasos del tío Layo que chasqueaban sobre el piso de tierra y se dio vuelta: el tío Layo venía limpiándose las manos con una hoja de higuera.

– Qué decís, Ladeado -dijo el tío.

– Dice el tío Rogelio que tiene unos pescados para ahora el mediodía, tío. Que vayan con la tía -dijo el Ladeado.

– No le digas Ladeado, pobrecito -dijo ella, sin levantar la cabeza, volviendo de donde estaba-. Se llama Agustín, no Ladeado, pobrecito.

El tío Layo se volvió hacia ella.

– ¿Querés que vamos a lo de Rogelio? -dijo.

Ella ni siquiera levantó la cabeza.

– No -dijo-. Hoy no.

El tío Layo suspiró.

– Vamos, Ladeado, vení, vamonos -dijo.

La canoa amarilla va dejando una estela suave detrás suyo, una estela que va ensanchándose a medida que se aleja de la canoa. El filo de la proa corta despacio el agua que parece estar formada por dos capas de materia y textura, y hasta dirección diferentes: una capa tensa, cristalina, una película rígida extendida sobre la superficie, inmóvil, y debajo una turbulenta e informe masa de agua marrón en movimiento espurio y perpetuo.

Los ojos del Ladeado parpadean durante un largo rato, bajo las cejas fruncidas, espesas, y después lo miran fijo y sin parpadear. -Tío -dice.

Wenceslao sacude la cabeza pero los ojos fijos del Ladeado no lo ven.

– Tío -vuelve a decir-. ¿Le va decir que me mande? -Seguro que sí -dice Wenceslao. Están sentados uno frente al otro: Wenceslao, que rema, de espaldas a la dirección que lleva la canoa. Ve por lo tanto, por encima de la cabeza del Ladeado, cómo la orilla de la isla se aleja de ellos, gradual. Los árboles bajo cuya sombra había estado un rato antes recogiendo higos y limones se han convertido en una masa verde que se confunde con la gran mancha verde de la isla. Pero todavía no es una mancha verde sino una maraña intrincada de arbustos y pastos y árboles, con las barrancas de tierra clara yéndose a pique sobre el río y el descenso amarillo de la playa inclinándose hacia el agua.

– Mi papá dice que no -dice el Ladeado-. Dice que no voy a servir para eso ni para tampoco trabajar.

– Él dice nomás -dice Wenceslao-. ¿Acaso no te han mandado buscarme? Has cruzado solo el río con la canoa. Eso es un trabajo.

– Pero mi papá dice que traigo mala suerte -dice el Ladeado-. Dice que nací torcido, y que traigo mala suerte. -Cosas del borracho de tu padre -se ríe Wenceslao-. ¿De dónde sacó eso?

– Me ve y sacude la cabeza, y se pone a quejarse -dice el Ladeado.

Wenceslao se ríe. -Qué bruto -dice.

El Ladeado frunce más las cejas y resopla, parpadeando muchas veces al hablar.

– El tío Rogelio dice que le va decir que tiene que mandarme. ¿Usted también le va decir, tío?

– Claro que sí -dice Wenceslao, riéndose.

– ¿En serio, tío?

Wenceslao deja de reírse. Mira al Ladeado en la cara.

– Palabra de honor que le voy a decir -dice Wenceslao.